Si mi hermano no llegó a Australia con la ayuda de mi pala con tierra tal vez me acompañase en la época en que yo cuarenta y cinco años, qué extraño el tiempo y la Policía y los mestizos

(no vamos a volver al principio ¿no?)

si mi hermano no llegó a Australia no lo sabré mientras siga relativamente aquí arriba y compruebo que sigo relativamente aquí arriba por una alteración en los objetos, la cara de mi padre

—¿No está pálida la lengua?

y con qué propósito mi padre o los otros, personas que se cruzaron conmigo ignoro dónde viven y de repente una respiración en la oreja y una palma reteniéndome

—Soy yo

sin que distinga cuál de ellos no es la Policía, ni los mestizos, lógico, gente imprecisa, la mujer que encontré en el banco de una plaza demasiado bien vestida para un banco de plaza sin mirar a nadie insistiendo

—¿Qué hago?

triciclos y árboles y pequeñas alamedas alrededor, la mujer en el banco me vio y me olvidó

(cuesta admitirlo pero me olvidó, mi cuñada por ejemplo no volvió a llamarme)

se fue andando hacia el mirador donde no el río, el castillo

(aprovecho para informar de que mi recuerdo del castillo son ruinas y pavos reales graznando)

y la perdí, habrá sido ella quien

—Soy yo

en lugar de la boca que vacilaba

—¿Qué hago?

y el

—¿Qué hago?

vacilante también, creo que el gallego

(para qué andar con rodeos, estoy seguro de)

que el gallego y su socio, en la acera donde la claridad no llega a rondar la casa, no se atreven a subir las escaleras le hablaste de nosotros a la Policía no le hablaste de nosotros a la Policía, la madre del socio en el bolsillo

—No confío en usted

esperan que caiga, salga y yo sin mirar a nadie

—¿Qué hago?

el teléfono en el momento en que lo necesitaba mudo, la cantidad de cosas que me asustan amigos, serpientes, perros y yo ni un palo siquiera mientras que mi hermano sintiendo lástima de mí en Australia, en cuanto el negro se fue mi madrastra inclinada ante el hoyo en la arena

—¿Dónde se han metido malvados?

y nosotros sin responder cavando con las manos, cava con las manos en la tarima y el gallego te pierde así como perdiste a la mujer de la plaza la cual seguramente, con la cual tal vez y solo con ella, un día, no cambies de tema, no te escapes, una mujer demasiado bien vestida para un banco de plaza que no se fijó en ti

(¿quién se fija en ti?)

si se fijase en ti no te vería y si te viera se enfadaría, en ciertos momentos te viene Dita a la memoria con la cual seguramente, con la cual tal vez y solo con ella, un día, complicidades, hábitos, Dita cocinando para nosotros y yo acurrucándome en la silla, superfluo sin duda pero allí, los días de cumpleaños atenciones, regalitos y en las madrugadas en que mi madre

—Eres un hombre

antes de guarecerse en el cojín y la vena de mi padre

(—¿No está pálida la lengua?)

—¿Me rompo o no me rompo?

en las madrugadas interminables, justo después de los pulmones y el esófago, deditos cómplices sosegando los míos, hoy o mañana al bajar las escaleras porque más tarde o más temprano bajaré las escaleras el gallego elevándose con sus muelles de gordo

—Muchacho

pero el socio con la mano en el bolsillo

—No confío en usted

sin mencionar a los mestizos que tal vez hayan quedado, Limpiachimeneas, Guardagujas, Marqueses, hay momentos en que si la pala con tierra me cubriese a mí en lugar de a mi hermano lo agradecería, no soñaría con el regreso a la superficie, seguiría como la tía de Sintra royendo, royendo, nosotros la buscábamos

—Tía

y un leve aliento ahogado

—Váyanse

la impresión de que un gato y ningún gato, el encogerse de las sombras que es lo mismo dado que nunca entendí si los gatos existen o no son más que condensaciones de la oscuridad detallándonos con una curiosidad perezosa, los mestizos no en Amadora ni en los surtidores de gasolina de la autopista del norte donde el que mandaba los domingos de Ermesinde

(las lámparas, los arbustos y tal, la certidumbre de eternidad que nos acompaña unos minutos para dejarnos más huérfanos como la mujer de la plaza

—¿Qué hago?

y en lugar de respuesta un cuerpo que va cayendo, va cayendo y nosotros que creíamos existir para siempre cayendo con él)

los mestizos aquí entre las serpentinas y los globos del Ateneu, les presento al presidente en el estrado con chistera de papel probando el micrófono

—¿No funciona?

el índice rascaba y el micrófono tormentas eléctricas, desde el origen de las tormentas una amenaza tremenda

—Ya funciona

los mestizos quizá en la sala quizá en mi habitación

(heredé de mi madre una caja vacía salvo por una llave que siempre me intrigó

—¿Para qué sirves?

y la llave callada)

donde un avioncito de juguete zumbando

(¿qué habría de responder una llave?)

Dita con la costura suspendida intrigada por el zumbido

—¿Qué ha sido?

(¿cuántos siglos hace de esto?)

no la mujer de la plaza sin interrumpir costura alguna

—¿Qué hago?

y en lugar de respuesta un cuerpo etc., yo como si no la viese y no la veía realmente ni a Dita ni a ella, habitúate a estar solo, aguanta, pensando en mi madrastra con el negro en el toldo y ahí no zumbidos, la risa de ella y pausas, no me vengan con la historia del ruido del mar, qué ruido del mar, ni de la foca en la garganta de mi hermano

(chillaría más tarde)

él con salud en la arena, la conversación del negro carcajadas y cuchicheos mientras yo

—¿Qué dirán los negros?

pájaros de las playas, no gaviotas, afi

(si uno de ustedes entiende a un negro le doy una golosina, piden perdón, tartamudean)

lados, pequeños, picoteando creo que lapas en los espacios entre los peñascos y el faro en un alto, empezamos a trabajar con mi padre en el

(de vez en cuando un hombre en el balcón del faro, microscópico)

almacén

(se veía que viento del norte porque la ropa iba cambiando de forma y dentro de poco haces a lo largo de las olas en las que en una ocasión un delfín, un cachalote o un delfín, menor que un cachalote, un delfín, al zambullirse círculos blancos que dejan de ser blancos y el agua sucia de nuevo, quién me asegura que un delfín y en ese orden de cosas quién me asegura que mi hermano y yo, estoy haciendo un libro, la mano escribe lo que las voces le dictan y tengo dificultad en escucharlas, si las voces dictan no es mentira, es tal cual, mi hermano y yo ordenan ellas y por tanto pongo mi hermano y yo cavando un hoyo, no, pongo mi hermano cavando un hoyo y yo distraído con los pájaros, así está bien)

empezamos a trabajar con mi padre en el almacén en Alverca, no en el centro es obvio, hacia el lado del río aunque no se viese el río, se notaba el Tajo debido al tropel del gasóleo sacudiendo el abeto que se mantenía en la parte de atrás y mi padre presa de amor por el árbol él que no les hacía caso a las personas, mi madrastra abrazándolo y mi padre

—Suéltame

lo ayudaba a resistir contra viento y marea alentándolo bajito, si notaba que reparábamos en él escupía hacia las matas irritado con nosotros

—¿Nunca me han visto?

o se escondía en el rincón del almacén donde en una mesa calendarios y el espejo para observar las metamorfosis de la lengua, mi padre acariciando el abeto de la ventana ennegrecido por el tiempo que nos ennegrece a todos, bibelots esperanzas soperas hasta transformarnos en ceniza, Dita si me viese a esta hora

—Tú ceniza

yo ceniza, mi madre ceniza y mi hermano en Australia, en cuanto le eché la pala con tierra se puso a cavar, el abeto ennegrecido por el tiempo conmigo consolando a mi padre

—Aún está allí tranquilícese

aún está hoy esmirriado y pertinaz, un día cojo una sierra y lo mato, si mi padre difunto

—¿El abeto?

juro que no lo escucho o respondo

—No lo sé

y él qué remedio yéndose desconfiado de mí con el trajecito del arcón, al atardecer llegaban camionetas por un callejón entre fabricas con enredaderas, guijarros y un abandono de derrota, no los mestizos del Carnaval del Ateneu, blancos

(después de fallecer mi padre mi madrastra siguió con nosotros, a veces me daba la impresión de que la risa de ella y el negro susurrándole, entraba en la cocina

—¿El negro?

y mi madrastra sin compañía limpiando el fogón mirándome como los borregos incapaces de un movimiento, un sonido, se intuye que intentan saludarnos y no obstante el mentón cae y un hilito tardón balanceándose

debe de pertenecer a los pulmones o al esófago

ya no tiene mucho tiempo señora o sea ya va a tener mucho tiempo después)

blancos que nos dejaban cajones, el gallego y el socio ellos sí por la carretera

—¿Mercancía buena?

y el gasóleo del Tajo apestando el almacén, mi madrastra no se acordaba del negro, se comprendía que un esfuerzo pobre

—¿El negro?

sorprendida conmigo su cara se animaba y suspendía, no le salía una frase

(¿me saldrá una frase?)

pasado un año ni el hígado ni una vena quisieron contarme en el hospital

(el gallego)

el médico apoyando el estetoscopio

—Hay personas que renuncian

es decir dejan de limpiar el fogón el gallego a mi padre

—¿Esos son tus hijos?

y el abeto deshojado, el coche del gallego con las puertas abiertas sin apagar el motor, tal vez compartiera con el fulano que mandaba el consuelo de una estación de servicio en la autopista del norte cuando creemos

(estamos seguros de)

que nadie nos recibe, habitantes de un mundo desierto en el que arbustos ralos y luces heladas, me pregunto si en caso de un hijo mi vida sería diferente pero me viene a la cabeza que mi padre dos a falta de uno y de qué le sirvieron cuéntenme mientras una trainera me removía por dentro avanzando al mismo tiempo en mis tripas y en el río, el gallego no dos hijos, una hija y un yerno farmacéuticos

—¿Quién cree que paga la farmacia?

sacando fotografías del bolsillo junto con la pistola como si fuese a matarlos, indignándose con la pistola

—Un cascajo

guardándola y los retratos solo que el gallego sepultó con el desprecio del labio

—No hacen nada a derechas

mientras mi hermano y yo le llenábamos el maletero de bolsas, a veces estatuas de iglesia y los santos más leves que yo suponía de madera o algo así

(¿yeso?)

en los altares entre mantelitos y velas con un montón de gente rezándoles se me figuraban pesadísimos y tan fácil cargarlos bajo el brazo, el gallego

—Cuidado

con miedo a que les torciésemos la aureola, la trainera me abandonó los intestinos y avanzó cojeando hacia la desembocadura, el negro si estuviese vivo cayendo del trípode, en una ocasión fuimos con mi padre a recibir una entrega de barco y el agua que se imagina azul pardusco, además de mi cuñada y de Dita otra mujer, uno de los cajones resbaló y se perdió, todo se desplazaba debajo de nosotros con un frenesí de cuna, me acuerdo de castaños en la margen, unas cornisas, huertas, en el barco un hombre en una especie de torrecilla manejando palancas y cuando digo todo se desplazaba debajo de nosotros digo que todo se entrechocaba, vacilaba y amenazaba con deshacerse, la otra mujer camarera en un restaurante, la esperaba en el patio trasero donde una lámpara en un muro iluminándose a sí misma no a las cosas ollas de comida fermentando amarguras, el barco olía al moho de los armarios en los que germinaba ropa antigua, Vila Franca oscilando muy lejos

(me dijeron que Vila Franca)

volvimos a tierra tropezando con los castaños y por primera vez en la vida eché de menos al abeto así como eché de menos tarimas firmes y la casa eso que a mí no me gustaba la casa, curioso cómo los nervios nos hacen apreciar los sitios donde no nos hemos sentido felices, no este donde vivo ahora, el otro dos calles antes sin el teléfono y el timbre y las gotas

(si no fuese de ninguno de los grifos ¿de dónde vendrán las gotas?)

aquel en que mi madre

—Eres un hombre

antes de guarecerse en el cojín nunca pensé que las caras se encerrasen así con tanta prisa al principio y tanta inmovilidad después, el que mandaba recogiendo billetes en el cobertizo

—La próxima vez que te pille no te perdono

yo pensando en los mestizos a quienes les daría el primer premio, al Guardagujas, al Limpiachimeneas, al Marqués, el presidente tamborileando en el micrófono

—¿Ya funciona este chisme?

contando de uno a cinco y de cinco a uno, miradas furiosas de soslayo al encargado del sonido desesperado con el mecanismo

—No sé lo que le pasa

y cortocircuitos, llamitas, chillidos, el presidente poseso

—Espero que sea para hoy

el avión de juguete no zumbaba en la hierba, la otra mujer, insisto en que el avión de juguete no zumbaba en la hierba, a una legua del cobertizo el Barrio, callejuelas, colinas, una niña a quien la voz inmensa asustaba vestida de Amazona encima de un caballo de madera empezó a llorar

—Tengo miedo

la otra mujer

—Entra entra

los cuervos en el camping atontados por los tiros, nuestra furgoneta en el pontón a la espera y aunque navegásemos hacia él el pontón se alejaba, es decir se acercaba alejándose y espero que comprendan más aún porque al atracar seguía alejándose, la madre de la Amazona le hacía señas desde lejos

—Espera un segundito ya casi está

mientras el caballo de madera iba haciendo chirriar las ruedas en el estrado, el pontón de repente no alejándose, quieto, la furgoneta quieta, Vila Franca quieta, el sistema solar entero gracias a Dios quieto

(ya era hora)

excepto un cadáver de ternero

(¿también de madera?)

que se acercó a nosotros, se dio la vuelta y no ruedas y por tanto no de madera, auténtico, me quedé mirando la habitación de la otra mujer en busca de un gancho del que colgar la camisa, descubrí que la hebilla del cinturón un orificio más ancha y me agité

—¿He engordado?

palpándome la barriga, en el cobertizo dos mestizos, uno tan quieto como el pontón y el segundo una foca en la garganta que no chillaba como la del difunto se limitaba a sorber, aquella ma

el pobre

(y de ahí qué sé yo, depende de cómo sea la vida en Australia)

ñera de andar de ellas de mendigo de esquina empujando las caderas arrastrándose hacia nosotros para que les demos más limosna

(el que sorbía me dio la impresión de que sangre, la boca y la nariz encajadas una en la otra debido a las balas, no me pregunten si la nariz en la boca o la boca en la nariz en primer lugar porque no lo sé y en segundo lugar por aun sabiéndolo ni pío, hay temas que si hablo de ellos me estremezco)

el Limpiachimeneas o el Guardagujas arrastrándose hacia nosotros

(¿cómo será la vida en Australia?)

pensé que una pistola y pistola alguna, fue la garganta no el gatillo la que hizo

—Pum

y con el

—Pum

más sangre y la sospecha de huesos o dientes, podía uno pasear en Vila Franca que la tierra no se alejaba un centímetro, todo alineado, por orden, gané la mención honorífica porque la madre de la Amazona la llevó, el presidente se desembarazó del caballo de madera con la rodilla y el animal fue andando con las crines castañas y una sien rasgada, pensé

—Se va a caer

y se detuvo al borde del estrado con una de las ruedas al aire, la expresión de los ojos de él y la expresión del mestizo repitiendo

(¿he hablado de los cabrahigos?)

—Pum

con la cabeza hacia el suelo aunque el índice siguiese disparando, no Limpiachimeneas ni Guardagujas, un chico cuya ropa se abatía a la manera de las plumas de los mochuelos deshinchándosele alrededor, el mestizo o la amazona

—Tengo miedo

y silencio, es decir después del

—Pum

silencio a pesar del índice un disparo y el pecho doliéndome, la camisa en el picaporte a falta de percha y colgada en el picaporte no la reconocí

—¿Será mía?

todo negro en la habitación, la cama más negra que la habitación incluidas las sábanas y las fundas y la otra mujer más negra que la cama, el presidente dejó de tamborilear en el micrófono

—Ya funciona qué alivio

y entonces una voz demasiado amplia

(me pregunto si Dios)

aterrorizando a los asistentes el que mandaba rozó al chico con la culata y desistió del chico, un cuervo vino a espiarnos desde el cámping y regresó a parlamentar con la familia en lo que me pareció una acacia y admito que me equivoqué, un plátano, un fresno

(me gustan las semillas de los plátanos que nos dejan un polvillo en la mano)

mi madre

—Eres un hombre

guareciéndose en el cojín y yo a la otra mujer que no encontraba en las mantas y no obstante allí

(¿dónde más podía estar?)

no creyendo en mi madre

—¿Seré realmente un hombre?

en el instante un postrero

—Pum

casi un murmullo que me alcanzó el hombro, el que mandaba

—¿Se siente mal?

sin reparar en que mi nariz y mi boca encajadas la una en la otra debido a la pistola pero cómo debido a la pistola si el dedo había dejado de doblarse mezclado en los restantes diecinueve o cuarenta y siete en el suelo, a veces al abrocharme compruebo que por sobrarme me entorpecen los gestos y cuanto más lo compruebo más se multiplican deseosos de ayudar y que yo satisfecho con ellos, ganas de responder que no necesito tantos y no respondo, espero que disminuyan por iniciativa propia mientras el botón

—¿Te vas a quedar el resto del día en este vaivén?

se impacienta intentando librarse del hilo

(no conozco un botón que no intente librarse del hilo y desprenderse)

y para colmo esta cara señores que no se parece a mí

(de mi madre, de mi padre, de un abuelo que no renuncia

—Aún estoy aquí chicos)

y a la que se dirigen como si fuese yo, la otra mujer, que no me convencen que no haya hablado con Dita

—¿No puedes?

quizá una cara equivocada también que un abuelo que no desiste la obligaba a usar, el padre de la Amazona llevó el caballo de madera seguro que al matadero porque el animal se negaba endureciendo las ruedas en el escenario, al observar desde la furgoneta el barco y el pontón desaparecidos y en su lugar un hospital, unos comercios

(¿cuál es el masculino de amazona?)

y al poner hospital mi muerte de regreso o sea la molestia al tragar y la gotita en el pañuelo, una constelación de grifos que no cesan de enloquecerme con gotas, les paso la palma por debajo, los cierro mejor, los vigilo, ahí estoy con las manos en las rodillas inclinado hacia delante y en cada mano quince dedos

(cuando intento encender la luz de la cabecera ni uno, la pera se escapa y no obstante al contarlos reúno ocho o nueve)

con un oído en las gotas y otro en el teléfono y en el timbre de la puerta, algo que no había debe de haber quedado en la pistola porque el pecho y el hombro me duelen a menos que pecho y hombro sean una prolongación del esófago, si camino más deprisa

(no mucho más deprisa un poco más deprisa)

los pulmones en los ojos que se dilatan, el corazón

—Voy a fallar

y yo sintiendo en la calle al gallego o a la Policía y los mestizos deseando que baje y viendo un caballo de madera camino de la desembocadura que se acerca al sofá, se da la vuelta, prosigue, el corazón al final no

—Voy a fallar ten paciencia

un índice en el micrófono que me ensordece estruendoso, he aquí el Gato con Botas con el traje alquilado

(cuántos lo usaron antes y después de mí con las orejas levantadas y pisándole la cola, el dueño del guardarropa a mi madrastra

—Le queda bien ¿no?

quizá uno de los agentes en su época también Gato con Botas) bigotes de carbón

(todos ellos bigotes de carbón, cuatro rayas de un lado, cuatro rayas del otro, mira la expresión del chico qué graciosa Cidália)

patinando por el estrado con sus setenta dedos u ochenta y nueve o doscientos en el acimut del cobertizo o de la calle, quien sepa la verdad que lo decida, el Gato con Botas

—Tengo miedo

(el masculino de amazona no lo sé)

a lo largo del pontón al que el río le iba puliendo las vigas y el índice sin pistola cada vez más tardón, el que mandaba a los agentes señalando una manta

(una lona)

—Llévenselo a ese también

no tocándome con la culata y para qué si fallecí hace tanto, no era Vila Franca la que se alejaba, era yo, la otra mujer

—¿Te vas?

con la mueca de pena que debía de notar mi hermano en mí cuando lo visitaba los sábados con una palmadita de treinta y tres dedos sobre treinta y tres dedos

(treinta y cinco como mínimo que mi hermano siempre me ganó en todo, mi madrastra a las visitas

—El menor lo mete en un zapato

lo que al pie de la letra se me antojaba absurdo porque soy pesado y grande)

una palmadita, corrijo, de treinta y tres dedos sobre treinta y cinco dedos delgaditos

—Te veo mejor color esta tarde

cuando ni él ni yo color alguno, en blanco y negro ambos y de ahí que la pregunta de mi padre

—¿No está pálida la lengua?

sin sentido para mí aunque admita variantes en el blanco, afortunadamente la vena al acabar con sus interrogantes solucionó el problema estaba muy sereno a la mesa y en esto el tronco pronto a elevarse en una orden y hasta ahí nada insólito porque fue así toda la vida solo que no orden, una pausa de ceño fruncido, los brazos una presunción de vuelo que me recordó a las gaviotas en el nido sin plumas, rosadas

(nosotros en blanco y negro y las gaviotas rosadas)

la caída arrastrando el mantel junto con mi plato, mi madrastra redondeando los labios antes del primer grito

(ignoro por qué escribo primer si fue el único que oí, debo de haberlo leído en un libro)

mi hermano a gatas

—Padrecito

(qué expresión detestable)

y yo apoyado en la pared deseando que el revoque me engullese y no me engulló el egoísta, nunca pensé que las habitaciones pudieran erguirse y se irguieron, las sillas demasiado verticales, el aparador con el taco de cartulina demasiado fijo y para ser sincero creía que mi padre menos frágil, no casi un mestizo en la alfombra floreada, casi mi hermano antes de la pala con tierra

(treinta y cinco dedos delgadísimos)

y la tranquilidad de los chopos en lo alto, una perra preñada se marchó ahuyentada por el olor de las coronas, la mía con mayúsculas doradas Nostalgia Eterna dado que la alternativa se refería a la Vida Eterna, pregunta: por qué diablos me detengo en detalles, respuesta: para evitar descubrirme apoyado en la pared cuya inercia me rechazaba obligándome a ver, allí está el cuerpo en la tarima y mi hermano qué incongruencia

—Padrecito

el grito de mi madrastra más pasmo que grito, me niego a mencionar a la mujer de la agencia otra vez, las cuentas, el carpintero, la columna, casi la olvidé con el tiempo, lo que permanece en mí es mi madrastra de luto y el toldo en la playa no blanco y negro, azul y verde y el azul y el verde desvaídos, más nostalgia de colores que colores propiamente dichos hasta el punto de confundirse volviéndose grises, mi hermano ocupado con su hoyo y yo acechando los restantes toldos y los barcos

(un barco)

sin acechar cosa alguna tal como hoy en este piso me despido, distingo las chimeneas sobre las crestas de los edificios y más allá de las chimeneas unos balcones iluminados en noches de insomnio que se apagan uno a uno

(¿o soy yo que me duermo?)

los busco por la mañana y no distingo cuáles en esta manzana monótona, la misma en que mi padre, mi madrastra y mi hermano vivieron y donde sigue mi cuñada que dejó de buscarme, le siento el perfume de verbena

(como mi abuela y mi tía por parte de mi madre a cuyas almas inmortales tal vez dedique si hay ocasión párrafos conmovidos)

y yo dando con él y rodeándolo con la porfía cabizbaja de los, iba a poner perros y me he arrepentido, de los animales en general, sugiero que con ella sí, y no con la otra mujer o Dita me sería posible no pienso tener paz, qué exageración, dónde la paz es auténtica, sino un alboroto, digamos así, sereno, una infelicidad dulce después de la pastilla de dormir cuando el pasado y el presente se mezclan en episodios sin relación o cuya relación se me escapa, anular lo que no interesa, en el punto al que he llegado no importa lo que anulan, yo una rémora de remordimiento que se desvanece

—Tienes mejor aspecto esta tarde

y la verbena en Portalegre señores en el porche de la casa con el viento de las montañas dispersando las hojas, mi tía con el ajuar en el arcón y mi abuela con los guisantes, pienso que no importarían los grifos si estuviesen conmigo, el arcón del ajuar más baúl que arcón y mi tía despaciosa, sonrojada, levantando la tapa un poquito

—¿Ves?

veía una espuma de encajes antes de que ella la cerrase con manejos pomposos, un baúl de cuero con tachas en el que el espliego a fuego lento, se sentía la crepitación incluso en el patio y en la carretera, el rocío del almidón, el difundirse del moho, mi tía moho bajo el resplandor de la verbena, Portalegre qué birria con sus noviembres malignos y un horizonte de peñascos ocultando el mundo, la verbena para ser franco me daba náuseas y mi cuñada no verbena además, una esencia extranjera que se pegaba a las cosas, si tuviese oportunidad le confesaría a mi hermano

—Aquello de tu esposa era un juego no hagas caso

y la foca que le chillaba dentro absolviéndome, crecimos juntos, trabajamos juntos, le escuché los

—Padrecito

recogí los trozos de vaso del suelo, lo recogí a él entero sin trozos

—Ponte firme

y en consecuencia no hay espacio entre nosotros para melindres, la foca chillando comprensiva, amigable

—Olvídalo

y por tanto treinta y tres dedos sobre treinta y cinco delgadísimos con mi cuñada mirándonos de reojo y un soslayo cómplice que por espíritu de familia me negué a devolver, mi hermano y yo víctimas de una mujer que nos ultrajaba a ambos, ultraje qué palabra, prescindamos de otorgar más importancia a lo que no tiene importancia sobre todo en el momento en que uno de nosotros, en este caso mi hermano pero la vida es una partida de dados

—Hoy tú mañana yo da igual el orden que aquí nadie se queda en el momento en que uno de nosotros, afortunadamente no yo

(eso no se lo hice ver)

fallecía, sobre los treinta y tres dedos los cinco de mi cuñada algunos de los cuales se metían en los míos y los apretaban

—Listillo

y yo correspondía por caridad con la intención de atenuar su disgusto porque aunque separados siempre queda algo y la viudez pesa, Portalegre qué birria, el barreño con guisantes y los giros de verbena perturbándome el sueño, años después mi hermano de Gato con Botas y no ganó ni una mención honorífica, tuve miedo de que el primer premio o el segundo, recé un avemaria para que Dios alerta y el Señor en Su Divina Misericordia y en Su Justicia me escuchó, la mención honorífica para un Mosquetero, yo entre el público con mi madrina y mi padre aplaudiendo al Mosquetero y mi hermano como si yo tuviese la culpa, si necesitas un culpable culpa a Dios no me culpes a mí que ni golpeé el micrófono con el índice

—Esta porquería de sonido

detestándome en medio de los bigotes de carbón, el que mandaba sin bigote alguno

—¿Bigotes de carbón?

repitiendo frente a los agentes y los cabrahigos

—Bigotes de carbón dice este

y como ni los agentes ni los cabrahigos le aclarasen nada observándome con una desconfianza creciente

(Portalegre imagínese)

en busca de la escopeta en el estuche y renunciando a la escopeta para aconsejar

(esta vez no un cuervo volviendo del cámping, tres cuervos de charol)

a medida que caminaba hacia el automóvil

—Apártate de mi vista deprisa

de manera que heme aquí mis amigos después de las pruebas que me destinó la Fortuna

(no invoco el nombre del Altísimo en vano)

listo para salir de esta casa sin que el teléfono me llame y el timbre suene, atento a las gotas de los grifos y a la mala voluntad de los muebles y ni un sonido de agua ni un chasquido, el nirvana absoluto y el silencio iba a escribir de la muerte pero no fui yo quien murió, fui el que volcó su pala con tierra y dio paso al cura todo ojos en el reloj

(hora de almorzar se disculpa)

antes de los últimos responsos, yo más interesado en los petirrojos de los chopos y en mi cuñada detrás de una tumba que en las oraciones y en las bendiciones, algunas sepulturas frente a la nuestra

(por así decir)

otro puñado de personas en círculo y otra pala, probablemente otro hermano, heme aquí mis amigos comprobando en los bolsillos lo que un hombre necesita para un viaje largo quizá de años, quizá sin término, sacar del frigorífico un envase de leche, abrirlo en un ángulo con la tijera después controlar el tiempo de caducidad

(consumir preferentemente antes del dieciocho de agosto)

y enterarme de las virtudes en letras pequeñitas para el lactante, el enfermo, la mujer embarazada y el anciano sin olvidar a los deportistas, los que sufren de los huesos

(osteoporosis, reumatismo, falta de calcio)

y la humanidad en general, yo humano en general bebiendo media taza

(casi dos tercios)

pensando en la hipótesis de un ayuno prolongado y volviendo a guardar el envase al lado del queso duro como no sé qué que solo a golpes de hacha, palabra, yo comprobando que todo limpio, ordenado, oyendo una gota en el pasillo, deteniéndome a escuchar y como la gota no se repitió en una caricia a la cortina de plástico del mirador que ni siquiera me gustaba, pececitos estampados, conchas idiotas

(no temamos a las palabras, en una caricia lo admito)
despidiéndome de ella, yo tal como el cura de mi hermano en una última bendición a mis humildes pertenencias antes de que tierra encima y se acabó

(en una de esas cuando todo se acabe hasta echaré de menos la verbena de Portalegre quién sabe, se vuelve difícil decir

—Portalegre qué birria

con salud y moviéndonos, difunto el asunto cambia)

de manera que aquí estoy con sesenta y seis dedos extendidos empujando la puerta que no empujaré claro, me quedo en el vestíbulo con la gabardina nueva en el brazo

(por nueva entiéndanse dos años)

resuelto a hacer buen papel cuando mi hermano en Australia se decida a llamarme.