El guardia golpeó la puerta y entramos. El hombre estaba escribiendo sentado a la mesa. No nos miró. Hizo un gesto para que esperásemos con la mano que sostenía la pluma y siguió escribiendo. La mano que no sostenía la pluma sostenía el papel con las yemas de los dedos. La actitud del guardia ordenaba quítate las manos de los bolsillos. No me las quité. A propósito de manos muchas manos hay en el mundo. Las manos del hombre. Las mías. Las del guardia en postura de firmes. Si me pusiese a contarlas todas dentro de un año aún estaría aquí. En la ventana plátanos. Los conozco porque los ponen en el arcén de las carreteras. Con una franja encalada en el tronco previniendo a los automóviles por la noche y así las personas se desvían y no se mueren. No tengo miedo a morir. Los guardias tienen miedo a morir y me tienen miedo a mí. Los plátanos en la ventana tres plátanos. Los plátanos en las carreteras a montones. No sé si hay más plátanos que manos. En el sitio donde el hombre escribía estantes. Una alfombra. La bandera con cintas en el mástil. Retratos de la familia de él. Una mujer. Un chico de mi edad. Una chica parecida al chico con un aparato dental. En una ocasión robé uno. De metal con chapitas azules. Justo el que yo quería. Fue por la tarde a la salida del colegio. Fui allí a propósito para encontrar un aparato de los dientes. Los demás para qué quieres un aparato de los dientes. Los alumnos empezaron a salir del colegio y yo en el portón viéndolos. Los demás ya deberíamos estar en Almada hace rato antes de que el minimercado cierre. Los coches que trajimos de Benfica parados en la calle impedían el tráfico. Le dije al Gordo si alguien toca el claxon muéstrale la escopeta. En el colegio no plátanos. Arriates. Por mí los pisaba todos. El Gordo dijo y la Policía. Le mostré la escopeta. La cara de él cambió. Dijo tú sabes. Los demás oyeron. Yo sé. Por fin apareció un alumno de los mayores con la novia. Venían cogidos de la mano. Como he dicho hace poco hay muchas manos en el mundo. Decía que si me pusiese a contarlas todas dentro de un año aún estaría aquí. La actitud del guardia ordenaba ponte firmes tú también. No me puse firmes. Andaban unos tipos por ahí reparando la acera debido a un tubo roto o algo así. Dos metidos en un pozo hasta la cintura y el tercero fuera. Con gorra. Mandando con un palillo en la boca. Cambiaba la posición del palillo con la lengua. Al ver la escopeta la boca bajó unos centímetros pero el palillo quieto. Las bocas de los peones también bajaron unos centímetros. Ya que he hablado de bocas cogí una piedra de la acera y le di en la boca y en la nariz al alumno mayor. Con fuerza pero sin mucha fuerza para no estropear el aparato de los dientes. Los libros de la novia se desparramaron por el suelo. Les di un puntapié a los libros. ¿Por ser ella guapa? No me fijé en ella. No lo sé. Me fijé. Llevaba un vestido verde. No me apeteció tocarla. No me apetece que las personas me toquen. Cuando era pequeño una vieja del Barrio me cogía a veces en brazos. Niño decía ella. Niño. Después falleció y se acabó todo. Por casualidad conozco el lugar de la colina donde la enterraron. Cavé a escondidas y encontré un zapato y unos huesos. Como no oí decir niño puse allí todo aquello otra vez. Hice la prueba de decirles niño a los zapatos y a los huesos y no sirvió de nada. Si me entregasen una excavadora acabaría con la colina. Tal vez casi tantos huesos como manos y de esos tantos huesos cuáles serían los de ella. Le comí uno de los pollos y me sentí mejor. Yo no lloro. Le quité el aparato al alumno mayor con navaja. Se ajustaba con ganchitos a la encía y costaba quitarlo. El motor de uno de nuestros coches aceleró llamándome. Un acelerón largo y un acelerón corto. Señal de que la Policía. No me gusta que me interrumpan cuando estoy trabajando de modo que a pesar de la Policía estuve en un tris de disparar contra el alumno mayor. Al arrancarle el aparato tuve la certeza de escuchar a la vieja niño. No entiendo cómo un zapato y unos huesos niño. Tal vez fuesen los cuervos a los que el lisiado de la muleta les enseñó mi nombre aunque no fuese mi nombre el que el zapato y los huesos repetían. Repetían niño. Una tarde la vieja clavó un clavo en un huevo y me dio el huevo a beber. En cuanto vuelva al Barrio le como todos los pollos. Y de esa manera aunque llorase no lloraría. El alumno mayor dejó de retorcerse. La novia le abrazó la cabeza pidiendo habíame. Les di otro puntapié a los libros mientras un policía corría hacia nosotros venido de la alameda. Parecía no salir del mismo sitio. Si por casualidad me atrapase le clavaría un clavo a él y me lo bebería. Ya en el coche limpié el aparato dental en los pantalones y lo enderecé con una tenaza. La novia con los libros alrededor se quedó observándonos hasta que pasamos la esquina. Tiré fuera el aparato dental porque me molestaba en la lengua. El hombre que estaba sentado escribiendo enroscó el capuchón de la pluma mientras leía. Se arrepintió de enroscar el capuchón y lo desenroscó para corregir una frase. La actitud del guardia no paraba de ordenar quítate las manos de los bolsillos. Por suerte llegamos a Almada en el momento en que el dueño del minimercado encajaba las contraventanas. Entramos con él sin que hiciera falta empujarlo. El hombre que estaba sentado escribiendo no parecía contento con la frase. Le colocó los codos encima mirándonos al tiempo que ensayaba palabras con los labios sin sonido tropezando en una de ellas. Dijo he hallado la solución y volvió a coger la pluma. Se arrepintió. La soltó. Sin ninguna mano cogiéndole la pluma tenía aspecto de huérfano. Solo le faltó preguntar ¿ya no me quieres? El dueño del minimercado se agachó en el mostrador con el brazo izquierdo temblando. Cerramos la puerta y al cerrar una campanilla. Abrimos la puerta y la campanilla. Ya abriendo ya cerrando la campanilla en un solo hilo de sonido. Mientras estuvimos allí el del avión de hojalata se quedó todo el tiempo entrando y saliendo debido a la campanilla. Cuando acabamos trajo una escalera y un martillo, la sacó de allí arriba y se la llevó. Fue un problema para convencerlo de que nos la prestara. El hombre que estaba sentado escribiendo se detuvo en el guardia. Después se cansó del guardia y se detuvo en mí. Ordenó quítate las manos de los bolsillos no con la actitud. Con la voz. En la ventana cuatro plátanos ahora. No. Cinco. Si les encalasen los troncos con una franja creería que allí hay una carretera. No me quité las manos de los bolsillos. El guardia me preguntó ¿no has oído lo que ha ordenado el señor juez? El dueño del minimercado pidió tomar un comprimido. El corazón dijo él. Se hacía difícil comprender lo que decía debido a la campanilla. Pregunté qué es lo que usted ha dicho. El corazón dijo él extendiendo la pierna hacia la palanca de la alarma. Empujando con la puntera se enciende una bombilla en la comisaría. El juez se desinteresó de mí moviendo los labios mientras reconstruía la frase. El del avión de hojalata feliz con la campanilla y él feliz con la palabra. Cada cual por su lado poniéndome de los nervios. El juez se acordó de mí y encerró la palabra en el interior de la cara. Me fastidia insistir en las cosas dijo él. Iba a preguntar qué cosas pero se refería a mis manos en los bolsillos ya que añadió esas manitas a la vista y el cuerpo derecho. Sin comprimido el dueño del minimercado se iba poniendo tenso. El juez también. Tal como van las cosas si echase un vistazo a la ventana apuesto que diez plátanos. El Gordo metió el cañón de la pistola en la barriga del dueño del minimercado y lo apartó de la palanca. No señor dijo él. Trataba a todo el mundo de señor y vivía con una blanca. Mi hermana también vivía con un blanco. En una casa en serio. No en el Barrio. De vez en cuando me sentaba en el mirador de ellos lleno de plantas en tiestos y mi hermana bajito ¿qué vienes a husmear aquí? La caja del minimercado casi no tenía dinero de manera que el Gordo al dueño el resto del dinero señor. El juez cogió el teléfono y dijo tenemos aquí a un listo. Incluso en el lugar donde me metieron si hago un esfuerzo sigo oyendo la campanilla. Cuando llegaron tres guardias más el juez se pellizcó la mejilla pensando. Los tres guardias se alinearon a la espera del final de los pensamientos que daban la impresión de no terminar nunca pues los dedos no paraban de pellizcar la mejilla. No sé si el número de plátanos aprovechó para aumentar o disminuir en la ventana. No sé si más allá de los plátanos un muro. O si no un trigal y bosques. Aldeas. Campesinos en bicicleta a los que era divertido hacerles perder el equilibrio rozándolos con el parachoques del coche. Algunos con un perrito corriendo tras ellos. De vez en cuando una cruz de piedra con florecillas marchitas en un búcaro. Recordando un accidente. O una Virgen y una lamparilla en un nicho. Bandadas de grajos sobre las tomateras. Si los acuchillásemos no graznarían con más fuerza. El lisiado de la muleta no me enseñó a hacerlos. Palomas sí. Es fácil. Basta con unas cuerdas y una página de periódico y enseguida se echan a andar con un empaque ofendido. Días después desaparecen en grupo. Todas a una. Sin aviso y al poco tiempo ahí están ellas otra vez. Para aquí y para allá con su paso exaltado. Palomas. Grajos. Plátanos. Manos. Qué complicado el mundo y en medio de todo esto una vieja niño. No lloro. Es decir que ya ha sucedido. Por la noche. Entonces me acuerdo de la campanilla y pasa. Si no me tocan pasa. No tengo miedo a morir. No les tengo miedo a ustedes. Voy a contar un secreto. Tengo miedo a la oscuridad. Era una broma. No tengo. Tengo. No tengo. Cuando les hacíamos perder el equilibrio los veía en el espejo apretando la rueda delantera con las piernas ocupados en reparar el manillar. Había quien nos amenazaba con el mango del paraguas cerrado. Los perritos esperaban el final de la reparación con la lengua fuera. El juez alteró la posición de los marcos. Se notaba que podía pensar varios días si le daba la gana. Si me diese la gana pensar empezaría a correr hasta llegar muy lejos del Barrio donde nadie me viese. Siempre se encuentra un sitio para dormir. Un edificio abandonado. La entrada de un establo. Un granero. No necesito a los demás. Puede llover cuanto sea. Hacer frío. Tronar. Siento a los animales de la tierra que me olisquean y se van. El juez abandonó los pensamientos. Ayúdenlo a quitarse las manos de los bolsillos dijo él sin señalar a nadie. Mientras los guardias se ocupaban de mí eché un vistazo a la ventana. Ningún muro. Ningún trigal. Dos plátanos. Los guardias usaban tubos de goma. Me crujió una costilla. El riñón también me crujió porque sentí la orina. El juez comenzó a escribir de nuevo. No la frase de hace poco. Muchas frases. De vez en cuando se interrumpía pellizcándose la mejilla. O evaluando una imperfección con el meñique. Cuando dejaba de evaluar la imperfección se observaba el meñique. A los guardias les costó mantenerse en pie dado que las rodillas les fallaban y me faltaba una parte de la columna. Los cuervos del lisiado de la muleta no paraban de crascitar. Tardé en darme cuenta de que no eran los cuervos. Eran las partes de las que estoy hecho intentando ajustarse. En una de ellas la voz de mi hermana insistía sacudiéndome el hombro ¿qué vienes a husmear aquí? En otra la vieja ¿te apetece beber un huevito más niño? El dueño del minimercado sacó una bolsa de una balda con botellas extranjeras. Intenté meterme las manos en los bolsillos pero la costilla o el riñón me lo impedían. El juez dijo al menos no lo mataron. Con una voz de fragmentos de vidrio que me rascaba. La ventana muy arriba me impedía ver los plátanos. El Gordo contó el dinero haciendo montoncitos con los billetes y volvió al principio. La blanca de él huyó dos veces. La primera la pillamos en el cámping. La segunda fuimos a buscarla a la plaza donde los hombres que controlaban a las mujeres nos dijeron íbamos a entregársela a ustedes ahora mismo amigos. Uno de ellos hizo ademán de pegarle una bofetada a la blanca y el Gordo sacó la pistola de la chaqueta. El uno de ellos dijo era para enseñarle a respetarlo amigo. El Gordo no dijo nada pero la pistola tardó un rato en volver a la chaqueta. Uno de los hombres que controlaba a las mujeres dijo al uno de ellos desaparece. El otro desapareció. Entonces el Gordo guardó la pistola en la chaqueta y nos fuimos. El del avión de hojalata incluso avanzó con la escopeta de cañones recortados pasando delante de cada hombre pero yo le dije volvemos aquí a primeros de mes para recibir la pasta. El hombre que dijo desaparece esto no está rindiendo un carajo amigo se acabaron los machos en serio. La escopeta de cañones recortados se plantó en él. El primer cañón sobre el segundo. No dos cañones a la par. El hombre que dijo desaparece dijo de todos modos pagamos y me extendió la mano. Muchas manos hay en el mundo. Si me pusiese a contarlas todas dentro de un año aún estaría aquí. No se la di. En uno de los lados de la plaza una iglesia con personas entrando en misa. En el cepillo de las limosnas de las almas del Purgatorio hasta cheques se encuentran. Las almas del Purgatorio entraron en el maletero corriendo a la blanca hacia un lado. El juez se levantó y rodeó la mesa. Mi cuerpo debe de estar mejorando porque tres plátanos ya. Si esperase una hora por lo menos habría una docena. El meñique que seguía investigando la imperfección de la piel dijo tienes trece años ¿no? Por poco no metía un clavo en un huevo y me lo daba a beber. Mi edad lo obligaba a pensar. Pensar era su especialidad. Trece años señores dijo el meñique adonde vamos a ir a parar. Por la forma de la boca se desprendía que pensaba adonde íbamos a ir a parar. Alarmados por la pregunta del juez los guardias pensaron a su vez adonde íbamos a ir a parar. Miraron el techo. Se miraron calculando el punto donde se encontraban los respectivos pensamientos intentando razonar más deprisa con la esperanza puesta en el ascenso. Sin querer me vi igualmente pensando adonde vamos a ir a parar. El juez interrumpió el pensamiento para decir este es el gran problema adonde vamos a ir a parar. Todo el mundo incluso yo pensaba con fuerza. En mi caso con tanta fuerza que me olvidé de correr hasta muy lejos donde los animales de la tierra habrían de husmearme y dejarme. Seguía faltándome un pedazo de columna y la costilla o el riñón o ambos juntos cambiaron de posición para dolerme más. El juez caminó hasta el fin del pensamiento donde las ideas terminan en una aglomeración de memorias antiguas que han perdido la utilidad con el tiempo. Volvió a la mesa de escribir y no cogió la pluma. El hecho de no saber adonde íbamos a ir a parar lo desnortaba. Un último intento lo dejó en el colegio cincuenta años antes sin obtener la solución para un problema de trenes que parten de apeaderos situados a cincuenta kilómetros el uno del otro. El primero con el triple de la velocidad del segundo y en qué kilómetro se cruzan. Tomando como kilómetro cero el lugar de partida del primer tren y por kilómetro cincuenta el lugar de partida del segundo. El profesor que se llamaba don Bentes aguardaba la respuesta con un silencio burlón. Vencido por el problema de trenes el juez acabó refugiándose en la pluma. Dijo lleven al chico a la enfermería mientras don Bentes declaraba a la clase en pleno nunca habrás de ser importante en la vida. Curioso cómo unos trenes a cincuenta kilómetros el uno del otro pueden destruir a una persona. Habiendo dejado al juez hecho polvo don Bentes triunfaba. Hasta la muerte del juez continuaría triunfando. Allí estaba él con guardapolvo resolviendo en dos plumazos el problema en la pizarra. Cuando llegué a la puerta el juez escribía a todo gas dejando la imperfección de la piel en calma pero con don Bentes al acecho. Miró el retrato de la mujer a ver si una fracción aunque diminuta de don Bentes se prolongaba en ella. Además de romperle la clavícula al dueño del minimercado dejamos las botellas extranjeras sin tapón. Horizontales. Chorreando licor. El guardia entornó la puerta del juez en el momento en que don Bentes demostraba la sencillez del problema y por consiguiente la inconmensurable extensión de la imbecilidad del juez trazando guarismos enormes a fin de subrayar la evidencia de la inepcia. Lento y definitivo cada cero chirriaba en la pizarra. Lleven al chico a la enfermería mientras me tapo los oídos con la esperanza de que don Bentes me suelte. Y si queda en ustedes un asomo de humanidad y un resto de amor apiádense de mí.
Estuve siete meses en el Instituto. Al cabo de una semana ya me metía las manos en los bolsillos. Desaparecieron la costilla y el riñón. Solo tengo físico cuando estoy enfermo. El dueño del minimercado se sostenía la clavícula. Eso es lo que digo. A pesar de ser viejo era la primera vez que tenía clavícula. Si no se la hubiésemos roto no tendría clavícula alguna. Corazón sí. Desde hace unas semanas para acá. Desde la tarde en que el médico diga adiós a las coronarias. Pidió que le sacásemos un comprimido de una cajita para ponérselo bajo la lengua. La cajita era de plata con una caléndula en relieve. En la tapa. Uno de los mellizos iba a entregársela. Se ocupó de la cajita hasta encontrar la marca de la plata. No una marca. Dos. Plata de ley. Buena. A quien nos compra lo que le llevamos le gusta eso. Cubiertos etc. Teteras. Azucareras. El mellizo se la guardó en el bolsillo con el comprimido dentro. El dueño del minimercado cerró los ojos. El brazo izquierdo no paraba de temblar con una vida más frenética que el resto y nosotros observando el brazo. Casi las ocho en el reloj y la impresión de una noche sin fin a mi alrededor en la cual me perdía. Tengo momentos así. Quiero llamar y no lo consigo. Quiero huir y no oyen. Hay instantes en los que una persona se pregunta ¿me perderé para siempre? En que solo unas piedras nos devuelven el eco de los pulmones en una extensión desolada. Si al menos una vieja niño. Ya me contentaría yo con que un zapato y unos huesos niño mientras cavaba la tierra con las uñas acercándome a ella. Por lo menos espero que acercándome a ella y quizá otro zapato. Otros huesos. Me dejaría coger en brazos por más que fuesen otro el zapato y otros los huesos. Una respiración en mi oreja. Dedos. Es mejor cambiar de tema de conversación. Voy a cambiar de tema de conversación. El brazo del dueño del minimercado se paró. Se estremeció aunque débilmente. Suspiró no sé qué. Suspiró madre. Tan viejo y suspirando madre. No comprendo a las personas. Es decir no tenía madre hace siglos y gastaba saliva en balde al nombrarla. No digo madre. No necesito madre. Decía si al menos la vieja niño por decir. Si me cogiesen en brazos no me dejaría claro. Me dejaría. Decía que no me dejaría claro. No me desmientan. El mentón del dueño del minimercado se arrugaba en el mostrador. No tenía clavícula otra vez. Ni cuerpo. O más bien tenía un cuerpo que no le pertenecía. Se quedó con su cuerpo de nadie escurriéndose hacia el suelo. El otro mellizo trajo el tabaco y las conservas. Cuando llegamos a la calle ventanas iluminadas ampliando la noche en la que no me oirían si llamase. Todas las piedras dejaron de resonar. De vez en cuando voy al sitio donde vive y observo el mirador de mi hermana. No entro. El mundo da muchas vueltas dice ella. No le capto la intención pero ya. El mundo da muchas vueltas. De manera que en lugar de madre puede ser que diga hermana un día.
Estuve siete meses en el Instituto. Me pusieron en el taller de carpintería y en el colegio. El profesor del colegio dijo háganme el favor de escribir. Problema. Dos puntos. En el otro renglón supongamos dos pájaros a cincuenta kilómetros el uno del otro. Da igual qué pájaros. Supongamos da igual qué pájaros a cincuenta kilómetros el uno del otro. El primero en la ciudad A. El segundo en la ciudad B. Hagan el favor de escribir en la ciudad B. Ciudad A de agua. Ciudad B de bota. Vamos a continuar. Vamos a continuar no se escribe. El pájaro de la ciudad A de agua vuela al triple de velocidad que el pájaro de la ciudad B de bota. ¿En qué kilómetro? Repito. ¿En qué kilómetro a partir de la ciudad A de agua se cruzan? Justifiquen la respuesta. Diez minutos contados de reloj a partir de este tracito. Mostró el reloj de pulsera. Hasta un imbécil se daba cuenta de que el reloj era una birria. Incluido el mellizo de la cajita de plata siempre tan codicioso de todo. Se notaba a simple vista. Si hacíamos ruido el profesor en vez de exaltarse se apoyaba en la pizarra no me hagan perder este trabajo que tengo familia. El reloj una birria y el traje una birria también. Sigo sin saber qué kilómetro a partir de la ciudad A de agua los pájaros se cruzan. De agua no se escribe. Sirve para aclarar cómo se escribe la A de la ciudad A. Podría ser Antonio en lugar de agua. No hay quien no conozca a un Antonio. Podría ser alma. Todo el mundo tiene una noción de lo que es el alma. Viene en el catecismo. Es la parte de nosotros que no muere y que Dios juzgará un buen día. Mientras el profesor hablaba el reloj aparecía y desaparecía en el puño de la camisa de acuerdo con los gestos. Le faltaba el botón a uno de los puños. Si lo pillase en la calle lo dejaría en paz. No encontraría nada capaz de interesarme. A lo sumo lo aprovecharía para entrenarme con la escopeta. Me pregunto si no le haría un favor. En el taller de carpintería me pusieron en el torno. Lejos de las garlopas y de las sierras. El maestro dijo para evitar tentaciones que tienes una historia que no se acaba nunca. Al acercarse a mí traía el formón en posición de ataque. El muy chulo amenazaba despacio tomándole el gusto a la palabra. El muy chulo. Yo trababa el torno y nos quedábamos mirándonos el uno al otro. Desistía antes que yo y se alejaba. Mi hermana dice que yo asusto a las personas. Si el profesor estuviera aquí añadiría que Dios juzgará un buen día nuestras almas pecadoras. Un buen día. ¿Por qué un buen día? Que juzgue como le dé la gana. No le tengo miedo a Dios. Hasta hoy no me ha provocado. Si por casualidad me provoca vamos a ver quién gana. Se lo dije al capellán del Instituto y me mandó rezar seis Padrenuestros. Me quedé en el banco de la capilla calculando la duración de seis padrenuestros mientras él me observaba desde el confesionario abierto preguntándole a un compañero mío arrodillado frente a él y cuántas veces te tocas cada tarde. Al considerar que había pasado el lapso necesario para una docena de Padrenuestros me levanté y me fui. Al pasar a su lado el capellán requería minucias acerca de los tocamientos de mi compañero. Habla más alto chico que no te oigo. Esto durante siete meses señores. El director del Instituto se llamaba mayor Paiva. Calculo que era de la familia del juez porque si me convocaba la primera frase era siempre quítate las manos de los bolsillos. Después de quítate las manos de los bolsillos añadía cuando te interpelo. Quítate las manos de los bolsillos cuando te interpelo. Y cada dos semanas me interpelaba. Decía si sigues tan vago te corto el pelo a puntapiés y me mostraba la puntera militar. P de puntera. Añadía que no me entere de que estás armando jaleo. Si entraba en el taller de carpintería o en el colegio el maestro y el profesor ordenaban ponte firmes deprisa. El profesor ordenaba ponte firmes deprisa pero el ponte firmes deprisa de él significaba no me hagan perder este trabajo que tengo familia. El mayor Paiva se instalaba en un pupitre del fondo. Pedía una hoja de papel. Decía durante media hora voy a ser alumno también. Rebosaba en el pupitre por todos lados. Lomos. Culo. Muslos. Su cabeza tres palmos más alta que las nuestras. El profesor le entregó la hoja de papel. El mayor Paiva advirtió con un codazo risueño espero no tener que cortarle el pelo a puntapiés y el reloj barato del profesor más barato de repente. El traje ajado más ajado. El pelo que corría el riesgo de ser cortado a puntapiés y yo no imaginaba tan ralo. La falta del botón en el puño me avergonzó a mí. No sé por qué. Si la vieja le dijese niño ¿lo ayudaría? ¿Cavaría de rodillas a mi lado con una escarda con las manos con las uñas en busca de un zapato y unos huesos? ¿Le regalaría el lisiado de la muleta un cuervo solo para él crascitando crascitando? El director con el lápiz encerrado en la mano dijo entonces nos da o no nos da ese problema y el profesor sin botón en el puño. No tuve ocasión de comprobar los botones de la camisa. En la chaqueta me pareció que un botón. Pues eso. El profesor sin botón en el puño se acercó a la pizarra como si lo condenasen al garrote vil. Si tuviese los comprimidos del dueño del minimercado le daría uno. No había plátanos. Había un pedazo de cielo demasiado distante donde apuesto que Dios no se preocupaba por las almas pecadoras. No demasiado distante. Hueco. En el cual se desplazaban las nubes con la pereza horizontal de los barcos. Nunca he visto un barco enardecido. A mí se me antojan con sueño. Pesados y leves al mismo tiempo. ¿Qué se creen que son? El profesor en el estrado con una parálisis angustiosa. Las aletas de la nariz vibrando. El mayor Paiva se movió en el pupitre en medio de una borrasca de bisagras al borde de la explosión. El profesor cerró los ojos con tal fuerza que tuve la certeza de que no los volvería a abrir. Dijo con una voz sin espesor problema. Dos puntos. En el otro renglón. Supongamos dos automóviles a cincuenta kilómetros el uno del otro. El primer automóvil en una esquina que designaremos con la A de agua y el segundo automóvil en otra esquina que designaremos con la B de bota. No hay que escribir agua y bota. Sirven para impedir que confundan la A y la B con otras letras. La A no es fácil de confundir dijo él. Vocal abierta dijo él. Totalmente abierta. A. A. Fíjense en cómo la pronuncio. A. Hagan la prueba. La falta de botón se me reveló como una injusticia cruel. El puño mostraba una muñequita delgada en la que el reloj intentaba lo que podía sin poder gran cosa. Me sorprendía incluso que fuese capaz de marcar la hora. A pesar del reloj el profesor dijo sin embargo algunos de ustedes pueden equivocarse y tomar B por P o D por T aunque B y P sean consonantes labiales y D y T consonantes dentales. O dentolinguales. Presten atención a mi boca. B. P. D. T. Pronuncien B. Insistan B. Labial típica no es verdad. Ahora T por ejemplo. Pronuncien T. T. Lengua y dientes. Dientes y lengua. Linguodental aunque yo prefiera la denominación dentolingual. Todos conmigo. Miren por dónde todos es una palabra excelente. Todos. T. La lengua contra los incisivos de arriba. Los de abajo son menos importantes en la expresión vocálica. Yo siete meses en esto cuando no estaba en el torno o en la iglesia con el capellán. A la deriva con mi alma pecadora. Con un espíritu socorrista armado de padrenuestros salvadores. Después de la cena un vigilante recorría los dormitorios palpando almohadas y colchones en busca de instrumentos cortantes. Pies de cabra. Cuchillitos. A veces llamaba a uno de los más pequeños al cuartucho de al lado. Ven aquí gorrioncito. Regresaba componiéndose con el gorrioncito colgado por la axila. Les regalaba llaveros de plástico. Un trozo de chorizo. Cigarrillos. Con los ojos ciegos flotando. Vidriosos. Vidriosos. V. V. Pronuncien V. Vidrioso. Vigilante. Dentolabial. Después del almuerzo recreo en el patio. Trepando al tejado de la lavandería el muro justo allí a mano. Se podía mirar por un cristal roto y máquinas cilindricas cubiertas de polvo. Baldes de lado. Baldes. B. Una gata a rayas lamiendo una cría ciega. Una de las cocineras la rucia dejaba una lata de restos a la entrada bisbiseando bss bss bss a la vez que chascaba el índice con el pulgar. No distingo el motivo que lleva a los gatos a animarse con el chasquido del índice y el pulgar. Un sábado casi me acerqué a ella para que dijese niño y la cocinera bss bss en cuclillas. Sin verme y con el pulgar y el índice en acción. Reparó en que yo estaba allí porque mi sombra añadía una cabeza a la suya. Se quedó mirando las dos cabezas. Intrigada. Comprobó la que le pertenecía con ambas manos. Ya volvemos con las manos. La cabeza de la cocinera mayor. Para tranquilizar su conciencia comprobó la de al lado y no la encontró sobre los hombros. Se volvió con recelo dudando de cuántas cabezas tengo. Aprensiva. Perpleja. Se encontró con mis rodillas. Con mi barriga. Conmigo. No dijo niño. Dijo vete zumbando negro. Después subió por sí misma y se volvió del tamaño del mayor Paiva. Mayor que el mayor Paiva. Ni un par de pupitres le alcanzaban para el problema de los pájaros a cincuenta kilómetros el uno del otro. Pájaros. P. Labial sin margen de error. Las pantuflas contra los talones a medida que se alejaba diciendo igualmente vete zumbando negro. Pensé qué será del zapato enterrado. Qué será de los huesos. Después me olvidé del zapato enterrado y de los huesos al darme cuenta de que con una escalera podía subir al tejado de la lavandería en un santiamén y a partir del tejado el muro. Pensé en el Barrio. En las hayas. En la ferocidad de las gallinas fermentando odio aunque no se crea que las gallinas fermentan. Aseguro que fermentan. En los coches en la autopista en la que un surtidor de gasolina nos esperaba. En las personas que me tienen miedo y a las que no les tengo miedo.' Las cosas deben resolverse sin prisa para resolverlas bien. Para favorecerlas. F. Dentolabial. Descubrí una escalera a la que le faltaban escalones en el trastero del taller. Me dediqué a repararla en las juntas donde la humedad pudrió la madera. Cuántas palomas fabricó el lisiado de la muleta en siete meses. Las imaginaba batiendo las alas en las hayas. Cayendo. Batiéndolas de nuevo después de arreglarlas el lisiado. Por fin se alzaban hasta el vértice de las copas y seguían contra el viento. Estoy seguro de que se perdían muchas por el camino sobre todo cuando la lluvia les disolvía las alas. El lisiado de la muleta dormía en el apeadero desierto. Creo que suponía un día de estos cojo el tren de regreso a Guinea. Quité la punta que quedaba del cristal de la lavandería y la escondí. No en el colchón. No en la almohada. En una raja de la tarima. T. Dentolingual. Me acordé de los cabrahigos en el invierno aguantando el frío. De lo que quedaba de una casa de granja donde yo dormía. Del avión de hojalata zumbando. Casi me acordé de mi madre. Esta ha salido sin mi autorización y es mentira. Nunca me acuerdo de mi madre. Era mestiza. Delgada. Tenía la mancha de una quemadura en la mejilla derecha. Le faltaba un diente de delante. La mayor parte de las veces una falda amarilla. En una ocasión la sorprendí cantando. En cuanto me vio se calló. Tampoco me acuerdo de mi hermana. Ni del mirador con los tiestos. Claveles tulipanes narcisos. No me acuerdo de los tiestos. Uno de los tiestos de cerámica blanca con caballos pintados. Una hevea sostenida con cuerdas. Por tanto no me acuerdo de nada. No tiene sentido insistir. Tal vez de dos trenes. Dos pájaros. Dos automóviles. A cincuenta kilómetros los unos de los otros. Dirigiéndose unos hacia otros hasta cruzarse. Después de cruzarse se alejaban y no volvían a encontrarse. Como en la vida. En este renglón del problema el profesor no hablaba. Quién me asegura que el mayor Paiva no se concentraba en él. Mi madre falleció. Como decía el profesor punto final. Aparte. En otro renglón. Dos puntos. En el otro renglón y para ser breves el día diecisiete de marzo el vigilante llamó a uno de los más pequeños. Se da por sentado que nunca me acordé de mi madre. Ni una palabra más. El día diecisiete de marzo cuando nos acostábamos el vigilante llamó a uno de los más pequeños al cuartucho de al lado. Ven aquí gorrioncito. En el cuartucho de al lado una ducha que se averió y no obstante una gota turbia. Tardaba siglos en caer dilatándose en uno de los agujeritos con una laxitud infinita. Si me permitiese la estupidez de llorar sería así. Una única gota que la mayor parte de las veces no caería. Se quedaba allí. Perpetua. Quien se acercase a mí. No permito que se acerquen a mí. Quien se acercase a mí lo notaría. Hasta hoy no lo han notado. No han de notarlo. No merece la pena disimularlo. Al regresar con el gorrioncito suspendido de la axila el vigilante tenía la punta del cristal apoyada en la garganta. No exactamente apoyada. Lo suficiente en el interior de la garganta para saber quién mandaba. Allí estaba él desorbitado. Rígido. Comprendiendo poco a poco con los pantalones escurriéndosele de las nalgas y el gorrioncito comprendiendo poco a poco también. Será error mío. Me acordé de repente. Será error mío o el profesor habló con vocales palatales. Tengo que analizar eso un día de estos porque si habló con vocales palatales qué remedio sino modificar este discurso. Cuando tenga tiempo. Si tengo tiempo. No tendré tiempo. Corrijan ustedes que se quedan aquí. Cuando yo no sea ni una gota de ducha. Mientras el vigilante y el gorrioncito llevaban la escalera del trastero y la apoyaban en la pared de la lavandería le hundí la punta del cristal un pelín más en la. Palatales qué fastidio. En la garganta para cultivar su buena voluntad en ayudarme. No se veía a la gata. Ni a las crías. Debían de estar durmiendo detrás de un cilindro. O si no la gata atenta en mi. Vigilándome. Ojos pálidos que me seguían sin pasión ni rabia. Atentos solamente. A la espera. Como nosotros en las estaciones de servicio dentro de los automóviles. No distinguía a la gata. Distinguía un brillito en la oscuridad. De los cilindros o de un grifo de latón. O una tela de araña con los hilos centelleando. En la casa de la granja donde dormía los hilos centelleaban toda la noche. Disminuyendo e hinchándose. A veces con una segunda araña presa. Con las patas encogidas. Sin cabeza y no obstante moviéndose. Exactamente lo que debía de haberle hecho a la blanca del Gordo que nos entregó a la Policía. O a mi hermana. O al mundo entero. Y así quedarme solo junto a las hayas. Sentado en el suelo. Con mi gota secreta que nadie conoce parada en la mejilla. A oscuras el patio del recreo daba la impresión de que grande. Como el Barrio daba la impresión de que grande. O el cámping. O Amadora. Y en realidad exiguos. Llenos de sombras vacías y de gritos contra los cuales chocamos no descubriendo la salida. Si yo pudiese gritaría sin cesar con mi lágrima secreta creciendo en la mejilla. Hasta. Como decir esto. Si la Policía lo permitiese y los cabrahigos no se transformasen en hombres que disparan hasta olvidar mi nombre. El vigilante se sostenía la garganta inclinado hacia sus propias rodillas con una mano en cada una de ellas y al mismo tiempo las dos manos en el cuello. Créanlo si quieren. No me vio subir los escalones. Problema. En el otro renglón. Un mestizo de trece años al pie de una escalera de cinco metros de altura. Para simplificar llamemos al pie de la escalera A de agua y al vértice de la misma B de bota. No hay que escribir agua ni bota. Solo sirven para asegurar que no confunden la A y la B con otras letras. No la A evidentemente. Vocal llena. Fácil. Totalmente abierta pero la B traicionera. Susceptible de ser entendida como D o P o Q o T. Cuidado con la B. Continuemos. Sabiendo que el mestizo de trece esmirriado para su edad. Desnutrido. Flacucho. Todo sinónimos pero no me importa. Capaz de dirigirse a un zapato o a unos huesos anónimos creyendo dirigirse a una vieja a falta de madre. Sabiendo que el mestizo de trece años y con las manos en los bolsillos. Negándose a quitarse las manos de los bolsillos quienquiera que fuese el que le ordenaba esas manitas fuera. Cuervos. Hayas. Palomas. Si volviese atrás le pediría al lisiado de la muleta que me enseñase a fabricarlas. Comencemos de nuevo. Sabiendo que el mestizo de trece años sube la escalera a la velocidad de todos los escalones en menos de un minuto. Veintiún segundos para ser exactos. El puño sin botón y el reloj de pobre recitando esto con sus gestitos de tímido. Al imaginar al mayor Paiva mientras toma notas severas rebosando del pupitre. Al imaginar el taller de carpintería y yo alisando. Lijando. Al imaginar siete meses allí trepé por la escalera en doce segundos como máximo. Del otro lado un solar. Edificios dispersos. El Barrio no sé dónde. Los otros esperándome en el almacén mientras a este lado el vigilante. Primero intentando dar un paso. Después sentado en el suelo. Después apoyando la nuca en la lata con los desperdicios. Mezclando el pelo con patatas y arroz mientras una de las piernas. Una única pierna. La pierna que quedaba normal. Mientras una de las piernas se estiraba leguas y leguas. Palabra de honor. Leguas y leguas con un calcetín en la punta hasta una mata que me impedía verlo. Mi madre en la que no pienso una falda amarilla. Desconozco a santo de qué viene la falda en este momento. Caminé a lo largo del muro pisando hierbas. Tengan paciencia que no falta mucho. Dispongo las cosas con calma. Por orden. Mirar esto tal como ocurrió. Dejar en paz a los cabritos que resbalan en las travesías. Dejar en paz a los cuervos que se disuelven en el aire. Conservando a lo sumo el recuerdo de un desorden de alas. O una caída ciega. Conservando a lo sumo un solar. Caminé a lo largo del muro oyendo a perros. A insectos. Automóviles en una carretera. Se adivinaban los faros por los arbustos de súbito fosforescentes y después de los arbustos nada de arbustos. Los arbustos se agitaban en la luz y se aquietaban antes de dejar de existir. Como cerca de las estaciones de trenes edificios oscurecidos aun de mañana siempre con el culo hacia nosotros. Creemos que personas dentro porque una o dos ventanas con ropa en las cuerdas. Igual a la que yo conozco. Descolorida. Rectángulos de cartón o aluminio en lugar de cristales. Una bicicleta en un pretil. Una furgoneta sin ruedas. Creemos que personas pero escondidas. Muertas en el interior del aluminio y del cartón. Mirándonos. A partir del momento en que nos miraban comprendía que nosotros muertos como ellas. Las casas en una parte de Lisboa lejos del Barrio. Marvila creo yo. Palmeras que crepitaban todo el tiempo. Una chimenea. Escriban por favor. Con mayúscula. Dictado. Dictado con D. Como destino. Como diablo. Como Dios. Dios es un Ser todopoderoso Creador del Cielo y de la Tierra. Esto no hay que escribirlo hay que metérselo en la cabeza. Escriban solo Dictado. Y con mayúscula. Espero que hayan tenido tiempo. En el otro renglón. Con mayúscula también y a un dedo del margen. Dedo. D. He ahí la D otra vez. Dentolabial. El mestizo de trece años y esmirriado para su edad coma. Desnutrido coma. Flacucho coma. Qué prosa esta. Qué prosa esta soy yo no es el dictado. Capaz de dirigirse a un zapato y a huesos anónimos a falta de madre coma. Zapatos y huesos que creía le habían pertenecido. Coma. Perdón. Sin coma. Tachen la coma aunque no me gusten las tachaduras en los cuadernos. Voy a comenzar de nuevo. Atención. Que creía le habían pertenecido. Esa parte ya está. Le habían pertenecido a una vieja que le decía niño coma. Niño coma. Quien se retrase que sepa que no vuelvo atrás. El mestizo tal y tal hasta niño buscó en balde. En balde dos palabras. En balde significa infructuosamente, en vano. Buscó en balde coma. En los contenedores y en el suelo coma. Un trozo de alambre o una tarjeta de plástico que le permitiesen abrir la puerta de uno de los coches estacionados y poner coma. He dicho coma. Conectando cables coma. A funcionar el motor del coche punto. No aparte. Seguido. Apenas conocía esas calles lejos del Barrio donde vivía coma. Situado en el extremo opuesto de la ciudad punto. Siempre que diga punto sin decir aparte es evidente que no pasan a otro renglón. Continúan!. Vamos. En las calles palmeras invisibles coma. A la izquierda una fuente coma. En una especie de plaza coma. Iban a todo correr punto. El mestizo acabó por asestar un puntapié despechado en un guardabarros punto. Y coma. Con las manos en los bolsillos coma. Comenzó a desplazarse rumbo al norte de la ciudad coma. Guiado por ese instinto animal que generalmente poseen los africanos. Poseen los africanos. Intentando de camino forzar algún que otro vehículo que se resistió a sus designios punto. Designio significa. Cómo explicarlo. Su objetivo. Su intención. Su voluntad. O sea quería forzar las puertas de los vehículos y no lo conseguía por no disponer de herramientas adecuadas. Quien sabe sabe y quien no sabe se queda chupándose el meñique. Adelante. Y llegados a esta frase confieso sentir lástima por él dado que el trayecto a pata desde Chelas o Marvila hasta Amadora es la hostia de largo. Pero trece años caramba. Pero músculos flamantes. El corazón saludable. Divina edad. La resistencia natural de la juventud. Y esos estómagos que hasta absorben tornillos. Esas vesículas que aguantan toneladas de huevos. Mi lástima que disminuye. Si hubiese pasado por los problemas por los que yo he pasado vaya y pase. El soplo en la mitral. Los vértigos. Esta cosa en el pulmón sobre la que el médico no encuentra manera de saber qué es. Entre paréntesis cada rellano es un siglo. Me permito afirmar sin exageración que conquistado con zapatos de plomo. Lento como un buzo si se me permite la comparación. Con una dificultad de convalecencia. Otra comparación. O imagen. A quién le importa. Yo apoyado en la pared sin fuerza para hacer girar la llave en la cerradura y cuando se me devuelve o se me permite un poco de energía no acierto con la ranura porque los dedos tardan más tiempo que el resto del cuerpo en ser míos, dejan escapar la llave, se apaga la luz, no doy con el interruptor para encenderla, busco sin éxito la llave con la puntera tanteando el felpudo, el interruptor ha cambiado de sitio dado que no lo descubro, más arriba, más para un lado, yo qué sé dónde están los escalones y por no saber dónde están la consecuente posibilidad de caída, cuello de fémur, peroné, fractura del brazo, no esperen que cambie por ser jóvenes la palabra consecuente, apáñense, y en cuanto a la caída el primer vecino me encontrará mañana allí abajo ya frío aplastado contra los buzones, mi mujer se dio cuenta de algo porque me grita desde dentro
—Seguro que se te ha vuelto a caer la llave qué cruz
con una voz que casi desde que la encontré, casi desde el principio, me vuelve loco, la manera de pronunciar ciertos diptongos, el perpetuo tono afirmativo de las preguntas, no la duda
—¿No se te habrá caído la llave?
la certidumbre
—Seguro que se te ha vuelto a caer la llave qué cruz
(todo en ella me vuelve loco Virgen Santa)
y es su llave la que gira a sacudidas en la cerradura, no la mía y allí está mi consola taraceada y mi tablero de mármol falso con el reloj dorado encima
(en el que dos angelitos regordetes, nunca he visto angelitos con los carrillos chupados, fingen sostener la esfera)
y el paje de cerámica que heredé de mi pobre madre, estoy viéndola enternecida con el paje
—Espero que lo trates bien un día
el interruptor de la luz en el sitio de costumbre al final donde juraría que lo busqué, donde tenía la certidumbre absoluta de que lo busqué y el cual volvió a burlarse de mí, mi mujer encontrando mi llave puede decirse que sin mirar
—Qué paciencia que tengo
o más bien casi sin mirar con ese entendimiento con los objetos que siempre le envidié, cajones combados que se enderezan para ella, tapas de frascos irreductibles que se abren, si me permiten la exageración, solas, el mechero del calentador encendiéndose de inmediato listo para transformarse en una plantación de llamas, el regreso a la encimera de la cocina con la frase de costumbre lanzada con desdén por encima del hombro
—Si me lo hubiesen contado no lo habría creído
y yo cuatro millas de baldosas hasta alcanzar el sofá y no soy capaz, ganas de estirarme, de desplazarme a gatas, agonizar, el mestizo de trece años esmirriado, desnutrido, flacucho, que dialogaba con un zapato y unos huesos anónimos con la esperanza de una vieja que le dijese
—Niño
llegó al Barrio de madrugada cuando el fulgor de las rutilantes estrellas se disipaba despaciosamente ya que estas cosas tardan, nada es como deseamos en la vida y yo que lo diga, llegó al Barrio cuando el fulgor y tal se disipaba en la hórrida lentitud de los elementos y el firmamento no negro, anaranjado, añil, como gusten, me da igual, solo me interesa despachar este chisme lo más deprisa que la pluma es capaz, no me preocupa el color ni tampoco voy a insistir en detenerme en el cámping, en los cabrahigos, en las cabañas, entrego el tema a quien habló antes que yo o a aquellos que por ventura vengan después toda vez que siempre hay alguien que vendrá después a corregir lo que hemos dicho mostrando nuestros raciocinios esquemáticos y nuestras sensaciones absurdas, de cualquier modo las cabañas aún intactas además de los cactus, los pollos y la trapería colorida de los negros, qué fallo, coma, me olvidé del dictado y de las obligaciones para con la entidad empleadora, mi mujer observándome a distancia que no nos tocamos hace años, el apetito carnal va perdiendo aristas con la convivencia creo yo, por lo menos en lo que a mí respecta es así, le agradezco que no me toque, para qué tocar un cuerpo en reposo que detestaría que lo despertasen, ella cuyo apetito carnal ha perdido también aristas con la convivencia
(sustituir perder aristas en la revisión, fabricar otra cantilena)
mi mujer llena de cosquillas
—Para
mi mujer toda ojos en lo que escribo
—¿Qué son estos papeles?
y ahí está la prueba de lo que afirmo, no una pregunta, una orden de respuesta
—¿Qué son estos papeles?
yo ocultándolos con la manga
—Nada especial
encorvado sobre el tablero a pesar de que el médico
—La columna amigo
y ahora concéntrense señores míos que es como trato a los internos a pesar de su tierna edad y la ebullición sin sentido de sus espíritus estrechos, concéntrense coma señores míos coma que nos acercamos a paso largo
(la experiencia me ayudó a comprobar que los lugares comunes resultan más fácilmente o coma por lo menos coma poseen alguna posibilidad de ser digeridos por la congènita turbación de esos cráneos)
concéntrense señores míos, anuncié yo, que nos acercamos a paso largo, a pasos muy largos, a pasos larguísimos al final del dictado con mayúscula, Dictado, un minuto más, dos minutos a lo sumo y el suplicio
(suplicio, s.m. 1: grave castigo corporal ordenado por sentencia; tortura, sevicia (el suplicio de la rueda) 2: sufrimiento físico intenso provocado deliberadamente a un ser, humano o animal, por crueldad 3: sufrimiento intenso provocado en un ser humano por técnicas especiales que pueden abarcar aparatos especialmente desarrollados para ello, con el fin de obtener revelaciones o confesiones de crímenes, hayan sido o no ejecutados por la persona en cuestión (en la Edad Media se forzaba la confesión por medio del suplicio) 4: pena de muerte 5: ejecución de esa pena 6: dolor físico intenso y prolongado (la presencia del rival era para ella un suplicio) etim. lat. supplicium, acto de doblarlas rodillas; preces públicas; ofrendas (a los dioses); brindis, mimo, regalo; ramo llevado por los suplicantes. Véase sinonimia de martirio)
concéntrense señores míos, retomo yo, que nos acercamos a pasos largos y rápidos al final del dictado, un minuto, dos minutos como máximo y para satisfacción y alivio de ustedes el suplicio termina, por tanto, no escriban todavía, tenemos aquí al mestizo con todos los atributos que he enunciado más arriba, esmirriado y los adjetivos siguientes, en el Barrio con las características que he enunciado igualmente y en las cuales para evitar redundancias que nos hacen perder el tiempo a ustedes y a mí no insisto, el mestizo no encaminándose ya
(el silencio de que está hecho el mundo a esta hora Dios mío, Dios mío entre comas, debería ponerLo entre paréntesis para siempre y no me atrevo, entre comas con la insensata ilusión de que las comas crezcan más que garras incomodándoLo, torturándoLo, obligándoLo a apartarse de mí y a dejarme en paz, el silencio de que está hecho el mundo a esta hora de la que no tengo idea cuál es, las veintidós, las veinticuatro, las cero tres, y una mierda, ni un zumbido en la calle, una hojita que se desprenda con crepitaciones suavísimas, el inaudible murmullo de los difuntos que se aleja de nosotros)
el mestizo no encaminándose en dirección al almacén donde suponía, el idiota, que los demás o al apeadero o a las hayas
(y esta especie de remolino interior que trae el silencio del mundo consigo, la eterna pregunta quién soy que me convierte en una semilla entrándonos por la ventana con una lenta ingravidez, ustedes que nada perciben no me abandonen ahora)
o a las travesías sin rumbo y una voz ilocalizable no de africano, de blanco
(¿en los cabrahigos?)
las voces de los africanos otro espesor, otra fibra, una voz de blanco ordenando no sé qué, observando no la mitad de vivienda o habitación de guardés donde el mestizo vivió con sus padres es decir restos de piedra caliza, musgos, tablas convencidas de ser tarima, una lámpara sorprendente entre cornucopias de escayola, un sillón casi completo cuyo barniz se deslució, el mestizo dándose cuenta de un temblor en los cactus y una comadreja rellena de estopa, las pupilas de ella, la cabeza, la cola erecta
(erecta con C entre la segunda E y la T, C, sugiero que labial, no afirmo, más baba que otra cosa y al babear mi mujer desdoblando el pañuelo indignada
—Tantos gargajos qué asco)
el mestizo
(retomamos el dictado es el último párrafo)
el mestizo levantando una tabla coma abriendo un saco de lona
(yo una semillita que sale por la ventana y definitivamente pierdo)
abriendo un saco de lona no sé si coma y retirando del saco una escopeta coma cartuchos coma
(no consigo decir esto despacio perdonen tienen que correr a mi lado)
cartuchos coma una pistola pequeña coma y una campanilla robada en un minimercado en Almada escurriendo coma sobre la puerta coma sus gotitas de sonido coma el mestizo agitando la campanilla y alegrándose con el repique del badajo contra la campánula de cobre coma guardando de nuevo la escopeta y la pistola coma cerrando el saco con un nudo coma volviendo a poner la tabla en el lugar donde estaba, abandonando la vivienda
(se acabaron las comas solo se trata de correr señores)
como la semilla me abandonó a mí o sea me abandoné a mí mismo, los abandonó a ustedes y desapareció en el silencio de que está hecho el mundo, se acabó mi mujer, se acabó el Instituto, se acabaron las clases
(más rápido)
el taller de carpintería, el director, los vigilantes
(—Ven aquí gorrioncito)
los guardias que
—Quítate las manos de los bolsillos
y por tanto puedo doblar estas hojas antes de que mi mujer
—¿Qué es eso?
olvidar este relato y no le tengo miedo a ella, no les tengo miedo a ustedes, no le tengo miedo a nada, los plátanos del patio mil plátanos de arcén de carretera que voy adelantando uno a uno en este coche robado con la vieja en el otro asiento diciéndome
—Niño
y posando despacio los dedos en mi pelo.
(Escrito por Antonio Lobo Antunes en 2005 y 2006)