XIII

CONSPIRACIÓN

Belinda cerró las puertas del salón y apoyó los hombros en ellas.

—¡Baja la voz, Richard! —Miró cómo su sombra iba de un lado a otro de la elegante sala con grandes pasos mientras su pecho se movía rápidamente delatando su miedo—. ¡Los criados te oirán!

Bolitho se volvió en redondo.

—¡Malditos sean, y tú también por lo que has hecho!

—¿Qué ocurre, Richard? ¿Estás enfermo o has bebido?

—¡Es una suerte para los dos que no sea lo segundo! ¡Si no, no sé lo que sería capaz de hacer!

La miró fijamente y la vio pálida. Luego dijo con tono más controlado:

—Lo sabías todo el tiempo. ¡Actuaste en connivencia con Somervell para hacerla arrojar a un lugar que no es adecuado ni siquiera para los cerdos!

Una vez más pasaron por su mente las imágenes. Catherine sentada en la celda asquerosa y, más tarde, cuando la había llevado a casa de Browne, en Arlington Street, y ella había intentado impedir que la dejara allí y se fuera. «¡No te vayas, Richard! ¡No vale la pena! ¡Estamos juntos, es lo único que importa!». Él se había dado la vuelta ya junto al carruaje y le había respondido: «¡Pero esos mentirosos no querían permitirlo!».

Bolitho prosiguió:

—Ella no es más deudora de nada que tú, y tú lo sabías cuando hablaste con Somervell. Ruego al cielo que esté tan dispuesto con un sable como lo está con una pistola, porque cuando le vea…

—¡Nunca te había visto así! —exclamó Belinda.

—¡Ni lo volverás a hacer!

—Lo hice por nosotros, por lo que éramos y podíamos ser otra vez —dijo ella.

Bolitho le miró con rabia contenida, mientras el corazón le latía a toda prisa, consciente de lo cerca que había estado de pegarle. Catherine se lo había contado todo con frases entrecortadas mientras el carruaje iba hacia la otra casa bajo una inesperada lluvia golpeteando en las ventanillas.

Le había prestado a Somervell la mayor parte de su dinero cuando se casaron. Somervell temía por su propia vida a causa de sus muchas deudas de juego. Pero tenía amigos en los tribunales, incluso tenía el favor del rey, y el nombramiento del gobierno le había salvado.

Somervell había invertido deliberadamente parte del dinero de Catherine en nombre de ella y luego había dejado que afrontara las consecuencias tras hacer que esas inversiones se fueran al traste. Todo eso se lo había explicado Somervell a Belinda. A Bolitho casi se le fue la cabeza al pensar lo cerca que había estado el plan de tener éxito. Si se hubiera venido a vivir a aquella casa y hubiera sido visto en la recepción del almirante Godschale, a Catherine le habrían dicho que se habían reconciliado. Un último y brutal rechazo.

Somervell se había ido del país; eso era lo único que se sabía. A su vuelta, habría esperado encontrar a Catherine medio loca o incluso muerta. Como un ave marina, Catherine no podía estar enjaulada.

Dijo:

—Eso también lo has matado. ¿Recuerdas lo que me echaste en cara en más de una ocasión después de casarnos? ¿Que aunque te parecieras físicamente a Cheney, eso no quería decir que tuvieras nada en común con ella? Por Dios, aquella fue la cosa más cierta que has dicho nunca. —Miró alrededor del salón y se dio cuenta por vez primera de que su uniforme estaba empapado del agua de la lluvia.

—Quédate esta casa, por supuesto, Belinda, pero dedica de vez en cuando un pensamiento a aquellos que luchan y mueren para que tú puedas disfrutar lo que ellos nunca llegarán a ver.

Ella se hizo a un lado, sin apartar la mirada de él, cuando abrió las puertas de golpe. Creyó ver una sombra que se alejaba de la escalera, seguramente la de algún sirviente que pronto les contaría a los demás lo que hubiera podido oír.

—¡Será tu perdición! —dijo ella con voz entrecortada como esperando un golpe al ver que Bolitho se dirigía hacia ella.

—Eso es problema mío. —Cogió su sombrero—. Algún día hablaré con mi hija. —La miró durante varios segundos—. Envía a buscar todo lo que necesites de Falmouth. Incluso eso rechazaste. Así que disfruta de tu nueva vida con tus arrogantes amigos. —Abrió la puerta principal—. ¡Y que Dios te ayude!

Caminó por la calle oscura ignorando la lluvia que le caía en la cara y le calmaba como un buen amigo. Necesitaba caminar, poner en orden sus pensamientos, como si formara una línea de combate. Se iba a ganar enemigos, pero eso no era nada nuevo. Algunos habían intentado atacarle con lo de Hugh, incluso lo habían intentado a través de Adam.

Pensó en Catherine y en dónde podría dejarla. No en Falmouth, no hasta que pudiera llevarla él mismo. Si es que ella quería ir allí. ¿Daría ella crédito a sus palabras después de lo que había pasado tantos años atrás? ¿Esperaría otra traición?

Descartó la idea inmediatamente. Ella era como el sable que llevaba en su cintura, casi irrompible. Casi.

Una cosa era segura. Godschale tendría pronto noticia de lo ocurrido, aunque nadie hablaría abiertamente de ello sin parecer un conspirador.

Esbozó una sonrisa lúgubre. Pronto estaría en Gibraltar con nuevas órdenes.

Su ajetreada mente captó una sombra y un sonido metálico. Desenvainó su viejo sable en una fracción de segundo y gritó:

—¡¿Quién va?!

—Venía a ver qué… —Adam sonó aliviado. Observó como su tío envainaba su sable—. ¿Lo has hecho, entonces?

—Sí. Está hecho.

Adam caminó a su lado, se quitó el sombrero y levantó la cara hacia la lluvia. Entonces, dijo:

—Allday me ha contado la mayor parte. Parece que no puedo dejarte solo ni un momento.

—Aún apenas puedo creérmelo —dijo Bolitho.

—Las personas cambian, tío.

—No lo creo. —Bolitho lanzó una mirada a dos tenientes del ejército que caminaban de modo vacilante hacia el Palacio de St. James—. Las circunstancias puede, pero no las personas.

Discretamente, Adam cambió de tema:

—He descubierto el paradero del comandante Keen. Está en Cornualles. Se había ido allá para solucionar algunos asuntos relativos al difunto padre de la señorita Carwithen.

Bolitho asintió. Había estado preocupado ante la posibilidad de que Keen se hubiera casado sin estar él presente. Qué extraño era que una cosa tan simple todavía fuera tan importante después de todo lo que había pasado.

—Le mandé una carta, tío. Ya debería saberlo.

Se quedaron en silencio, escuchando solamente sus propias pisadas sobre la calle adoquinada.

Probablemente ya lo sabría todo. A estas alturas, la flota entera lo sabría. Sería criticado por muchos, pero para los abarrotados ranchos de los buques se trataría de un chisme entretenido.

Llegaron a la casa, donde encontraron a Allday tomándose una jarra de cerveza con la señora Robbins, el ama de llaves. Era del mismo Londres y se había criado en Bow, y a pesar del refinado ambiente en que se movía, tenía una voz que sonaba como la de una vendedora ambulante. La señora Robbins fue directa al grano.

—Ahora está en la cama, Sir Richard. —Le miró con calma—. Está en una pequeña habitación de invitados.

Bolitho asintió. Había captado el sentido de la frase. No habría escándalo alguno en aquella casa sin importar lo que aparentara haber.

Y prosiguió diciendo:

—La he desnudado como a una niña pequeña y la he bañado.

Pobrecita lo que ha aguantado. He quemado su ropa. Estaba plagada de bichos. —Abrió su mano enrojecida—. Encontré esto cosido en su vestido.

Eran los pendientes que él le había regalado la única vez que habían estado juntos en Londres.

Bolitho notó como se le hacía un nudo en la garganta.

—Gracias, señora Robbins.

Sorprendentemente, los rasgos severos de la mujer se suavizaron.

—No es nada, Sir Richard. ¡El joven Lord Oliver me contó algunas historias de cuando usted le salvó el trasero a él! —Se marchó riéndose entre dientes para sí.

Entraron Allday y Adam, y Bolitho les preguntó:

—¿Habéis oído todo eso?

Allday asintió.

—Qué mujer. Ma Robbins nos avisará si pasa algo durante la noche.

Bolitho se sentó y estiró las piernas. No había comido ni una miga desde el desayuno, pero tampoco podía hacerlo ahora.

Había ido por muy poco, pensó. Pero quizás el combate ni siquiera había empezado aún.

* * *

Catherine estaba de pie junto a una ventana alta mirando abajo hacia la calle. El sol brillaba con fuerza, aunque aquel lado de la calle estaba todavía en sombra. Unas cuantas personas paseaban por allí y se podía oír la tenue voz de una florista intentando vender su mercancía.

—Esto no puede durar mucho —dijo con voz baja ella.

Bolitho estaba sentado en un sillón con las piernas cruzadas y la observaba, sin apenas poder creer todavía que hubiera pasado todo aquello, que era la misma mujer que había sacado de la miseria y la humillación. Ni que él era el hombre que lo había arriesgado todo, incluido un consejo de guerra, al amenazar al director de la prisión de Waites.

Él respondió:

—No podemos quedarnos aquí. Quiero estar a solas contigo. Para volverte a abrazar, para contarte cosas.

Ella volvió la cabeza de manera que su cara quedó también en sombras.

—Todavía estás preocupado, Richard. No tienes por qué, en lo que se refiere a mi amor hacia ti. Nunca dejó de existir, así que, ¿cómo puedo perderlo ahora? Pasó lentamente por detrás de su sillón y le puso las manos sobre los hombros. Iba vestida con una sencilla bata verde que la imponente señora Robbins le había comprado el día anterior.

Bolitho dijo:

—Ahora estás protegida. Cualquier cosa que necesites, todo lo que yo pueda darte es tuyo. —Prosiguió al notar que sus dedos se tensaban en sus hombros, alegrándose de que ella no pudiera verle la cara—. Puede que lleve muchos meses recuperar lo que te ha robado. Se lo diste todo y le salvaste.

—A cambio, él me ofreció seguridad y un puesto en la sociedad para vivir como yo deseara. ¿Fui estúpida? Quizás sí. Pero fue un trato entre los dos. No había amor. —Acercó su cabeza a la de él y añadió en voz baja—: He hecho cosas de las que a menudo me avergüenzo. Pero nunca he vendido mi cuerpo a nadie.

Él alargó la mano y le cogió la suya.

—Eso lo sé.

Pasó un carruaje haciendo ruido sus ruedas sobre los adoquines de piedra. Por la noche, en aquella casa, igual que en otras cercanas, mandaban a los sirvientes que echaran paja sobre la calle para amortiguar el ruido. Londres parecía no dormir nunca. En los días anteriores, Bolitho se había quedado despierto, pensando en Catherine y en el código de conducta de la casa que les tenía separados como tímidos pretendientes.

—Quiero estar donde pueda saber cosas de ti, lo que estás haciendo —dijo ella—. Habrá más peligros. A mi manera, los compartiré contigo.

Bolitho se puso en pie y le miró a los ojos.

—Probablemente, muy pronto recibiré órdenes de volver con la escuadra. Después de esto, seguramente querrán verme lejos de Londres lo antes posible.

—Sonrió y la cogió por la cintura, notando su cuerpo ágil bajo la ropa, sintiendo la necesidad que les acuciaba a ambos. Sus mejillas tenían ahora cierto rubor, y su cabello, que le caía suelto por la espalda, había recobrado su brillo.

Ella vio su mirada y dijo:

—La señora Robbins me ha estado cuidando.

—Está mi casa de Falmouth —dijo él. Al instante vio su reticencia, su protesta no expresada, y añadió—: Lo sé, mi encantadora Catherine. Esperarás a que…

Ella asintió.

—¡Hasta que me lleves allí como tu querida! —Trató de sonreír y añadió con voz ronca—: Porque eso es lo que dirán.

Siguieron cogidos de las manos y mirándose el uno al otro durante un minuto entero.

Entonces, ella dijo:

—Y no soy encantadora. Sólo a tus ojos, querido mío.

—Te quiero —dijo él. Se fueron hasta la ventana y Bolitho se dio cuenta de que no había salido de la casa desde aquella noche—. Si no puedo casarme contigo…

Ella le puso los dedos sobre la boca.

—No hables más de esto. ¿Te piensas que me importa? Seré lo que tú quieras que sea. Pero siempre te amaré, y seré una fiera si otros intentan hacerte daño.

Un criado llamó a la puerta y entró con una pequeña bandeja de plata. En ella había un sobre lacrado con el familiar emblema del Almirantazgo. Bolitho lo cogió y notó como ella le miraba mientras lo abría.

—Tengo que ver a Sir Owen Godschale mañana.

Ella asintió.

—Te dará órdenes, pues.

—Eso espero. —La estrechó entre sus brazos—. Es inevitable.

—Lo sé. La idea de perderte…

Bolitho pensó en qué haría ella cuando él se marchara. Tenía que hacer algo.

Catherine dijo:

—Estoy pensando que tenemos otro día, una noche más. —Recorrió con sus manos sus brazos hasta sus hombros y su cara—. Ahora es lo único que me importa.

—Antes de irme…

Ella volvió a taparle la boca.

—Sé lo que intentas decirme. Y sí, querido Richard, quiero que me ames como lo hiciste en Antigua, y como hace tanto tiempo aquí en Londres. Te dije una vez que necesitabas amor. Yo soy la que te lo va a dar.

La señora Robbins se asomó por la puerta.

—Disculpe, Sir Richard. —Sus ojos parecieron medir la distancia a la que estaban el uno del otro—. Pero su sobrino está aquí. —Se ablandó ligeramente—. ¡Está usted hermosa y radiante, milady!

Catherine sonrió con aire serio.

—Por favor, señora Robbins, no utilice ese tratamiento. —Miró fijamente a Bolitho—. Ya no quiero utilizarlo.

La señora Robbins, o Ma, como Allday la llamaba, bajó despacio por la escalera y vio a Adam arreglándose su rebelde cabello negro ante un espejo.

Qué cosa más rara, pensó. Dios, toda la cocina hablaba de ello. La cuestión se había puesto difícil para Elsie, una de las doncellas, cuando su querido novio se había quedado con una negrita de las Indias Occidentales. Aquello no le parecía serio para la gente de su rango; aunque el viejo Lord Browne también había sido una buena pieza con las mujeres antes de morir. Entonces pensó en la expresión de Bolitho cuando le dio los pendientes que había rescatado de aquel vestido asqueroso. Había mucho más allí de lo que la gente se pensaba.

Saludó a Adam con un movimiento de cabeza.

—Bajará enseguida, señor.

Adam sonrió. Era extraño, pensó. Siempre había querido a su tío más que a ningún otro hombre. Pero hasta ese momento nunca le había envidiado.

* * *

El almirante Sir Owen Godschale recibió a Bolitho inmediatamente tras su llegada al Almirantazgo. Bolitho tuvo la impresión de que había dado por terminada anticipadamente otra reunión, quizás para sacarse de encima y zanjar aquella sin más dilación.

—He recibido información de que la flota francesa dejó atrás a los barcos de Lord Nelson. Es dudoso que pueda aún conseguir entablar combate con ellos. Parece poco probable que Villeneuve esté deseoso de luchar hasta que se le unan los barcos españoles.

Bolitho miró atentamente el enorme mapa del almirante. Así que los franceses estaban todavía en el mar; pero no podían seguir ahí demasiado tiempo. Nelson debía de haber pensado que el enemigo quería atacar las posesiones y bases británicas del Caribe. ¿O era simplemente un gran ejercicio en bloque? Los franceses tenían magníficos barcos, pero habían estado encerrados en puerto a consecuencia del eficaz bloqueo inglés. Villeneuve tenía demasiada experiencia como para llevar a cabo un ataque cruzando el canal de la Mancha y allanar así el camino a los ejércitos de Napoleón, con unos barcos y unos hombres cuyas habilidades y fuerzas habían resultado socavadas por la inactividad.

Godschale dijo sin rodeos:

—Así pues, quiero que vuelva a izar su insignia y se reúna con la escuadra de Malta.

—Pero tenía entendido que tenía que relevar al contralmirante Herrick.

Godschale miró su mapa.

—Necesitamos cada uno de los barcos donde puedan hacer el mayor bien. Hoy he enviado órdenes por bergantín correo al puesto de mando de Herrick. —Le miró impasible—. Le conoce usted, claro.

—Muy bien.

—Parece ser que la cena que había planeado deberá ser pospuesta por ahora, Sir Richard. Hasta que las cosas se calmen, ¿eh?

Sus miradas se encontraron.

—¿Habría sido invitado yo solo, Sir Owen? —Lo dijo con tono calmado, pero incisivo.

—Dadas las circunstancias, creo que eso habría sido preferible, sí.

Bolitho sonrió.

—Pues bajo esas mismas circunstancias me alegro de que se haya pospuesto.

—¡Me molesta su condenada actitud, señor!

Bolitho no se pudo contener.

—Un día, Sir Owen, puede que tenga usted motivos para acordarse de esta vergonzosa conspiración. La última vez que hablamos me dijo que Nelson no era infalible. ¡Ni tampoco lo es usted, señor! Y si cayera usted también en desgracia, ¡casi con toda seguridad descubriría quiénes son sus amigos de verdad! —Salió con grandes zancadas de la sala y oyó como el almirante cerraba la puerta tras él con un sonoro portazo.

Bolitho estaba todavía enfadado cuando llegó a casa de Browne; hasta que vio a Catherine hablando con Adam y oyó una voz familiar en el estudio contiguo.

Entonces, Allday apareció por el pasillo que venía de la cocina masticando aún algo de comida. Todos miraron a Bolitho.

—Tengo que volver con la escuadra tan pronto como pueda —dijo este.

Vio una sombra en el pasillo y tras ella apareció el capitán de navío Valentine Keen.

Bolitho le asió por los antebrazos.

—¡Val! ¡Esto es un milagro!

Detrás de su amigo vio a la joven Zenoria, exactamente como la recordaba. Tenían aspecto de haber llegado de viaje y Keen dijo:

—Hemos estado de camino durante dos días. Estábamos ya de vuelta de Cornualles y por casualidades del destino nos encontramos con el correo en una pequeña posada en la que estaba cambiando de montura.

El destino. Aquella palabra.

—No lo entiendo —dijo Bolitho. Vio la cara de la joven que se acercó a él para abrazarle y darle un beso en la mejilla. Algo más había pasado.

—Voy a ser su capitán de bandera, Sir Richard —dijo Keen. Dirigió una mirada de desesperación a Zenoria—. Me lo pidieron y me pareció bien. —Le entregó una carta a Bolitho—. El comandante Haven está bajo arresto. Al día siguiente de su marcha en el Firefly atacó a otro oficial e intentó matarle. —Observó la cara de Bolitho—. El comodoro de Gibraltar espera sus órdenes.

Bolitho se sentó y Catherine se puso a su lado, de pie y con una mano sobre su hombro.

Bolitho levantó la mirada hacia ella. «Mi fiera». Aquel pobre y desgraciado hombre no había aguantado la tensión. La carta no decía mucho más, pero Bolitho sabía que el otro oficial debía de ser Parris. Este al menos estaba vivo.

Keen les miró a los dos.

—Estaba a punto de preguntar si a su dama no le importaría compartir mi casa con Zenoria y mi hermana hasta que volvamos.

Bolitho le cogió la mano a Catherine; por la manera en que la joven de Cornualles de cabello oscuro la miraba, dedujo que era una idea inmejorable. Ambas tenían mucho en común.

Keen había rescatado a Zenoria del buque transporte Orontes después de que fuera acusada erróneamente y condenada por intento de asesinato. Ella había intentado defenderse para no ser violada y la habían deportado a la colonia penal de Nueva Gales del Sur; y era inocente. Keen había ido al transporte y la había liberado cuando estaban empezando a azotarla siguiendo las órdenes del capitán del barco. Había recibido un azote en su espalda desnuda antes de que Keen detuviera aquella tortura. Bolitho sabía que llevaría la cicatriz de por vida. Sintió un escalofrío al pensar que Catherine podría haber compartido el mismo destino, pero por razones diferentes. Los celos y la codicia eran enemigos despiadados.

—¿Qué dices tú, Kate? —preguntó. Los otros parecieron desaparecer de su visión un tanto mermada—. ¿Lo harás?

Ella no dijo nada pero asintió muy lentamente. Sólo un ciego habría podido no ver la complicidad que se respiraba entre ambas.

—Hecho, pues. —Bolitho miró sus caras—. Juntos otra vez.

Pareció que les incluía a todos.

* * *

El teniente de navío Vicary Parris estaba sentado en su cámara escuchando sólo a medias los ruidos del barco. Comparada con la cubierta superior, la cámara, con su porta abierta, parecía casi fresca.

El quinto oficial, el más joven del Hyperion, estaba de pie junto a la mesa pequeña y miró con atención el libro de castigos abierto.

—Bien, ¿cree que es justo, señor Priddie? —volvió a preguntarle Parris.

Era escalofriante, pensó Parris. El vicealmirante apenas acababa de salir del Peñón en el Firefly cuando Haven empezó con sus estragos. En la mar, luchando contra los elementos y haciendo navegar el barco, los hombres estaban casi siempre demasiado ocupados o desesperados para poner en cuestión las exigencias de la disciplina. Pero el Hyperion estaba en puerto, y bajo el sol abrasador, los trabajos del barco y de conseguir provisiones frescas conllevaba una rutina más cómoda y más lenta, en la que los hombres tenían tiempo para observar y abrigar rencores.

—N-no estoy seguro.

Parris maldijo entre dientes y dijo:

—Usted quería pasar a ser teniente de navío, y ahora que está en la cámara de oficiales, ¿parece dispuesto a aceptar cualquier pretexto sin más para aplicar unos azotes?

Priddie bajó la cabeza.

—El comandante ha insistido…

—Sí, claro. —Parris se recostó en su asiento y contó unos segundos para recobrar la calma. En cualquier otro momento habría solicitado, incluso exigido, un traslado a otro barco y al infierno con las consecuencias. Pero había perdido su último barco; quería, mejor dicho, necesitaba cualquier recomendación posible que pudiera brindarle una oportunidad para otro ascenso.

Había servido a las órdenes de varios comandantes. Algunos valientes, algunos demasiado cautos. Otros llevaban sus barcos con las ordenanzas en la mano y nunca corrían riesgos que pudieran provocar que el almirante arqueara una ceja. Incluso había servido bajo la peor clase de comandante posible, un sádico que castigaba a sus hombres sin motivo y que miraba cada espeluznante golpe del gato de nueve colas hasta que la espalda de la víctima quedaba en carne viva.

No había defensa posible de Haven. Este sencillamente le odiaba. Usaba el arma de su autoridad para castigar a los marineros sin pensarlo dos veces, como buscando que su primer oficial le desafiara.

Tocó el libro.

—Mire esto, hombre. Dos docenas de azotes por pelearse. Estaban haciendo el idiota en la guardia de cuartillo, nada más; usted debió de haberlo visto, ¿no?

Priddie se ruborizó.

—El comandante ha dicho que la disciplina en cubierta era laxa. Que estarían observándoles desde tierra. Ha dicho que no iba a tolerar más dejadez.

Parris se mordió la lengua para no replicarle con dureza. Priddie todavía no había olvidado lo que era ser guardiamarina. Como primer oficial tenía que hacer algo. No podía recurrir a nadie; los otros comandantes verían su comportamiento como una traición, como algo que podía socavar a su vez su respectiva autoridad. Se equivocara o no, el comandante era como un dios. Sólo un hombre tenía la importancia suficiente para pararlo y estaba de pasaje a Inglaterra con bastantes problemas propios. Parecía poco probable que Bolitho fuera a postrarse ante nadie si creía que lo que estaba haciendo estaba bien.

Parris pensó en el cirujano del barco, George Minchin. Pero lo había intentado antes en vano. Minchin era un borracho, como muchos de los cirujanos que servían en otros buques. Eran unos carniceros en cuyas manos morían más hombres de lo que lo harían por sus heridas o lesiones.

Se suponía que el Hyperion iba a tener un cirujano con experiencia, uno de los varios que eran enviados a las diferentes escuadras para observar e informar de lo que vieran. Pero eso sería más adelante. Era ahora cuando lo necesitaban.

—Ya me ocupo yo —dijo Parris. Vio como se iluminaban los ojos del oficial, agradecido por no verse involucrado. Parris añadió enojado—: Nunca tendrá usted un barco a su mando, señor Priddie, a menos que afronte las responsabilidades que conlleva su rango.

Subió al alcázar y observó a los hombres que izaban aparejos nuevos a la cofa del mesana. Había un fuerte olor a alquitrán y se oían los ruidos de los martillos y de una azuela de Horrocks, el carpintero, y sus ayudantes, que estaban acabando de construir un nuevo cúter con los materiales que tenían a mano. Trabajaban bien, pensó, e incluso parecían felices aun a pesar del nubarrón que había permanentemente en la popa.

Con un suspiro, se metió bajo la toldilla y esperó a que el centinela de infantería de marina le anunciara.

El comandante Haven estaba sentado en su escritorio con varios papeles delante y con la casaca colgada en el respaldo de la silla mientras se abanicaba la cara con un pañuelo.

—¿Y bien, señor Parris? Tengo mucho que hacer.

Parris se obligó a sí mismo a ignorar su evidente indicación para que se fuera. Se dio cuenta de que las plumas que había en el escritorio estaban todas limpias y secas. Haven no había escrito nada. Era como si estuviera preparado para aquello, como si hubiera estado esperando su visita a pesar del rechazo expresado.

Parris dijo con cautela:

—Los dos hombres que han de ser castigados, señor…

—¡Oh!, ¿cuáles? Estaba empezando a creer que la gente hacía lo que le parecía.

—Trotter y Dixon, señor. Nunca se habían metido en problemas. Si el quinto oficial me lo hubiera dicho… —No fue más allá.

Haven espetó:

—Pero usted no estaba a bordo, señor. No, usted estaba en otra parte, creo, ¿no?

—Cumpliendo sus órdenes, señor.

—¡No sea impertinente! —Haven se movió en su silla. A Parris le recordó a un pescador al que un pez le toca el cebo de su anzuelo. Y dijo—: ¡Estaban comportándose de manera vergonzosa y alborotada! Yo les vi. Como es normal tenía que acabar con aquellas tonterías.

—Pero dos docenas de azotes, señor. Yo podría castigarles con una semana de trabajo extra. Se mantendría la disciplina y creo que el señor Priddie aprendería de ello.

—Ya entiendo, ahora está usted echando la culpa al joven teniente. —Sonrió. Parris pudo sentir como la tensión le atenazaba—. Los hombres serán azotados, y el señor Priddie será el culpable. ¡Maldita sea su sombra, señor! ¿Cree que me va a importar algo lo que ellos piensen? Aquí mando yo y ellos harán lo que yo quiera, ¿estoy siendo lo bastante claro? —Estaba gritando.

—Sí, señor.

—Me alegra oírlo. —Haven le miró con los ojos entrecerrados ante la luz del sol que se filtraba en la cámara—. Su participación en la incursión se sabrá en el Almirantazgo, no me cabe duda. Pero puede arrastrarse usted tras los faldones de la casaca de nuestro almirante tanto como quiera. ¡Me ocuparé de que haya plena constancia de su deslealtad y su maldita arrogancia cuando vuelva a plantearse el asunto de su ascenso!

Parris sintió como la cámara se tambaleaba.

—¿Me ha llamado desleal, señor?

Haven casi se lo dijo gritando:

—¡Sí, cerdo lascivo, y tanto que lo he hecho!

Parris se quedó mirándola fijamente. Era peor que cualquier otra cosa que hubiera pasado antes. Vio que la rendija de luz que entraba por debajo de la puerta de la cámara tenía muchas sombras; eran de los pies de los hombres que estaban allí fuera escuchando. Dios mío, pensó desesperado, ¿qué posibilidades vamos a tener si tenemos que entrar en combate?

—Creo que puede que los dos hayamos hecho algún comentario fuera de lugar, señor.

—¡No se atreva nunca a reprenderme, maldito sea! Me imagino que cuando está echado en su catre, piensa en mí, aquí abajo, y se ríe acordándose del vil acto que cometió; bueno, contésteme ahora, ¡maldito perro!

Parris sabía que debía llamar a otro oficial, de la misma manera que sabía que iba a golpear a Haven en los segundos siguientes. Algo, como el aviso de un sueño, pareció contener su ira y su resentimiento. «Quiere pegarte. Quiere que tú seas su próxima víctima».

Haven se echó hacia atrás en su silla, como si la fuerza y la rabia le hubieran abandonado. Pero cuando volvió a levantar la mirada, Parris vio que esta última todavía estaba allí, en sus ojos, como dos fuegos llenos de odio.

En un tono casi de conversación, Haven le preguntó:

—¿De verdad pensaba que no me iba a enterar? ¿Cómo puede haber sido tan estúpido?

Parris contuvo la respiración mientras su corazón latía con fuerza; había creído que nada podría sacarle de sus cabales.

Haven prosiguió:

—Conozco sus métodos, su enorme amor propio. Ah sí, claro, usted cree que no me entero de nada. —Señaló el retrato de su esposa sin apartar la mirada de Parris. Y añadió con un susurro ronco—: ¡Veo la culpa en su cara tan clara como el agua!

Parris creyó haberlo oído mal.

—Vi a la dama una vez, pero…

—¡No ose hablar de ella en mi presencia! —Haven se puso en pie de un brinco—. Usted, con su manera de hablar y sus modales suaves, ¡justamente la clase de persona a la que ella escucharía con agrado!

—Señor. Le ruego que no diga nada más. Puede que ambos lo lamentemos.

Haven no parecía estar escuchándole.

—¡Usted la sedujo cuando yo estaba ocupado en este barco! Me maté a trabajar convirtiendo a esta chusma en una dotación. Entonces, izaron la insignia de un hombre que sospecho se parece mucho a usted ¡y que se piensa que puede tener a cualquier mujer que elija!

—No puedo seguir escuchándole, señor. No es cierto. Yo vi… —Vaciló y terminó la frase—: ¡Yo no la toqué, se lo juro por lo más sagrado!

—Después de todo lo que le di —dijo Haven bajando la voz con la mirada puesta en el retrato de su mujer.

—Está usted equivocado, señor. —Parris miró hacia la puerta. Seguro que alguien vendría. Toda la popa debía de estar oyendo despotricar a Haven.

Haven gritó de repente:

—¡El niño es hijo suyo, maldito cabrón!

Parris cerró los puños. Así que era eso. Dijo:

—Me marcho, señor. No voy a escuchar sus insultos ni sus insinuaciones. Y por lo que se refiere a su mujer, ¡lo único que puedo decir es que lo siento por ella! —Se dio la vuelta para irse mientras Haven gritaba:

—¡No irá a ninguna parte, maldito sea!

La detonación de la pistola dentro del espacio cerrado de la cámara fue ensordecedor. Fue como un golpe con una barra de hierro. Entonces, Parris sintió el dolor y el calor y la humedad de la sangre mientras caía sobre cubierta.

Vio como se cernía sobre él la oscuridad. Era como una humareda o como la niebla, con un único hueco en ella en el cual veía al comandante intentando cargar de nuevo su pistola.

Antes de que el dolor le dejara inconsciente, la angustiada mente de Parris fue capaz de grabar el hecho de que Haven estaba riéndose. Riéndose como si no pudiera parar.