IX

LA CORBETA

Bolitho salió al alcázar y notó como el viento le levantaba el capote encerado, y vio los rociones que se levantaban por la aleta de barlovento como una lluvia tropical.

Se agarró a la batayola y entrecerró los ojos. El viento era fuerte pero húmedo, de manera que no contribuía en nada a refrescar sus miembros cansados. Habían pasado dos días desde que salieran barloventeando de English Harbour para formar su pequeño pero invalorable convoy. En ese tiempo apenas habían recorrido cincuenta millas.

Por la noche, capeaban el temporal con la gavia de mayor rizada y poco más, mientras los cuatro transportes y los buques más pequeños lo hacían como podían bajo aquellas espantosas condiciones.

El secreto era ahora algo secundario y el Hyperion encendía sus faroles de popa y de cofas para intentar mantener agrupados los barcos. Luego, cuando el amanecer les encontraba, les llevaba el día entero reunir los barcos desperdigados para ponerse de nuevo en camino en formación. Todo estaba mojado, y cuando los hombres subían penosamente a la arboladura para luchar contra las velas enloquecidas por el viento o sustituían a trompicones a sus compañeros en las bombas, muchos debían preguntarse qué era lo que les mantenía a flote.

Bolitho miró por el costado y vio el tenue brillo de los juanetes de la corbeta. La Phaedra estaba aguantando a barlovento escorando pronunciadamente cada vez que las olas levantaban su pequeño casco como si fuese un juguete. El bergantín Upholder era invisible, navegando muy lejos a la vanguardia de la formación, y el otro bergantín, el Tetrarch, estaba a la misma distancia por popa.

Bolitho subió unos cuantos peldaños de una de las escalas de toldilla, con su capote revoloteando al viento y la camisa ya empapada por los rociones. Ahí estaba el Obdurate, a media milla por popa, con su proa negra y beige reluciente como el cristal mientras rompía las olas. Era extraño tener otro tercera clase navegando con ellos de nuevo, aunque dudaba que Thynne se lo agradeciera. Tras una larga estancia en puerto reparando los daños causados por el último temporal que había pasado, era más que probable que la gente del Obdurate estuviera maldiciendo el cambio de escenario.

Bolitho bajó de un salto a cubierta. Había cuatro marineros en la gran rueda, y cerca de ellos estaba Penhaligon en plena conversación con uno de sus ayudantes.

El viento había rolado decididamente al sudoeste y se habían apartado muchas millas de su rumbo original. Pero si el piloto estaba preocupado, no lo demostraba.

A su alrededor, a lo largo y por encima de la cubierta principal, los hombres trabajaban reparando los daños que causaba el temporal. Tenían que sustituir o ayustar cabos y arriar velas para desechar o remendar.

Bolitho lanzó una mirada al pasamano más cercano, donde un ayudante del contramaestre supervisaba el desaparejado de un enjaretado.

Más azotes. Había sido peor de lo habitual, incluso después de que Ozzard cerrara la lumbrera de la cámara. No había manera de no oír el salvaje coro del viento a través de los estays y los obenques, el ocasional gualdrapazo de las gavias con rizos y todo el rato el redoble de los tambores y el horrible chasquido del látigo sobre la espalda desnuda de un hombre.

Vio sangre en el pasamano, aunque se iba desvaneciendo y aclarando bajo los rociones que caían. Tres docenas de azotes. Un hombre al límite en medio del temporal y un oficial incapaz de manejarlo adecuadamente.

Haven estaba en sus aposentos escribiendo en el diario o releyendo las cartas que habían venido en la saca del bergantín correo.

Bolitho se alegraba de que no estuviera en cubierta. Aunque persistía su influencia. Los hombres que se movían por las cubiertas parecían tensos, resentidos. Incluso Jenour, que no había servido mucho tiempo en el mar, lo había advertido.

Bolitho hizo una seña al guardiamarina de señales.

—El catalejo, si es tan amable, señor Furnival. —Se fijó en las manos del chico, en carne viva tras trabajar toda la noche en la arboladura e intentando después llevar el uniforme y la compostura de un oficial del rey durante el día.

Bolitho alzó el catalejo y vio aparecer la corbeta bien enfocada en la lente, pudiendo ver la espuma que levantaba mientras avanzaba escorando entre el fuerte oleaje. Se preguntó qué estaría pensando su comandante, Dunstan, mientras luchaba contra las olas y el viento para mantener su puesto respecto al buque insignia. Aquello estaba muy lejos del tiempo en que estaba en el rancho de guardiamarinas del Euryalus.

Movió el catalejo y vio una pincelada verde de tierra lejos por la amura de babor. Otra isla, Barbuda. Tendrían que haberla dejado a estribor el primer día. Pensó en la goleta, en Catherine, que había pedido al capitán que la llevara costeando Antigua hasta St. John’s en vez de ir por el camino.

Un barco pequeño como aquel tendría muy pocas posibilidades con una mar así. Su capitán podía correr el temporal o intentar encontrar abrigo. Mejores barcos que aquel sufrirían en la tormenta; algunos podrían incluso irse a pique. Apretó los dedos con fuerza alrededor del catalejo hasta que le dolieron. ¿Por qué lo hacía ella? Podía estar ya a unas brazas de profundidad o agarrada a algún resto del naufragio. Incluso podía haber visto los faroles de cofa del Hyperion sabiendo que era su barco.

Oyó como el piloto gritaba al oficial de guardia:

—Si largara los juanetes me parecería bien, señor Mansforth.

El teniente de navío asintió con la cara roja como un ladrillo por la sal de los rociones.

—I-informaré al comandante. —Era perfectamente consciente de la presencia de la figura de la banda de barlovento con el capote revoloteándole a su alrededor. Sin sombrero y con su cabello negro pegado a la frente, parecía más un salteador de caminos que un vicealmirante.

Jenour salió de debajo de la toldilla y se llevó la mano al sombrero.

—¿Alguna orden, Sir Richard?

Bolitho devolvió el catalejo al guardiamarina.

—El viento ha bajado. Por favor, haga una señal a los transportes para que se mantengan juntos. Todavía no estamos a salvo de problemas.

Los cuatro barcos que llevaban la mayor parte del tesoro estaban a sotavento de los dos setenta y cuatro cañones. Con un bergantín abriendo camino muy por delante y el otro siguiendo por detrás como un perro guardián, deberían ser avisados a tiempo en caso de que apareciera una vela sospechosa. Entonces, el Hyperion y el Obdurate podrían acercarse más al convoy o irse a barlovento para unirse a la Phaedra.

Las banderas de señales subieron rápidamente a la verga y ondearon rígidas al viento como metal pintado.

—Han contestado la señal, Sir Richard. —Entonces, en voz baja Jenour añadió—: Viene el comandante.

Bolitho notó como crecía la tensión en su interior. Parecían más unos conspiradores que miembros de la misma dotación.

Haven pasó lentamente ante los cañones con la mirada puesta en los bragueros de los mismos, los cabos medio pelados, las brazas adujadas, en todo.

Estaba aparentemente satisfecho de no tener nada que temer de lo que veía, y cruzó la cubierta hasta donde se hallaba Bolitho.

Se llevó la mano al sombrero con la cara inexpresiva mientras sus ojos exploraban la camisa mojada de Bolitho y sus calzones moteados de gotas de agua.

—Me gustaría dar más vela, Sir Richard. Creo que podemos aguantarlo muy bien.

Bolitho asintió.

—Haga una señal al Obdurate para que haga lo mismo. No quiero que nos separemos. —El comandante Thynne había perdido dos hombres por la borda el día anterior y había facheado con la sobremesana mientras intentaba enviar el bote de la aleta. Ninguno de los desafortunados marineros había sido recuperado. O se habían caído desde demasiada altura y se habían quedado sin sentido a raíz del golpe sobre el agua o, como la mayoría de los marineros, no sabían nadar. Bolitho no tenía intención de mencionar el episodio.

Pero Haven dijo con un gruñido:

—Haré la señal inmediatamente, Sir Richard. Thynne quiere entrenar a su gente lo mejor posible ¡y no tener que entretenerse cuando un idiota se va por la borda por su propio descuido!

Hizo un gesto al oficial de guardia.

—¡Gente a la arboladura para dar los juanetes, señor Mansforth! —Miró al guardiamarina—. Señal general: Dar más vela. —Su brazo señaló hacia la barandilla del alcázar—. ¡Ese hombre! ¿Qué diablos se cree que está haciendo?

El marinero en cuestión estaba escurriendo su camisa a rayas para que no estuviera tan empapada.

Se quedó inmóvil mirando fijamente al alcázar mientras los que estaban cerca se apartaban por si acaso recibían también las iras de Haven.

Un ayudante de contramaestre gritó:

—¡Todo en orden, señor! ¡Yo le he dicho que lo hiciera!

Haven se dio la vuelta con expresión enfurecida.

Pero Bolitho había visto la gratitud de la mirada del marinero y sabía que el ayudante de contramaestre no le había dicho que hiciera nada parecido. ¿Estaban todos tan hartos de Haven que incluso los oficiales de mar estaban en su contra?

—¡Comandante Haven! —Bolitho vio que ya no había ira en su cara. Era desconcertante ver como los accesos de rabia se desvanecían tan rápidamente como le venían—. Quiero hablar con usted, si es tan amable.

El guardiamarina gritó:

—Todos han contestado la señal, señor.

Bolitho dijo:

—Este barco nunca ha entrado en acción bajo su mando ni bajo mi insignia. Si no es mucho pedir, me gustaría que lo recordase la próxima vez que amoneste a un hombre que ha estado corriendo de un lado a otro durante dos días y sus noches. —Le costaba mantener el tono de voz bajo control—. Cuando llegue el momento de hacer zafarrancho de combate en serio, usted esperará, mejor dicho, exigirá lealtad inmediata.

Haven dijo entrecortadamente:

—Hay algunos alborotadores…

—Bien, escúcheme, comandante Haven. Todos estos hombres, buenos y malos, santos y alborotadores, serán llamados a la lucha, ¿estoy siendo lo bastante claro? La lealtad se la ha de ganar uno, ¡y para un comandante de su experiencia es algo que no tendría que hacer falta que se lo recordaran! ¡De la misma manera que no tendría que ser necesario que le recordara que no voy a tolerar a nadie la brutalidad sin sentido!

Haven le miró fijamente con los ojos echando chispas de indignación.

—¡No tengo apoyo alguno, Sir Richard! ¡Parte de la cámara de oficiales está tan verde como la hierba, y mi segundo, el señor Parris, está más preocupado por ganarse el favor de los hombres que por otras cosas! ¡Por Dios, le podría contar unas cuantas cosas sobre ese!

Bolitho espetó:

—Es suficiente. Usted es mi capitán de bandera y tiene mi apoyo. —Dejó que las palabras se apagaran—. No sé lo que le ocurre, pero si abusa de mi confianza una vez más, ¡le pondré en el próximo barco a Inglaterra!

Parris había aparecido en cubierta y mientras las pitadas trinaban para reunir a los gavieros para que dieran vela una vez más, miró a Bolitho y luego a su comandante.

Haven se caló el sombrero con fuerza sobre su pelo rojizo y dijo:

—Proceda, señor Parris.

Bolitho vio que Parris se sorprendía. No había amenaza ni advertencia alguna esta vez.

Mientras los marineros se encaramaban a los flechastes para trepar como monos y el gallardete del tope daba un latigazo claro por primera vez dando pruebas de que el viento estaba bajando realmente, Haven dijo con formalidad:

—Yo también tengo principios, Sir Richard.

Bolitho le dijo que se retirara y se dio la vuelta para volver a mirar la lejana isla. Allday estaba a unos pasos de distancia. Parecía que nunca más fuera a fiarse de dejarle solo, pensó Bolitho.

—Esas goletas de la isla son embarcaciones recias, Sir Richard —dijo Allday.

Bolitho no se volvió pero le tocó el brazo.

—Gracias, viejo amigo. Siempre sabe en qué estoy pensando. —Observó cómo dos gaviotas planeaban por encima de las crestas de las olas, con las alas bien extendidas y reflejando la brillante luz del sol que asomaba entre las nubes. Como el abanico de Catherine.

Dijo desesperadamente:

—Me siento tan impotente. —Miró el marcado perfil de Allday—. Perdóneme. No debería pasarle mi carga a usted.

Los ojos de Allday se entrecerraron mientras miraba las olas que saltaban y cuyas largas crestas se enroscaban ante la fuerza del viento.

Era como calcular la caída de un disparo. Alto. Bajo. El siguiente daría en el blanco.

El patrón dijo:

—La verdad es que ella habló conmigo antes de que saliéramos de puerto.

—¿Con usted? —preguntó Bolitho mirándole fijamente.

Allday parecía alterado.

—Bueno, a algunas mujeres les resulta más fácil hablar con gente como yo.

Bolitho le tocó el brazo de nuevo.

—Por favor, nada de juegos, viejo amigo.

—Me dijo que estaba muy preocupada por usted. Quería que lo supiera usted.

Bolitho dio un golpe de puño sobre la borda gastada.

—Ni siquiera intenté comprenderla. Ahora la he perdido. —Expresó sus pensamientos en voz alta, consciente de que sólo Allday era capaz de comprenderle, aunque no siempre estuviera de acuerdo con él.

Allday tenía la mirada ausente.

—Una vez conocí a una moza del pueblo donde estaba viviendo.

Estaba totalmente enamorada del hijo del señor del lugar, un joven muy gallardo. Vivía para él, y este ni siquiera sabía de su existencia, el muy cabrón, con perdón, Sir Richard.

Bolitho le miró, preguntándose si Allday habría amado a aquella chica.

Allday dijo con sencillez:

—Un día ella se tiró delante del carruaje del señor del lugar. No pudo aguantarlo más, supongo, y quiso demostrárselo. —Se miró las manos callosas—. Murió.

Bolitho se enjugó las gotas de agua de su cara. Para demostrárselo. ¿Era eso lo que Catherine había hecho por él?

¿Por qué no lo había visto, aceptando que el amor nunca se conseguía por el camino fácil? Pensó en Valentine Keen y en la joven que amaba. Había arriesgado mucho y había ganado a causa de ello.

Oyó que Allday se alejaba, probablemente yéndose abajo para tomarse un trago con sus amigos o con Ozzard en su despensa.

Se fue hacia popa y vio al señor Penhaligon estudiando la orientación de cada una de las velas con sus fornidas manos en las caderas. Y a Haven mirando la aguja haciendo un mohín mientras Parris le observaba, esperando para que le diera permiso para que la guardia se fuera abajo.

Bolitho escuchó el regular repicar de las bombas; el viejo Hyperion les llevaba a todos. Había visto truncarse cientos de esperanzas y montones de cuerpos destrozados en aquellas mismas cubiertas.

Los oídos de Bolitho parecieron concentrarse en una nueva intrusión.

—¡Cañonazos! —exclamó.

Varios hombres se sobresaltaron ante la intensidad de su tono de voz; Allday, que estaba todavía en la escala, se volvió y le miró.

Entonces, el guardiamarina de señales dijo excitado:

—¡Sí, los oigo, señor!

Haven se acercó con grandes zancadas al alcázar moviendo a un lado y a otro la cabeza, incapaz aún de oír el ruido.

Jenour salió corriendo de debajo de la toldilla.

—¿A qué distancia? —Vio a Bolitho y se sonrojó—. ¡Discúlpeme, Sir Richard!

Bolitho se puso la mano encima de los ojos cuando el guardiamarina gritó:

—¡De la Phaedra, señor! ¡Vela al noroeste!

Bolitho vio a algunos hombres encaramándose a los obenques, olvidando su cansancio. Por el momento.

—¿Qué puede ser, Sir Richard? —preguntó Jenour inquieto.

Bolitho dijo:

—Haga una señal a la Phaedra para que investigue. —Poco después, cuando la brigada de señales del guardiamarina hubo izado las banderas a la verga, Bolitho respondió—: Cañones pequeños, Stephen. Giratorios o algo parecido.

¿Cómo los había oído cuando otros a su alrededor no lo habían hecho?

—Haga una señal al Tetrarch para que se acerque al insignia —dijo.

Allday dijo con admiración:

—¡Dios, mire cómo se mueve! —Estaba observando cómo viraba la corbeta, mostrando su forro de cobre bajo el sol brumoso mientras largaba más velas y seguía virando hasta navegar de ceñida amurada a babor. Y añadió—: Como su Sparrow, ¿eh, comandante? —Sonrió con cara de circunstancias—. ¡Quiero decir, Sir Richard!

Bolitho cogió un catalejo de su sitio.

—La recuerdo. Espero que el joven Dunstan aprecie el enorme regalo como una vez hice yo.

Ninguno de los otros comprendió nada y una vez más Allday se conmovió por el privilegio.

Bolitho bajó el catalejo. Demasiados rociones y bruma arremolinándose al viento como si fuera humo.

¿Quizás un corsario enfrentándose a un mercante de Barbuda? ¿O sería una de las patrullas locales haciendo frente al mar y al viento para dar caza a una corbeta enemiga? La Phaedra pronto lo sabría. También podría ser un señuelo para alejar del oro y de la plata sus escasas defensas.

Sonrió con amargura. ¿Cómo reaccionaría Haven ante eso? —se preguntó.

* * *

—¡Noroeste cuarta al norte, señor! —El timonel tuvo que gritar para hacerse oír por encima del rugido del viento a través de las velas y el aparejo que hacía escorar tanto a la corbeta que resultaba casi imposible mantenerse de pie.

El capitán de corbeta Alfred Dunstan estaba agarrado a la barandilla del alcázar y se caló el sombrero con más fuerza sobre su despeinado cabello de color castaño rojizo. Llevaba dieciocho meses como comandante de la Phaedra, el primer barco bajo su mando, y con la suerte de su lado pronto podría traspasar su solitaria charretera del hombro izquierdo al hombro derecho, como capitán de fragata y con la vista puesta en el codiciado puesto de capitán de navío.

Gritó:

—¡Orce dos cuartas, señor Meheux! ¡Maldita sea, no le dejaremos escapar, sea lo que sea!

Vio que el segundo y el piloto se miraban brevemente. La Phaedra parecía estar navegando tan ceñida al viento como era capaz, de manera que sus vergas braceadas casi al filo y sus velas henchidas se veían casi en línea con la crujía del buque, que, escorando ostensiblemente y con la mar bullendo a la altura de las portas de los cañones, remojaba a los marineros de torso desnudo hasta que sus cuerpos bronceados brillaban como toscas estatuas.

Dunstan entrecerró los ojos hacia la arboladura para mirar cada una de las velas y a sus gavieros desplegados a lo largo de las vergas, algunos sin duda acordándose de los hombres del Obdurate que habían caído por la borda durante el temporal.

—¡En viento, señor! ¡Noroeste cuarta al oeste!

La cubierta y el aparejo protestaban violentamente junto a los vibrantes obenques mientras el barco escoraba aún más.

El segundo comandante, que tenía veintitrés años, un año menos que su superior, gritó:

—¡No aguantará mucho más, señor!

Dunstan sonrió excitado. Tenía un semblante sensible con facciones puntiagudas y una boca graciosa, y algunas personas le habían dicho que se parecía a Nelson. A Dunstan le gustaba la comparación, cosa que él mismo había podido comprobar hacía tiempo, como guardiamarina en el Euryalus, el primera clase de Bolitho.

—¡Al diablo con sus preocupaciones! ¿Qué es usted, una vieja?

Se rieron como colegiales, puesto que Meheux era el primo de su comandante y los dos sabían casi a la perfección lo que el otro estaba pensando.

Dunstan apretó los labios cuando se partió un cabo en la verga de velacho con el estruendo de un disparo de pistola. Pero dos hombres estaban ya metidos en la faena de repararlo, y replicó:

—¡Tenemos que barloventear al máximo por si los cabrones salen corriendo y se nos escapan!

Meheux no se lo discutió; le conocía demasiado bien. El agua se elevó por encima del pasamano y lanzó a dos de los hombres a los imbornales entre maldiciones y empellones. Uno chocó con un cañón trincado y se quedó inmóvil, sin sentido o con una o dos costillas rotas. Fue arrastrado hasta una escotilla por varios hombres que se movían casi como arañas por cubierta mientras calculaban el momento justo para evitar el siguiente torrente de agua.

Meheux disfrutaba de aquella excitación, de la misma manera que Dunstan nunca era tan feliz como cuando estaban lejos de las faldas de la flota o de la autoridad de un almirante. Ni siquiera sabían qué significaban los disparos de cañón ni su fuente; puede que descubrieran que era otro buque de guerra británico ocupado en impedir que consiguiera su objetivo un buque enemigo rompedor de bloqueo. Si así era, esta vez no había posibilidades de compartir la prima de presa. El otro comandante se encargaría de ello.

Dunstan se encaramó de un salto a los flechastes de los obenques de sotavento, pareciendo querer saltar las olas hasta sus rodillas mientras se colgaba para apuntar su catalejo a la espera del siguiente grito desde el tope del mástil.

El vigía aulló:

—Justo por la amura de estribor, señor! —Se calló cuando el buque se levantó y bajó rápidamente en el seno de una gran ola hasta que su mascarón de proa dorado estuvo en remojo, como si la Phaedra se estuviera yendo a pique. La sacudida casi debía de haber arrancado al vigía de su precaria percha.

Entonces gritó:

—¡Dos barcos, señor! ¡Uno desarbolado!

Dunstan saltó de nuevo a cubierta y sonrió mientras su sombrero chorreaba agua.

—¡Un magnífico vigía, señor Meheux! ¡Dele una guinea!

—Es uno de mis hombres, señor —dijo sonriente el teniente de navío.

Dunstan secó su catalejo.

—Ah, bueno. ¡Pues dele una guinea al tipo!

Hubo más disparos esporádicos, pero a causa del fuerte movimiento y de las cortinas de los rociones, era imposible establecer la posición de los otros barcos excepto desde el tope.

La Phaedra recuperó cierta verticalidad y la gavia de mayor retumbó violentamente cuando perdió el viento que la henchía.

—¡Gente a las brazas! ¡Arribe tres cuartas! —Dunstan soltó su agarre de la barandilla. El viento estaba bajando considerablemente, de manera que el casco tenía que navegar del modo más favorable para sacar la máxima ventaja.

—¡Nornoroeste, señor! ¡En viento!

—Dios mío, ahí están —murmuró Meheux.

Dunstan alzó de nuevo su catalejo.

—¡Por todos los infiernos! ¡Es aquella maldita goleta que estábamos buscando!

Meheux observó su perfil, el cabello que ondeaba bajo el estropeado sombrero que Dunstan llevaba siempre en el mar. En una ocasión, estando bebido, Dunstan le había confiado: «Me compraré un sombrero nuevo cuando llegue a capitán de navío, ¡no antes!».

—¿La goleta que lleva a bordo a la esposa del inspector general? —preguntó Meheux.

Dunstan sonrió de oreja a oreja. Meheux era un oficial de confianza y prometedor. Era un niño en lo que se refería a las mujeres.

—¡Entiendo por qué nuestro vicealmirante estaba tan preocupado!

Un hombre gritó:

—¡Van a la deriva, señor! ¡Nos han visto, Dios mío!

La sonrisa de Dunstan se desvaneció.

—¡Preparados en cubierta! ¡Cargar batería de estribor, pero sin asomarla! —Asió el brazo del segundo—. ¡Si quieres mi opinión, creo que es un maldito pirata, Josh!

El nombre del teniente de navío era Joshua. Dunstan sólo usaba ese nombre cuando estaba realmente excitado.

Dunstan dijo con tono de urgencia:

—Lo tomaremos primero. Ponga a algunos buenos tiradores en las cofas. Es una estupenda pequeña bergantina, y vale alguna que otra guinea, ¿no crees? —Meheux salió corriendo y vio los reflejos en el acero de un trozo de abordaje que estaba siendo reunido tras las dotaciones de los cañones.

La goleta estaba desarbolada, aunque alguien había intentado montar un aparejo de fortuna. En aquel temporal debía de haber sido una pesadilla.

Meheux volvió abrochándose su alfanje favorito.

—¿Qué pasará con los otros, señor?

Dunstan apuntó su catalejo y luego maldijo cuando una bocanada de humo seguida de un agudo estallido indicó que el pirata había disparado sobre su barco.

—¡Que Dios les arranque sus malditos ojos! —Dunstan levantó los brazos como había visto hacer a Bolitho cuando se preparaba para el combate para que su patrón pudiera abrocharle el sable a la cintura—. ¡Abrir las portas! ¡Asomar!

Se acordó de lo que Meheux acababa de preguntarle.

—Si están vivos, les recogeremos después, si no… —Se encogió de hombros—. Una cosa es segura, ¡no se van a ir a ninguna parte!

Echó un vistazo a su alrededor e hizo una mueca de dolor cuando el pirata disparó de nuevo y una bala cayó ruidosamente al costado. Era hora de entrar en escena.

Dunstan sacó su sable y lo sostuvo en alto sobre su cabeza. Notó como un escalofrío le bajaba por el brazo, como si la hoja fuera de hielo. Recordaba como se agachaba con otro guardiamarina en el alcázar del Euryalus, muerto de miedo pero aun así incapaz de apartar la mirada mientras la enorme montaña de velas del enemigo se elevaba por encima del pasamano. Y a Bolitho de pie en el expuesto alcázar con su sable en el aire y todos los cabos de cañón mirándole fijamente, sudando los desesperantes segundos que habían parecido horas. Una eternidad.

Dunstan sonrió y bajó su brazo haciendo una pequeña floritura.

—¡Fuego!

La pequeña bergantina se tambaleó y se puso proa al viento ya sin su palo trinquete y con sus cubiertas llenas de velas desgarradas y montones de jarcia y aparejo. Aquella andanada bien apuntada también había alcanzado al timón o matado a los hombres que estaban junto a la rueda de éste. El buque estaba fuera de control, y un hombre que corría hacia la toldilla con un mosquete en alto fue derribado al momento por los tiradores de la Phaedra.

—¡Gente a la arboladura! ¡Acortar vela! ¡Aferrar la mayor! —Dunstan envainó el sable y observó como el otro barco daba fuertes balances a sotavento de la Phaedra. La lucha ya se había acabado—. ¡Preparados para el abordaje! —Algunos de los marineros estaban ya encaramándose a los obenques con sus mosquetes montados y listos para disparar, mientras otros esperaban como sabuesos impacientes para saltar y luchar cuerpo a cuerpo. Era raro coger a un pirata. Dunstan miró a su segundo, que estaba a punto de saltar mientras la corbeta se acercaba con decisión al costado del enemigo. Sabía que sólo un loco se atrevería a oponer resistencia. Aquello era lo que sus marineros hacían mejor. Si uno de los suyos caía, no darían cuartel.

Al cabo de poco se oyó una ovación irregular al ser izada la bandera roja al palo mayor de la bergantina.

Dunstan lanzó una mirada hacia la silueta más baja de la goleta. Debía de estar llena de agujeros y parecía a punto de irse a pique.

Con aquellas olas, salvarla implicaría arriesgar un bote.

Gritó:

—¡Señor Grant! ¡El chinchorro, y rápido! ¡No se acerque si los cabrones le disparan!

El bote se abrió del costado bamboleándose bruscamente, con su otro teniente de navío intentando mantenerse en pie mientras miraba hacia la goleta. En cierto momento miró hacia popa y se puso a gesticular alocadamente hacia la Phaedra.

Dunstan levantó la vista hacia la arboladura y se rió en alto, notando como salía parte de la tensión acumulada.

Bolitho habría tenido algo que decir respecto a eso. Gritó:

—¡Izad la bandera! —Vio a Meheux subiendo de nuevo a bordo—. ¡Hemos luchado sin bandera alguna, maldita sea!

Vio la cara de su primo y le preguntó:

—¿Cómo ha ido, Josh?

El oficial envainó su alfanje y soltó un largo suspiro.

—Uno de los cabrones nos ha atacado y le ha abierto un tajo en el pecho al pobre Tom Makin, pero vivirá.

Los dos miraron como un cadáver salpicaba al caer en el agua que quedaba entre los dos cascos.

—¡Ese no volverá a intentarlo!

Dejando marinada la presa, la Phaedra se separó de la bergantina y, con poca vela, se dirigió hacia la goleta escorada.

Dunstan observó como el trozo de abordaje saltaba a su cubierta inclinada. Dos hombres, obviamente piratas a los que había dejado tirados la bergantina, cargaron contra sus hombres. El teniente de navío Grant derribó a uno con un disparo de pistola; el otro se agachó y se escabulló hacia la escala de cámara. Un marinero balanceó su machete y lo arrojó como una lanza. En la lente del catalejo, todo ocurría en silencio, pero Dunstan juraría haber podido oír el grito cuando el hombre cayó de cabeza sobre la cubierta con el machete clavado en su espalda.

—No me pondré al costado. ¡Preparados para virar por avante! ¡Preparados en cubierta!

Dunstan bajó el catalejo, como si lo que veía fuera demasiado íntimo. La mujer, con su vestido casi arrancado por la espalda y aun así extrañamente orgullosa, dejó que los marineros la condujeran hacia el chinchorro. Dunstan la vio detenerse sólo una vez cuando pasaba ante el pirata muerto por el disparo del teniente de navío. La vio escupir sobre el cadáver y arrancarle el machete de su mano de una patada. Odio, desprecio y rabia; pero ninguna clase de miedo.

Dunstan miró al segundo comandante.

—Pon gente al costado, Josh. Esto es algo que todos recordaremos.

Más tarde, cuando la Phaedra, con su presa detrás avanzando a duras penas, avistó al buque insignia, Dunstan vivió otro momento que nunca iba a olvidar.

Ella se había quedado de pie a su lado envuelta en un capote encerado que le había proporcionado uno de los marineros, con su mentón levantado y los ojos bien abiertos mientras contemplaba el movimiento de las vergas del Hyperion y las velas volviendo a tomar viento en la bordada que les iba a reunir de nuevo.

Dunstan había dicho: «Voy a hacer una señal, milady. ¿Quiere que ordene al guardiamarina que deletree su nombre?».

Ella había negado con la cabeza lentamente, con la mirada puesta en el viejo dos cubiertas, perdiéndose casi su respuesta entre el estruendo de las velas y el aparejo. «No, comandante, pero gracias». Y en voz aún más baja había añadido: «Él me verá. Lo sé».

Dunstan sólo le había visto bajar la guardia una vez. El ayudante de piloto había gritado: «¡Allá, muchachos! ¡La señora se va a pique!».

La goleta había levantado su popa y estaba girando en una vorágine de espuma y burbujas. El casco estaba rodeado de restos flotantes y unos pocos cadáveres, cuando de repente se hundió, como si estuviera ansioso por separarse de aquellos que lo habían echado a perder.

Dunstan la había mirado y le había visto llevarse un abanico a su pecho. No podía estar seguro, pero creyó verle pronunciar una palabra. Gracias.

Más tarde, Dunstan le había dicho a su primo: «Josh, que sean dos guineas. Era más importante de lo que ninguno de los dos imaginábamos».