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EN PUERTO

Dos semanas después de que la Phaedra capturara la bergantina pirata y liberara a sus prisioneros, el Hyperion y el Obdurate volvieron a Antigua.

La isla fue avistada al amanecer, pero como si quisiera burlarse de sus esfuerzos, el viento cayó casi completamente y no fue hasta el anochecer que entraron en English Harbour y fondearon.

Bolitho había estado en el alcázar la mayor parte de la tarde, mirando ociosamente cómo los marineros orientaban las velas mientras la isla parecía mantenerse siempre a la misma distancia.

En cualquier otro tiempo, habría sido un momento de orgullo. Se habían encontrado con los barcos de la escuadra de Sir Peter Folliot, los cuales debían de estar en esos momentos escoltando al convoy del tesoro en el resto del trayecto hasta Inglaterra.

Los vigías habían informado finalmente de que había tres navíos de línea en puerto y Bolitho supuso que eran los otros barcos de su escuadra, con sus comandantes preguntándose sin duda sobre su futuro inmediato bajo la insignia del vicealmirante.

Eso también debería de haber sido un tónico después de la tensión de escoltar al tesoro y librar un combate diario con el tiempo. Ahora, Bolitho agradecía en cierta manera que la reunión con sus nuevos comandantes no se celebrara hasta el día siguiente, un encuentro en el que se escrutarían y calibrarían mutuamente.

Cuando, finalmente, ambos dos cubiertas fondearon, Bolitho se dirigió a sus aposentos, a la gran cámara que tan distinta y llena de vida estaba con aquellas lámparas encendidas.

Se fue hasta los ventanales de popa y se asomó sobre el agua cada vez más oscura para contemplar la soberbia puesta de sol, pero su mente estaba todavía aferrada al momento en que Catherine había subido al barco con el tosco capote encerado.

No le parecía posible que ella hubiera estado allí en aquella misma cámara, a solas con él.

A solas con él y aun así a una distancia prudente. Caminó por la cámara y miró hacia su camarote, el cual le había cedido a Catherine durante su breve estancia a bordo. Debía de haber todavía algún rastro de su presencia. Un leve olor de su perfume, alguna prenda quizás olvidada al irse al buque insignia del almirante Folliot cuando las dos formaciones se habían encontrado.

Bolitho se acercó al aparador de vino de magnífica caoba y pasó los dedos sobre él. Hecho por uno de los mejores artesanos, aquel había sido el regalo de Catherine tras los avatares que les habían hecho conocerse y que habían culminado llevándola a Londres, donde la había visto por última vez hasta su reciente encuentro en Antigua. Sonrió con tristeza al recordar la desaprobación de su viejo amigo Thomas Herrick de su relación con Catherine, después de saber que era ella quien se lo había regalado. Fue cuando le nombraron su capitán de bandera, en el Lysander.

Herrick había sido siempre un amigo fiel, pero había desconfiado de cualquier persona o asunto que creyera que podía perjudicar el nombre y la carrera de Bolitho. Incluso el joven Adam se había visto afectado por la relación con esa mujer durante aquel breve y preciado periodo. Se había batido en duelo con otro exaltado teniente de navío en Gibraltar en defensa de la reputación de su tío. Parecía como si todas las personas a quienes Bolitho quería salieran dañadas o heridas por el contacto.

Se dio la vuelta, miró a lo largo de la cámara y vio la sombra del centinela de infantería de marina a través de una rendija de la puerta del mamparo. Ella había estado allí de pie, completamente inmóvil, sólo traicionada por su respiración rápida y sin control mientras miraba a su alrededor con la casaca cerrada hasta el cuello como si tuviera frío.

Entonces se había fijado en el aparador, y por un momento Bolitho había visto como le temblaba la boca.

Él había dicho bajando la voz: «Va a todas partes conmigo».

Entonces, ella se le había acercado y le había puesto la mano en la cara. Cuando él había hecho ademán de rodearla con sus brazos, ella había negado con la cabeza con algo cercano a la desesperación.

«¡No! Ya es bastante difícil estar aquí en esta situación. No lo empeores. Sólo quiero mirarte. Decirte cuánto significa para mí estar viva gracias a ti. Dios, el destino, no sé qué es; una vez nos hizo estar juntos. Y ahora temo lo que pueda depararnos».

Había visto la gran rasgadura de su vestido y le había preguntado: «¿Quieres que lo haga coser? Y tu criada, ¿dónde está?».

Ella se había alejado sin apartar la mirada de él. «María está muerta. Han intentado violarla. Se ha resistido sólo con sus manos y la han matado, la han ejecutado como a un animal indefenso». Y había añadido despacio: «Tu pequeño barco ha llegado a tiempo, esto es, para mí. Pero me he asegurado de que algunos de esos cerdos asquerosos no vuelvan a tener ocasión de hacer daño a nadie». Se había mirado las manos y el abanico manchado que sostenía en una de ellas. «¡Pido a Dios poder estar allí cuando hagan danzar en sus sogas a esas alimañas!».

La puerta del mamparo se abrió ligeramente y Jenour se asomó y le miró.

—¡Ha sido avistado el bote del comodoro, Sir Richard! —Sus ojos recorrieron la cámara. Puede que también él la viera aún allí.

—Muy bien. —Bolitho se sentó y miró la cubierta que quedaba entre sus pies. Glassport era el último hombre que quería ver ahora.

Pensó en aquel momento final en que la había acompañado al gran tres cubiertas de Sir Peter Folliot.

El almirante era un hombre delgado y de aspecto enfermizo, pero seguía teniendo la cabeza ágil y lúcida. A pesar de las malas comunicaciones, parecía saberlo todo acerca de los preparativos para la incursión en La Guaira y del montante del botín casi hasta la última moneda de oro.

«Una buena aventura, ¿eh?». Había saludado a Catherine con gran cortesía y había anunciado que la pondría bajo el cuidado de uno de sus mejores capitanes de fragata para que la llevara a Antigua con su marido lo más rápidamente posible.

Puede que también supiera algo de aquello, pensó Bolitho.

Había observado como la potente fragata de cuarenta y cuatro cañones largaba sus velas para alejarla de él por última vez, y se había quedado en cubierta hasta que solamente se vieron los juanetes como conchas rosadas por encima del horizonte en aquel atardecer.

El gran buque de la carrera de Indias se había ido del puerto, y se imaginó a Catherine con su marido alejándose cada vez más con cada vuelta de ampolleta.

La puerta se volvió a abrir y el comandante Haven entró en la cámara.

—Estoy a punto de recibir al comodoro, Sir Richard. ¿Hago una señal a los comandantes para que se presenten a bordo mañana por la mañana?

—Sí. —Era todo tan vacío, tan fríamente formal. Como si hubiese un gran muro entre ellos.

Bolitho volvió a intentarlo.

—He oído que su esposa estaba esperando un hijo, comandante Haven.

—Recordó lo tenso que había estado Haven desde que recibiera las cartas del bergantín correo. Como un hombre en trance; incluso había permitido que Parris se encargara de los asuntos del barco en su lugar.

Haven frunció el ceño.

—¿De quién lo ha oído, Sir Richard, si me permite la pregunta?

Bolitho suspiró.

—¿Importa eso?

Haven miró a lo lejos.

—Es un niño.

Bolitho vio como sus dedos se aferraban con fuerza a su sombrero con escarapela. Haven se estaba poniéndose nervioso.

—Le felicito. Debe de haberle tenido preocupado gran parte del tiempo.

Haven tragó saliva.

—Sí, ehh, gracias, Sir Richard…

Por suerte, se oyeron los gritos de unas órdenes desde el alcázar y Haven casi salió volando de la cámara para recibir al comodoro Glassport a bordo.

Bolitho se puso en pie cuando Ozzard entró con su casaca de uniforme. ¿Era el niño en realidad hijo de Parris? —se preguntó. Si así fuera, ¿cómo resolverían el asunto?

Miró a Ozzard.

—¿Le he agradecido los buenos cuidados que ha dispensado a nuestra invitada mientras estaba entre nosotros?

Ozzard cepilló una mota de polvo de la casaca. Había zurcido el vestido rasgado de Catherine. Sus aptitudes parecían no tener límite.

El pequeño hombre mostró una tímida sonrisa.

—Lo ha hecho, Sir Richard. Ha sido un placer. —Abrió un cajón y sacó el abanico que había traído con ella al venir de la goleta que estaba a punto de naufragar.

—Se ha dejado esto. —Se estremeció bajo la mirada de Bolitho—. L-lo he limpiado. Había un poco de sangre en él, ya sabe.

—«¿Se lo ha dejado?» —Bolitho cogió el abanico y lo miró, recordando la expresión de ella cuando lo tenía en sus manos. Se apartó de una lámpara cuando su ojo izquierdo se empañó muy ligeramente. Y repitió—: ¿Se lo ha dejado?

Ozzard le miró con inquietud.

—Con las prisas. Supongo que se lo ha olvidado.

Bolitho aferró con fuerza el abanico. No, no se lo había olvidado.

Se oyeron unas pisadas al otro lado de la puerta y entró en la cámara el comodoro Glassport seguido del capitán de bandera y Jenour. El semblante de Glassport estaba de un vivo color rojo, como si hubiera estado corriendo cuesta arriba.

Bolitho dijo:

—Siéntese. ¿Un poco de clarete, quizás?

Glassport pareció revivir al oír la palabra.

—Me encantará una copa, Sir Richard. Maldita sea, demasiada excitación, ¡creo que tendría que haberme retirado hace mucho!

Ozzard llenó sus copas y Bolitho dijo:

—Por la victoria.

Glassport extendió sus gruesas piernas y se relamió los labios.

—Un excelente clarete, Sir Richard.

Haven comentó:

—Hay algunas cartas, Sir Richard; llegaron en el último buque correo.

—Observó como Jenour dejaba un pequeño paquete de cartas sobre la mesa, junto al codo de Bolitho.

—Rellene las copas, Ozzard —dijo Bolitho. Y añadió enseguida—: Si me disculpan, caballeros.

Abrió una carta. Reconoció la letra de Belinda inmediatamente.

Su mirada se movía rápidamente por la carta, de manera que tuvo que parar y empezar de nuevo.

Mi querido esposo. Era como si la carta fuera para algún otro. Belinda explicaba brevemente su última visita a Londres y decía que ahora estaba en una casa que había alquilado esperando su visto bueno. Elizabeth había cogido un resfriado, pero ya estaba bien y se le notaba que le gustaba la niñera que había contratado. El resto de la carta se refería a Nelson y a cómo toda la nación dependía de él como bastión entre los franceses e Inglaterra.

—¿No hay malas noticias, Sir Richard? —preguntó Jenour en voz baja.

Bolitho se metió la carta en el bolsillo interior de su casaca.

—A decir verdad, Stephen, no sabría decirlo.

No había noticia alguna de Falmouth ni de la gente que él conocía de allí de toda la vida. Ninguna preocupación, ni siquiera ira ni remordimientos por la manera en que se habían separado.

Glassport dijo con voz pastosa:

—Aquí está todo un poco más tranquilo ahora que se ha ido el inspector general del rey. —Se rió entre dientes con ganas—. No me gustaría verme enfrentado a él.

—El suyo es un mundo diferente —dijo Haven con cierto remilgo—. Realmente no es el mío.

Bolitho dijo:

—Veré a mis comandantes mañana… —Miró a Glassport—. ¿Cuánto tuvo que esperar el buque de la Compañía de Indias para salir?

Glassport le miró detenidamente, con su mente ya nublada por las diversas y generosas copas de clarete.

—Se fue cuando amainó el temporal, Sir Richard.

Bolitho se puso en pie sin darse cuenta. Debía de haber oído mal.

—¿Sin esperar a Lady Somervell? ¿En qué barco tomó pasaje tras llegar con la fragata? —Seguramente incluso Somervell, tan ansioso por entregar en persona el tesoro a Su Majestad, debía de haber esperado hasta asegurarse de que Catherine estaba sana y salva.

Glassport percibió su repentina inquietud y dijo:

—Ella no se ha marchado, Sir Richard. Todavía estoy esperando sus instrucciones. —Parecía confuso—. Lady Somervell está en la casa.

Bolitho volvió a sentarse, y entonces lanzó una mirada hacia el abanico que estaba en el aparador de vino.

Dijo:

—Una vez más, les ruego me disculpen, caballeros. Hablaré con ustedes mañana.

Mientras escuchaba el estruendo de las pitadas y los golpes de la lancha de Glassport al costado, se fue hasta los ventanales de popa y se quedó mirando fijamente hacia tierra. Se veían pequeños puntitos de luz en el puerto y en las casas de detrás. Había un lento y vitreo mar de fondo que hacía escorar el pesado casco del Hyperion lo suficiente para hacer que el aparejo y los motones se movieran agitadamente. También había unas pocas estrellas. Bolitho se entretuvo en contarlas para contener la repentina comprensión que momentos antes había sido incredulidad.

«¿Lo iba a arriesgar todo?». La voz pareció formular la pregunta en voz alta.

Jenour volvió a entrar silenciosamente y Bolitho vio su reflejo en el grueso vidrio de al lado.

—Vaya a buscar a Allday, si es tan amable, Stephen, y reúna a la dotación de mi lancha. Me voy a tierra inmediatamente.

Jenour vaciló, reacio a contraponer sus opiniones a la súbita determinación de Bolitho.

Jenour le había observado mientras Glassport hablaba de la mujer que la Phaedra había arrancado de las garras del mar y de lo cerca que había estado de la violación brutal y la muerte. Había sido como ver una luz reavivada, como una nube que se alejaba.

—¿Puedo decir algo, Sir Richard? —preguntó.

—¿Alguna vez le he impedido hacerlo, Stephen? —Se volvió ligeramente, percibiendo las dudas y la incomodidad del joven oficial—. ¿Es acerca de mi desembarco?

—No hay un solo hombre bajo su insignia que no diera su vida por usted, Sir Richard —respondió Jenour con voz ronca.

—Lo dudo —dijo Bolitho. Captó inmediatamente la consternación de Jenour y añadió—: Por favor, continúe.

—Tiene usted intención de visitar a la dama, Sir Richard —afirmó Jenour. Se quedó en silencio, esperando una réplica instantánea. Puesto que Bolitho no decía nada, prosiguió—: Mañana lo sabrá toda la escuadra. Y dentro de un mes, toda Inglaterra tendrá noticia de ello. —Bajó la mirada y dijo—: S-siento hablar de esta manera. No tengo derecho. Es solamente que me preocupa mucho.

Bolitho le asió el brazo y lo sacudió suavemente.

—Hace falta coraje para hablar como usted lo ha hecho. Según un viejo enemigo, John Paul Jones, «el que no arriesga no puede ganar». Cualesquiera que fueran sus defectos, la falta de coraje no era uno de ellos. —Sonrió con gravedad—. Sé cuál es el riesgo, Stephen. Ahora tráigame a Allday.

Al otro lado de la puerta de la repostería, Ozzard retiró la oreja de la cerradura y asintió muy despacio.

Dio gracias por haber encontrado el abanico.

* * *

Bolitho apenas se fijó en nada mientras caminaba con paso decidido en la penumbra dejando el puerto a su espalda. Sólo una vez se detuvo para recuperar el aliento y para sondar sus sentimientos y considerar el alcance de sus actos. Miró los buques fondeados, con sus portas abiertas brillando sobre el suave oleaje, y la silueta más grande y más oscura del Ciudad de Sevilla. ¿Qué sería de él? ¿Se sumaría a la flota, se vendería a alguna compañía mercante rica o se ofrecería en intercambio a los españoles en un intento de recuperar la Consort? Esto último era poco probable. Los Dons ya se sentirían bastante humillados por la pérdida del buque tesoro y la destrucción de otro bajo su fortaleza sin tener que añadir nada más.

Cuando llegó a la tapia blanca de la casa, se volvió a parar, consciente del latir de su corazón contra sus costillas y de que no tenía ningún plan en mente. Quizás ella ni siquiera le recibiera.

Subió por la entrada de carruajes y entró por la puerta principal, que estaba abierta para que entrara algo de brisa en la casa. Un criado dormido, acurrucado en una silla alta de mimbre junto a la entrada, ni siquiera se movió al pasar Bolitho.

Se detuvo en la entrada llena de columnas, viendo en la penumbra un gran tapiz iluminado por dos candelabros. Estaba todo en silencio y parecía que no corriera ni una gota de aire.

Bolitho vio una campanilla sobre un baúl tallado al lado de otra puerta y jugó con la idea de hacerla sonar. En aquel último combate a bordo del buque tesoro, la muerte había sido su compañera constante, pero eso no le era extraño. No había sentido ninguna clase de miedo, ni tan solo después. Asió con fuerza la empuñadura de su sable. ¿Dónde estaba aquel coraje ahora que lo necesitaba de verdad?

Puede que Glassport se hubiera equivocado y ella se hubiese ido de allí, esta vez por tierra, a St. John’s. Ella tenía amigos allí. Se acordó de la preocupación de Jenour y del silencio expectante de Allday mientras la lancha le llevaba al embarcadero. Unos infantes de marina de servicio se habían esforzado por adoptar la posición más parecida a la de firmes al comprobar que su vicealmirante había bajado a tierra sin mediar aviso.

«Le esperaré, Sir Richard», había dicho Allday. A lo que él había respondido: «No. Puedo llamar a un bote cuando necesite uno».

Allday había observado como se marchaba. Bolitho se preguntó qué pensaría de aquello. Probablemente lo mismo que Jenour.

—¿Quién es? —Bolitho se volvió y la vio en la escalera curvada, enmarcada por otro oscuro tapiz. Llevaba un vestido claro y holgado y estaba muy quieta con una mano en la barandilla y la otra oculta tras el vestido.

Entonces, ella exclamó:

—¡Tú! N-no sabía…

No hizo ademán alguno de bajar y Bolitho subió lentamente por la escalera hacia ella.

—Acabo de saberlo —dijo Bolitho—. Creía que te habías ido. —Se detuvo con un pie en el siguiente escalón, temeroso de que ella se diera la vuelta y se fuera—. El buque de Indias salió sin ti. —Tuvo mucho cuidado de no mencionar a Somervell por su nombre—. No podía soportar pensar que estabas aquí. Sola.

Ella se movió y Bolitho se dio cuenta de que empuñaba una pistola.

—Dámela —dijo. Se acercó y tendió la mano—. Por favor, Kate.

La cogió de entre sus dedos y vio que el percutor estaba montado, lista para ser disparada. Dijo bajando la voz:

—Ahora estás a salvo.

—Ven al salón —dijo Catherine. A Bolitho le pareció ver un leve temblor en ella—. Hay más luz.

Bolitho le siguió y esperó a que ella cerrara la puerta tras ellos. Era una estancia bastante agradable, aunque parecía muy poco personal; demasiado a menudo estaba ocupada por visitas y extraños.

Bolitho dejó la pistola en una mesa y observó como ella cerraba los postigos de las ventanas, donde algunas mariposas de luz golpeteaban contra el cristal en busca de luz.

Ella no le miró.

—Siéntate ahí, Richard. —Movió la cabeza ligeramente de un lado a otro—. Estaba descansando. Tengo que arreglarme el cabello. —Entonces se dio la vuelta para mirarle larga y detenidamente, como si quisiera encontrar una respuesta a alguna pregunta.

Ella dijo:

—Sabía que no me esperaría. Se tomó su misión muy seriamente, la puso por encima de todo lo demás. Fue culpa mía. Sabía lo importante que era el asunto para él una vez convertiste en realidad el plan. No debería haberme ido en la goleta. —Repitió lentamente—: Sabía que no me esperaría.

—¿Por qué lo hiciste?

Ella miró a lo lejos y Bolitho vio que su mano tocaba el picaporte de la otra puerta, que estaba en la penumbra, lejos de las luces.

—Quería irme de allí.

—Podrías haber muerto y entonces…

Ella se volvió de golpe, con los ojos brillantes en la semioscuridad.

—¿Y entonces? —Ella tiró la cabeza hacia atrás con rabia—. ¿Te planteaste tú eso también cuando te fuiste a por el Ciudad de Sevilla? —El nombre del barco pareció entrometerse como una tercera persona. Lo había pronunciado con mucha facilidad, un cruel recordatorio de que había estado casada con un español. Y prosiguió—: Alguien de tu valía y tu rango, ¡tú sabías muy bien el enorme riesgo que corrías! Lo sabías, puedo verlo en tu cara, sabías que podías mandar a cualquiera de tus comandantes. ¡Tú eras capitán de navío cuando apresaste el barco en que iba yo cuando nos conocimos!

Bolitho se había puesto en pie y durante unos segundos se miraron el uno al otro, los dos heridos y vulnerables.

Ella dijo de pronto:

—No te vayas. —Entonces desapareció por la otra puerta aunque Bolitho ni siquiera vio cómo la abría y la cerraba.

«¿Qué se esperaba?». Era un estúpido, y aún lo parecía más. Le había hecho daño a Catherine, demasiado.

Su voz pareció venir de lejos.

—Me he arreglado un poco el pelo. —Ella esperó a que él mirara hacia la puerta—. Todavía no está muy bien. Ayer y hoy he caminado por la playa y el aire salado es cruel con las mujeres presumidas.

Bolitho miró su vestido claro y largo. En la penumbra parecía estar flotando como un fantasma.

Ella dijo:

—Un vez me diste una cinta para el pelo, ¿te acuerdas? Me la he puesto. —Movió la cabeza de manera que uno de sus hombros desapareció de la vista, tapado por su largo cabello oscuro—. ¿La ves? ¿O ya te has olvidado?

Él respondió en voz baja:

—Nunca. Te gustaba mucho el color verde. Me costó encontrarla… —Se calló cuando ella extendió los brazos y corrió hacia él. Pareció ocurrir en un segundo. Un momento antes, ella estaba allí junto a la puerta y al siguiente abrazada a él, con la voz apagada contra su casaca mientras agarraba sus hombros como queriendo controlar su súbita desesperación.

Ella exclamó:

—¡Mírame! Por Dios, Richard, te he mentido, ¿no lo ves?

Bolitho la volvió a abrazar y apretó su mejilla contra su cabello. No era la cinta que le había comprado en Londres a la anciana que las vendía. Esta era de color azul fuerte.

Ella subió la mano por su cuello y se la puso en la cara. Cuando ella levantó la vista, sus ojos estaban llenos de emoción y de pena.

Ella susurró:

—No lo sabía, Richard. Entonces, antes de que te fueras con el convoy, oí algo de ello, de cómo tú… —Tenía su cara entre sus manos—. ¡Oh, querido mío, tenía que estar segura, saberlo!

Bolitho la abrazó con más fuerza y puso su cabeza sobre el hombro de Catherine. Debía de haber sido Allday. Sólo él correría el riesgo.

Le oyó susurrar a ella:

—¿Cómo está tu ojo?

—Me he acostumbrado. Me falla sólo a veces. Como cuando estabas ahí en la penumbra. —Trató de sonreír.

—Veo que disimulaba en vano.

Ella se echó hacia atrás entre sus brazos y le miró.

—Y cuando viniste a la recepción y casi te caíste en el escalón. Debería haberlo sabido, ¡tendría que haber comprendido!

Bolitho vio los sentimientos que inundaban su cara.

—Me iré si así lo deseas —dijo él.

Ella le soltó un brazo.

—Debe de haber gente que pueda ayudarte —dijo ella pensando en voz alta mientras caminaban por la sala, como enamorados en un parque tranquilo.

Apretó la muñeca de Catherine contra su costado.

—Dicen que no hay nada que hacer.

Ella se volvió hacia él.

—Seguiremos intentándolo. Siempre hay esperanza.

—El saber que te preocupa tanto lo significa todo para mí —dijo medio esperando que ella le interrumpiera, pero se quedó completamente inmóvil, con sus manos en las suyas, de modo que sus sombras unidas parecieron danzar por las paredes—. Ahora que estamos juntos, no quiero perderte nunca. Debe sonar a locura, como el balbuceo de un joven enamorado. —Las palabras fluían de su interior y ella parecía saber cuánto necesitaba hablar—. Pensaba que mi vida era una ruina, y sabía que le había hecho un daño terrible a la tuya. —Entonces, ella hizo ademán de hablar pero él le movió las manos—. No, es todo verdad. Estaba enamorado de un fantasma. La constatación de ello me desgarró por dentro. Alguien sugirió que tenía deseos de morir.

Ella asintió lentamente.

—Puedo imaginarme quién lo hizo. —Le miró fijamente a los ojos, sin miedo—. ¿Comprendes de verdad lo que estás diciendo, Richard? ¿Cuánto te estás arriesgando?

Él asintió.

—Más arriesgas tú, Kate. Me acuerdo de lo que dijiste acerca del encaprichamiento de Nelson.

Ella sonrió por primera vez.

—Que te llamen puta es una cosa; pero serlo es algo muy diferente.

Él le apretó aún con más fuerza las manos.

—Hay tantas cosas…

Ella se soltó.

—Deben esperar. —Tenía los ojos muy brillantes—. No podemos.

—Llámame como me has llamado hace un momento —dijo él.

—¿Querido mío? —Se desató la cinta de su pelo y lo dejó suelto sobre su hombro—. Estuviera donde estuviera o hiciera lo que hiciera, Richard, siempre has sido eso para mí. —Le miró atentamente—. ¿Me quieres? —Él se le acercó para abrazarla pero ella se echó atrás y dijo—: Ya me has contestado. —Señaló hacia la otra puerta—. Necesito sólo un momento, sola.

Sin ella, la habitación parecía extraña y hostil. Bolitho se quitó la casaca y el sable, y como ocurrencia de último momento corrió el pestillo de la puerta. Su mirada se posó en la pistola y desamartilló el percutor mientras veía la cara de Catherine al verle en la escalera. Sabía que ella habría disparado a la primera señal de peligro.

Entonces se fue hacia la otra puerta y la abrió, olvidando la penumbra y los miedos al verla sentada en la cama, con su cabello brillando bajo la luz de las velas.

Ella le sonrió con las rodillas en la barbilla, como una niña.

—Así que el orgulloso vicealmirante se ha ido y mi osado capitán de navío ha ocupado su lugar.

Bolitho se sentó a su lado y entonces le empujó suavemente por los hombros hasta que quedó echada en la cama.

Llevaba un camisón largo de seda color marfil, cerrado por debajo de su garganta con una fina cinta. Ella le miró a los ojos mientras estos exploraban su cuerpo, quizás recordando cómo era en su día.

Luego, ella le cogió la mano y se la llevó al pecho, apretando sus dedos, hasta que él creyó que debía de estar haciéndose daño.

—Tómame, Richard —susurró ella. Movió la cabeza de un lado a otro muy despacio—. Sé de qué tienes miedo ahora, pero te lo aseguro, no es por lástima, es por el amor que nunca he entregado a ningún otro hombre.

Ella apoyó sus brazos extendidos por ambos lados y miró cómo él le desataba la cinta y empezaba a quitarle el camisón.

Bolitho podía notar como la sangre circulaba a toda prisa en su mente; a la vez, también se sintió momentáneamente como un espectador al descubrir sus pechos y sus brazos, dejándola desnuda hasta la cintura.

—¿Quién te ha hecho esto? —preguntó entrecortadamente.

Su hombro derecho estaba morado, en una de las peores contusiones que había visto nunca.

Pero ella alargó su brazo y le bajó la cabeza, acercando su boca a la suya y respirando desenfrenadamente como él.

—Un Brown Bess[5] tiene un temible retroceso, ¡como la coz de una mula!

Debía de haber disparado con dicho mosquete cuando los piratas atacaron la goleta. Se acordó también de la pistola.

El beso fue interminable. Fue como compartirlo todo en un momento, aferrándose al mismo sin querer que terminara nunca pero incapaces de aguantarse ni un segundo más.

Oyó como ella daba un grito ahogado cuando él tiró el camisón al suelo y vio como sus puños se cerraban al tocarla prolongando la acuciante necesidad que tenían el uno del otro.

Ella observó cómo él se desvestía y le tocó la cicatriz del hombro, recordándola también, así como la fiebre que le había ayudado a contener.

—No me importa lo que pase después, Richard —dijo ella con voz ronca.

Vio que ella le miraba mientras su sombra le cubría como si fuera una capa.

—Ha sido una espera tan larga… —masculló ella resultando casi imperceptibles las últimas palabras a causa de la pasión desatada de los dos cuerpos.

Algo más tarde, mientras seguían abrazados el uno al otro contemplando el humo de las velas titilantes, ella dijo en voz baja:

—Necesitabas amor. Mi amor. —Él la estrechó más fuerte cuando ella añadió—: A quién le importa el mañana.

Él le susurró en sus cabellos:

—Lo haremos nuestro también.

Abajo en el embarcadero, Allday estaba confortablemente sentado en un noray de piedra y empezó a llenar con tabaco su nueva pipa. Había enviado la lancha de vuelta al barco.

Bolitho no la necesitaría todavía, pensó. El tabaco era aromático y estaba empapado de ron para darle más cuerpo. Allday se había deshecho de la lancha pero decidió que él también quería quedarse en tierra. Por si acaso.

Dejó en el suelo del embarcadero una botella de ron y dio una chupada con satisfacción a su nueva pipa de barro.

Quizás hubiera un Dios en el cielo, después de todo. Lanzó una mirada hacia la casa de tapias blancas que estaba a oscuras.

Sólo el cielo sabía cómo acabaría aquel pequeño grupo de personas, pero en el momento presente, que era lo único que podía hacer abrigar alguna esperanza a cualquier pobre marinero, las cosas parecían estar mejorando para Nuestro Dick. Sonrió y alargó la mano hacia la botella. «Y sé lo que me digo».