VIII

UNA AMARGA PARTIDA

El Muy Honorable vizconde de Somervell levantó la vista de los libros de cuentas y miró a Bolitho con curiosidad.

—Así que aceptó usted la explicación del comandante Haven, ¿no es así?

Bolitho estaba de pie junto a una ventana, con el hombro apoyado en la pared fría. La atmósfera estaba cargada y húmeda, aunque el viento que les había acompañado todo el camino hasta English Harbour seguía soplando con la misma firmeza. Las pequeñas olas que se veían junto al puerto ya no tenían las crestas blancas, pero bajo el resplandor del sol resbalaban sobre la arena de la playa como bronce fundido.

Podía ver el gran buque claramente desde allí. Tras la tumultuosa bienvenida recibida al entrar en puerto, había empezado inmediatamente el importante trabajo de descargar la valiosa carga. Las barcazas y botes iban de un lado a otro y Bolitho nunca había visto tantos casacas rojas vigilando el botín en cada metro de su recorrido hasta, tal como Somervell había explicado, que fuera transbordado y repartido entre varios barcos más pequeños como precaución adicional.

Bolitho se dio media vuelta y le miró. Somervell se había olvidado ya de su pregunta sobre Haven. Habían llegado por la mañana del día anterior y, por primera vez desde que conocía a Somervell, Bolitho se había dado cuenta de que este todavía llevaba la misma ropa que cuando había salido a recibir al Ciudad de Sevilla. Era como si no pudiera soportar la idea de dejar aquellos libros de cuentas detalladas ni tan sólo para dormir.

Se habían encontrado con el Hyperion y dos de los bergantines sólo un día antes de llegar a Antigua. Bolitho había decidido hacer venir a Haven al buque español en vez de transbordar él a su buque insignia, donde ya debían de haber hecho un montón de conjeturas.

Haven se había mostrado extrañamente confiado al hacer su informe. Incluso lo había presentado por escrito para explicarlo todo profusamente o para excusar su acción.

El Hyperion y la pequeña flotilla se habían acercado a Puerto Cabello e incluso habían recibido el fuego de una batería costera cuando parecía que estaban a punto de conseguir entrar en el puerto. Haven estaba seguro de que la fragata apresada Consort estaba todavía allá y había enviado al bergantín Vesta a investigar exponiéndose a los cañones de una batería. Los españoles habían aparejado una larga cadena de puerto desde una de las fortalezas y el Vesta se había enganchado en ella. En pocos minutos, una de las baterías había dado con la distancia del Vesta y, como espectadores impotentes, habían visto como ardía en llamas tras ser alcanzada con balas rojas y estallaba en una explosión devastadora.

Haven le había dicho con su voz carente de emoción: «Se acercaban hacia nosotros otros buques enemigos. Actué según mi criterio», sus ojos habían mirado a Bolitho sin pestañear, «tal como usted me ordenó, Sir Richard, y me retiré. Creí que, tras hacer yo la maniobra de diversión que me mandó, arriesgando mi barco, para entonces usted ya habría tenido éxito o se habría retirado».

Después de lo que habían hecho tomando la valiosa presa, aquello era como una pérdida personal en vez de una victoria.

A Haven no se le podía culpar. La presencia de una cadena de puerto era algo que no podía preverse con certeza. Tal como había dicho él, había seguido su propio criterio.

El Tetrarch, otro de los bergantines, se había arriesgado a correr la misma suerte al pasar entre el humo y las balas enemigas para rescatar a algunos de los hombres del Vesta. Uno de los supervivientes era su comandante, el capitán de corbeta Murray. Estaba en un edificio anexo con los heridos del trozo de abordaje del Hyperion y el resto de los hombres de la dotación del bergantín que habían sido rescatados del agua y de las llamas, los dos peores enemigos de un marino.

Respondió a la pregunta planteada:

—Por el momento, milord.

Somervell sonrió mientras pasaba otra página; se estaba deleitando.

—¡Por todos los infiernos, hasta Su Majestad estará satisfecho con esto! —Levantó la vista, mostrando una mirada impenetrable—. Sé cuál es su pesar por lo del bergantín, pero comparado con todo esto, su pérdida será vista como un noble sacrificio.

Bolitho se encogió de hombros.

—Por aquellos que no tienen que arriesgar sus preciosos pellejos. ¡En realidad tenía que haber ido a destruir la Consort, maldita sea!

Somervell cruzó los brazos con expresión recelosa.

—Ha tenido usted suerte. Pero a menos que contenga su rabia o la dirija a otra parte, me temo que esa suerte le abandonará. —Ladeó la cabeza. Como un pájaro acicalado y cuidadoso—. Así que aprovéchela al máximo, ¿eh?

La puerta se abrió unos centímetros y Bolitho vio que Jenour asomaba la cabeza. Bolitho dijo:

—Discúlpeme, milord. Le he dicho a mi ayudante que me avisara… —Se fue hacia la puerta. Somervell no le escuchaba; estaba de nuevo en su mundo de oro y plata.

Jenour musitó:

—Me temo que el comandante Murray está peor, Sir Richard.

Bolitho y su ayudante se dirigieron con grandes zancadas cruzando la amplia terraza de losas de piedra hacia el pasadizo que llevaba al hospital provisional. Al menos aquello era de agradecer. Los hombres que sufrían a causa de sus heridas no debían de compartir espacio con los soldados de las guarniciones que morían de fiebre amarilla sin haber oído nunca el fragor del combate.

Miró brevemente hacia el mar antes de entrar en el otro edificio. Al igual que el cielo, parecía que amenazara tormenta. Tendría que consultárselo al piloto del Hyperion. Murray estaba echado muy quieto con los ojos cerrados como si estuviera ya muerto. A pesar de que había estado destinado en las Indias Occidentales durante dos años, su semblante estaba blanco como un papel.

El cirujano del Hyperion, George Minchin, un hombre menos insensible que la mayoría de los de su oficio, había comentado: «Es un milagro que haya sobrevivido hasta el momento, Sir Richard. Cuando lo sacaron del agua le faltaba un brazo y tuve que amputarle una pierna. Hay alguna posibilidad, pero…».

Aquello había sido el día anterior. Bolitho había visto demasiados rostros marcados con la muerte para saber que aquello estaba a punto de llegar a su fin.

Minchin se levantó de una silla que había cerca de la cama y se dirigió con determinación hacia una ventana. Jenour observó el mar a través de otra ventana, pensando que quizás Murray también habría estado haciendo lo mismo, como agarrándose a la vida gracias a él.

Bolitho se sentó al lado de la cama.

—Estoy aquí… —Recordó el nombre del joven capitán de corbeta—. No se mueva si puede evitarlo, James.

Murray abrió los ojos haciendo un esfuerzo.

—Fue la cadena, señor. —Cerró nuevamente los ojos—. Casi le arranca la quilla al pobre barco. —Trató de sonreír pero el intento empeoró su aspecto—. Aunque no lo han apresado, no lo han apresado…

Bolitho buscó a tientas la mano que le quedaba y la sostuvo entre las suyas.

—Me ocuparé de que su gente esté bien atendida. —Sus palabras sonaron tan vacías que le entraron ganas de llorar, de sollozar—. ¿Hay alguien a quien quiera que…?

Murray volvió a intentarlo, pero sus ojos permanecieron cerrados.

—Yo… Yo… —Se le nublaba la mente—. Mi madre… no hay nadie más… —Su voz se apagó de nuevo.

Bolitho se obligó a sí mismo a seguir mirándole. Era como una vela que se apagaba. Oyó a Allday tras la puerta y a Jenour tragando saliva como si fuera a vomitar.

Con voz sorprendentemente clara, Murray dijo:

—Está oscuro, señor. Ahora podré dormir. —Su mano se cerró entre las de Bolitho—. Gracias por…

Bolitho se levantó lentamente.

—Sí, duerma. —Tapó la cara del hombre muerto con la sábana y miró hacia la intensa luz del sol hasta que esta le cegó. «Está oscuro». Para siempre.

Se fue hasta la puerta por la terraza y supo que Jenour iba a decir algo para tratar de ayudar cuando no había nada que pudiera hacerlo.

—Déjeme solo. —No le miró—. Por favor.

Entonces, se fue hasta el extremo de la terraza y puso las manos sobre el muro. La piedra estaba caliente, como el sol en su cara.

Alzó la cabeza y miró de nuevo hacia la luz deslumbrante. Se vio a sí mismo de niño mirando la divisa de la familia, tallada en piedra encima de la gran chimenea de Falmouth. La había estado siguiendo con un dedo cuando entró su padre y le cogió en brazos.

Las palabras que había en su parte inferior destacaron en su mente. Pro Libertate Patria. «Por la libertad de mi patria».

En eso creían los hombres como Murray, Dunstan y Jenour.

Cerró los puños hasta que el dolor le calmó.

Ni tan sólo habían empezado a vivir.

Se volvió de repente al oír unas pisadas a su izquierda y algo más abajo. Había estado mirando tan fijamente hacia el resplandor del día que no pudo ver más que una vaga sombra.

—¿Quién es? ¿Qué quiere? —Volvió más la cabeza, sin darse cuenta de la brusquedad de su tono ni de la impotencia que dimanaba del mismo.

—Te estaba buscando. —Ella se quedó completamente quieta en el último de los toscos peldaños que conducían a un pequeño camino—. He oído lo ocurrido. —Hizo otra pausa, que a Bolitho le pareció interminable y entonces añadió bajando la voz—: ¿Estás bien?

Miró las losas de piedra y vio como sus zapatos se veían mejor a medida que el dolor y la bruma de su ojo se retiraban poco a poco.

—Sí. Uno de mis oficiales. Apenas le conocía… —No pudo continuar.

Ella se quedó donde estaba como si temiera provocar algo en él.

—Lo sé —dijo ella—. Lo siento profundamente.

Bolitho miró hacia la puerta más cercana.

—¿Cómo pudiste casarte con ese hombre? He conocido a unos cuantos cabrones llenos de crueldad en mi vida, pero… —Hizo un esfuerzo por recobrar su compostura. Ella lo había vuelto a hacer. Era como si se quedara desnudo, sin defensa ni explicación posibles.

Ella no le contestó inmediatamente.

—¿Te ha preguntado por el segundo galeón del tesoro?

Bolitho notó como se desvanecía lentamente su rabia incontenible. Casi había esperado que Somervell le preguntara justamente eso. Los dos sabían a dónde les habría podido llevar la simple mención.

—Perdóname —dijo él—. Ha sido algo imperdonable por mi parte. No tenía derecho a cuestionar tus motivos ni los suyos en este asunto.

Ella le miró con semblante serio mientras con una mano se aguantaba una mantilla de encaje sobre el cabello al levantarse el viento cálido por encima del muro de la terraza. Entonces subió el último escalón y le miró a los ojos.

—Pareces cansado, Richard.

Al final se atrevió a mirarla. Llevaba un vestido verde mar, pero de pronto le invadió el desaliento cuando se dio cuenta de que no podía ver con claridad sus hermosos rasgos ni sus ojos cautivadores. Debía de haberse vuelto medio loco de desesperación al quedarse mirando fijamente la luz del sol. El cirujano de Londres le había dicho que era su peor enemigo.

—Esperaba verte —dijo Bolitho—. He pensado mucho en ti. Más de lo que debería y menos de lo que mereces.

Ella abrió su abanico y lo movió como el ala de un pájaro.

—Me marcho de aquí dentro de poco. Quizás no tendríamos que habernos encontrado nunca más. Tenemos que intentar…

Él alargó la mano y le cogió la muñeca, sin importarle quién pudiera verles, y solamente consciente de que estaba a punto de perderla también a ella, después de perder todo lo demás.

—¡No puedo! ¡Es un infierno amar a la mujer de otro hombre, pero esa es la verdad, por Dios que lo es!

Ella no se apartó de él, pero su muñeca estaba rígida en su mano.

Y dijo sin vacilar:

—¿Un infierno? ¡No se puede saber lo que es eso a menos que seas una mujer enamorada del marido de otra! —Su voz dejó de lado toda cautela—. Te lo dije, habría muerto por ti en su día. ¡Ahora, como parece que crees que la vida que has elegido está en ruinas, vuelves a mí otra vez! ¿No sabes lo que me estás haciendo, maldita sea? Sí, me casé con Lacey porque nos necesitábamos el uno al otro, ¡pero de una manera que tú nunca entenderías! No puedo tener hijos, pero eso probablemente ya lo sabes tú también. Mientras que tengo entendido que tu mujer te ha dado una hija, así que, ¿dónde está el problema? —Retiró su brazo con ojos centelleantes mientras unos cabellos sueltos aparecían por fuera de la mantilla—. Nunca te olvidaré, Richard, pero rezo para que no volvamos a encontrarnos nunca más, ¡no sea que destruyamos incluso aquellos tiempos de alegría que compartimos y que guardo como un preciado tesoro!

Se dio la vuelta y salió casi corriendo por la puerta.

Bolitho entró en el edificio anexo y cogió el sombrero que le ofrecía un lacayo sin casi darse cuenta. Vio que Parris se acercaba y habría pasado a su lado sin decir palabra de no ser porque el oficial se llevó la mano al sombrero y dijo:

—He estado supervisando el último de los arcones del tesoro, Sir Richard. ¡Apenas puedo creerme aún lo que tuvimos que hacer para conseguirlo!

Bolitho le miró distraídamente.

—Sí. Haré constar su excelente papel en mi informe a sus señorías. —Hasta eso sonaba vacío al lado de las secuelas que dejaba el episodio. Las cartas a la madre de Murray y a la viuda de Dalmaine, la disposición de los pagos de las primas de presa a los familiares de los demás muertos o de los dados de baja del servicio por su heridas. Al menos su despacho garantizaría eso.

Parris le miró preocupado.

—No lo decía por eso, Sir Richard. ¿Ocurre algo?

Bolitho negó con la cabeza y notó el viento en su cara, al igual que podía todavía sentir la muñeca de Catherine bajo sus dedos. Por todos los diablos, ¿qué esperaba?

—No. ¿Por qué había de pasar nada? Será considerado como un noble sacrificio, según me han dado a entender, así que ¡dé las gracias por servir en lugar de mandar!

Se marchó y Parris se dio la vuelta y vio a Allday saliendo deprisa hacia el sol inclemente.

—Sir Richard necesitará la lancha, patrón.

Allday negó con la cabeza.

—No, caminará un rato. Cuando esté agotado entonces sí querrá la lancha.

Parris asintió, entendiéndolo quizás por primera vez.

—Les envidio a ambos.

Allday caminó lentamente hasta la balaustrada que daba al fondeadero principal. El mar estaba embraveciéndose por momentos. Le hincó el diente a la manzana que le había dado el cocinero del comodoro. Ese sí era un trabajo de narices. Mantenía fuera de la vista la parte amarga de todo aquello.

Vio su lancha enfrente del embarcadero para evitar rasguños en la pintura, puesto que las vivas rachas de viento salpicaban ya las escaleras de piedra con los rociones que levantaban. Bolitho estaba decaído, justo cuando empezaba a creer que las cosas iban mejor. Malditas mujeres. Le había dicho eso mismo a Ozzard al volver triunfantes con el buque tesoro. Ozzard había hecho uno de sus comentarios defensivos y Allday, demasiado cansado y enfadado para aquello, había exclamado: «¿Qué demonios vas a saber tú? ¡Nunca has estado casado!». Era extraño ver lo mal que le había sentado al pequeño hombrecillo. Allday había decidido que le regalaría una de sus preciadas tallas en hueso para arreglarlo. Lanzó el corazón de la manzana a la hierba reseca por el sol y se dio la vuelta para irse. Entonces la vio, allí de pie en la terraza, mirándole con aquellos ojos suyos. Aquella mirada podía hacer que un hombre se volviera abstemio.

Ella le miró a los ojos y dijo:

—¿Se acuerda de mí? Usted es el señor Allday.

Allday respondió con cautela:

—Por supuesto que sí que la recuerdo, Ma’am. Nadie podría olvidar lo que hizo por el capitán que era entonces.

Ella sabía en qué estaba pensando Allday aun sin expresarlo e hizo caso omiso de ello.

—Necesito su ayuda. ¿Se va a fiar de mí?

Allday notó como aquello daba al traste con toda resistencia que pudiera presentar. Le estaba pidiendo que confiara en ella. La esposa del importante y poderoso inspector general, un hombre de cuidado si la mitad de lo que había oído era cierto. Pero ella había movido ficha primero y era la que corría con todo el riesgo.

Sonrió lentamente. Era la mujer de un marino.

—Lo haré.

Ella se le acercó y Allday vio el rápido movimiento de su pecho bajo el precioso vestido. No estaba tan calmada y fría como quería aparentar, pensó.

—El vicealmirante Bolitho no es el de siempre. —Vaciló; quizás había ido ya demasiado lejos. Había visto como se desvanecía la sonrisa y la hostilidad embargaba los ojos de aquel hombre fornido—. Yo… Yo quiero ayudarle, ¿entiende? —Bajó la mirada—. Por todos los santos, señor Allday, ¿debo suplicárselo?

Allday dijo:

—Lo siento, Ma’am. Hemos tenido muchos enemigos a lo largo de los años, ya sabe. —Se lo pensó unos instantes. ¿Qué era lo peor que podía pasar? Dijo de pronto—: Se quedó casi ciego. —Sentía frío a pesar del viento abrasador, pero ya no podía volverse atrás—. Cree que está perdiendo la vista de su ojo izquierdo.

Ella se quedó mirándole fijamente, acudiendo de golpe y con suma claridad a su mente la escena de hacía un rato. Bolitho estaba mirando al cielo o al mar cuando le había encontrado. Le había parecido tan hundido, tan perdido, que había deseado correr hacia él para abrazarle, dejando de lado su seguridad y su vida misma aunque sólo fuera para consolarle y tenerle durante unos momentos. Recordó su tono de voz y la manera en que la miraba pareciendo no verla.

Se oyó susurrar a sí misma:

—¡Oh, Dios mío!

Allday dijo:

—Recuerde, yo no le he contado nada, Ma’am. Ya me meto yo solo en bastantes líos como para añadir uno más. —Vaciló, conmovido por su aflicción, por su súbita pérdida de compostura delante de él, un vulgar marinero—. Pero si puede ayudarle… —Se calló y se llevó la mano al sombrero rápidamente. Susurró con voz ronca—: Veo a su marido en el horizonte, Ma’am. ¡Me marcho!

Ella observó cómo se alejaba con paso ligero la robusta figura de casaca azul y calzones de algodón de nanquín. A pesar de las cicatrices y heridas que mostraba, era tan bondadoso que quiso llorar por él, por todos ellos.

Pero su marido no se acercó a ella; vio que caminaba por la terraza con el oficial Parris.

Cuando bajó la mirada hacia el camino que bajaba al puerto, vio que Allday se daba la vuelta y se quitaba el sombrero hacia ella.

Era sólo un pequeño gesto, pero aun así supo que la había aceptado como amiga.

* * *

Las lámparas colgadas del techo de la espaciosa cámara del Hyperion giraban alocadas en espiral proyectando sombras descabelladas sobre la lona a cuadros de la cubierta y los cañones de a nueve firmemente trincados a ambos lados.

Bolitho sorbió de una copa de vino blanco y observó cómo Yovell terminaba otra carta más y se la pasaba a través de la mesa para que la firmara. Como actores en un escenario, pensó, mientras Ozzard se afanaba rellenando copas y Allday entraba y salía de la cámara como un actor sin nada que recitar.

El comandante Haven estaba de pie junto a los ventanales de popa, ahora medio cerradas puesto que el viento, cuya fuerza se veía acrecentada por la oscuridad, rompía las crestas de las olas y lanzaba sus rociones sobre los buques fondeados.

Bolitho notó como todo el barco temblaba mientras escoraba tirando de su cable, y recordó la sensación de incredulidad que experimentó cuando Dacie cortó el cable del buque español.

Haven concluyó diciendo:

—Esto es todo lo que puedo decirle, Sir Richard. El contador está satisfecho con sus provisiones y han sido retiradas de tierra todas las partidas de trabajo menos una. —Hablaba con prudencia, como un alumno repitiendo a su maestro una lección difícilmente aprendida—. También he podido sustituir los tres botes por otros, aunque necesitarán algunas reparaciones.

Una observación, un recordatorio de que había sido su almirante el que los había abandonado. Haven tenía mucho cuidado en no mostrar sus verdaderas opiniones.

—¿Quién está al mando de esa última partida?

Haven miró su lista.

—El segundo comandante, Sir Richard.

Después de su última discusión, siempre se refería a Parris por el rango. Bolitho movió el vino en su copa. Así estaba la cosa. Haven era un estúpido y tenía que saber que su almirante, cualquier almirante, podía abrirle camino en su carrera o destruírsela. ¿O era esa su manera de aprovecharse de la imparcialidad de Bolitho?

Yovell le miró por encima de la montura de acero de sus gafas.

—Disculpe, Sir Richard, pero ¿quiere usted que se lea así este despacho para el Obdurate?

Bolitho mostró una sonrisa irónica.

—Así es. —No era necesario que le recordaran lo que había escrito.

Se le ordena que esté listo para hacerse a la mar. El comandante del otro setenta y cuatro cañones, el capitán de navío Robert Thynne, podía pensar lo que quisiera. Al Obdurate se le necesitaba ahora más que nunca. Los buques que iban a llevar la mayor parte del tesoro tendrían que ser escoltados fuera de aguas peligrosas hasta que se encontraran con los barcos de la escuadra de Sir Peter Folliot o hasta que pudieran arreglárselas por sí mismos en mar abierto. Bolitho habría preferido esperar a que llegara su propia pequeña escuadra, pero el cambio del tiempo lo había trastocado todo.

Les dio la espalda a los otros para masajearse el ojo, agradeciendo la tenue luz de las lámparas. Todavía le dolía a raíz de su estúpido enfrentamiento con el sol. ¿O era otro engaño de su imaginación? Se alegraba de estar a bordo de aquel viejo barco otra vez. Somervell se había dado cuenta de ello cuando se despidió de él.

Somervell le había explicado que él y su esposa se marcharían después de la salida del convoy del tesoro a bordo de un gran buque de la Compañía de las Indias Occidentales al que se esperaba desde hacía unos días. La comodidad era muy importante para Somervell.

Bolitho había visto la otra cara de aquel hombre cuando le dijo: «Me gustaría despedirme de Lady Somervell».

«Imposible». Somervell le había mirado a los ojos con insolencia. Bolitho podía imaginarse muy bien aquellos mismos ojos mirando a lo largo del cañón de una pistola de duelo a la luz del alba, aunque era sabido que prefería el sable para esas disputas. Había añadido: «No está aquí».

Antigua era una isla pequeña. Si ella deseara verle, podría. A menos que Somervell se hubiera cansado del juego y lo hubiera evitado. Fuera como fuese, ya no importaba. Se había acabado.

Se oyó un golpeteo en la puerta y el teniente de navío Lovering, que era el oficial de guardia, entró en la cámara e informó:

—Le ruego me perdone esta intromisión, Sir Richard —su mirada pasó de Bolitho a Haven y de nuevo al primero—, pero ha sido avistado un bergantín correo acercándose a puerto.

Bolitho bajó la mirada. Puede que viniera de Inglaterra, con cartas. Con noticias de la guerra. Era su único medio de contacto con su país. Pensó en Adam, al mando de su propio bergantín, probablemente todavía llevando despachos para Nelson. Otro mundo muy alejado del calor y de la fiebre de las Indias.

Haven dio un paso adelante.

—Si hay correo… —Se calló y Bolitho se acordó de lo que Allday le había dicho acerca de que su mujer esperaba un hijo.

Bolitho firmó más cartas. Recomendaciones para ascensos por valentía, para transbordos a otros buques. Cartas para los familiares de los difuntos.

El oficial vaciló.

—¿Tiene alguna carta para llevar a tierra, Sir Richard?

Bolitho le miró. Lovering era el segundo oficial. Esperaba el ascenso, la oportunidad de probar su valía. Si Parris caía… Apartó la idea de su mente.

—Creo que no. —Lo dijo con soltura. ¿Así de fácil era acabar algo que había sido tan importante para él?

Haven esperó a que el oficial se retirara.

—Al amanecer, entonces, Sir Richard.

—Sí. Despierte a los hombres cuando quiera y haga una señal con sus intenciones al Obdurate y al comandante del arsenal.

Cuando el Hyperion volviera a Antigua, el buque de la carrera de Indias se habría ido. ¿Volverían a encontrarse alguna vez, aunque fuera por casualidad?

—Nos llevará todo el día salir de puerto y agrupar los barcos con cierto orden. Este viento decidirá entonces si va a ser nuestro aliado o nuestro enemigo.

Si los buques tesoro y su escolta se veían obligados a seguir en English Harbour mucho más, los españoles y quizás sus aliados franceses podrían tratar incluso de contraatacar antes de que llegara la nueva escuadra.

Una vez solo en su cámara, Bolitho bebió un poco más de vino blanco, y aunque tenía el estómago vacío fue incapaz de dar bocado a la comida de Ozzard. Con el viejo barco moviéndose y quejándose a su alrededor y la guardia de servicio siendo llamada cada pocos minutos, o eso le parecía, para amarrar y trincar algún aparejo suelto, era imposible descansar.

El vino estaba bueno, y Bolitho encontró tiempo para preguntarse cómo se las arreglaba Ozzard para mantenerlo tan fresco incluso en la sentina.

Jugó con la idea de enviar una nota a Catherine y la descartó inmediatamente. En manos equivocadas podía arruinarle la vida. Y no pareció importarle ya lo que podría representar para su propia carrera.

Oyó el repiqueteo de las bombas y recordó lo que le habían dicho de los años de servicio del Hyperion. Era como una burla más.

Se arrellanó en su silla favorita y se durmió. Después de lo que a él le parecieron unos segundos, Ozzard le despertó sacudiéndole el brazo.

Bolitho le miró fijamente. El barco estaba todavía a oscuras y los ruidos y movimientos eran los de antes.

—El segundo comandante desea verle, Sir Richard.

Bolitho se despejó al instante. ¿Por qué no el comandante?

Parris entró empapado por los rociones. Parecía ruborizado a pesar de su tez bronceada, pero Bolitho sabía que no había estado bebiendo.

—¿Qué ocurre?

Parris se apoyó en una silla cuando el barco dio otro balance.

—He creído que debía saberlo, Sir Richard. El bote de ronda ha informado hace un rato de que una goleta ha salido de puerto. Uno de los barcos del comodoro, al parecer.

—¿Y bien? —Bolitho sabía que no eran buenas noticias.

—Lady Somervell estaba a bordo. —Retrocedió ligeramente ante la intensa mirada gris de Bolitho—. Me he enterado de que pretende ir a St. John’s.

Bolitho se puso en pie y escuchó el viento. Era ya un temporal, y oyó el agua golpeando contra el casco como en la pleamar.

—¡Con este tiempo! —Se dio la vuelta buscando su casaca—. El vizconde de Somervell debe ser informado.

Parris le miró con desánimo.

—Lo sabe. Yo mismo se lo he dicho.

Apareció Haven por la puerta del mamparo con su ropa de dormir cubierta por un capote.

—¿Qué es esto que he oído? —Fulminó a Parris con la mirada—. ¡Hablaré con usted más tarde!

Bolitho se sentó. ¿Cómo podía dejarle hacer esto Somervell? Debía de saberlo cuando le decía que le iba a resultar imposible despedirse de ella. Una pequeña goleta mal gobernada podía irse a pique fácilmente. Intentó recordar quién estaba al mando de los barcos de Glassport.

Incluso con el tiempo en calma era peligroso navegar entre las islas.

No había necesidad alguna de mencionar a los omnipresentes piratas. Por cada uno que se pudría entre cadenas o en la horca, había un centenar más moviéndose por aquellas aguas.

—No puedo hacer nada hasta que amanezca —dijo.

Haven le miró con calma.

—Si quiere que… —Se quedó en silencio y luego añadió—: Debo ocuparme de la guardia de cubierta, Sir Richard.

Bolitho se sentó muy lentamente. «Es culpa mía». No sabía si lo había dicho en voz alta, pero las palabras parecieron retumbar por toda la cámara como un disparo.

—Despierte a mi ayudante, si es tan amable —le dijo a Ozzard.

Le enviaría a tierra con un mensaje para Somervell, estuviera o no en la cama.

Se levantó inquieto y se fue hasta una ventana que no estaba cerrada.

«Si voy yo, uno de los dos morirá seguro».