III
UN DINERAL
Bolitho se recostó en su silla mientras una mano enfundada en guante blanco le retiraba el plato medio vacío y lo reemplazaba rápidamente por otro. No podía recordar cuántos platos le habían servido ni cuántas veces habían sido rellenadas las diversas copas de cristal fino.
En el ambiente ruidoso se entremezclaban las voces de los presentes, unas cuarenta personas entre oficiales, funcionarios y sus mujeres, además del pequeño contingente de la cámara de oficiales del Hyperion que se sentaban intercalados entre los mismos. La gran sala con su alargada mesa estaba intensamente iluminada por velas, más allá de las cuales, las sombras parecían oscilar en una danza particular mientras los numerosos lacayos y criados revoloteaban de un lado a otro para mantener el continuo servicio de comida y vino.
Debían de haber reunido a los criados de varias casas, pensó Bolitho, y por los feroces comentarios en voz baja que oía de vez en cuando al mayordomo, dedujo que habían tenido varios desastres en la cocina y en el servicio de la mesa.
Estaba sentado a la derecha de Catherine y, mientras las conversaciones y las risas giraban a su alrededor, él sentía todo el rato su presencia aunque ella no diera la más mínima pista sobre sus sentimientos. En el otro extremo de la mesa, Bolitho vio a su marido, el vizconde de Somervell, sorbiendo de su vino y escuchando con evidente aburrimiento la voz fuerte y resonante del comodoro Glassport. De vez en cuando, Somervell parecía lanzar su mirada a lo largo de la mesa, sin fijarse en nadie más que en su esposa o en Bolitho. ¿Mostraba interés? ¿Sabía algo? Era imposible decirlo.
Cuando las puertas se abrían de vez en cuando para dar paso a una procesión de sudorosos sirvientes, Bolitho veía titilar las velas en la atmósfera llena de humo. Exceptuando aquello, había pocos movimientos, y se imaginó a Haven, tranquilo en su cámara o dándole vueltas a su posible papel en el futuro. Puede que se mostrara más animado cuando supiera qué se esperaba de él y de su barco.
Ella se volvió de repente y le dijo de forma muy directa:
—Está usted muy callado, Sir Richard.
Él la miró a los ojos y notó cómo le flojeaba la guardia. Era igual de atractiva que siempre, más hermosa incluso de lo que recordaba. El sol le había dado un maravilloso tono ligeramente bronceado en su cuello y sus hombros, y pudo ver el suave latido de su corazón donde el vestido de seda lo cubría.
Tenía una mano como abandonada al lado de su copa, cerca de un abanico plegado. Quería tocarla, para tranquilizarse o para revelar su propia estupidez.
«¿Qué me he creído? ¿Soy tan engreído, tan superficial que me imaginaba que ella vendría a mí arrastrándose después de tanto tiempo?».
En vez de eso, Bolitho dijo:
—Debe de hacer siete años.
La cara de ella permaneció impasible. Para cualquiera que les estuviera observando bien podría estar ella hablando de Inglaterra o del tiempo.
—Siete años y un mes para ser exactos.
Bolitho se volvió cuando el vizconde se rió de algo que había dicho Glassport.
—Y entonces te casaste con él. —Le salió como una amarga acusación y vio que sus delicados dedos se movían como si estuvieran escuchándole por su cuenta—. ¿Tan importante era para ti?
—No te engañes a ti mismo, Richard —replicó ella. La simple pronunciación de su nombre fue como el despertar de una vieja herida—. No fue así. —Ella le sostuvo la mirada cuando él volvió a mirarle. Desafío, dolor, estaba todo allí en sus ojos oscuros—. Yo necesito seguridad. Igual que tú necesitas ser amado.
Bolitho apenas se atrevió a respirar cuando las conversaciones cesaron momentáneamente a su alrededor. Pensó que el segundo comandante estaba observándoles y que un coronel del ejército se había detenido con su copa en el aire como para atrapar sus palabras. En su imaginación le pareció incluso como una confabulación.
—¿Amor?
Ella asintió lentamente, sin apartar sus ojos de los suyos.
—Lo necesitas, como el desierto anhela la lluvia.
Bolitho quiso mirar a lo lejos pero ella parecía que le tuviera hipnotizado.
Ella prosiguió con el mismo tono carente de emoción:
—Entonces yo te quería, y acabé casi odiándote. Casi. He seguido tu vida y tu carrera, dos cosas muy diferentes, durante los últimos siete años. Yo habría tomado cualquier cosa que me hubieras ofrecido; eras el único hombre al que habría amado sin pedirle la seguridad del matrimonio. —Tocó ligeramente el abanico—. En vez de eso, escogiste a otra, una a la que viste como una sustituta… —Vio que daba en el blanco—. Lo vi claramente.
—He pensado en ti muchas veces —replicó Bolitho.
Ella sonrió pero eso le hizo parecer triste.
—¿De verdad?
Él volvió más la cabeza para poder verla con claridad. Sabía que otros podían fijarse puesto que parecía que la miraba de frente, pero a su ojo izquierdo le molestaba el parpadeo de la luz y las sombras que bailaban detrás.
—Supimos lo del último combate hace un mes —dijo ella.
—¿Sabías que iba a venir aquí?
Ella negó con la cabeza.
—No. Me cuenta poco de los asuntos de gobierno. —Miró rápidamente a lo largo de la mesa y Bolitho la vio sonreír con cierta complicidad. Se sorprendió al ver que la pequeña muestra de familiaridad con su marido le pudiera doler tanto.
Ella volvió a mirarle.
—¿Y tus heridas? ¿Estás…? —Vio cómo Bolitho se sobresaltaba—. Te ayudé en su día, ¿te acuerdas?
Bolitho bajó la mirada. Pensó que ella habría oído algo o que había notado sus problemas de vista. Todo pasó rápidamente por su mente como un sueño salvaje. Su herida, la vuelta de la fiebre que ya casi le había matado una vez. La pálida desnudez de ella al dejar caer su vestido y el contacto de su piel contra su cuerpo tembloroso y jadeante mientras le hablaba en voz baja y le estrechaba contra sus pechos para acabar con el tormento de la fiebre.
—Nunca lo olvidaré.
Ella le miró en silencio unos momentos, observando su cabeza algo bajada y el mechón suelto de pelo en su frente, su semblante serio y tostado por el sol y las pestañas que ahora tapaban sus ojos, alegrándose de que no pudiera ver el dolor y el anhelo en su mirada.
Cerca de ellos, el mayor Sebright Adams, al mando de la infantería de marina del Hyperion, estaba hablando sobre sus experiencias en Copenhague y las sangrientas secuelas de la batalla. Parris, el segundo comandante, estaba apoyado sobre un codo aparentemente escuchando pero inclinado sobre la joven esposa de un funcionario del arsenal, y con el brazo en su hombro sin que ella hiciera nada por evitarlo. Al igual que los otros oficiales, estaban momentáneamente libres de responsabilidades y de la necesidad de mantener las apariencias y la actitud propia del servicio.
Bolitho fue más consciente que nunca de su repentino aislamiento, de la necesidad de confiar a Catherine sus pensamientos, sus miedos; y al mismo tiempo, le repugnó su propia debilidad.
—Fue un arduo combate —dijo—. Perdimos muchos hombres de valía.
—¿Y tú, Richard? ¿Qué más perdiste que no hubieras abandonado ya?
—Déjalo estar, Catherine —exclamó con tono feroz—. Aquello se acabó. —Alzó la mirada y le miró intensamente—. ¡Y así debe seguir!
Se abrió una puerta lateral y aparecieron más lacayos alrededor, pero esa vez sin nuevos platos. Pronto sería el momento de que las damas se retiraran y de que los hombres se aliviaran antes de empezar con el oporto y el brandy. Pensó en Allday. Estaría ahí afuera en la lancha con su dotación, esperándole. Cualquier oficial de mar habría bastado, pero conocía a Allday. No permitiría que le esperara nadie más que él. Esta noche habría estado en su elemento, pensó. Bolitho nunca había conocido a ningún hombre que aguantara tanto bebiendo como su patrón, a diferencia de algunos de los invitados.
La voz de Somervell llegó desde el otro extremo de la mesa con claridad.
—He oído que hoy ha ido a ver al comandante Price, ¿no, Sir Richard?
Bolitho podía casi sentir como la mujer de su lado contenía la respiración, como si percibiera como un trampa aquel comentario hecho como de pasada. ¿Era culpable de forma tan obvia el joven oficial?
Glassport dijo alzando la voz:
—¡Apostaría a que no será comandante mucho tiempo! —Varios de los invitados se rieron.
Un lacayo negro entró en la sala y, tras una brevísima mirada a Somervell, se acercó silenciosamente a la silla de Bolitho con un sobre en una bandeja de plata.
Bolitho lo cogió y rogó para sus adentros que su ojo no le torturara en aquel momento.
Glassport insistió de nuevo:
—¡Mi única fragata, por Dios! Está muy claro lo que hay que hacer con…
Se calló cuando Somervell le interrumpió bruscamente.
—¿Qué ocurre, Sir Richard? ¿Lo va a compartir con nosotros?
Bolitho dobló el papel y miró al lacayo negro. Vislumbró una extraña compasión en la cara del hombre, como si lo supiera.
—Se le va a ahorrar el espectáculo de la deshonra de un valiente oficial, comodoro Glassport. —Su tono de voz fue duro y, aunque iba dirigido a una persona concreta, se hizo el silencio en la sala.
—El comandante Price ha muerto. —Hubo un coro de gritos ahogados—. Se ha ahorcado. —No pudo resistirse a añadir—: ¿Está usted satisfecho?
Somervell se recostó hacia atrás.
—Creo que este puede ser el momento adecuado para que las damas se retiren. —Se puso en pie sin esfuerzo, más como si fuera un deber que una cortesía.
Bolitho miró a Catherine y vio la patente preocupación que mostraban sus ojos, como si deseara compartirla con él en voz alta.
En vez de eso, dijo:
—Ya nos veremos. —Esperó a que Bolitho levantara la cabeza tras su breve reverencia—. Pronto. —Entonces, acompañada por el susurro de la seda, se perdió entre las sombras.
Bolitho se sentó y fijó su mirada perdida en la mano que dejaba una copa limpia delante de él.
No era culpa de ellos, ni siquiera del estúpido Glassport.
¿Qué podía haber hecho yo? Nada podía interferir en la misión que pretendía llevar a cabo.
Le podía haber pasado a cualquiera de ellos. Pensó en el joven Adam sentado solo en lugar del desdichado Price, imaginándose los semblantes adustos del tribunal y el sable apuntado hacia él sobre la mesa.
Era curioso que el mensaje de la muerte de Price hubiera sido enviado inmediatamente desde St. John’s al Hyperion, su buque insignia. Haven debía de haberlo leído y reflexionado sobre él antes de enviarlo a tierra, probablemente mediante algún guardiamarina que a su vez se lo habría entregado a un lacayo. No le habría hecho ningún daño traerlo él en persona, pensó.
Se dio cuenta con un sobresalto de que los demás estaban de pie, con las copas levantadas y dirigidas hacia él en un brindis.
Glassport dijo con brusquedad:
—Por nuestro almirante, Sir Richard Bolitho, ¡y por que nos proporcione nuevas victorias! —Ni siquiera la enorme cantidad de vino que había bebido podía disimular la humillación en su voz.
Bolitho se levantó e hizo una pequeña reverencia, pero no sin antes ver que la figura vestida de blanco del extremo opuesto de la mesa no había tocado su copa. Bolitho notó cómo le hervía la sangre, como cuando las gavias de un enemigo mostraban sus intenciones o en aquellos momentos del alba en que se había visto frente a otro hombre en un duelo.
Entonces pensó en los ojos de Catherine y en su última palabra. Pronto.
Cogió su copa. «Adelante, pues».
* * *
Los seis días que siguieron a la llegada del Hyperion a English Harbour fueron, al menos para Bolitho, de una intensa actividad.
Cada mañana, antes de que pasara una hora desde la entrega de mensajes o señales de tierra por el bote de ronda, Bolitho saltaba a su lancha y, con su desconcertado ayudante a su lado, se metía de lleno en los asuntos de los barcos y marineros que tenía a su disposición. A primera vista, éstos no constituían una fuerza demasiado impresionante. Incluso contando con tres pequeños barcos que estaban todavía en sus zonas de patrulla, la flotilla, puesto que no era más que eso, parecía especialmente inapropiada para la tarea que tenían entre manos. Bolitho sabía que las órdenes de sus señorías del Almirantazgo, redactadas de una manera un tanto general, que estaban guardadas bajo llave en su caja fuerte, conllevaban todo el riesgo y la responsabilidad de tener que concretarlas en órdenes directas tanto para un experimentado capitán de navío como para un simple capitán de fragata como Price.
Se le había informado de que la principal escuadra de Antigua, compuesta por seis navíos de línea, estaba desperdigada lejos por el noroeste, por las islas Bahamas, probablemente sondeando las intenciones del enemigo o haciendo una demostración de fuerza para disuadir a los posibles rompedores de bloqueo del continente americano. El almirante era un conocido de Bolitho, Sir Peter Folliot, un tranquilo y circunspecto marino de quien se decía que tenía importantes problemas de salud. No eran los mejores ingredientes para llevar a cabo una acción agresiva contra los franceses o su aliado español.
En la sexta mañana, mientras Bolitho era llevado a través del agua apenas ondulada hacia el último barco bajo su mando que le quedaba por visitar, reflexionó sobre los resultados de sus inspecciones. Aparte del Obdurate, un viejo setenta y cuatro cañones que todavía estaba siendo sometido a reparaciones en el arsenal por los daños de los temporales, tenía un total de cinco bergantines, una corbeta, y la Thor, una bombarda que había dejado para el final. Podía haber convocado una reunión de todos los comandantes en el buque insignia; habría sido lo que esperaban de cualquier almirante, y más aún de uno con la reputación de Bolitho. Bien pronto se dieron cuenta de que a Bolitho le gustaba ver las cosas por sí mismo, familiarizarse con los hombres a los que iba a liderar, si no inspirar.
Pensó en Somervell y en el incumplimiento de su promesa de visitar el Hyperion que había hecho al acabar la recepción. ¿Estaba haciéndole esperar deliberadamente, para ponerle en su lugar, o era indiferente al plan final que tendrían que discutir antes de que Bolitho pudiera llevar a cabo una acción decisiva?
Observó el subir y bajar de los remos, la manera en que los hombres de la lancha apartaban su mirada cuando él les miraba, la sombra oscura de Allday sobre las bancadas refregadas y los buques que pasaban, así como los que estaban fondeados. Puede que Antigua fuera una posesión inglesa, y que estuviera tan bien defendida que hiciera innecesaria la presencia de más barcos, pero estaba llena de mercantes y embarcaciones costeras, cuyos patrones, aunque no fueran verdaderos espías, estarían dispuestos y deseosos de llevar información al enemigo aunque sólo fuera para ganarse el libre pasaje por aquellas aguas.
Bolitho se protegió los ojos del sol y miró hacia la ladera de la colina más cercana, a una batería de cañones pesados que solamente se veía gracias a un burdo parapeto y una bandera mustia en lo alto. La defensa estaba muy bien, pero las guerras se ganan atacando. Vio una nube de polvo a lo largo del camino de la costa y gente en movimiento, y pensó de nuevo en Catherine. Ella apenas había dejado de estar presente en sus pensamientos, y sabía en el fondo de su ser que había estado trabajando tan duramente para mantener a raya sus sentimientos personales impidiendo así que interfirieran en nada.
Quizás ella le hubiera contado a Somervell todo lo que había habido entre ellos. ¿Y si él la hubiera forzado a contárselo? Desechó esta última idea inmediatamente. Catherine era demasiado fuerte como para dejarse tratar así. Recordó a su anterior marido, un hombre que le doblaba en edad pero de un coraje sorprendente, algo que había demostrado al intentar ayudar a los hombres de Bolitho defendiendo un buque mercante del ataque de los corsarios. Catherine le había odiado entonces. Sus sentimientos mutuos habían nacido de aquella animadversión. Como el acero del calor al rojo vivo de una fragua. Todavía no estaba seguro de lo que les había pasado, de a dónde podría haberles llevado aquello.
Había sido un breve pero intenso reencuentro en Londres tras su salida del Almirantazgo y justo recién ascendido a comodoro de una escuadra propia.
Siete años y un mes. Catherine no había olvidado. Era desconcertante y a la vez excitante ver cómo se las había arreglado ella para seguir al tanto de su carrera, y de su vida; dos cosas separadas, tal como lo había expresado.
—Han puesto gente en el costado, Sir Richard —murmuró Allday.
Bolitho se caló el sombrero y miró hacia la bombarda. El buque de Su Majestad Británica Thor.
Era pequeña si se la comparaba con una fragata o un navío de línea, pero al mismo tiempo sólida y poderosa. Estaba diseñada para bombardear instalaciones de tierra y similares. El armamento principal de la Thor consistía en dos enormes morteros de trece libras. El buque tenía que estar construido con gran consistencia para soportar el retroceso hacia abajo de los morteros, que eran disparados en posición casi vertical. Montaba también diez pesadas carronadas y algunos cañones más pequeños de seis libras. Pero a diferencia de muchos de sus consortes anteriormente construidos, que habían sido aparejados como queches, la Thor arbolaba tres mástiles y un aparejo más equilibrado, el cual podía ofrecer mejor respuesta con vientos difíciles.
Una sombra planeó sobre los pensamientos de Bolitho. A Francis Inch le habían dado el mando de una bombarda después de dejar el Hyperion.
Levantó la vista y vio que Allday le estaba mirando. Era asombroso.
Allday dijo sin levantar la voz:
—Como la vieja Hekla, Sir Richard, ¿la recuerda?
Bolitho asintió; no vio la mirada perpleja de Jenour. Era difícil de aceptar que Inch estuviera muerto. Como tantos otros a esas alturas.
—¡Cubierta! ¡Firmes!
Trinaron los pitos y Bolitho agarró la escala con las dos manos para subir por el bajo portalón de entrada.
Le había dado la sensación de que las dotaciones de los buques que había ya visitado en el puerto se habían sobresaltado ante su llegada a bordo. Sus comandantes eran jóvenes; todos menos uno eran tenientes de navío sólo unos meses atrás.
No se detectaba ese nerviosismo en el comandante de la Thor, pensó Bolitho mientras se quitaba el sombrero en dirección al pequeño alcázar.
El capitán de corbeta Ludovic Imrie era alto y estrecho de hombros, de modo que su solitaria charretera dorada parecía que fuera a caérsele en cualquier momento. Medía más de metro ochenta y cuando uno pensaba en la altura del techo de la Thor, de casi un metro cuarenta en algunas partes, sabía que debía tener la sensación de estar enjaulado.
—Le doy la bienvenida, Sir Richard. —La voz de Imrie era sorprendentemente profunda y pronunciaba unas erres escocesas que a Bolitho le recordaban a su madre.
Le presentaron a dos tenientes de navío y a unos cuantos oficiales de cargo jóvenes. Una dotación pequeña. En su mente había tomado nota de sus nombres y notó que su reserva inicial iba dando paso al interés y la curiosidad.
Imrie hizo romper filas a la guardia del costado y, tras un breve titubeo, condujo a Bolitho abajo, a su pequeña cámara. Al agacharse bajo los enormes baos del techo, Bolitho se acordó del primer barco que tuvo bajo su mando, una corbeta; y de cómo su segundo se había disculpado por la falta de espacio para el nuevo comandante. Bolitho le había escuchado con regocijo. Comparada con el minúsculo alojamiento de un teniente de navío en un navío de línea, le había parecido un palacio.
La Thor era aún más pequeña. Se sentaron uno frente a otro mientras un arrugado marinero traía una botella y unas copas. «Nada que ver con la mesa de Somervell», pensó Bolitho.
Imrie hablaba con soltura de su barco, al mando del cual llevaba dos años. Estaba obviamente muy orgulloso de la Thor, y Bolitho percibió su resentimiento inmediato cuando comentó que, en su mayor parte, las bombardas habían cosechado hasta el momento pocos logros en los diferentes escenarios de guerra.
—Si se presenta la oportunidad, Sir Richard… —Sonrió y se encogió de hombros—. Le ruego me disculpe, Sir Richard, debía haberlo sabido.
Bolitho sorbió de su vino; estaba sorprendentemente frío.
—¿Haber sabido qué?
—Se dice que pone a prueba a sus comandantes hablando de algunas cuestiones… —dijo Imrie.
Bolitho sonrió.
—Esta vez ha funcionado.
Se acordó de algunos de los hombres que había conocido en Antigua. Había captado algo cercano a la hostilidad, si es que no se trataba de antipatía. A causa de Price, ¿quizás? Después de todo, le conocían y habían trabajado mano a mano con su fragata. Podían pensar que se había suicidado porque él había rehusado intervenir. Bolitho recordaba varias ocasiones en las que había tenido una sensación muy similar.
Imrie miró al cielo despejado a través de la lumbrera.
—Si puedo colocarme cerca de un buen blanco, señor, la descarga sería tan intensa que el enemigo pensaría que se han abierto las puertas del infierno. Los Dons nunca se han visto bajo… —Vaciló y añadió medio disculpándose—: Quiero decir, si es que nos tuviéramos que enfrentar a los españoles en algún momento…
Bolitho le miró fijamente. Imrie lo había pensado todo por su cuenta. ¿Por qué si no iba su vicealmirante a molestarse en visitarle? Las hazañas y el desastre de Price en el dominio continental español junto con las evidentes ventajas de la Thor en los bajos donde había encallado la Consort habían hecho que en su mente se formara una idea de lo que se esperaba de él.
—Bien pensado, comandante Imrie. Tengo plena confianza en que se va a guardar para sí sus suposiciones.
Era extraño que ninguno de los demás, ni siquiera Haven, le hubiera preguntado los motivos de su presencia en la isla.
Bolitho se frotó el párpado izquierdo y retiró rápidamente la mano.
—He analizado los informes y releído las notas que mi ayudante tomó cuando hablé con el comandante Price.
Imrie tenía la cara alargada y una mandíbula marcada, y daba la impresión de ser un temible adversario en cualquier situación. Pero sus rasgos se fueron ablandando a medida que hablaba con Bolitho. Quizás fuera porque este se había referido a su compañero muerto por su rango completo. Eso le brindaba cierta dignidad, algo muy alejado de la solitaria tumba que estaba bajo la Batería Este.
Bolitho dijo:
—Los accesos están demasiado bien protegidos. Cualquier artillería bien situada puede destruir un barco que avanza despacio con facilidad, y con balas rojas el efecto sería devastador.
Imrie se frotó la barbilla con la mirada perdida. Bolitho ya se había percatado de que sus ojos no eran del mismo color; uno era oscuro y el otro azul claro.
Imrie dijo:
—Si ambos estamos pensando en el mismo tramo de costa, Sir Richard, cosa que por supuesto no podemos asegurar…
Jenour les observaba fascinado. Aquellos dos oficiales, cada uno un veterano en su propio campo, eran capaces de hablar sobre algo que él aún no sabía de qué iba y reírse entre dientes sobre ello como dos colegiales conspirando. Era increíble.
Bolitho asintió.
—Pero si…
—Incluso la Thor podría verse obligada a situarse demasiado lejos como para poder usar los morteros, Sir Richard. —Escrutó su rostro como si esperara que se lo discutiera o que se mostrara decepcionado—. No tenemos mucho menos calado de lo que tenía la Consort.
Un bote dio un golpe en el costado y Bolitho oyó a Allday gritarle a alguien por interrumpir su reunión.
Entonces apareció su cara por la lumbrera. Dijo:
—Discúlpeme, Sir Richard. Mensaje del Hyperion. El inspector general viene a bordo.
Bolitho disimuló un estremecimiento de excitación. Al fin Somervell había sucumbido ante la curiosidad. ¿O acaso era producto de su imaginación el pensar que había ya alguna clase de competencia entre ellos?
Bolitho se levantó e hizo una mueca de dolor cuando su cabeza dio un golpe en uno de los baos.
—¡Maldita sea, Sir Richard, debería haberle avisado! —exclamó Imrie.
Bolitho cogió su sombrero.
—Ha sido un recordatorio. Y menos doloroso que el recuerdo de tantos otros golpes.
En cubierta estaba formada la guardia del costado y Bolitho vio el chinchorro del Hyperion bogando ya de vuelta al barco. Allday bajó echando humo a la lancha que les esperaba. Había mandado a paseo a aquel guardiamarina de cara sonrosada. Un crío. Fulminó con la mirada a la dotación de la lancha.
—¡Preparados, maldita sea!
Bolitho se decidió.
—Dígale a su segundo que se haga cargo del barco, Imrie. Quiero que me acompañe ahora mismo.
La mandíbula inferior de Imrie bajó de golpe dejándole boquiabierto.
—Pero, Sir Richard…
Bolitho vio que el segundo comandante les miraba.
—Está suspirando por estar al mando, aunque sólo sea por un día… ¡Es el sueño de todo segundo! —Se sorprendió a sí mismo por su buen humor. Era como un dique aguantando fuera de la vista todas las preocupaciones de allí y de casa.
Se agachó ligeramente como para examinar una de las carronadas de veinticuatro libras. Le dio tiempo para masajearse de nuevo el ojo, para ahuyentar la bruma que la intensa luz del sol le había provocado como para quebrar su confianza.
Imrie le susurró a Jenour:
—Qué hombre, ¿eh? ¡Creo que le seguiría hasta el infierno y luego de vuelta!
Jenour miró los hombros de Bolitho.
—Sí, señor. —Era sólo una suposición, pero veía más cosas de Bolitho que otros, sin contar a Allday ni a los del servicio de su cámara. Era extraño que nunca hablaran de ello. Pero el tío de Jenour era médico en Southampton. Le había hablado de un caso parecido. Jenour había visto perder a Bolitho el equilibrio, como en el momento en que la preciosa esposa del vizconde había tendido su brazo para ayudarle, y anteriormente en otras ocasiones mientras navegaban.
Pero nunca se comentaba nada al respecto. Debía de estar equivocado.
A lo largo de todo el trayecto por el fondeadero, Bolitho reflexionó sobre su misión. Si tuviera fragatas a su disposición, al menos una, podría pensar en el único e imponente obstáculo.
La Guaira, el puerto español de la costa continental y puerta de entrada a la capital, Caracas, era inexpugnable. Eso era únicamente porque nadie lo había intentado jamás. Había comprobado el grado de interés de Imrie y se alegraba de haber visitado la Thor antes de discutir la empresa con Haven y los demás.
Imrie actuaría con seguridad pero no de manera insensata. Price había creído que podía hacerlo, aunque por razones diferentes. Aunque lo hubiese logrado, parecía poco probable que ni siquiera un diminuto barco de pesca pudiera después escabullirse de las defensas de los Dons.
Allday murmuró:
—Tendremos que ir por el otro costado, Sir Richard. —Sonaba irritado, y Bolitho sabía que estaba todavía dándole vueltas a su recién descubierto y rápidamente perdido hijo.
Jenour se levantó y se tambaleó en la lancha.
—Las barcazas que hacen aguada están al costado, Sir Richard. ¿Quiere que les diga que se aparten para dejar paso?
Bolitho tiró de la casaca del oficial.
—Siéntese, joven impaciente. —Sabía que su joven ayudante estaba sonriendo ante su pequeña reprimenda—. Necesitamos agua potable, ¡y el Hyperion tiene dos buenos costados!
Bogaron alrededor de la proa y sobrepasaron el tridente extendido. Bolitho levantó la vista hacia el mascarón de proa de mirada feroz. Muchos hombres debían de haber visto aquella figura a través del humo y experimentado miedo por última vez antes de morir en combate.
Encontró a Haven agitado y probablemente preocupado por que Bolitho pudiera amonestarle.
—¡Siento lo de las barcazas, señor! ¡No le esperaba!
Bolitho cruzó la cubierta y bajó la mirada. Lo hizo para probar su ojo, para prepararlo para la tranquila penumbra de entrecubiertas.
—No importa. —Sabía que Haven estaba mirando a Imrie con recelo y dijo—: El comandante Imrie es mi invitado. —Apoyó las manos sobre la madera tallada y reseca y miró la barcaza más cercana. Eran unas embarcaciones enormes, de fondo plano y con sus cascos abiertos repletos de grandes toneles de agua. Ya había sido izada con aparejos y habían dejado a bordo una fila de toneles; y Bolitho vio a Parris, el segundo comandante, con un pie apoyado despreocupadamente en la brazola de una escotilla, observando cómo Sheargold, el contador de cara afilada del buque, comprobaba cada uno de los toneles de agua antes de enviarlos abajo. Estaba a punto de darse la vuelta y marcharse y entonces dijo—: La barcaza continúa estable aunque todos los toneles estén en la parte de fuera.
Haven le miró con cautela, como si pensara que Bolitho hubiera estado demasiado tiempo bajo el sol.
—Están construidas para eso, señor. Nada puede escorarlas.
Bolitho se irguió y miró a Imrie.
—Ahí lo tiene, Imrie. ¡Una plataforma para sus morteros! —Pasó por alto sus expresiones de sorpresa.
—¡Ahora tengo que ir a ver al inspector general!
* * *
Bajo las franjas de la intensa luz del sol de mediodía, el Muy Honorable vizconde de Somervell estaba repantigado en una silla con respaldo de cuero escuchando con atención. Iba vestido de color verde muy claro y lucía unos brocados y bordados que dejarían en evidencia a cualquier príncipe. De cerca e iluminado por el fuerte resplandor del sol, Somervell parecía más joven, de unos treinta y cinco años, la edad de ella o quizás menos.
Bolitho trató de no pensar más allá del esbozo de su plan, pero Catherine parecía estar en la cámara como una sombra, como si ella también estuviera comparándoles.
Bolitho se fue hasta los ventanales de popa y miró hacia unas barcas de pesca que pasaban. El fondeadero estaba aún plano y en calma, pero la bruma se alejaba hacia el mar y el gallardete de lo alto de un bergantín fondeado se elevaba de vez en cuando ante la apagada brisa.
Dijo:
—El comandante Price… —hizo una pausa esperando que Somervell le interrumpiera o que dejara ir algún comentario mordaz, cosa que no ocurrió—… tenía la costumbre de patrullar aquella sección del dominio español donde finalmente fue obligado a abandonar la Consort. Tomaba detalladas notas de todo lo que veía y dio caza o destruyó a unas veinte embarcaciones enemigas en el proceso. Con tiempo…
Aquella fue la entrada de Somervell.
—El tiempo se le acabó. —Se inclinó hacia delante, sin pestañear sus ojos claros a pesar del fuerte resplandor—. Y usted ha hablado de estas cuestiones secretas con, ehh, un tal comandante Imrie, ¿no es así? —Pronunció el nombre del oficial con indiferencia, como un terrateniente hablaría de un simple trabajador de su hacienda—. Eso es un riesgo adicional, ¿no?
Bolitho respondió:
—Imrie es un oficial inteligente, y también sagaz. Cuando hablaba con mis otros comandantes tuve la impresión de que estaban convencidos de que yo tenía la intención de atacar a la Consort o Intrépido, tal como ha sido rebautizada.
Somervell juntó las yemas de los dedos de ambas manos.
—¡Ha hecho bien su trabajo, Sir Richard!
Bolitho prosiguió:
—Imrie adivinó inmediatamente que yo tenía algo más en mente. Sabía que su Thor es demasiado pesada y lenta para una expedición de castigo.
—Me tranquiliza saber que no le ha contado nada más por el momento.
Bolitho bajó la mirada hacia la carta marina, incómodo al comprobar la facilidad con que Somervell le sacaba de quicio con tanta facilidad.
—Cada año, los convoyes del tesoro español salen del dominio español llevando en cada barco un dineral. Entre cada convoy, la Iglesia y el ejército expolian el continente, y ahora el rey de España necesita más que nunca ese oro. Y sus amos franceses se aseguran una buena parte del mismo.
Somervell se puso en pie y caminó con indiferencia hacia la carta marina. Parecía hacerlo todo sin prisas y con hastío, aunque su reputación como espadachín lo desmentía.
Dijo:
—Cuando vine aquí por primera vez por indicación de Su Majestad… —Se dio unos suaves toques en la boca con un pañuelo de seda y Bolitho pensó que lo hacía para disimular una leve sonrisa—… pensé que la captura de ese tesoro podía ser sólo otro sueño más. Sé que Nelson ha tenido alguna suerte, pero aquello fue en el mar, donde la posibilidad de encontrar un botín como ese es aún más difícil. —Trazó unas líneas con un dedo—. La Guaira está bien defendida. Es donde deben de haber llevado a la Consort.
—Con todo el respeto, milord, lo dudo. La Guaira es la puerta de entrada a la capital, Caracas, pero no es lugar adecuado para reparar un buque de guerra, y parece más que probable que haya sufrido daños tras encallar. —Antes de que Somervell pudiera mostrar desacuerdo alguno, tocó un punto de la costa lejos de La Guaira—. Aquí, milord, Puerto Cabello, a setenta millas al oeste. Sería un destino mucho más probable.
—Hmm. —Somervell se inclinó sobre la carta náutica y Bolitho pudo ver una lívida cicatriz bajo su oreja. Por los pelos, pensó. El vizconde prosiguió—: Está bastante cerca del objetivo que pretende. No estoy del todo convencido. —Se incorporó y caminó por la cámara como siguiendo un rectángulo—. Price vio buques fondeados, y me han llegado informes de que los barcos tesoro están utilizando La Guaira. La plaza está bien defendida, al menos con tres fortalezas, y tal como descubrió a su pesar la Consort, algunas otras baterías, probablemente artillería montada, por si acaso. —Negó con la cabeza—. No me gusta. Si aún tuviéramos la fragata podría, y sólo digo podría, ser diferente. En caso de que ataque usted y los Dons le rechacen, echaremos a perder toda posibilidad de sorpresa. El rey de España perdería una flota antes de renunciar a su oro. No estoy convencido.
Bolitho le miró y se sintió extrañamente tranquilo. En su cabeza, el plan hasta ahora vago se había hecho de repente real, como la línea de la costa que se va concretando entre la bruma del amanecer. La guerra en el mar era siempre un riesgo. Se necesitaba más que habilidad y puro coraje; era necesario lo que su amigo Herrick describiría como el trabajo de Doña Suerte. ¿Su amigo? ¿Lo era todavía después de lo que había pasado?
—Estoy preparado para correr ese riesgo, milord.
—¡Bien, puede que yo no! —Somervell se volvió en redondo y le dirigió una fría mirada—. ¡Aquí hay más cosas en juego que la gloria!
—Nunca lo he dudado, milord.
Se miraron de frente el uno al otro, valorando ambos las intenciones del otro.
Somervell dijo de repente:
—Cuando vine por primera vez a este condenado lugar me imaginé que enviarían a un comandante bien escogido y valiente para que buscase y capturase uno de los galeones —casi escupió la palabra—. Se me informó de que finalmente vendría una escuadra y que cerraría las rutas de escape que esos buques españoles toman en su pasaje hacia las islas Canarias y sus puertos de la península. —Extendió una mano—. En vez de eso, es a usted a quien envían, como una vanguardia, para darle importancia al asunto, para llevarlo a cabo pase lo que pase. Así, si fracasamos, la victoria enemiga parecerá aún más grandiosa. ¿Qué me dice de esto?
Bolitho se encogió de hombros.
—Creo que puede hacerse. —Le salió como un grito en la noche. Somervell necesitaba triunfar más que nadie. ¿Por la desaprobación de la corte o por que estaba metido en alguna clase de problema que una parte de la prima de presa solventaría de inmediato? Añadió con tono categórico—: No hay tiempo que perder, milord. Si esperamos a que lleguen refuerzos desde Inglaterra, y tengo que recalcar que sólo estoy esperando tres navíos de línea más, el mundo entero se nos echará encima. Una victoria podría ayudar a nuestras finanzas, pero le puedo asegurar que hará algo más que perjudicar la alianza franco-española.
Somervell se sentó y se arregló la casaca para dar tiempo a que sus pensamientos se asentaran.
—El secreto se sabrá de todas maneras —dijo con tono irritado.
Bolitho observó un mohín en sus labios y trató de no imaginárselos en contacto con el cuello o el pecho de Catherine.
Entonces, Somervell sonrió; por un momento le hizo parecer vulnerable.
—De acuerdo. Se hará tal como usted dice. Estoy autorizado para proporcionarle cualquier ayuda que necesite. —La sonrisa se desvaneció—. Pero no le podré ayudar si…
Bolitho asintió, satisfecho.
—Sí, milord, la palabra «si» puede significar mucho para un oficial de marina.
Oyó que alguien saludaba a un bote y el ruido cercano del entrechocar de remos, y supuso que Somervell había planeado el momento de su marcha, como su visita, con suma precisión.
—Se lo comunicaré al comandante Haven inmediatamente —dijo Bolitho.
Somervell sólo le escuchaba a medias, pero dijo:
—Que sepa lo menos posible. Cuando dos hombres comparten un secreto, deja de ser tal. —Miró hacia la puerta del mamparo cuando Ozzard entró con sumo cuidado con su sombrero.
Somervell dijo bajando la voz:
—Me alegro de haberle conocido. Aunque por más que me esfuerce no consigo imaginarme la razón de que insistiera usted en llevar a cabo esta misión. —Le escrutó socarronamente—. ¿Deseos de morir, quizás? Seguro que no tiene necesidad de acaparar más gloria. —Entonces se dio la vuelta y salió con grandes pasos de la cámara.
En el portalón de entrada lanzó una mirada indiferente a los rígidos infantes de marina y a la guardia del costado, luego a la figura larguirucha de Imrie que estaba junto a una de las escalas de toldilla.
—Me imagino que Lady Belinda estará contrariada ante sus ganas de volver al servicio tan pronto tras su reciente victoria, ¿no? —Sonrió irónicamente y entonces bajó por el portalón sin mirar atrás.
Bolitho observó cómo la elegante lancha se abría de la sombra del Hyperion y reflexionó sobre lo que habían tratado; y más aún, sobre lo que no habían hablado.
Como la referencia a Belinda, por ejemplo. ¿Qué esperaba provocar Somervell? ¿O era simplemente que no había podido contenerse al ver que ninguno de los dos había mencionado en ningún momento a Catherine?
Bolitho miró hacia el bergantín que estaba fondeado más cerca, el Upholder. Era muy parecido al de Adam, pensó.
Haven se le acercó y se llevó la mano al sombrero.
—¿Alguna orden, Sir Richard?
Bolitho se sacó el reloj y abrió la tapa. Era exactamente el mediodía, aunque parecía no haber pasado nada de tiempo desde que saliera para visitar la Thor.
—Gracias, comandante Haven. —Sus miradas se encontraron y Bolitho pudo captar la reserva del otro hombre, una cautela que era casi física—. Necesitaré a todos mis comandantes a bordo al final de la guardia de tarde. Lléveles a mis aposentos.
Haven tragó saliva.
—El resto de nuestros barcos están todavía navegando, señor.
Bolitho echó un vistazo a su alrededor y vio que la guardia había roto filas y sólo unos pocos desocupados y el ayudante de piloto de guardia estaban cerca.
Dijo:
—Tengo intención de salir antes de una semana, tan pronto como haya viento suficiente para llenar nuestras velas. Navegaremos hacia el sudoeste, hacia el dominio español, y nos situaremos frente a La Guaira.
Haven tenía unas mejillas rubicundas y bronceadas por el sol que hacían juego con su cabello, pero parecían haber palidecido.
—¡Eso está a seiscientas millas, señor! Con este barco, sin apoyo, no estoy seguro…
Bolitho bajó la cabeza y dijo:
—¿Es que no se atreve, hombre? ¿O está usted buscando un retiro antes de tiempo? —Se odió a sí mismo, consciente de que Haven no podía devolver el golpe.
Y añadió sencillamente:
—Le necesito, y este barco también le necesita. Eso tiene que ser suficiente.
—Se volvió, desesperado ante lo que veía en los ojos de Haven.
Vio a Imrie y le gritó:
—Venga conmigo, quiero hacerle unas preguntas.
Bolitho hizo una mueca de dolor cuando un rayo de sol atravesó los obenques de mesana. Durante aquellos pocos segundos, su ojo se quedó completamente ciego, y tuvo que contenerse para no gritar.
Deseos de morir, había dicho Somervell. Bolitho entró a tientas en la penumbra de debajo de la toldilla y sintió cómo la amargura le inundaba por dentro. Demasiados hombres habían muerto por él, y hasta sus amigos habían resultado perjudicados por sus actos.
Imrie agachó la cabeza para meterse bajo la toldilla y caminó a su lado hacia la oscuridad de entrecubiertas.
—He estado pensando, Sir Richard, y tengo unas cuantas ideas…
No había visto la consternación de la cara de su almirante, ni podía imaginarse que sus simples comentarios fueran como una tabla de salvación para él.
—Pues saciaremos nuestra sed mientras le escucho —dijo Bolitho.
Haven observó como se perdían bajo la toldilla y llamó al guardiamarina de señales. Explicó al chico la señal que debía hacer para que los otros comandantes vinieran a bordo y la hora fijada para ello, y se dio la vuelta cuando su segundo se le acercó aprisa.
Antes de que el teniente de navío pudiera hablar, Haven bramó:
—¿Tengo que hacer yo lo que le corresponde a usted, maldita sea? —Se alejó con grandes zancadas a la vez que añadía—: ¡Por Dios, si no puede hacerlo mejor, tendré que arrojarle a tierra para siempre!
Parris se quedó mirándolo fijamente, dando muestras de su rabia y su rencor únicamente con sus puños fuertemente apretados.
—«¡Y maldito sea usted también!». —Vio que el guardiamarina le miraba con los ojos muy abiertos y se preguntó si lo habría dicho en voz alta. Sonrió cansinamente—. Es una vida de primera, señor Mirrielees, ¡siempre que uno se muerda la lengua!
A las ocho campanadas de aquella tarde, la señal fue izada a la verga. Había empezado.