II
LA RECEPCIÓN
John Allday entrecerró los ojos bajo el ala de su sombrero y observó como la corriente de la costa apartaba momentáneamente de su rumbo al bote de ronda. Movió con cuidado la caña y la lancha verde recién pintada siguió al otro bote sin interrupción alguna de la boga. La reputación de Allday como patrón personal del vicealmirante le precedía.
Miró a la dotación de la lancha sin que su mirada revelara nada. El bote había sido transbordado desde su último barco, el Argonaute, la presa gabacha, pero Bolitho había dicho que dejaba en manos de su patrón la formación de una nueva dotación para él mismo con los hombres del Hyperion. Aquello era extraño, había pensado en su momento. Cualquiera de los marineros de la vieja dotación se habría ofrecido voluntario para pasar al Hyperion, puesto que, les gustara o no, igualmente les habrían enviado de nuevo al mar sin tener la oportunidad de visitar a sus seres queridos. Dejó caer su mirada sobre las figuras que estaban sentadas en la cámara del bote. Yovell, que había ascendido de categoría, y a su lado, el nuevo ayudante del almirante. El joven oficial parecía bastante agradable, pero no venía de una familia de marinos. La mayor parte de los que aprovechaban la oportunidad de aquel agotador puesto lo veían como una manera segura para conseguir el ascenso. Aunque eso era en los viejos tiempos, decidió Allday. En un barco en el que hasta las ratas eran extrañas, era mejor no hacer juicios precipitados.
Su mirada se posó sobre la ancha espalda de Bolitho, y trató de controlar la aprensión que le acompañaba desde su vuelta a Falmouth. Tenía que haber sido una vuelta a casa magnífica a pesar del dolor y los estragos del combate. Incluso la lesión en el ojo izquierdo de Bolitho había parecido menos terrible cuando se comparaba con lo que habían afrontado y superado juntos. Hacía más o menos un año. A bordo del pequeño cúter Supreme. Allday podía recordar cada uno de los días posteriores, viendo la dolorosa recuperación y la enorme fuerza del hombre al que servía y quería, en su lucha por ganar aquella batalla adicional, por ocultar su desesperación y mantener intacta la confianza de los hombres que lideraba. Bolitho nunca dejaba de sorprenderle a pesar de que llevaban juntos más de veinte años. No parecía posible que quedaran aún más sorpresas.
Habían ido a casa caminando desde el puerto de Falmouth y se habían detenido en aquella iglesia que tan importante había llegado a ser para la familia Bolitho. Varias generaciones de ellos eran recordadas allí, nacimientos y matrimonios, victorias en la mar y también muertes violentas.
Allday se había quedado junto a las grandes puertas de la silenciosa iglesia en aquel día de verano y había oído con tristeza y asombro como Bolitho pronunciaba su nombre. Cheney. Sólo su nombre; y sin embargo aquello le había dicho mucho. Allday aún creía entonces que cuando llegaran a la vieja casa de piedra gris bajo el castillo de Pendennis, todo volvería a ser normal. La encantadora Lady Belinda, quien se parecía tanto físicamente a la fallecida Cheney, de alguna manera lo iba a arreglar, consolaría a Bolitho cuando se diera cuenta del alcance de su lesión. Puede que sanara el dolor de su mente, del cual nunca hablaba pero que Allday percibía. ¿Y si el otro ojo sufriera una lesión en combate? Era el temor de tantos y tantos marinos y soldados. Quedarse inútil. Una carga. Ferguson, el mayordomo de la propiedad que había perdido un brazo en las Saintes, algo que parecía ya muy lejano en el tiempo, su esposa Grace, de sonrosadas mejillas y ama de llaves de la casa, y todos los demás criados habían estado esperándoles para recibirles. Risas, alegría y también muchas lágrimas. Pero Belinda y su hija Elizabeth no habían estado allí. Ferguson dijo que había enviado una carta para explicar su ausencia. Todo el mundo sabía que era algo muy común para un marino que volvía a casa el encontrar que su familia desconocía su paradero, pero aquello no podía haber ocurrido en peor momento ni haber afectado tanto a Bolitho.
Ni siquiera su joven sobrino Adam, que ahora tenía el mando del bergantín Firefly, había sido capaz de consolarle. Había recibido órdenes de aprovisionarse y hacer aguada en Falmouth.
Pero el Hyperion era algo muy real de lo que tenía que ocuparse. Allday fulminó con la mirada al primer bogador cuando la pala de su remo hendió mal el agua y levantó espuma por encima de la regala. Maldita dotación. Aprenderían bien poco si tenía que enseñarles a cada uno por separado.
El viejo Hyperion no era un extraño, pero su gente sí. ¿Era eso lo que quería Bolitho? ¿O lo que necesitaba? Allday todavía no lo sabía.
Si Keen hubiera sido el capitán de bandera… Su semblante se relajó. O incluso el pobre Inch. Las cosas parecerían menos extrañas así.
El comandante Haven era un tipo seco; hasta su propio patrón, un valioso galés llamado Evans, le había confiado tras unos tragos que su amo y señor carecía de sentido del humor y era muy distante.
Allday miró de nuevo los hombros de Bolitho. Qué diferente a su relación. Barco tras barco, en distintos mares, pero normalmente con el mismo enemigo. Y Bolitho siempre le había tratado como un amigo, «uno de la familia», tal como lo había expresado en una ocasión. Lo había dicho de forma espontánea, aunque Allday había guardado el comentario como un tesoro.
Era gracioso si se pensaba en ello. Algunos de sus antiguos compañeros de rancho podrían haberse burlado incluso de él si no hubiese sido por el gran respeto que infundían sus puños. Puesto que Allday, al igual que el manco Ferguson, había sido apresado por la patrulla de leva y puesto a la fuerza al servicio del rey en el barco de Bolitho, la fragata Phalarope, lo que era un mal ingrediente para la amistad. Allday había permanecido junto a Bolitho siempre desde la Batalla de las Saintes, en la que su patrón había muerto.
Allday había sido marino toda su vida, exceptuando un corto periodo de tiempo en tierra en que había sido pastor. Sabía poco de sus orígenes y su educación, así como del paradero exacto de su casa. Ahora, a medida que se iba haciendo mayor, aquello le atribulaba de vez en cuando.
Observó el cabello de Bolitho, con su coleta en la nuca que sobresalía bajo su mejor sombrero bordado en oro. Era negro azabache y contribuía a darle un aspecto juvenil; a veces, había sido tomado por hermano del joven Adam. Por lo que Allday sabía de sí mismo, tenía su misma edad, cuarenta y siete años, pero mientras él había engordado y su tupido cabello castaño tenía ya canas, Bolitho parecía no cambiar.
En tiempos de paz, podía ser reservado y serio. Pero Allday conocía todas sus caras. Era un tigre en el combate; un hombre que se conmovía casi hasta el llanto y la desesperación al ver el caos y el dolor tras un combate en el mar.
El bote de ronda estaba virando otra vez para pasar bajo el afilado botalón de una magnífica goleta. Allday movió la caña y contuvo la respiración cuando sintió una punzada de dolor en la herida de su pecho. Aquello tampoco se apartaba casi nunca de su mente. La hoja española que había salido de la nada. Bolitho de pie delante para protegerle y arrojando su sable para rendirse y así salvarle la vida.
La herida le molestaba, y a menudo le costaba erguir los hombros sin que el dolor le atravesara el pecho como un cruel recordatorio.
Bolitho le había sugerido más de una vez que se quedara en tierra, aunque fuera sólo durante un tiempo. Ya no le proponía la posibilidad de dejar para siempre la Marina a la que tan bien había servido; sabía que eso le causaría a Allday un dolor más profundo que el de su herida.
La lancha apuntó su proa hacia el embarcadero más cercano y Allday vio cómo los dedos de Bolitho se asían con más fuerza a la vaina de su viejo sable entre sus rodillas. Habían luchado en tantos combates que a menudo se maravillaban de haber sobrevivido una vez más cuando tantos otros habían caído.
—¡Proa! —Observó con mirada crítica cómo el proel desarmaba su remo y se levantaba con un bichero preparado para agarrar las cadenas del embarcadero. Tenían bastante buena pinta, admitió Allday, con sus sombreros embreados y sus camisas limpias a rayas. Pero se necesitaba algo más que apariencias para que un barco navegara.
El propio Allday tenía muy buena planta, aunque apenas era consciente de ello. Y solía tener éxito cuando le echaba el ojo encima a alguna chica, cosa que ocurría más a menudo de lo que él admitía. Con su magnífica casaca azul, los especiales botones dorados que Bolitho le había regalado y sus calzones de algodón de nanquín, parecía de pies a cabeza el Corazón de Roble tan popular en teatro y en las actuaciones de los parques.
El bote de ronda se apartó y el oficial al mando se levantó para quitarse el sombrero mientras sus remeros levantaban sus remos como saludo.
Con un sobresalto, Allday se dio cuenta de que Bolitho se había vuelto para mirarle, con la mano encima de un ojo para evitar el resplandor. No le dijo nada, pero había un mensaje en su mirada, como si lo hubiera gritado bien alto. Como una súplica; algo que excluía a todos los demás durante aquellos pocos segundos.
Allday era un hombre sencillo, pero se acordó de la mirada hasta mucho después de que Bolitho bajara de la lancha. Le preocupaba y le conmovía a la vez. Como si hubieran compartido algo muy valioso.
Vio que algunos de los remeros le miraban y bramó:
—¡He visto como echaban de un burdel a marineros más elegantes que vosotros, pero por Dios que lo haréis mejor la próxima vez! ¡Y sé lo que me digo!
Jenour bajó a tierra y sonrió cuando el solitario guardiamarina se sonrojó ante el repentino exabrupto del patrón. El ayudante llevaba con Bolitho poco más de un mes, pero ya estaba empezando a ver muestras del carisma poco común del hombre al que servía, su héroe desde que era como aquel cohibido guardiamarina. La voz de Bolitho ahuyentó sus pensamientos.
—Vamos, señor Jenour. La lancha puede esperar; los asuntos de la guerra, no.
Jenour disimuló una sonrisa.
—Sí, Sir Richard. —Pensó en su familia, que estaba en Hampshire, y en cómo habían movido sus cabezas de un lado a otro cuando les dijo que un día quería ser el ayudante de Bolitho.
Bolitho había captado la sonrisa y notó como le volvía su sensación de pérdida. Sabía cómo se sentía el joven teniente de navío, como se había sentido él mismo en su día. En el particular mundo de la Marina uno buscaba y se agarraba a los amigos con todas sus fuerzas. Cuando caía alguno, uno perdía algo con ellos. El hecho de sobrevivir no ahorraba el dolor de su muerte; nunca.
Se detuvo bruscamente en las escaleras del embarcadero y pensó en el segundo comandante del Hyperion. Aquellas facciones bien parecidas, aquella tez tan oscura… Claro. Era a Keverne a quien le recordaba su capitán de bandera. Eran muy parecidos. Charles Keverne, en su día segundo suyo en el Euryalus y que había muerto en Copenhague como comandante de su propio barco.
—¿Está usted bien, Sir Richard?
—«¡Maldita sea, sí!». —Bolitho se volvió en redondo al instante y le tocó el puño de la manga—. Perdóneme. El rango brinda muchos privilegios. Ser maleducado no es uno de ellos.
Subió la escalera mientras Jenour le miraba fijamente desde atrás.
Yovell suspiró por el esfuerzo de subir los elevados escalones de piedra. El pobre oficial tenía mucho que aprender. Esperaba que tuviera tiempo para hacerlo.
* * *
La alargada sala parecía increíblemente fresca después de sufrir el calor que hacía más allá de las ventanas en sombra.
Bolitho estaba sentado en una silla de respaldo recto bebiendo de una copa de vino blanco fresco, y se sorprendió de que algo pudiera mantenerse tan frío. Jenour y Yovell estaban sentados a una mesa separada llena de carpetas y pliegos de señales e informes. Era extraño pensar que había sido en una parte más austera de aquel mismo edificio donde Bolitho había esperado inquieto la noticia de la obtención del primer barco bajo su mando.
El vino era bueno y era muy claro. Se dio cuenta de que su copa estaba ya siendo rellenada por un sirviente negro y pensó que tenía que ser cauto. Bolitho disfrutaba del vino pero no le había costado nada evitar el típico problema de la Marina de beber en exceso. Eso podía muchas veces llevar a la deshonra de un consejo de guerra.
Le resultaba muy fácil verse en aquellos primeros días negros en Falmouth, cuando había vuelto allá esperando… ¿Esperando qué? ¿Cómo podía aducir sentir consternación y amargura cuando en verdad su corazón se había quedado en la iglesia con Cheney?
Qué silenciosa había estado la casa mientras se movía inquieto entre la oscuridad con un candelabro en una mano que iluminaba juguetonamente aquellos retratos con semblantes serios que había visto desde que tenía la edad de Elizabeth.
Se había despertado con la frente apoyada en la mesa en medio de charcos de vino vertido, con la boca pastosa y la mente asqueada. Se había quedado mirando fijamente las botellas vacías, pero ni siquiera podía acordarse de haberlas sacado de la bodega. El servicio debía de saberlo, y cuando Ferguson había entrado se había dado cuenta de que llevaba la misma ropa que el día anterior y que debía de haber estado rondando cerca buscando una manera de ayudarle. Bolitho había tenido que sonsacarle la verdad a Allday, puesto que no recordaba haberle ordenado que saliera de la casa y que le dejara solo con su suplicio. Sospechaba que había dicho cosas mucho más graves; finalmente había sabido que Allday también se había pasado la noche bebiendo en la posada, donde la hija del dueño siempre le había estado esperando.
Levantó la mirada y se dio cuenta de que el otro oficial estaba hablándole.
El comodoro Aubrey Glassport, comandante del arsenal de Antigua, y hasta que el Hyperion fondeó, el oficial de Marina de mayor rango de la isla, estaba explicándole el paradero y la distribución de las patrullas de la zona.
—Con una zona tan extensa, Sir Richard, nos resulta difícil dar caza y detener los barcos que rompen el bloqueo u otros sospechosos. Los franceses y sus aliados españoles, por otra parte…
Bolitho cogió una carta marina. La vieja historia de siempre. Sin suficientes fragatas y con los navíos de línea enviados a otra parte para reforzar las flotas del canal de la Mancha y del Mediterráneo.
Durante más de una hora había examinado los diferentes informes, el resultado de los cuales tenía que confrontarse a los días y semanas de patrulla de las incontables islas y ensenadas. De vez en cuando, un comandante osado arriesgaba su vida y sus extremidades para entrar en un fondeadero enemigo y llevarse una presa o llevar a cabo un rápido bombardeo. Era una lectura interesante. Contribuía poco a inutilizar a aquel enemigo superior. Apretó los labios. Superior sólo en número.
Glassport interpretó su silencio como aprobación y siguió divagando. Era un hombre tranquilo, rechoncho, con escaso pelo y de cara redonda que denotaba estar más ocupado en vivir bien que en luchar contra los elementos o los franceses.
Tenía que haberse retirado hacía mucho tiempo, según había oído Bolitho, pero tenía una buena relación con el arsenal, por lo que le habían mantenido en el puesto. A juzgar por su bodega, evidentemente sus buenas relaciones alcanzaban también a los oficiales de avituallamiento.
Glassport decía:
—Estoy perfectamente al corriente de sus éxitos, Sir Richard, y soy consciente de lo que me honra al visitar usted la isla. Tengo entendido que cuando estuvo usted por primera vez aquí, los norteamericanos luchaban también contra nosotros, y había muchos corsarios además de la flota francesa.
—El hecho de que ya no estemos en guerra con Estados Unidos no excluye necesariamente la amenaza de que se involucre ni el peligro creciente que representan su entrega de provisiones y barcos al enemigo. —Dejó la carta náutica—. En las próximas semanas quiero que se establezca contacto con cada una de las patrullas. ¿Tiene usted en este momento algún bergantín correo aquí? —Observó la súbita sorpresa y la expresión vacilante del hombre. Su tranquila y cómoda existencia se había acabado—. Quiero ver a cada uno de los comandantes personalmente. ¿Puede arreglarlo?
—Bueno, ehh, ejem… Sí, Sir Richard.
—Bien. —Cogió su copa y se fijó en el sol que se concentraba en el pie de ésta. Se hizo un silencio y notó la mirada expectante de Yovell y la curiosidad de Jenour. Y añadió—: Me dijeron que el inspector general de Su Majestad está aún en las Indias, ¿no es así?
Glassport musitó algo desconsolado:
—Mi ayudante sabe exactamente…
Bolitho se puso tenso cuando la forma de la copa se le hizo borrosa. Como una cortina vaporosa. Esta vez le había venido más rápido, ¿o acaso le estaba preocupando aquello tanto que se imaginaba aquel deterioro?
Exclamó:
—Es una pregunta bastante simple, diría yo. ¿Está o no está?
Bolitho bajó la mirada hacia la mano que tenía en el regazo y pensó que debía de estar temblándole. Remordimiento, ira; no era ninguna de las dos cosas. Como en el embarcadero, cuando había estallado con Jenour.
Dijo con más calma:
—Ha estado por aquí varios meses, ¿no es así? —Levantó la vista, desesperándose ante la idea de que su ojo pudiera empañársele del todo una vez más.
Glassport respondió:
—El vizconde de Somervell está aquí, en Antigua. —Y añadió a la defensiva—: Confío en que el vizconde haya sacado conclusiones satisfactorias.
Bolitho no dijo nada. El inspector general debía de ser una carga más para la ya dificultosa guerra. Parecía absurdo que alguien con un cargo tan altisonante tuviera que estar ocupado en un viaje de inspección por las Indias Occidentales cuando Inglaterra, resistiendo sola ante Francia y las flotas españolas, estaba esperando a diario una invasión.
Las órdenes que el Almirantazgo había dado a Bolitho dejaban claro que tenía que verse con el vizconde de Somervell sin dilación, aunque ello implicara tener que salir inmediatamente hacia otra isla, incluso hacia Jamaica.
Pero estaba allí. Eso era algo.
Bolitho se sentía cansado. Había ido a ver a la mayoría de oficiales y funcionarios del arsenal, había inspeccionado dos cúters que estaban siendo armados para el servicio naval y había recorrido las baterías del lugar, con Jenour y Yovell, encontrando dificultades para mantener su paso.
Sonrió con expresión irónica. Ahora estaba pagando por ello.
Glassport observó cómo bebía de su copa antes de decir:
—Esta noche hay una pequeña recepción en su honor, Sir Richard. —Pareció titubear cuando los ojos grises de Bolitho le miraron de nuevo—. Sin duda no estará a la altura de la ocasión, pero sólo la hemos podido preparar después de avistar su, ehh, buque insignia.
Bolitho percibió la vacilación. Uno más que dudaba de lo acertado de la elección de aquel barco.
Glassport debía de temerse una posible negativa y añadió rápidamente:
—El vizconde de Somervell está deseando conocerle.
—Entiendo. —Lanzó una mirada hacia Jenour—. Informe al comandante. —Cuando el oficial hizo ademán de levantarse para salir de la sala, Bolitho dijo—: Que lleve el mensaje mi patrón. A usted le necesito conmigo.
Jenour se quedó mirándole y asintió. Hoy estaba aprendiendo mucho.
Bolitho esperó a que Yovell le trajera a la mesa la siguiente pila de documentos. Qué distinto del mando de un buque y de los asuntos de su funcionamiento diario. Cada barco era como un pequeño pueblo, incluso como una familia. Se preguntó cómo se las arreglaría Adam con su nuevo barco. La única explicación que encontró a su pensamiento fue la envidia. Adam era exactamente como él había sido en su día. Más insensato quizás, pero con la misma actitud de falta de confianza en sus superiores.
Glassport le observaba mientras hojeaba los papeles con Yovell encorvado atentamente sobre su hombro derecho.
Así que aquel era el hombre que había tras la leyenda. Otro Nelson, decían algunos. Aunque era bien sabido que Nelson no era muy popular en las altas instancias. Era el hombre adecuado para mandar una flota. Necesario, pero ¿y después? Escrutó la cabeza agachada de Bolitho y el mechón suelto sobre su ojo. Un rostro serio y con sensibilidad, pensó, difícil de imaginar en los combates sobre los que había leído. Sabía que Bolitho había sido malherido varias veces y que casi había muerto por la fiebre, aunque no sabía demasiado sobre aquello.
Caballero de la Orden de Bath, de una destacada y antigua familia de marinos, era considerado un héroe por el pueblo de Inglaterra. Todo lo que Glassport le gustaría ser y tener.
Así pues, ¿por qué había venido a Antigua? Había pocas o nulas perspectivas de una acción naval, y suponiendo que pudieran obtener refuerzos para las diferentes flotillas, y un reemplazo para… Se encogió cuando Bolitho hizo alusión a aquel punto concreto, como si lo hubiera leído en su mente con aquellos persuasivos ojos grises.
—¿Los Dons[3] tomaron la fragata Consort? —Sonó como una acusación.
—Hace dos meses, Sir Richard. Encalló bajo el fuego enemigo. Una de mis goletas pudo recoger a la mayor parte de su dotación antes de que el enemigo se les echara encima. La goleta hizo un buen trabajo, pensaba que…
—¿Y el comandante de la Consort?
—Está en St. John’s, Sir Richard. Está esperando el oportuno consejo de guerra.
—Claro. —Bolitho se puso en pie y se dio la vuelta al entrar Jenour en la sala—. Nos vamos a St. John’s.
Jenour tragó saliva.
—Si hay algún carruaje, Sir Richard… —Miró a Glassport como esperando alguna indicación.
Bolitho cogió su sable.
—Dos caballos, amigo mío. —Trató de disimular su repentina excitación. ¿O estaba simplemente buscando algo para deshacerse de su otra preocupación?—. Es usted de Hampshire, ¿no es cierto?
Jenour asintió.
—Sí. Es decir…
—Decidido, pues. Necesito inmediatamente dos caballos.
Glassport les miró a los dos.
—Pero ¿y la recepción, Sir Richard? —Parecía horrorizado.
—Esto me abrirá el apetito —dijo Bolitho sonriendo—. Volveré. —Pensó en la paciencia de Allday, en Ozzard y en los demás—. Volveré inmediatamente.
* * *
Bolitho se miró de cerca en un ornamentado espejo de una pared y entonces se apartó el mechón de pelo suelto de la frente. En el espejo pudo ver a Allday y a Ozzard mirándole inquietos y a su nuevo ayudante Stephen Jenour frotándose la cadera tras su cabalgada de ida y vuelta a St. John’s.
Habían pasado calor y tragado mucho polvo, pero había sido inesperadamente estimulante. Y casi había valido la pena sólo por ver las expresiones de los transeúntes mientras pasaban al galope bajo el sol brumoso.
Ahora estaba oscuro, ya que anochecía rápido en las islas, y Bolitho se miró detenidamente mientras oía el sonido de unos violines y el murmullo apagado de voces proveniente del gran salón donde tenía lugar la recepción.
Ozzard le había traído medias limpias del barco, mientras que Allday había recogido el magnífico sable regalado por Falmouth para sustituir al otro más viejo que había estado llevando.
Bolitho suspiró. La mayor parte de las velas estaban protegidas por cristales altos para que los fuertes vientos no las apagaran, por lo que la luz no era muy intensa. Eso podría disimular las arrugas de su camisa y la mancha dejada por la silla en sus calzones. No había tenido tiempo de pasar por el Hyperion. «Malditos Glassport y su recepción». Bolitho habría preferido con diferencia haberse quedado en su cámara repasando y analizando todo lo que le había contado el comandante de la fragata.
El capitán de fragata Matthew Price era joven para estar al mando de un buque tan magnífico. La Consort, de treinta y seis cañones, estaba atravesando por una zona de bajos cuando había recibido disparos desde una batería de costa. Cuando encalló estaba desafortunadamente muy cerca de tierra. Era tal como Glassport lo había descrito. Una goleta se había llevado a gran parte de la dotación de la Consort, pero se había visto forzada a huir sin acabar su tarea cuando entraron en escena unos buques de guerra españoles.
El comandante Price era tan joven que ni siquiera llevaba tres años en el cargo, y si un consejo de guerra dictaba sentencia en su contra, lo que era más que probable, lo perdería todo. En el mejor de los casos podría volver al rango de teniente de navío. En el peor… Era mejor no pensar en ello.
Mientras pasaba las horas sentado en la pequeña casa del gobierno a la espera de la citación del consejo de guerra, Price había tenido muchas cosas sobre las que reflexionar. Y una de ellas era que puede que hubiera sido mejor para él si le hubieran cogido prisionero o hubiera muerto en combate, puesto que su barco había sido desencallado y formaba parte de la flota de Su Muy Católica Majestad en La Guaira, en el dominio continental español. Las fragatas valían su tonelaje en oro y la Marina estaba siempre desesperadamente necesitada de ellas. Cuando Bolitho estaba en el Mediterráneo, sólo había seis fragatas disponibles entre Gibraltar y el Levante. El presidente del consejo de guerra de Price no podría ignorar ese hecho en sus consideraciones.
En cierto momento de desesperación, el joven capitán de fragata había preguntado a Bolitho cuál creía él que sería el resultado final.
Bolitho le había dicho que esperara a que su sable apuntara hacia él en la mesa. Arriesgar el barco era una cosa y perderlo a manos de un odiado enemigo otra completamente distinta.
No tenía sentido prometer a Price que él podía hacer algo para influir en las conclusiones del tribunal. Price había corrido un gran riesgo para descubrir las intenciones de los españoles. Confrontada con lo que Bolitho ya sabía, su información podía ser valiosa. Pero eso no ayudaría ahora al comandante de la Consort.
—Supongo que ya es hora de entrar —dijo Bolitho mirando hacia un gran reloj. Y añadió—: ¿Están todavía presentes nuestros oficiales?
Jenour asintió, y entonces hizo una mueca ante el dolor que recorría sus muslos y sus nalgas. Bolitho era un soberbio jinete, pero también él lo era, o al menos eso había creído. La pequeña broma de Bolitho sobre los excelentes jinetes que eran las gentes de Hampshire había actuado como acicate, pero Jenour en ningún momento había sido capaz de mantener su ritmo.
—El segundo comandante ha llegado con los demás mientras se estaba usted cambiando, Sir Richard —dijo.
Bolitho se miró sus medias inmaculadas y se acordó de cuando era un simple teniente de navío con un solo par elegante para ocasiones como aquella. El resto tenían tantos remiendos que había sido un milagro que se aguantaran de una pieza.
Tuvo tiempo para pensar en la solicitud del comandante Haven de quedarse a bordo del barco. Le había explicado que podía llegar una tormenta sin avisar e impedir su vuelta de tierra a tiempo para tomar las precauciones necesarias. El aire era pesado y húmedo y la puesta de sol había sido intensamente rojiza.
El piloto del Hyperion, Isaac Penhaligon, de Cornualles como él al menos de nacimiento, había insistido en que era muy improbable que hubiera una tormenta. Era como si Haven hubiera preferido mantenerse aparte, aunque algunos de los que daban la recepción pudieran tomarse su ausencia como un desaire.
Le habría gustado que Keen siguiera siendo su capitán de bandera. Sólo habría tenido que preguntárselo para que Keen hubiera venido con él. Lealtad, amistad, amor; era todo junto.
Pero Bolitho había presionado a Keen para que se quedara en Inglaterra, al menos hasta que hubiera arreglado los problemas de su preciosa Zenoria. Keen deseaba más que ninguna otra cosa casarse con su novia de ojos oscuros y cabellos castaños y largos. Se amaban, y estaban tan evidentemente enamorados que Bolitho no había querido separarles tan pronto.
¿O estaba comparando su amor con su propia situación en casa?
Detuvo sus pensamientos en aquel punto. No era el momento. Puede que nunca llegara.
¿Quizás él no le gustaba a Haven? Puede que incluso le temiera. Eso era algo que a Bolitho le había costado creer en sus días como comandante. Cuando subía por primera vez a bordo de un barco nuevo, trataba de disimular su nerviosismo y su preocupación. Fue mucho más tarde cuando comprendió que era mucho más probable que la dotación de un barco fuera la que tuviera miedo de él y de lo que podía llegar a hacer.
—¿Vamos, Sir Richard? —preguntó Jenour educadamente.
Bolitho se quiso tocar el ojo izquierdo pero en vez de eso se quedó mirando la vela con su cristal protector y el hilo de humo negro que se elevaba recto hacia el techo. Veía con claridad y contraste. No había sombras ni brumas que entorpecieran su visión y mermaran sus capacidades.
Bolitho lanzó una mirada a Allday. Tendría que hablar pronto con él acerca de su hijo. Allday no había dicho nada del mismo desde que el joven marinero dejara el Argonaute a su vuelta a Inglaterra. «Si yo hubiera tenido un hijo, quizás habría esperado mucho de él. Puede que hubiese esperado que deseara lo mismo que yo».
Dos lacayos, invisibles en la penumbra hasta ese momento, abrieron la gran puerta.
La música y el murmullo de las voces penetraron en la sala desde la que entraba Bolitho con sus acompañantes como la rompiente de un arrecife, y se dio cuenta de que estaba tensando los músculos como si fuera a recibir una bala de mosquete.
Mientras recorría el pasillo lleno de columnas, pensó sobre las mentes y el trabajo que habían creado aquel edificio en una isla tan pequeña. Un lugar que en las diferentes situaciones de guerra se había convertido en varias ocasiones en una pieza clave para la estrategia naval de Inglaterra.
Oyó los golpes de los talones de Jenour en el suelo, y medio sonrió al acordarse de la voluntad de su ayudante de cabalgar a su lado. Más como dos señores del lugar que como oficiales del rey.
Vio los colores entremezclados de los vestidos de las damas, sus hombros desnudos y las miradas de curiosidad que despertaba a medida que se acercaba. No habían tenido aviso de su llegada, según había dicho el comodoro Glassport, pero supuso que cualquier visita oficial o cualquier barco de Inglaterra eran un acontecimiento bien recibido.
Vio a algunos de los hombres de la cámara de oficiales del Hyperion, con sus colores azules y blancos contrastando con los rojos y escarlatas de los militares y los infantes de marina. Una vez más, tuvo que refrenar su impulso de buscar caras conocidas, de reconocer voces, como si todavía esperara un apretón de manos o un saludo de alguien que daba muestras de haberle reconocido.
Se oyeron unas pisadas entre dos anchas columnas y vio a Glassport mirándole desde el otro extremo de la alfombra, aliviado sin duda de que finalmente hubiera vuelto de St. John’s. Había una figura en el centro, bien plantada y elegante, y vestida de blanco de pies a cabeza. Bolitho sabía muy poco del hombre que había venido a conocer. El Honorable vizconde de Somervell, el inspector general de Su Majestad en el Caribe, parecía no tener muchas cualidades para el nombramiento. Un rostro habitual en la Corte y en las grandes recepciones, un jugador temerario según algunos y espadachín de renombre. Esto último estaba bien fundado, y se sabía que el rey había intervenido en su favor tras haber matado a un hombre en duelo. Aquel era un terreno familiar para Bolitho, y lleno de dolor. Eso no era algo que le facultara precisamente para estar allí.
Un lacayo con un bastón largo dio dos golpes en el suelo y gritó:
—¡Sir Richard Bolitho, vicealmirante de la bandera roja!
El súbito silencio fue algo casi palpable. Bolitho notó cómo las miradas le seguían mientras avanzaba por la alfombra. Captó pequeñas escenas a su paso. Los músicos con sus violines y los arcos inmóviles en el aire, un joven oficial de marina dándole un golpecito con el codo a su compañero y quedándose seguidamente paralizado al ser alcanzado por la mirada de Bolitho. Una mirada descarada de una dama con un escote tan bajo en su vestido que ya no le quedaba nada por cubrir, y otra de una joven que sonreía con timidez y escondía su rostro tras un abanico.
El vizconde de Somervell no se adelantó a saludarle sino que se quedó como estaba, con una mano apoyada de forma despreocupada en la cintura y la otra al costado. Su boca esbozaba una pequeña sonrisa que tanto podía ser de regocijo como de aburrimiento. Sus rasgos eran los de un hombre joven, pero tenía la mirada indolente de alguien que lo había visto todo.
—Bienvenido a… —Somervell se volvió con un movimiento brusco, perdiendo su elegante postura para fulminar con la mirada un carrito de candelabros que entraba rodando en la sala a su espalda.
El repentino resplandor de aquella luz a la altura de los ojos cogió a Bolitho desprevenido justo cuando levantaba el pie ante el primer escalón. Una dama vestida de negro que había permanecido inmóvil junto al vizconde alargó su brazo para ayudarle, mientras a través de la masa de luces veía caras que le miraban, sorpresa y curiosidad, como espectadores del trabajo de un pintor en su lienzo.
—Le ruego me disculpe, ¡Ma’am! —Bolitho recuperó el equilibrio y trató de no taparse el ojo cuando se cernió la bruma en el mismo. Era como ahogarse, hundiéndose en aguas cada vez más profundas. Y añadió—: Estoy bien… Entonces miró el vestido de la dama. No era negro, sino de una exquisita seda verde tornasolada que brillaba y parecía cambiar de color en sus pliegues y curvas cuando la luz que le había cegado la iluminó por primera vez. El vestido tenía un corte amplio y bajo desde los hombros y aquel cabello que tan claramente recordaba, largo y tan oscuro como el suyo, lo llevaba recogido con trenzas por encima de sus orejas.
Los rostros y los murmullos que llenaban de nuevo la sala se desvanecieron. La había conocido en su día como Catherine Pareja. «Kate».
La miró fijamente, dejando de lado su ceguera momentánea, cuando vio su mirada, cómo su repentina ansiedad daba paso a una calma forzada. Ella sabía que iba a venir. El único sorprendido era él.
La voz de Somervell pareció llegar desde una gran distancia. Estaba de nuevo tranquilo y había recobrado la compostura.
—Por supuesto, lo había olvidado. Ustedes ya se conocían.
Bolitho tomó la mano que ella le ofrecía y bajó la cabeza hacia la misma. Hasta su perfume era el mismo.
Le oyó contestar a ella:
—Hace algún tiempo.
Cuando Bolitho se irguió de nuevo, ella parecía extrañamente distante y segura de sí misma. Incluso indiferente.
—Uno nunca puede olvidar a un héroe —añadió ella.
Le ofreció el brazo a su marido y se dio la vuelta hacia las caras que les observaban.
A Bolitho le dio un vuelco el corazón. Ella llevaba los largos pendientes de filigrana de oro que él le había regalado en aquel otro mundo irreal de Londres.
Llegaron lacayos con bandejas llenas de relucientes copas y la pequeña orquesta cobró vida de nuevo.
A través de las copas de vino y más allá de las caras coloradas en sus variadas expresiones, sus miradas se encontraron, excluyendo a todos los presentes.
Glassport estaba diciéndole algo pero él apenas le escuchaba. Después de todo lo que había pasado, aquello estaba todavía allí entre ellos. Había que apagarlo antes de que les destruyera a ambos.