I

RECUERDOS

English Harbour, y de hecho toda la isla de Antigua, parecía estar agazapado e inmóvil, como clavado en el fondo marino por el sol del mediodía. El aire era húmedo y el calor sofocante, de manera que los numerosos buques fondeados allí se veían poco nítidos bajo la bruma, como reflejos en un espejo empañado.

En los primeros días de aquel octubre de 1804 estaban en plena temporada de huracanes, y era una de las peores que se recordaban. Lejos de la costa se habían perdido varios barcos o habían embarrancado al verse atrapados en algún canal peligroso.

English Harbour era el importante, si no vital, cuartel general de la flota que servía en el Caribe y que abarcaba las islas de Barlovento y de Sotavento. Allí había un magnífico fondeadero y un arsenal en el que podían llevarse a cabo hasta las reparaciones y carenados más serios. Pero ya fuera en paz o en guerra, el mar y el tiempo eran enemigos constantes, y mientras cualquier bandera extranjera se suponía en principio hostil, los peligros de aquellas aguas nunca se acababan de calibrar suficientemente.

English Harbour estaba a unas doce millas de la capital, St. John’s, por lo que la vida social dentro y alrededor del arsenal era escasa. En una terraza con bandera de una de las mejores casas que flanqueaban la colina que había detrás del puerto, un grupo de personas, en su mayoría oficiales y sus esposas, languidecían en el aire inmóvil observando la aproximación de un buque de guerra. Pareció pasar una eternidad hasta que el recién llegado cobró forma y sustancia a través de la bruma resplandeciente, pero ahora estaba allí, con la proa hacia tierra y sus velas casi mustias en sus estays y vergas.

Los buques de guerra eran algo demasiado habitual como para fijarse en ellos. Tras años de conflicto con Francia y sus aliados, formaban parte de la vida diaria de aquellas gentes.

Aquel era un navío de línea, un dos cubiertas, con su redondeado casco negro y beige en marcado contraste con el agua y el cielo blanquecinos y sin apenas color bajo aquel calor implacable. El sol estaba justo encima de Monk’s Hill y tenía un halo plateado a su alrededor; en alguna parte de alta mar habría otra tormenta muy pronto. Aquel barco era diferente en un sentido respecto a otras idas y venidas. Un bote de ronda había traído la noticia de que venía de Inglaterra. A los que observaban su esforzado avance, tan sólo el nombre de Inglaterra ya les evocaba multitud de imágenes; como una carta de casa o la descripción de un marino de paso. Eran tiempos inciertos, de escasez y miedo diario a una invasión francesa por el canal de la Mancha. Tan variado como la tierra misma, desde la lozanía del campo a la miseria de la ciudad. Casi ninguno de los hombres y mujeres que observaban el dos cubiertas hubiera dudado entregar Antigua a cambio de una simple y fugaz visión de Inglaterra.

Una mujer estaba apartada del resto, con su cuerpo completamente quieto exceptuando su mano, que movía con economía de esfuerzos un abanico para hacer correr algo aquel aire cálido.

Se había cansado hacía rato de la desganada conversación de aquellas personas que había conocido por necesidad. Algunas de las voces denotaban ya ciertas dificultades al hablar a causa de aquel vino sobrecalentado, y ni siquiera se habían sentado todavía a comer.

Se volvió para disimular su incomodidad mientras se apartaba el vestido de color marfil de su piel. Y todo el rato observaba el barco. De Inglaterra.

El buque le podría haber parecido completamente inmóvil si no fuera por una diminuta brizna de espuma bajo su mascarón de proa dorado lleno de arrojo. Dos lanchas lo guiaban hacia tierra, una por cada una de sus amuras; no podía distinguir si estaban unidas a su barco por una estacha o no. Tampoco se movían apenas, y sólo el elegante subir y bajar de sus remos, claros como alas, daban muestras de sus esfuerzos y su propósito.

La mujer sabía mucho de barcos; había viajado muchos cientos de leguas por mar, y tenía buen ojo para captar sus complejos detalles. Una voz del pasado pareció flotar en su mente, una que había descrito los barcos como la más maravillosa creación del hombre. Y podía oírle añadir «y tan exigente como cualquier mujer».

Alguien comentó detrás de ella:

—Otra ronda de visitas oficiales, supongo.

Nadie respondió nada. Hacía demasiado calor incluso para hacer suposiciones. Se oyeron pisadas sobre los escalones de piedra y oyó decir a la misma voz:

—Hágamelo saber cuando tenga más noticias.

El sirviente salió correteando mientras su amo abría un mensaje garabateado de alguien del arsenal.

—Es el Hyperion, setenta y cuatro cañones. Su comandante es el capitán de navío Haven.

La mujer observó el barco mientras su nombre se le clavaba en su mente. ¿Por qué había de alterarle de alguna manera?

Otra voz murmuró:

—Dios mío, Aubrey, pensaba que era un casco desarbolado. Estaba en Plymouth, ¿no es así?

Se oyó un tintineo de copas, pero la mujer no se movió. ¿Capitán de navío Haven? El nombre no le decía nada.

Vio que el bote de ronda bogaba cansinamente hacia el alto dos cubiertas. Le encantaba observar los barcos que entraban, ver la actividad en cubierta, con los aparentemente confusos preparativos hasta que una gran ancla levantaba una buena salpicadura. Aquellos marineros estarían observando la isla, muchos por primera vez. Era bien distinto a los puertos y pueblos de Inglaterra.

La misma voz comentó:

—Sí, así es. Pero con esta guerra extendiéndose cada día que pasa y con nuestra gente de Whitehall[1] tan desprevenida como siempre, sospecho que incluso los buques naufragados ante nuestras costas tendrán que entrar en servicio.

Una voz más grave dijo:

—Ahora lo recuerdo. Combatió solo contra un condenado gran tres cubiertas y lo apresó. No me extraña que el pobre viejo fuera desarmado después de eso, ¿eh?

Ella lo seguía mirando, sin apenas atreverse a parpadear, mientras la silueta del navío de dos puentes se alargaba y sus velas eran cargadas a la vez que se balanceaba muy lentamente bajo la exigua brisa que podía encontrar.

—No es un buque cualquiera, Aubrey. —El interés había hecho que el hombre se fuera hasta la balaustrada—. Por Dios, lleva insignia de almirante.

—De vicealmirante —corrigió su invitado—. Muy interesante. Al parecer está bajo la insignia de Sir Richard Bolitho, vicealmirante de la bandera roja.

El ancla levantó una columna de espuma al caer desde la serviola. La mujer puso una mano sobre la balaustrada hasta que el calor de la piedra le sobresaltó.

Su marido debió de verla moverse.

—¿Qué ocurre? ¿Le conoces? Es un verdadero héroe, si la mitad de lo que he leído de él puede creerse.

Ella asió el abanico con más fuerza y lo apretó contra su pecho. Así que era así como iba a ser. Él estaba allí, en Antigua. Después de todo aquel tiempo, después de todo lo que él había pasado.

No era extraño que se hubiese acordado del nombre del barco. Él había hablado muchas veces afectuosamente de su viejo Hyperion. Era el primer barco que había tenido bajo su mando como capitán de navío.

Se sorprendió por su súbita emoción y más aún por su capacidad para disimularla.

—Le conocí hace unos años.

—¿Otra copa de vino, caballeros?

Ella se relajó, músculo tras músculo, consciente de la humedad de su vestido y también de su cuerpo.

A la vez que pensaba en ello se maldijo por su estupidez. No podía ser otra vez como aquello. «Nunca».

Dio la espalda al barco y sonrió a los demás. Pero incluso la sonrisa era mentira.

* * *

Richard Bolitho estaba de pie con aire vacilante en el centro de la gran cámara de popa, con la cabeza ladeada ante el repentino ruido sordo de pies descalzos por la toldilla. Todos aquellos sonidos familiares se agolparon en la cámara; el coro apagado de las órdenes, el consiguiente chirriar de los motones al ser braceadas las vergas. Y aun así, apenas había movimiento. Como un buque fantasma. Sólo los altos y resplandecientes rayos dorados del sol que se movían a lo largo de un lado de la cámara daban indicios de que el Hyperion borneaba muy lentamente bajo el viento de tierra.

Observó como la costa se movía en un panorama verde a través de la mitad de los ventanales de popa. «Antigua». Hasta el nombre era como una puñalada en el corazón, un renacer de innumerables recuerdos, de muchas voces y rostros. Fue allí, en English Harbour donde, como capitán de corbeta recién nombrado, le habían dado su verdadero primer mando, la pequeña y ágil corbeta Sparrow. Un buque muy distinto, pero entonces la guerra contra los rebeldes norteamericanos había sido también diferente. ¡Qué lejano parecía todo aquello! Buques y rostros, dolor y euforia.

Pensó en el pasaje desde Inglaterra hasta allí. No podía imaginarse uno más rápido, treinta días, con el viejo Hyperion respondiendo como un pura sangre. Habían navegado en convoy con unos buques mercantes, varios de los cuales iban repletos de soldados, refuerzos o reemplazos para la cadena de guarniciones inglesas del Caribe. Eran más bien lo último, pensó con tristeza. Era del dominio común el hecho de que los soldados morían allí como moscas por una fiebre o por otra sin tan siquiera llegar a oír nunca el estallido de un mosquete francés.

Bolitho caminó lentamente hasta los ventanales de popa, cubriéndose los ojos ante el brumoso resplandor. Fue de nuevo consciente de su propio resentimiento, de su reticencia a estar allí, sabedor de que la situación requeriría una diplomacia y una pompa para la cual no estaba de humor. Había empezado ya con las salvas regulares de saludo, cañón tras cañón con la batería de costa más cercana, en lo alto de la cual la bandera del Reino Unido no se movía lo más mínimo con aquel aire húmedo.

Vio el bote de ronda sobre su propio reflejo, con sus remos quietos mientras el oficial al mando esperaba que el dos puentes fondeara. Sin estar arriba en la toldilla o en el alcázar, Bolitho podía imaginárselo todo perfectamente, con los hombres en las brazas y drizas y otros a lo largo de las grandes vergas listos para aferrar las velas a manotazos en ellas, dando la impresión, visto desde tierra, de que todas las velas desaparecían al unísono.

Tierra. Para un marino era siempre un sueño. Una nueva aventura.

Bolitho lanzó una mirada a la casaca de gala que estaba colgada en el respaldo de una silla, lista para la llamada a entrar en escena. Cuando le dieron el mando de la Sparrow tantos años atrás nunca creyó que fuera posible. La muerte por accidente o al pie del cañón, la ignominia, o la falta de oportunidades para distinguirse o ganarse el favor de un almirante hacían de cualquier promoción un duro camino.

Ahora, la casaca era una realidad, con sus dos charreteras doradas y sus dos pares de estrellas plateadas. Y aun así… Levantó la mano para apartar su mechón de cabello suelto de encima de su ojo derecho. Como la cicatriz que se adentraba en su cuero cabelludo, donde un machete casi había terminado con su vida, nada había cambiado, ni siquiera la incertidumbre.

Había creído que iba a poder ser capaz de acostumbrarse a ella, aunque el paso de estar al mando de un barco al rango de almirante fuera el más grande de todos. Ahora era Sir Richard Bolitho, Caballero de la Orden de Bath, vicealmirante de la bandera roja y, después de Nelson, el más joven del escalafón. Esbozó una ligera sonrisa. El rey ni siquiera se había acordado de su nombre cuando le nombró caballero. Bolitho se las había arreglado también para aceptar que ya no formaba parte del funcionamiento diario del barco, de ninguno de los que enarbolaban su insignia. Como teniente de navío, siempre acostumbraba a mirar hacia la alejada figura del comandante en popa, y había sentido admiración, si bien no siempre respeto. Más tarde, como capitán de corbeta, de fragata y por último de navío, se había quedado despierto muy a menudo, preocupándose mientras escuchaba el viento y los sonidos de a bordo, conteniéndose para no salir disparado a cubierta por pensar que el oficial de guardia no era consciente de los peligros que acechaban. Era duro delegar; pero al menos, el barco era suyo. Para la dotación de cualquier buque de guerra, su comandante sólo iba detrás de Dios, y algunos decían con cierta irreverencia que eso sólo era debido a una cuestión de antigüedad.

Como almirante, uno tenía que quedarse a distancia y dirigir los asuntos de todos sus comandantes, colocando las fuerzas que controlara donde pudieran dar el mejor servicio. El poder era mayor, pero también lo era la responsabilidad. Pocos almirantes se habían permitido olvidar que el almirante Byng había sido ejecutado por cobardía por un pelotón de fusilamiento en la cubierta de su propio buque insignia.

Quizás se hubiera acomodado a su rango y a su poco familiar título de no haber sido por su vida familiar. Rehuyó la idea y se llevó los dedos a su ojo izquierdo. Se masajeó el párpado y miró fijamente la masa verde de tierra. Volvía a ver de nuevo con claridad y contraste. Pero aquello no iba a durar. El cirujano de Londres le había avisado. Necesitaba descanso, más tratamiento y cuidados constantes. Eso habría significado quedarse en tierra, y peor aun, un puesto en el Almirantazgo.

Entonces, ¿por qué había pedido, casi exigido, otro puesto en la flota? En cualquier parte, o al menos así les había sonado en aquel momento a los lores del Almirantazgo.

Tres de aquellos sus superiores le habían dicho que se había ganado de sobras un puesto en Londres incluso antes de su última gran victoria. Aunque al insistir él, había tenido la sensación de que estaban igualmente contentos de que declinara su ofrecimiento.

El destino; debía de ser eso. Se dio la vuelta y miró detenidamente la gran cámara. El techo blanco y bajo, el cuero verde claro de las sillas, las puertas del mamparo que comunicaban con su camarote o con el abarrotado mundo del resto del buque y tras el que un centinela protegía su intimidad día y noche.

El Hyperion. Tenía que ser un designio del destino.

Podía recordar la última vez que lo había visto, tras llevarlo él mismo a Plymouth. Las multitudes que se apiñaban en el paseo y en el Hoe para ver volver a casa al vencedor. Todos aquellos muertos, y muchos más lisiados de por vida tras su triunfo sobre la escuadra de Lequiller en el golfo de Vizcaya, y la captura de su gran buque insignia de cien cañones, el Tornade, que Bolitho mandaría más tarde como capitán de bandera de otro almirante.

Pero era este barco el que siempre recordaba. El Hyperion, setenta y cuatro cañones. Había caminado junto al barco por el muelle de Plymouth en aquel terrible día y se había despedido de él; o eso había creído entonces. Destrozado y desgarrado por los cañonazos enemigos, con su aparejo y sus velas hechos trizas y sus cubiertas astilladas llenas de manchas oscuras de la sangre de los que allí habían luchado. Dijeron entonces que nunca volvería a una línea de combate. En muchos momentos de su penosa vuelta a puerto con aquel mal tiempo había pensado que se iba a ir a pique como algunos de sus adversarios. Mientras lo observaba allá en el muelle, casi había deseado que encontrara la paz en el fondo del mar. Con la guerra cada vez más enconada y extendiéndose más, el Hyperion había sido convertido en un almacén de provisiones. Desarbolado y con sus una vez ajetreadas cubiertas de baterías llenas de barriles y cajas, había pasado a formar parte del arsenal.

Era el primer navío de línea que Bolitho había tenido a su mando. Entonces, como ahora, en el fondo de su corazón seguía siendo un hombre de fragata, y la idea de ser comandante de un dos cubiertas le había consternado. Pero en aquel entonces, también estaba desesperado, aunque por diferentes razones. Acosado por la fiebre que casi le había matado en los Mares del Sur, su puesto estaba en tierra, reclutando hombres en el Nore, cuando la Revolución francesa había azotado el continente como un fuego forestal. Podía acordarse de cuando se unió a su barco en Gibraltar como si fuera ayer mismo. Ya entonces era un buque viejo y gastado y aun así le había cautivado, como si de alguna manera se necesitasen el uno al otro.

Bolitho oyó el trinar de las pitadas y la gran salpicadura del ancla al caer de golpe en aquellas aguas que tan bien conocía.

Su capitán de bandera vendría a verle enseguida para recibir órdenes. Por mucho que lo intentara, Bolitho no podía ver al capitán de navío Edmund Haven como un líder inspirador ni como su consejero personal.

Era un hombre anodino, impersonal, y mientras pensaba en él sabía que estaba siendo injusto. Bolitho había llegado al barco sólo unos días antes de levar anclas para su pasaje a las Indias. Y en los treinta siguientes, había permanecido casi completamente aislado en sus propios aposentos, de manera que hasta Allday, su patrón, estaba mostrando signos de preocupación.

Probablemente era por algo que Haven había dicho en su primer paseo por el barco, el día antes de hacerse a la mar.

Haven había creído obviamente que era raro, y quizás excéntrico, que su almirante quisiera ver otra cosa más allá de su cámara o de la toldilla, y menos aún mostrar interés por las cubiertas de baterías y el sollado.

La mirada de Bolitho se posó sobre los dos sables colgados en el mamparo. Su propio y viejo sable y el regalado por el pueblo de Falmouth, tan resplandeciente. ¿Cómo iba Haven a entenderlo? No era culpa suya. Bolitho se había tomado su aparente descontento con el mando de aquel barco como una afrenta personal. Le había espetado:

—Puede que este barco sea viejo, comandante Haven, pero ¡navega más rápido que muchos más nuevos! Chesapeake, las Saintes, Tolón y el golfo de Vizcaya, ¡sus honores en combate se leen como una historia de la mismísima Marina!

Era injusto, pero Haven tendría que haberse informado mejor.

Cada metro de aquel paseo había sido un renacer constante de recuerdos. Sólo las caras y las voces no encajaban. Pero el barco era el mismo. Tenía mástiles nuevos y la mayor parte de su armamento había sido sustituido por artillería más pesada de la que tenían cuando se enfrentaron a las andanadas del Tornade de Lequiller; la pintura se veía reluciente y las costuras de la tablazón bien alquitranadas. Aunque nada de eso podía cambiar a su Hyperion. Miró alrededor de la cámara, viéndola tal como era antes. Y tenía treinta y dos años. Cuando fue construido en Deptford obtuvo las mejores piezas de roble de Kent. La construcción naval de aquellos tiempos había desaparecido para siempre, y ahora, a la mayor parte de los bosques se les había extraído la mejor madera para cubrir las necesidades de la flota.

Resultaba irónico que el gran Tornade, siendo un barco nuevo, hubiese sido convertido en buque prisión hacía unos cuatro años. Se tocó de nuevo su ojo izquierdo y maldijo con rabia cuando pareció cernirse sobre su visión un velo brumoso. Pensó en Haven y en los otros que servían en aquel viejo barco día y noche. ¿Sabían o se imaginaban que el hombre cuya insignia ondeaba en el tope del palo trinquete estaba parcialmente ciego de su ojo izquierdo? Bolitho cerró los puños al revivir aquel momento en que había caído a cubierta cegado por la arena de un balde que la bala enemiga había hecho saltar por los aires.

Esperó a recobrar la compostura. No, Haven no parecía darse cuenta de nada que estuviera más allá de sus deberes.

Bolitho tocó una de las sillas y se imaginó su buque insignia a todo lo largo y todo lo ancho. Había mucho de él en aquel lugar. Su hermano había muerto en la cubierta superior, había caído para salvar a su único hijo, Adam, aunque el chico desconocía entonces que su padre estaba todavía vivo. Y su estimado Inch, que había llegado a segundo comandante del Hyperion. Podía verle ahora, con su ansiosa sonrisa en su cara de caballo. Ahora también él estaba muerto, como tantos otros de los «pocos elegidos»[2].

Y Cheney había también caminado por aquellas cubiertas. Empujó la silla a un lado y se fue malhumorado hasta los ventanales de popa abiertos.

—¿Me ha llamado, Sir Richard?

Era Ozzard, su criado con aspecto de topo. No sería para nada un barco sin él.

Bolitho se volvió. Debía de haber pronunciado el nombre de ella en voz alta. ¿Cuántas veces…? ¿Y cuánto tiempo iba a sufrir de esa manera?

—L-lo siento, Ozzard —dijo. Pero no añadió nada más.

Ozzard se cogió las manos como garras sobre su delantal y miró el resplandeciente fondeadero.

—Como en los viejos tiempos, Sir Richard.

—Sí. —Bolitho suspiró—. Mejor que nos pongamos a ello ¿eh?

Ozzard cogió la pesada casaca con sus brillantes charreteras. Bolitho oyó más gorjeos de pitadas más allá del mamparo y el chirrido del aparejo al izar los botes sobre la cubierta para arriarlos por el costado.

«Desembarco». En su día había sido una palabra mágica.

Ozzard se entretuvo con la casaca pero no bajó ninguno de los dos sables de su sitio. Él y Allday eran muy buenos amigos aunque la mayoría de la gente los viese como la noche y el día. Y Allday no permitiría a nadie abrochar el sable a Bolitho. Como el viejo barco, pensó Bolitho, Allday estaba hecho del mejor roble inglés, y cuando faltara nadie llenaría su hueco.

Se imaginó que Ozzard estaba abatido por el hecho de que él hubiera escogido el dos cubiertas cuando podía haber elegido cualquiera de los buques de primera clase disponibles. En el Almirantazgo le habían dado a entender discretamente que aunque el Hyperion estaba listo para salir a la mar de nuevo, tras ser objeto de reparaciones y carenados durante tres años, podía ser que nunca se recuperara de aquel último y salvaje combate.

Curiosamente, había sido Nelson, el héroe al que Bolitho nunca había llegado a conocer, quien había resuelto la cuestión. Alguien del Almirantazgo debía de haber escrito al pequeño almirante contándole la solicitud de Bolitho. Nelson había enviado su propio punto de vista en un despacho dirigido a sus señorías con su típica brevedad.

«Den a Bolitho el barco que él quiera. Es un marino, no un hombre de tierra».

«Aquello debía de hacer gracia a nuestro Nel», pensó Bolitho. El Hyperion había sido dejado de lado como casco desarbolado hasta su reasignación de destino sólo unos meses atrás, y tenía treinta y dos años.

Nelson había izado su propia insignia en el Victory, un primera clase, pero se lo había encontrado pudriéndose como buque prisión. A su extraña manera había sabido que tenía que ser su buque insignia. Por lo que Bolitho podía recordar, el Victory era ocho años más viejo que el Hyperion.

De algún modo, parecía correcto que los dos viejos barcos volvieran a vivir de nuevo tras ser desechados sin pensarlo mucho después de todo lo que habían hecho.

La puerta del mamparo que daba al pasillo se abrió, y apareció en ella Daniel Yovell, el secretario de Bolitho, quien se quedó mirándole con tristeza.

Bolitho se ablandó una vez más. No había sido fácil para ninguno de ellos a causa de su mal humor y sus dudas. Incluso Yovell, de hombros caídos, regordete y tan minucioso en su trabajo, había tenido cuidado de mantener la distancia durante los últimos treinta días en el mar.

—El comandante estará aquí en breve, Sir Richard.

Bolitho metió sus brazos en la casaca y movió los hombros para conseguir la postura más cómoda sin que su columna vertebral le picara por el sudor.

—¿Dónde está mi ayudante? —preguntó de repente Bolitho sonriendo. Tener un ayudante oficial había sido también difícil de aceptar al principio. Ahora, tras los dos ayudantes anteriores, le resultaba fácil afrontarlo.

—Esperando la lancha. Enseguida que esté lista —los gruesos hombros se elevaron alegremente— irá usted a conocer a los dignatarios locales. —Se había tomado la sonrisa de Bolitho como una vuelta a la normalidad. La mente ingenua de Yovell necesitaba que todas las cosas fueran como siempre.

Bolitho permitió que Ozzard se pusiera de puntillas para arreglarle el pañuelo de cuello. Durante años, había dependido de la palabra del almirante o de su oficial superior presente donde quisiera que estuvieran.

Todavía le resultaba difícil creer que esta vez no había un cerebro superior al que preguntar o contentar. Él era el oficial superior. Por supuesto, al final prevalecían las reglas navales no escritas. Si actuaba correctamente, otros se llevarían el mérito. Si se equivocaba, cargaría con las culpas.

Bolitho se miró al espejo e hizo una mueca. Su cabello era todavía negro, aparte de algunas desagradables canas en el rebelde mechón de pelo que cubría la vieja cicatriz. Las arrugas de las comisuras de sus labios eran más profundas, y su reflejo le recordó el retrato de su hermano mayor, Hugh, que estaba colgado en Falmouth, como tantos de aquellos retratos de los Bolitho de la gran casa de piedra gris. Refrenó su súbita desesperación. Ahora, aparte de su leal mayordomo Ferguson y los criados, estaba vacía.

Estoy aquí. Es lo que quería. Lanzó otra mirada alrededor de la cámara. El Hyperion. Casi nos morimos juntos.

Yovell se apartó a un lado, con su cara roja como una manzana llena de cautela.

—El comandante, Sir Richard.

Haven entró con su sombrero bajo el brazo.

—El barco está fondeado, señor.

Bolitho asintió. Le había dicho a Haven que no se dirigiera a él por su título a menos que la ceremonia dictara lo contrario. La separación entre ambos era ya bastante grande.

—Ahora subo. —Una sombra entró por la puerta y Bolitho percibió una levísima expresión de fastidio en el rostro de Haven. Eso era mejor que su acostumbrada total compostura, pensó Bolitho.

Allday pasó junto al comandante del insignia.

—La lancha está al costado, Sir Richard. —Se fue hasta los sables del mamparo y echó un vistazo a las dos armas pensativo—. ¿Cuál es el apropiado para hoy?

Bolitho sonrió. Allday tenía sus propios problemas, pero se los guardaría para sí mismo hasta que estuviera preparado para contárselos. ¿Su patrón? Un amigo de verdad era describirlo mejor. A Haven le hacía torcer el gesto ver como un hombre de cargo tan modesto podía entrar y salir con total libertad de la cámara.

Allday se encorvó para abrocharle el viejo sable a Bolitho en su cinturón. La vaina de cuero había sido reconstruida varias veces, pero la deslustrada empuñadura seguía siendo la misma, y la magnífica y anticuada hoja estaba tan afilada como siempre.

Bolitho dio unos toques al sable a la altura de su cadera.

—Otro buen amigo. —Sus miradas se encontraron. Era algo casi palpable, pensó Bolitho. Toda la influencia que implicaba su rango no era nada comparada con su fuerte vínculo.

Haven era de complexión mediana, algo bajo y fornido, pelirrojo y con rizos. Tenía poco más de treinta años y el aspecto de un abogado formal o un comerciante de la ciudad, y su expresión en aquellos momentos era de sosegada expectación sin dejar traslucir nada. Bolitho había visitado su cámara en una ocasión y le había preguntado por un pequeño retrato de una preciosa chica con cabello ondulado y rodeada de flores.

—Es mi esposa —había contestado Haven. Su tono había denotado que no iba a decir nada más de ella, ni siquiera a su almirante. Un ser extraño, pensó Bolitho; pero el barco lo llevaba bien, aunque con tantos marineros nuevos y con un exceso de hombres de tierra adentro, daba la impresión de que su segundo tenía que llevarse buena parte del mérito por ello.

Bolitho salió con grandes pasos por la puerta, pasó junto al rígido centinela de infantería de marina y subió al deslumbrante alcázar. Era extraño ver la rueda amarrada en la posición de timón a la vía y abandonada. Todos los días, Bolitho había hecho sus paseos solitarios en la banda de barlovento del alcázar o la toldilla, había observado detenidamente al pequeño convoy y la fragata, mientras sus pies le llevaban arriba y abajo por la gastada tablazón, evitando los aparejos de los cañones y las argollas de manera inconsciente.

Las miradas que le seguían al pasar eran rápidamente apartadas de su persona si él miraba hacia allí de donde venían. Era algo que aceptaba. Sabía que aquello nunca llegaría a agradarle.

Ahora el barco estaba en reposo; se descolchaban cabos y los oficiales de mar se movían vigilantes entre los marineros de torso desnudo para asegurarse de que el barco, que ya no era un buque de guerra ordinario sino el buque insignia de un almirante, estuviera tan ordenado como se esperaba de él.

Bolitho miró a la arboladura, hacia el entramado de obenques y aparejo, las velas fuertemente aferradas y las figuras acortadas trabajando afanosamente lejos de cubierta para cerciorarse de que también todo estuviera bien amarrado allí.

Algunos de los oficiales se apartaron cuando se fue hasta la barandilla del alcázar para mirar abajo, hacia la fila de baterías de dieciocho libras que habían sustituido a las originales baterías de doce libras.

Entre las afanosas figuras flotaban rostros, como fantasmas. Penetraron ruidos entre los gritos de las órdenes y el repiqueteo del aparejo. Las cubiertas destrozadas por los disparos, como arrancadas por garras gigantes. Los hombres cayendo y muriendo, pidiendo ayuda cuando no había ninguna posible. Su sobrino Adam, entonces con catorce años, pálido aunque absolutamente decidido mientras los barcos en combate se daban su último abrazo, del cual no había escapatoria para ninguno de los dos.

—El bote de ronda está al costado —dijo Haven.

Bolitho señaló detrás del capitán de bandera.

—No ha aparejado mangueras de ventilación, comandante.

¿Por qué no podía llamar a Haven por su apellido? «¿Qué me está pasando?».

Haven se encogió de hombros.

—No quedan bien vistos desde tierra, señor.

Bolitho le miró.

—Dan algo de aire a la gente de las cubiertas de baterías. Haga aparejarlas.

Trató de contener su enojo consigo mismo y con Haven por no haber pensado en el horno que debía de ser una cubierta de baterías abarrotada de hombres. El Hyperion tenía ciento ochenta pies de eslora en su cubierta de baterías y llevaba una dotación total de unos seiscientos hombres entre oficiales, marineros e infantes de marina. Con aquel calor debía de parecerles que eran el doble de gente.

Vio a Haven espetando sus órdenes a su segundo, y a este último mirarle a él como para ver por sí mismo el origen de la orden de aparejar mangueras de ventilación.

El segundo comandante era otro bicho raro, había decidido Bolitho. Pasaba de los treinta años, era mayor para el rango de teniente de navío y había estado al mando de un bergantín. El cargo no había tenido continuidad al ser desarmado el barco y él había vuelto a su anterior puesto. Era alto y, a diferencia de su comandante, un hombre que exteriorizaba excitación y entusiasmo. Extrañamente apuesto, su buen aspecto y su tez morena recordaban a Bolitho un rostro del pasado, pero no podía acordarse de quién. Tenía una sonrisa fácil y era evidentemente popular entre sus subordinados, la clase de oficial al que los guardiamarinas deseaban emular.

Bolitho miró hacia proa, debajo del beque delicadamente curvado donde podía ver los anchos hombros del mascarón de proa. Era lo que siempre había recordado más tras dejar el barco en Plymouth. El Hyperion estaba tan destrozado y tan dañado que le había resultado difícil imaginárselo cómo era en su día. Pero el mascarón de proa contaba otra historia.

Bajo la pintura dorada puede que hubiera cicatrices, pero los penetrantes ojos azules que miraban fijamente adelante desde debajo de la corona de un sol naciente eran tan arrogantes como siempre. Un musculoso brazo extendido apuntaba su tridente hacia el horizonte. Incluso visto desde popa, Bolitho recobraba fuerzas con la familiar visión del mismo. Hyperion, uno de los titanes, se había salvado de la humillación de verse denigrado y convertido en buque desarbolado.

Allday le miró con atención. Había visto la mirada y supuso lo que significaba. Bolitho estaba molesto. Allday no estaba aún seguro de si estaba de acuerdo con él o no. Pero quería a Bolitho como a nadie y moriría por él sin dudarlo.

—La lancha está lista, Sir Richard —dijo. Quería añadir que esta no tenía una gran dotación. Todavía.

Bolitho caminó despacio hasta el portalón de entrada y miró abajo, hacia el bote que estaba al costado. Jenour, su nuevo ayudante, estaba ya a bordo; y también Yovell, con una cartera de documentos sobre sus gruesas rodillas. Uno de los guardiamarinas estaba de pie más tieso que una escoba en la cámara del bote. Bolitho refrenó su impulso de escudriñar sus rasgos juveniles. Todo era parte del pasado. No conocía a nadie en aquel barco.

De pronto, miró a su alrededor y vio a los pífanos humedeciendo las bocas de sus instrumentos en sus labios y a los infantes de marina con sus mosquetes preparados para acompañar con su saludo su partida.

Allí estaban Haven y su segundo, todos los otros rostros anónimos, los azules y blancos de los oficiales, el rojo escarlata de los infantes de marina y los cuerpos bronceados de los marineros que miraban.

Deseaba decirles «¡soy vuestro almirante, pero el Hyperion es todavía “mi” barco!».

Oyó a Allday saltar a la lancha y supo que estaría atento, listo para cogerle si su ojo le fallaba y perdía el equilibrio. Bolitho alzó su sombrero y al instante los pífanos y tambores empezaron un vivo crescendo, y la guardia de infantería de marina presentó armas cuando el sable de su mayor lanzó un destello en su movimiento de saludo.

Sonaron pitos y Bolitho bajó por el costado y saltó a la lancha.

Su última mirada hacia Haven le provocó sorpresa. La mirada del comandante era fría, hostil. Valía la pena recordarlo.

El bote de ronda se movía lentamente esperando para conducir a la lancha a través de los buques fondeados y las embarcaciones portuarias.

Bolitho se protegió los ojos del sol y miró detenidamente a tierra.

Era otro reto. Pero en aquel momento habría preferido eludirlo.