LOS ALOJAMIENTOS
El alojamiento de tropas era otro de los grandes problemas militares a los que los Estados de la época se debían enfrentar, ya que de poco servía levantar un ejército si este se desbarataba ante la imposibilidad de hospedarlo y suministrarle todo lo necesario para que en pocos meses pudiera volver a la lucha. La dimensión de los conflictos, y su cada vez mayor duración, agravaban el problema ante la inexistencia de unos cuarteles apropiados en donde acantonar a las tropas durante los momentos que no combatían, por lo que la carga terminó recayendo sobre la población. En otros territorios de la monarquía, como Milán o Flandes —mucho más acostumbrados al trasiego continuo de soldados que la propia península ibérica—, los alojamientos estaban más reglados, ya que las comunidades pronto se dieron cuenta de que redundaba en su beneficio ajustar contribuciones económicas para mantener a los soldados y liberarse de los problemas que estos pudieran ocasionar.
Los Estados no tenían medios suficientes para abonar todas las mesadas de sus sueldos a los soldados, y que estos pagaran su manutención, por lo que los soldados o desertaban —debiendo la administración militar reemplazar las bajas todos los años—, o podían hacerse con lo que necesitaban por métodos violentos, creando un sin fin de problemas de orden público, en los que el Estado se veía sobrepasado ante los requerimientos de sus servidores y su incapacidad para darles lo que necesitaban.
En la Época Moderna, los soldados tenían derecho a recibir gratuitamente por parte de la población el denominado alojamiento ordinario, que por ejemplo en Castilla consistía en cama, luz (es decir iluminación mediante velas y leña para el fuego), sal, vinagre, mesa y manteles y la preparación de la comida que las tropas compraran con su dinero o el Gobierno facilitase. Esta situación era ventajosa para los soldados, pero generaba muchos problemas e incertidumbres entre la población, que no deseaba que los soldados se alojasen entre ellos. Pero el problema es que no existían infraestructuras adecuadas o cuarteles para alojar permanentemente a las tropas, por lo que encontrar edificios apropiados y vacíos era a menudo complicado.
Las ciudades estaban mucho mejor preparadas que los pueblos pequeños para hacer frente a los alojamientos, por lo que generalmente se encargaban de hospedar a las tropas, aunque en ocasiones la carga podía llegar a ser excesiva, sobre todo si se prolongaba durante todo un invierno o largos períodos de tiempo. Pese a las abundantes quejas, en Flandes el Gobierno tardó varias décadas en darse cuenta de la necesidad de modificar el método tradicional de alojamiento. No será hasta principios del siglo XVII cuando el archiduque Alberto intente aunar los intereses de sus súbditos y soldados. Muchas ciudades terminaron pagando por evitar los alojamientos, mientras que en las plazas fortificadas comenzaron a aparecer construcciones permanentes de madera y piedra —en muchos casos patrocinadas por las mismas ciudades—, denominadas barracas. Algunas eran muy simples y con capacidad para cuatro personas en dos camas, dos soldados casados o cuatro solteros, pero también había barracas con capacidad para ocho personas. También las tres principales ciudadelas de los Países Bajos —Gante, Amberes y Cambrai—, todas ellas con una guarnición fija española, disponían en sus muros de instalaciones adecuadas para alojar tropas.
A pesar de las facilidades construidas por el Gobierno y las ciudades, lo cierto es que en muchos casos las tropas tuvieron que ser alojadas en casas particulares, repartiéndose a los soldados a través de boletas de alojamiento. Eso suponía importantes problemas sociales, ya que ante las exenciones de alojamiento, sólo los menos pudientes debían hacer frente a esta carga, por lo que en algunos casos tenían que alojar a varios soldados en sus casas.
A pesar de las molestias que causaban sobre la población, los alojamientos eran una práctica necesaria para conservar el ejército, por lo que la monarquía no tuvo más remedio que permitirlos. El motivo era que no siempre había espacio para todos en los barracones de las guarniciones fronterizas, y aunque los hubiera, estos no eran lo suficientemente cómodos para la tropa, que pasaba privaciones y muchas veces dormía en el suelo. En cambio, se reconocía que cuando las tropas se alojaban entre los paisanos, en sus casas, sobrellevaban mejor los padecimientos de la campaña y se recuperaban mejor. Además del alojamiento gratuito, en ocasiones los pueblos debían entregar ciertas cantidades económicas a cada militar, estipuladas según el puesto y grado. Estas cantidades sólo se daban bajo orden real, y en el caso de darse, quedarían como adelanto de los impuestos de ese año o del siguiente. Este uso de la fiscalidad ordinaria no dejaba de ser un inconveniente para las rentas reales, que eran obtenidas por los soldados en especie y dinero, por lo que el alojamiento durante varias semanas podía provocar que las rentas del rey nunca entraran en las arcas del Estado, o que los rendimientos impositivos de varios años de todo un territorio se vieran consumidas por los soldados en pocas semanas. A su favor, este sistema permitía a la administración recaudar los atrasos en el cobro de los impuestos, aunque la presión económica y las vejaciones de los soldados sobre la población civil conllevaban en muchos casos el empobrecimiento y la pérdida poblacional de los pueblos.
La ciudadela de Amberes hacia 1606, según el grabado de Johannes Baptista Vrints. Se puede advertir la ciudadela pentagonal construida por los españoles, que disponía de edificios y facilidades que sólo eran utilizados por las tropas que defendían la ciudad, en concreto una guarnición fija española. Rijksmuseum, Ámsterdam.
A menudo se optó por la configuración de nuevos impuestos, a modo de servicios voluntarios, que mejoraban la capacidad de extracción de recursos de la administración militar. Así, aunque el alojamiento de las tropas podía ejecutarse sobre una localidad concreta y populosa, para tenerlas juntas y mejor disciplinadas, otras regiones cercanas contribuían con dinero, para pagar los denominados utensilios, efectuándose repartimientos económicos basándose en la población de cada municipio. Con estos fondos, los pueblos que no soportaban alojamientos compensaban a los que sí lo hacían, práctica que siempre era posible, ya que todos preferían pagar a tener que alojar. A pesar de los problemas generados, esta clase de alojamientos permitió que el ejército se mantuviera, a costa de la población, pero mediante métodos más racionales y sin excesivos brotes de violencia popular contra los soldados.
En campaña las cosas eran diferentes. No siempre los soldados llevaban tiendas de campaña, consideradas un lujo que generalmente sí que se podían permitir los oficiales. De esta manera, los alojamientos se solían improvisar en casas abandonadas, o realizándose chozas de madera con ramas, tablones o leña, por lo que la tropa podía vivir en condiciones algo insalubres, y como no siempre se elegía adecuadamente la zona donde construir el campamento, de improvisto este podía quedar encharcado o anegado por las lluvias, causando bajas y enfermedades. Durante el verano de 1621-1622, un militar que participó en la campaña militar contra los holandeses —centrada en la realización de nuevos fuertes y posiciones entre los diques y pólderes cercanos a Amberes—, nos describe la situación algo dantesca, ya que ante el agua, el lodo, la nieve y el hielo muchos hombres perecían. El lodo impedía a los hombres avanzar, y por las noches, con el peso de las armas algunos caían y morían en los lodazales sin que sus camaradas pudieran ayudarlos. Eso lo conocían los holandeses, de ahí que en muchos casos fingieran ataques por las noches. El hielo también se llevó su tributo, y muchos soldados perdieron manos, brazos y pies debido a la congelación. Las tropas estaban mal equipadas para el invierno, y los cuarteles se realizaron en un terreno que se inundaba con facilidad, por lo que el lodo lo cubría todo. Si bien al comienzo de la campaña se habían movilizado unos nueve mil efectivos entre españoles, alemanes, valones, irlandeses e italianos, tras pasar el invierno, en el mes de abril, sólo quedaban dos mil, debido a las enfermedades, fugas y malas condiciones de vida, ya que se calculaba que sólo sesenta habían muerto por las acciones del enemigo. La guerra de posiciones, fortines y trincheras se cobraba más vidas por las malas condiciones de habitabilidad, y las enfermedades, que por los combates.