LOS REQUISITOS DEL SOLDADO
El capitán reclutador era el encargado de comprobar la calidad de los soldados que alistaba, algo que era verificado por los comisarios reales y los contadores que recibían las tropas al sueldo, y procedían a su inspección, especialmente si se embarcaban para Flandes o Italia. Las instrucciones despachadas a los capitanes por el consejo de guerra les aconsejaban que tuvieran cuidado, y siempre recibieran en sus compañías a gente útil y «conocida», sin admitir a rufianes, fulleros y gente de mal vivir. Cuestión que estos debían tener bien presente, ya que todos los gastos provocados por los posibles daños ocasionados por la compañía —tanto en el alojamiento, como en su tránsito a su destino— correrían por cuenta de los capitanes, que sin duda cuidarían la disciplina de su tropa para que su bolsillo no se resintiera. También el capitán debía cuidar no admitir a ningún soldado que hubiera servido antes, ya lo hubiera hecho en España o en los ejércitos no peninsulares, salvo en caso que hubieran tenido licencia de sus superiores. En caso de que se descubriera que el capitán admitía desertores, podría ser castigado por los comisarios. Para atajar el problema, también se les prohibía poder dar licencia a cualquier soldado o admitir a cualquiera con licencia, para evitar el paso de los soldados de una compañía a otra, siendo el transfuguismo otro problema bastante grave.
Pese a las reglamentaciones siempre se aceptó de buena gana la presencia de militares veteranos y oficiales reformados —que ya no tenían puesto en activo, pero que cobraban un sueldo superior pese a servir como simples soldados— entre los nuevos reclutas. Para un capitán esto significaba más experiencia al conjunto de sus hombres, y si el capitán lo necesitaba podrían ayudar a sus oficiales a disciplinar y entrenar a los bisoños, recibiendo a cambio alguna de las ventajas o sobresueldos que el capitán podía repartir entre sus hombres. Pero el problema de la deserción fue tan grave a la altura de mediados del siglo XVII que en muchos casos se intentó prohibir la presencia en las nuevas reclutas de reformados, para evitar alistar de nuevo a gente que ya habían servido en el Ejército y que había desertado o huido de él por la falta de pagas. Con esta orden, la Corona intentaba que no se repitiesen excesos, ya que lo que se pretendía era el reclutamiento de nuevos soldados, y no que los desertores tuvieran una salida fácil tras permanecer durante meses en sus hogares o en la corte pretendiendo nuevos puestos y ascensos.
Las instrucciones despachadas a los capitanes reclutadores insistían en que estos debían corroborar que sus hombres cumplían unas condiciones mínimas aceptables para ser soldados. Estas exigencias no variarán demasiado a lo largo del tiempo, determinándose que todos fueran útiles, y que no fueran demasiado viejos o demasiado jóvenes, ni que estuvieran enfermos o tuvieran algún mal contagioso, insistiéndose en que entre los hombres no hubiera ningún fraile o clérigo en hábito de soldado, exceptuándose al capellán. Los hombres debían estar sanos y no tener ninguna afección, sobre todo enfermedades contagiosas como la sarna, lepra o tiña, ante la posibilidad de que pudieran propagarlas entre sus compañeros.
Pese a la creciente dificultad de encontrar voluntarios para el Ejército, durante casi todo el siglo XVII las autoridades militares españolas seguían decididas a contratar a los mejores soldados que podían encontrar, especialmente si se pensaban destinar al servicio en Flandes o Italia, ante el enorme coste material y económico de su transporte. Con el paso del tiempo, la única variación dentro de estas órdenes la encontramos en cuanto a la edad mínima para aceptar a los soldados. Si bien en el siglo XVI se exigía que los nuevos reclutas tuvieran al menos veinte años —algo que por lo que sabemos no siempre se cumplía—, desde comienzos del siglo XVII se rebajará esta cifra en las órdenes a los dieciocho años. Siempre se esperaba que los capitanes lograran ir enganchando a todos los soldados que pudieran, siendo necesario que estos fueran «de nación española y hábiles para el manejo de las armas», y que tuvieran al menos dieciocho años y no pasasen de los cuarenta. Cambio en los requisitos de edad que sin duda nos demuestra hasta qué punto ya la necesidad de hombres habría hecho que en el siglo XVII se exigiera menos a los reclutas, ante la pérdida poblacional que sufrió especialmente Castilla a partir de la década de 1580.
En ocasiones también se pedía a los nuevos reclutas ciertas cualidades morales y buenos hábitos, pretendiendo así alistar hombres de buena moral. De esta manera, al capitán don Diego de Hoyos se le pedía, en 1658, que los hombres que reclutara en la ciudad de Tarifa tuvieran una calidad óptima, ordenándole: «Tendréis particular cuydado de no reçivir soldados inquietos y de mala vida, y que tengan delitos por donde deban ser castigados, y principalmente rufianes, ni fulleros, sino que sea gente vtil, conocida y de servicio, procurándolo berificar como mejor se pudiere».
No siempre las instrucciones eran específicas en cuanto a diferentes cuestiones, como por ejemplo lo que denominaríamos el estado civil de los soldados. Las instrucciones, salvo en contadas excepciones, no hacen referencia a la necesidad de que los alistados fueran solteros, algo que sólo vemos presente en algunas unidades de élite, como el reclutamiento en Castilla, en 1676, de nuevos refuerzos para el Regimiento de Guardia, o también conocido como Chamberga. Si bien algunos autores, como Parker, afirman que por lógica los capitanes reclutadores elegían a gente fornida, de más de quince años y menos de cincuenta, sanos y solteros, nunca los comisarios corroboraban esto último. Es cierto que los capitanes preferían gente joven y soltera, ya que tener que mantener una familia era considerado una carga para el Ejército, ante la mayor necesidad de fondos de los soldados casados y con familia. Los soldados debían cambiar de destino continuamente, algo que no siempre permitía crear unos profundos lazos familiares, o dar estabilidad alguna. Por eso mismo los mandos siempre preferían que sus soldados fueran solteros, por lo menos al inicio, lo que no quitaba para que aceptaran que buena parte de sus soldados —en especial los más veteranos o los oficiales— hubieran formado una familia, formara esta parte de los acompañantes del ejército o no.
En cuanto a las edades —a pesar de los requisitos—, lo cierto es que a partir de 1640 se permitía el alistamiento de menores de dieciocho años, algo que fue bastante común, y el de mayores de cuarenta años, aunque estos solían ser muy pocos. En este sentido, el consejo de guerra demostró distintos raseros de tolerancia, ante la enorme necesidad de tropas. Si bien los alistados de menos de doce o trece años eran despedidos y enviados de vuelta a sus casas, debiendo incluso acudir a la medición de la estatura de las tropas para intentar estimar las edades, los de dieciséis años o más solían ser aceptados sin problemas, mientras que a los que tenían catorce o quince se les permitía permanecer en las compañías siempre y cuando pudieran ser despachados a Italia, ya que en poco tiempo se podrían entrenar y formar como soldados, teniendo allí unos buenos alojamientos en donde permanecer hasta estar listos para servir.
Parte de esta problemática la podemos observar gracias a la correspondencia de los representantes del rey en los puertos cantábricos por donde se embarcaban las tropas hacia Flandes. En el reclutamiento voluntario se intentaba continuamente revisar la calidad de las tropas despachadas por los capitanes. Si bien la mayoría de los hombres remitidos por esta vía era de buena calidad, no en todas las compañías ocurría lo mismo, y en alguna se tuvieron que desechar bastantes hombres por estar enfermos o por no tener la edad necesaria para servir como soldados. Si bien en 1671 las instrucciones enviadas habían rebajado la edad mínima de los reclutas a los dieciséis años, no todos los capitanes observaron dicha orden. Así, de la compañía del capitán don Mateo Montero de Espinosa, que llego de la ciudad de Valladolid con ochenta y un hombres, se hubieron de despedir once hombres por ser muchachos de once a doce años, mientras que de la compañía reclutada por el capitán don Fernando Rocafull se despidieron tres por el mismo motivo y otros siete por enfermos que padecían «achaques incurables».
Peor resultado daban los reclutamientos que tenían un carácter más obligatorio, y que se gestionaban a través de los poderes locales, que sólo estaban interesados en cumplir con el número, aunque los alistados no tuvieran la calidad necesaria o cumplieran los requisitos. En 1676, el Principado de Asturias formó un tercio para servir en el ejército de Flandes, ocupándose directamente del reclutamiento de tropas, siendo forzados la mayoría de los alistados por sus propias comunidades. Se prefería que los soldados fueran solteros y sin cargas familiares, por lo que los jóvenes menos pudientes fueron una presa fácil para cumplir los cupos impuestos a los pueblos y concejos. Las tropas se apiñaron durante meses en las cárceles del principado y un seminario adecuado como cuartel, cundiendo las enfermedades entre la tropa, ante la demora de su pasaje a Flandes. Los informes realizados en Flandes a su llegada afirmaban que los hombres enviados desde Asturias eran inútiles para el servicio, estaban mal equipados y la mayoría enfermos. A pesar del tradicional valor de los asturianos, se decía que la mayor parte de los alistados eran niños de once a trece años, a la par que otra gran parte demasiado viejos e imposibilitados, ante las enfermedades, con lo que se decía «es lastima verlos», afirmándose también que «es raro el que escapa de enfermedad peligrosa, y muchos los que mueren en el hospital». La obligatoriedad y otros fenómenos paralelos influían también en los requisitos del soldado. Si a esto le unimos la mala gestión y planificación, el resultado podía ser desastroso, aunque este tipo de casos eran la excepción.
En el siglo XVII, la escasez de hombres parece que también hizo reducir las exigencias físicas. Siempre los capitanes intentaban reclutar mozos fuertes y sanos, pero con la perentoria necesidad de completar sus compañías ante la falta de candidatos fueron rebajando continuamente las exigencias. Los oficiales reclutadores examinaban con minuciosidad el tamaño y aptitud física de los hombres, siendo la altura un factor importante. Sin embargo, salvo para algunas unidades de élite, en general se aceptaba que los hombres fueran más bajos, pero de buena constitución, ya que este sí que era un factor más determinante para un soldado que la mera altura, que si bien imponía más respeto y temor, no servía para empuñar una pica o aguantar la fuerte descarga de un mosquete.
En esa época, la altura era más reducida, siendo varios centímetros menos de la media actual, por lo que muy pocos hombres superaban el 1,80, y la mayoría no llegaba al 1,60. Las indagaciones realizadas en el puerto de Málaga en 1675 sobre la altura de más de una decena de mozos jóvenes, de entre 13 y 18 años, que se habían alistado nos indica que ninguno de ellos llegaba a medir dos varas castellanas (1,68 metros), teniendo casi todos una media de 1,50, por lo que en general buena parte de ellos fueron aceptados como soldados. Curiosamente, esta altura media parece más alta que la de los quintos españoles del siglo XVIII, que en general no era muy superior de 1,40 metros; pero muy inferior a la altura de los legionarios romanos, que pese a ser considerados bajos por sus enemigos celtas y germanos debían medir como mínimo 1,70 para servir en la caballería o la primera cohorte de la legión. Esto queda explicado fundamentalmente por la evolución de la altura media, y su disminución a partir de los años oscuros que vinieron después de la caída de Roma y durante el Medievo, por lo que durante la Edad Moderna la altura media era baja, recuperándose hasta paramentos más parecidos a los actuales a partir de los siglos XIX y XX.