Capítulo 16

No quedaba más de una hora del jueves 19 de mayo de 2005. El intenso calor veraniego se había mantenido durante todo el día, y la noche era cálida y apacible. Inger Johanne había abierto todas las ventanas del salón. Se había bañado con Ragnhild y, en cuanto la acostaron en su cama, la niña se durmió agotada y feliz. La propia Inger Johanne estaba casi tan contenta como su hija. Sentía que volver a casa era casi una purificación. Al cruzar la puerta de entrada estuvo a punto de echarse a llorar de alivio. Los habían retenido durante tanto tiempo en el Servicio de Seguridad de la Policía que al final Yngvar había llamado a Peter Salhus y le había amenazado con romper toda la pila de declaraciones de confidencialidad que había firmado si no los dejaban volver inmediatamente a casa.

—En todo caso creo que podemos descartar tener más hijos —dijo Yngvar al cruzar la habitación con las piernas separadas, vestido con un amplio pijama que, por si acaso, había cortado en la entrepierna—. No he sentido tanto dolor en toda mi vida.

—Pues prueba a parir —sonrió Inger Johanne dando unas palmaditas en el asiento del sofá junto a ella—. El médico ha dicho que todo iba a salir bien. Mira a ver si te puedes sentar aquí.

«… y era una conspiración dentro de las propias filas de los norteamericanos. La presidenta Bentley, durante una rueda de prensa en el aeropuerto de Gardermoen, ha declarado que…».

El televisor llevaba encendido desde que habían vuelto a casa.

—Eso no se sabe con certeza —dijo Inger Johanne—. Que solo estuvieran implicados los norteamericanos, quiero decir.

—Esa es la verdad que quieren que sepamos. Es la verdad más rentable en estos momentos. Es la verdad que hace que bajen los precios del petróleo, vamos.

Yngvar gimió al sentarse con cuidado y las piernas separadas.

«… tras el dramático tiroteo en la calle Kruse de Oslo, donde el agente del FBI Warren Scifford…».

Aquella imagen debía de ser la fotografía de un pasaporte. Parecía un delincuente, con gesto obstinado y un ojo medio cerrado.

«… fue abatido por un oficial noruego cuyo nombre no se ha proporcionado, y murió en el acto. Fuentes de la embajada norteamericana en Noruega informan de que había un número muy restringido de personas implicadas en la conspiración y que todas ellas han sido ya detenidas por la Policía».

—En realidad, lo más impresionante de todo es que hayan sido capaces de inventarse una historia así en tan poco tiempo —dijo Inger Johanne—. Sobre todo eso de que no habían secuestrado a la presidenta, sino que se había escondido ella misma para contribuir a descubrir a unos criminales que planeaban un atentado. ¿Crees que tienen ese tipo de historias preparadas, o qué?

—Tal vez. No creo. Durante los próximos días vamos a ver cómo extienden magistralmente una bruma por encima de todo el asunto. Si no tienen este tipo de historias preparadas, al menos tienen expertos en cosas así. Lijan, martillean y lo montan todo en un momento. Al final sacan una historia con la que se conformará la gran mayoría de la gente. Y luego vendrán las teorías de la conspiración, que alimentarán a los paranoicos, pero a ellos nadie los escucha. Y así el mundo sigue su curso torcido, hasta que resulta imposible saber lo que es verdad y lo que es mentira y, estrictamente, nadie se molesta en averiguarlo. Es más cómodo así. Para todos. ¡Joder, qué dolor!

Se encogió.

«… se espera que la presidenta Bentley, que aterrizará en su país dentro de pocas horas, presente sus disculpas ante Arabia Saudí e Irán. Se ha anunciado un discurso para el pueblo norteamericano para mañana a las…».

—Apágala —dijo Yngvar rodeando a Inger Johanne con el brazo, la besó en la sien—. Ya hemos oído suficiente. Son todo invenciones y mentiras. No quiero oírlo.

Ella cogió el mando a distancia y se hizo el silencio, luego se acurrucó junto a él y acarició con suavidad su velludo antebrazo. Así permanecieron largo rato; sintió el olor de Yngvar y se alegró de que el verano por fin hubiera llegado.

—Oye —dijo Yngvar, ella casi se había quedado dormida.

—Sí.

—Quiero saber lo que te hizo Warren.

Inger Johanne no respondió, pero tampoco se apartó de él, como hacía siempre que surgía la menor insinuación sobre aquel asunto que los separaba desde que se conocieron un cálido día de primavera, casi cinco años antes. No dejó de respirar y no le dio la espalda. La postura no le permitía verle la cara, pero no daba la impresión de que estuviera cerrando y apretando las mandíbulas como siempre había hecho hasta ese momento.

—Creo que ya es hora —dijo, y puso la boca junto a su oreja—. Creo que ya es hora, Inger Johanne.

—Sí —dijo ella—. Ya es hora.

Tomó aire profundamente.

—Yo solo tenía veintitrés años y estábamos en DC para…

Cuando se acostaron, ya eran las tres de la mañana.

Un nuevo día apenas había comenzado a asomar por el este, por encima de las copas de los árboles. Yngvar nunca iba a saber que no había sido el primero en escuchar el doloroso secreto de Inger Johanne.

«Da igual», pensó ella.

La primera persona fue la presidenta de Estados Unidos, y nunca volverían a verla.