Capítulo 2
Por fin Madame Président estaba sola.
El dolor se aferraba a la parte posterior de su cabeza, como hacía siempre tras un día como aquel. Se sentó con cuidado en un sillón de color crema. El dolor era un viejo conocido que se pasaba por ahí cada dos por tres. Los medicamentos no la ayudaban, quizá porque nunca le había confesado su defecto a ningún médico y por ello nunca había utilizado más que fármacos sin receta. El dolor de cabeza le venía por la noche, cuando ya había pasado todo y por fin habría podido quitarse los zapatos de dos patadas, colocar las piernas en alto y leer un libro, tal vez, o simplemente cerrar los ojos para no tener que pensar en nada en absoluto antes de que llegara el sueño. Pero no podía ser. Tenía que sentarse, un poco reclinada, con los brazos separados del cuerpo y los pies bien plantados en el suelo. Tenía los ojos medio cerrados, nunca del todo: la rojiza oscuridad tras los párpados incrementaba su dolor. Precisaba un poco de luz. Un poquitito de luz a través de las pestañas. Los brazos relajados con las manos abiertas. El tronco relajado. En la medida de lo posible, tenía que desviar la atención desde la cabeza hasta los pies, que presionaba contra la moqueta con toda la fuerza de que era capaz. Una y otra vez, al ritmo del pulso lento. No pensar. No cerrar los ojos del todo. Presionar los pies hacia abajo. Una vez más, y aún otra.
Al final, en un frágil equilibrio entre el sueño, el dolor y la vigilia, las garras iban soltando lentamente la parte posterior de su cabeza. Nunca sabía cuánto le había durado el ataque. Por lo general alrededor de un cuarto de hora. A veces miraba aterrorizada el reloj de pulsera y era incapaz de entender que marcara la hora bien. En raras ocasiones se trataba de apenas unos segundos.
Como esta vez, como podía ver en el reloj de la mesilla.
Con concienzuda delicadeza alzó el brazo derecho y se lo puso contra la nuca. Seguía sentada sin moverse. Los pies continuaban presionados contra el suelo, del talón a los dedos y de vuelta. La frialdad de la palma de la mano hizo que se le encogiera la piel de los hombros. El dolor había desaparecido, por completo. Respiraba con más facilidad y se levantó con la misma delicadeza con la que se había sentado.
Tal vez lo peor de los ataques no fuera el dolor, sino el estado de alterada vigilia que los seguía. En los últimos veinte años, Helen Lardahl Bentley se había acostumbrado a que el sueño era algo sin lo que, en determinados momentos, se tenía que apañar. Mientras que en ciertos periodos no había sentido dolor durante varios meses seguidos, durante el último año la sesión de sillón había llegado casi a convertirse en un ritual de medianoche. Y puesto que era una mujer que jamás se permitía malgastar nada, y menos el tiempo, siempre sorprendía a sus colaboradores al presentarse llamativamente preparada en las reuniones matutinas más tempranas.
Estados Unidos tenía, sin saberlo, una Presidenta que, por lo general, debía conformarse con cuatro horas de sueño por noche. Y en la medida en que dependiera de ella, el insomnio seguiría siendo un secreto que solo compartía con un esposo que tras muchos años de convivencia había aprendido a dormir con la luz puesta.
Ahora estaba sola.
Ni Christopher ni su hija Billie la acompañaban en este viaje. A la Madame Président le había costado mucho impedirlo. Aún se encogía al pensar en cómo se le habían oscurecido a él los ojos, sorprendido y decepcionado, cuando ella tomó la decisión de viajar sin su familia. El viaje a Noruega era la primera visita al extranjero de la Presidenta después de su investidura, tenía un carácter meramente protocolario y, además, se trataba de un país que a su hija, de veintiún años, le habría podido resultar muy placentero y útil ver. Había mil buenas razones para viajar allí en familia, tal y como estaba planeado en un principio.
A pesar de ello, ambos tuvieron que quedarse en casa. Helen Bentley probó a dar unos pasos, como si no las tuviera todas consigo sobre si el suelo aguantaría. Se restregó la frente con el pulgar y el índice, y después echó un vistazo a la habitación. Hasta entonces, en realidad no se había dado cuenta de lo bonita que era la decoración de la suite. El estilo tenía una frialdad escandinava: madera clara, telas luminosas y, tal vez, una pizca de cristal y acero de más. Sobre todo captaron su atención las lámparas. Las tulipas eran de cristal labrado con chorro de arena y, aunque no tenían la misma forma, estaban engarzadas de tal modo que se compenetraban incomprensiblemente. Posó la mano sobre una de ellas y sintió el delicado calor de una bombilla de pocos vatios.
«Están por todas partes —pensó acariciando el cristal con los dedos—. Están por todas partes y me cuidan».
Era imposible acostumbrarse a ello. Con independencia del sitio o la ocasión, de con quién estuviera, sin la menor consideración hacia la hora o la cortesía: siempre estaban allí. Naturalmente entendía que tenía que ser así, con la misma naturalidad con la que, al cabo de apenas un mes en el cargo, comprendió que nunca llegaría a intimar con sus guardianes más o menos invisibles. Una cosa eran los guardaespaldas que la acompañaban durante el día. No había tardado mucho en considerarlos parte de la vida cotidiana, aunque resultaba imposible distinguirlos. Tenían rostros, algunos de ellos tenían incluso nombres, que le estaba permitido utilizar, aunque no descartaba que fueran falsos.
Sin embargo, con los otros era peor. Eran incontables e invisibles, las sombras ocultas y armadas que siempre la rodeaban sin que nunca supiera exactamente dónde estaban. Le producían una sensación de incomodidad, de paranoia fuera de lugar. En realidad la estaban protegiendo y querían su bien, en la medida en que sintieran algo más allá del deber. Había pensado que estaba preparada para una existencia como objeto hasta que, pasadas unas semanas de su periodo presidencial, comprendió que era imposible prepararse para una vida como aquella.
No por completo.
Había centrado toda su carrera política sobre dos ejes: las oportunidades y el poder; y había maniobrado con inteligencia y buen hacer para conseguirlo. Evidentemente se había topado con obstáculos por el camino. Una resistencia objetiva y política, pero también con grandes dosis de rechazo y acoso, envidias y malas intenciones. Había escogido la carrera política en un país con largas tradiciones de odio personificado, maledicencia organizada, inauditos abusos de poder e incluso atentados. El 22 de noviembre de 1963, siendo una adolescente, vio a su padre llorar por primera vez, y durante días creyó que el mundo estaba a punto de derrumbarse. Era aún una adolescente cuando, en esa misma década turbulenta, asesinaron a Bobby Kennedy y a Martin Luther King. A pesar de ello, nunca había pensado que hubiera nada personal en aquellos ataques. Para la joven Helen Lardahl, los asesinatos políticos eran intolerables ataques contra las ideas; contra valores y actitudes que ella asumía ávidamente; aún ahora, casi cuarenta años más tarde, discursos como el de «I have a dream» le ponían la piel de gallina.
Por eso, cuando en septiembre de 2001 los aviones secuestrados embistieron contra el World Trade Center, lo había interpretado de la misma manera, al igual que casi trescientos millones de compatriotas: el terror era un ataque contra la mismísima idea norteamericana. Las casi tres mil víctimas, los inconcebibles daños materiales y el skyline de Manhattan que se había transformado para siempre se disolvieron en un todo mayor: en «lo norteamericano».
De ese modo, todas y cada una de las víctimas —cada uno de los valerosos bomberos, cada padre que había perdido a su hijo y cada familia destrozada— se convirtieron en el símbolo de algo mucho mayor que ellos mismos. Y de ese modo se pudieron sobrellevar las pérdidas, tanto de la nación como de los supervivientes.
Ella lo sentía y lo pensaba de ese modo.
Hasta aquel momento, hasta que ella misma no se había convertido en el Object #1, no había empezado a intuir el engaño. Ahora era ella quien personificaba el símbolo. El problema es que no se veía a sí misma como un símbolo, al menos no solo como eso. Era madre. Era esposa e hija, amiga y hermana. Durante dos décadas había trabajado con un único objetivo, el de convertirse en la Presidenta de Estados Unidos. Quería poder, deseaba aquello que tenía. Había triunfado.
Y el engaño cada vez le resultaba más evidente.
Durante las noches de insomnio la atormentaba.
Recordaba un entierro al que había acudido, del mismo modo que todos los demás —los senadores y los congresistas, los gobernadores y demás gente importante que querían participar del Gran Luto Norteamericano— habían acudido a diversos funerales y ceremonias de homenaje, bien visibles para los fotógrafos y los periodistas. La difunta era una mujer, una secretaria recién contratada de una compañía que tenía sus locales en la plata setenta y tres de la Torre Norte.
El viudo apenas rozaba los treinta años. Estaba ahí sentado, en el primer banco de la capilla, y movía levemente las rodillas. Junto a él había una chiquilla de unos seis o siete años que acariciaba una y otra vez la mano de su padre, de un modo casi maniático, como si ya entendiera que su papá estaba a punto de perder la razón y quisiera recordarle que ella seguía existiendo. Los fotógrafos se concentraban en los pequeños, en los gemelos de dos o tres años y en la hermosa niña, vestida de negro, como no se debe vestir a ningún niño. Helen Bentley, en cambio, miró al padre en el momento en que pasó por delante del ataúd. Y no fue pena lo que vio, no la pena tal y como ella la conocía. El rostro del viudo estaba contraído de desesperación y miedo; era puro pánico. Aquel hombre era incapaz de concebir cómo podría seguir avanzando el mundo. No tenía la menor idea de cómo iba a conseguir ocuparse de los niños, de cómo se las iba a apañar para reunir el dinero suficiente para el alquiler y el colegio, de cómo reunir fuerzas para educar a tres hijos completamente solo. Tuvo sus quince minutos de fama porque su mujer había estado en el lugar equivocado en el momento erróneo y, de modo absurdo, había sido elevada a heroína norteamericana.
«Los utilizamos», pensó Helen Bentley mirando el oscuro fiordo de Oslo a través de las ventanas panorámicas que daban hacia el sur. El cielo aún tenía una extraña luz azul pálido, como si no fuera capaz de atrapar a la noche. «Los utilizamos como símbolo para conseguir que la gente cerrara filas. Y lo logramos. Pero ¿qué estará haciendo ahora? ¿Qué le pasó? ¿Por qué nunca me he atrevido a investigarlo?».
Los guardias estaban ahí fuera. En los pasillos, en las habitaciones que la rodeaban, en los tejados de las casas y en los coches aparcados; estaban por todas partes y cuidaban de ella.
No le quedaba más remedio que dormir; la cama la atraía, con sus grandes almohadas de plumas, como las que recordaba en su cuarto del desván, en casa de su abuela, en Minnesota, cuando era una niña y estaba bendecida con tan poco saber que podía librarse del mundo con solo echarse un edredón de cuadros por encima de la cabeza.
Esta vez el pueblo no iba a cerrar filas. Por eso esta situación era peor. Infinitamente más amenazadora.
Lo último que hizo antes de dormirse fue poner la alarma de su propio teléfono móvil. Eran las dos y media, y ya estaba empezando a amanecer.