Capítulo 12

—Este es el sitio más bonito de Oslo —dijo Yngvar Stubø señalando un banco junto al agua—. He pensado que a los dos nos podía sentar bien un poco de aire fresco.

El verano había tomado la ciudad. En un solo día, la temperatura había subido casi diez grados. El sol teñía la mayor parte del cielo de blanco, en una explosión de luz. Daba la impresión de que, a lo largo de la mañana, los árboles del margen del río Aker se habían puesto de un verde más oscuro, y había tanto polen en el aire que los ojos de Yngvar habían empezado a lloriquear en cuanto salieron del coche.

—¿Esto es un parque? —preguntó Warren Scifford, aunque no parecía interesarle demasiado—. ¿Un parque enorme?

—No. Son las afueras de la ciudad. O las afueras del bosque, si quieres expresarlo así. Aquí es donde se juntan, los árboles y las casas. Es bonito, ¿no? Siéntate.

Warren miró con recelo el banco sucio. Yngvar sacó un pañuelo y limpió los restos de la celebración del 17 de mayo. Un poco de helado de chocolate reseco, una raya de kétchup y algo que prefería no averiguar qué era.

—Ya está. Siéntate. —De una bolsa de plástico sacó dos bocadillos envueltos en plástico y un par de latas de Cola Light, que colocó entre ellos en el banco—. Tengo que pensar en la línea. En realidad me gusta más la Coca-Cola de verdad. The real thing. Pero ya sabes…

Se acarició la barriga. Warren no dijo nada. No tocó la comida. En su lugar miraba atentamente tres gansos del Canadá que perseguían a un perrillo, de la mitad de tamaño que el mayor de los pájaros, por la gran pradera que descendía hacia el agua. Daba la impresión de que al perrillo le gustaba. Cada vez que el ganso más grande lo había espantado repiqueteando con el pico, el ágil animal se giraba de pronto y volvía corriendo en zigzag.

—¿No quieres? —preguntó Yngvar con la boca llena de comida, pero Warren no contestó—. Escucha. Me han encargado que te acompañe. Está cada vez más claro que no tienes intención de informarme sobre nada. Ni a mí ni a nosotros, digamos. Informarnos. Así que al menos… —mordió un gran pedazo del bocadillo—, podríamos intentar estar a gusto, ¿no?

Las palabras desaparecieron entre la comida.

El perro se había hartado. Finalmente hizo caso omiso de los gansos y se puso a corretear por el borde del agua con la nariz pegada al suelo y dirigiéndose a la laguna de Maridalen.

Yngvar siguió comiendo en silencio. Warren giró la cara hacia el sol, se colocó el pie izquierdo sobre la pierna derecha y cerró los ojos ante la luz cegadora.

—¿Qué pasa? —preguntó Yngvar una vez se hubo acabado el bocadillo y la mitad del de Warren.

Arrugó el envoltorio de plástico, lo tiró en la bolsa, abrió la lata de refresco y bebió.

—¿Qué te pasa en realidad? —repitió intentando ahogar un eructo.

Warren no se movía.

—Como quieras —dijo Yngvar, que sacó unas gafas de sol del bolsillo de la camisa.

—Ahí afuera hay un demonio —dijo Warren sin cambiar de postura.

—Unos cuantos —asintió Yngvar—. Demasiados, si quieres saber mi opinión.

—Hay uno que quiere hundirnos.

—Ya…

—Ha empezado a hacerlo. El problema es que no sé cómo piensa seguir. Y además no hay nadie que quiera escucharme.

Yngvar intentó sentarse mejor en el incómodo banco de madera. Por un momento se colocó el pie sobre la rodilla, como Warren, pero la barriga protestó contra la presión y volvió a bajar el pie.

—Aquí estoy —dijo—. Soy todo oídos.

Warren sonrió. Se hizo sombra con las manos sobre los ojos y miró a su alrededor.

—Este sitio es realmente hermoso —dijo en voz baja—. ¿Qué tal está Inger Johanne?

—Bien. Muy bien.

Yngvar rebuscó en la bolsa y sacó una tableta de chocolate. Arrancó el papel y le ofreció a Warren.

—No, gracias. Te digo de corazón que es la estudiante más eficaz e inteligente que he tenido nunca.

Yngvar miró el chocolate. Luego lo envolvió de nuevo y lo dejó dentro de la bolsa.

—Inger Johanne está bien —repitió—. Tuvimos una hija el invierno pasado. Una niña sana y buena. Más allá de eso, no vamos a tocar el tema, Warren.

—¿Tan mal está la cosa? ¿Aún está…?

Yngvar se volvió a quitar las gafas.

—Sí. Tan mal está la cosa. No quiero hablar de Inger Johanne contigo. Sería muy desleal por mi parte. Y además no me apetece nada hacerlo. ¿De acuerdo?

—Por supuesto. —El estadounidense hizo una leve reverencia y desplegó la mano a modo de disculpa, luego se forzó a sonreír—. Son mi mayor debilidad. Las mujeres.

Yngvar no tenía nada que decir. Estaba empezando a cuestionar toda aquella excursión. Una hora antes, cuando Warren de pronto apareció en el despacho de Peter Salhus sin previo aviso y, en el fondo, sin tener nada que decir, Yngvar había pensado que tal vez una ruptura de la rutina podría hacer que volvieran a hablar. Sin embargo, desde luego no era de Inger Johanne de quien quería hablar.

—¿Sabes? —continuó Warren—, a veces, cuando no puedo dormir y pienso en los errores que he cometido en la vida, me doy cuenta de que todos están relacionados con mujeres. Y ahora me encuentro en una situación en la que… Como la presidenta Bentley no aparezca con vida, mi carrera habrá acabado. Una mujer tiene mi existencia en sus manos. —Suspiró—. Las mujeres. No las entiendo. Son irresistibles e incomprensibles.

Yngvar se dio cuenta de que había empezado a rechinar los dientes. Se concentró en dejar de hacerlo. Le resultaba casi imposible y se pasó la mano por la cara para relajarse.

—No estás de acuerdo —dijo Warren con una risa corta.

—No. —Yngvar se enderezó de pronto—. No. Encuentro a muy, muy pocas mujeres irresistibles. Y a la mayoría me parece muy sencillo entenderlas. No siempre, ni todo el rato, pero, por lo general sí. Pero —desplegó los brazos y miró en otra dirección—, como es natural, eso exige que se las vea como seres humanos iguales a nosotros.

Touché —dijo Warren, que sonrió de oreja a oreja contra el sol—. Muy políticamente correcto. Y muy… escandinavo.

Un sonido cortante atravesó el jolgorio de los pájaros y el bramido del río. Yngvar se tanteó los bolsillos buscando el teléfono.

—Hola —berreó cuando por fin lo encontró.

—¿Yngvar?

—Sí.

—Soy Peter.

—Ah, hola. —Yngvar estaba a punto de levantarse para alejarse del banco cuando cayó en la cuenta de que Warren no entendía noruego—. ¿Algo nuevo?

—Sí. Tiene que quedar entre tú y yo, Yngvar. ¿Puedo confiar en ti?

—Por supuesto. ¿Qué pasa?

—Sin entrar en detalles, tendré que admitir que tenemos… En fin, tenemos bastante idea de lo que sucede en la embajada norteamericana, por decirlo así.

Pausa.

«Les han pinchado el teléfono —pensó Yngvar; agarró la lata medio vacía de Coca-Cola sin beber de ella—. Joder, tienen pinchado el teléfono de una embajada aliada en tierra noruega. ¿Cómo cojones…?».

—Creen que la presidenta está viva, Yngvar.

La respiración se le aceleró un poco. Carraspeó e intentó poner cara de póquer. Para quedarse tranquilo, le dio la espalda a Warren.

—¿Y dónde se supone que está?

—Esa es la historia, Yngvar. Piensan que la presidenta ha entrado en páginas web a las que solo puede acceder usando unos códigos. O bien es ella, o es que han conseguido sacarle los códigos, cosa que indicaría que está viva.

—Pero… No entiendo del todo…

—La han rastreado hasta la dirección IP de tu mujer. Afortunadamente aún no lo saben.

—Ing…

Se contuvo. No quería mencionar su nombre en presencia de Warren.

—Han rastreado la dirección IP hasta un ordenador que pertenece a la universidad. Ahora se están peleando con la dirección para averiguar quién está usando el ordenador. Creemos que vamos a poder retrasarlos un poco, pero no demasiado. Pero pensé que… Voy a hacer que Bastesen envíe un coche patrulla a tu casa, por si acaso, por si hubiera algo de cierto en los rumores de que el FBI se lo está montando por su cuenta, quiero decir. Y si yo fuera tú, me iría a casa.

—Sí… Claro… Gracias. —Concluyó la conversación sin pensar en que el coche patrulla debía de ser enviado a otro sitio. Inger Johanne no estaba en casa. Estaba en Frogner con Ragnhild. Y él no sabía la dirección exacta.

Yngvar se levantó con brusquedad.

—Me tengo que ir —dijo, y empezó a irse.

La bolsa de plástico y una lata de Cola Light sin abrir se quedaron en el banco. Warren miró con sorpresa la basura antes de salir corriendo detrás de Yngvar.

—¿Qué pasa? —preguntó cuando lo alcanzó.

—Te voy a dejar en el centro, ¿de acuerdo? Tengo que solucionar una cosa.

El enorme cuerpo vibró pesadamente cuando empezó a correr hacia el coche. En el momento en que se metieron dentro, sonó el teléfono de Warren. Respondió con breves síes y noes. Colgó al cabo de minuto y medio.

Cuando Yngvar apartó la mirada de la carretera por un segundo para mirar al norteamericano, pegó un respingo. Warren estaba pálido como un muerto. Tenía la boca medio abierta y sus ojos daban la impresión de estar a punto de desaparecer dentro de su cráneo.

—Creen que han encontrado a la presidenta —dijo sin tono en la voz, y se metió el teléfono en el bolsillo.

Yngvar giró y tomó la carretera de Frysja.

—Hay indicios de que se encuentra con Inger Johanne —dijo Warren, aún con un tono de voz anormalmente plano—. ¿Estamos yendo hacia tu casa?

«Mierda —pensó Yngvar, desesperado—. ¡Ya lo han conseguido! ¿¡No podrían haberlos retrasado un poco más!?».

—Te voy a dejar en el centro —dijo—. Desde allí te las puedes apañar solo.

Con una mano siguió manejando el coche a toda velocidad hacia la carretera de Maridalen, y con la otra intentaba volver a llamar a Salhus. El teléfono sonó durante una eternidad antes de que saltara un contestador.

—Peter, soy Yngvar —gritó al teléfono—. Llámame enseguida. De inmediato, ¿entiendes?

Probablemente lo mejor sería coger la autopista de circunvalación hasta Smestad. Cruzar el centro a esa hora podía llevar una eternidad. Metió el coche en una rotonda de la calle que iba por encima de la autopista y aceleró en dirección al oeste.

—Escucha —dijo Warren en voz baja—. Te voy a revelar un secreto.

—Ya va siendo hora de que digas algo —murmuró Yngvar, apenas le escuchaba.

—Estoy a punto de colisionar con los míos. Y con bastante fuerza.

—¿Sabes?, seguro que puedes hablar de eso con alguien, pero no va a ser conmigo.

Cambió de carril para adelantar a un camión y estuvo a punto de chocar con un pequeño Fiat que no estaba bien colocado. Maldijo por lo bajo, rodeó el Fiat y aumentó aún más la velocidad.

—Si te diriges hacia donde está Inger Johanne —continuó Warren—, deberías llevarme contigo. Se trata de una situación peligrosa, por decirlo con suavidad, y…

—Tú no vienes conmigo.

—¡Yngvar! ¡Yngvar!

Yngvar pegó un frenazo. Warren, que no se había puesto el cinturón de seguridad, salió lanzado hacia el salpicadero, pero alcanzó a frenarse con los brazos. Yngvar detuvo el coche junto a un puesto de peaje cerca del hospital General.

—¿Qué…? —le bramó al norteamericano—. ¿Qué coño es lo que quieres?

—No puedes ir allí solo. Te lo advierto, por ti mismo.

—Sal. Fuera del coche. Ahora.

—¿Ahora? ¿Aquí? ¿En medio de la autopista?

—Sí.

—No lo estás diciendo en serio, Yngvar. Escúchame…

—¡Que salgas!

—¡Escúchame!

La voz tenía un punto de desesperación. Yngvar intentó respirar con más calma. Se aferraba con ambas manos al volante y ante todo tenía ganas de golpear algo.

—Te lo acabo de decir en el parque: soy un idiota en lo que respecta a las mujeres. He hecho tantas… —Contuvo la respiración largo rato y, cuando empezó de nuevo a hablar, lo hizo a toda velocidad—. Pero ¿estás dudando de mis capacidades como agente del FBI? ¿Crees que es la incompetencia lo que me ha hecho subir tan alto? ¿De verdad piensas que es mejor que te metas solo en una situación de la que no sabes absolutamente nada? ¿Mejor que ir junto con un agente con treinta años de experiencia a sus espaldas y que además lleva un arma?

Yngvar se mordió el labio. Intercambió una rápida mirada con Warren, metió el coche en primera y retornó a la autopista. Marcó el número de Inger Johanne. No respondió. El contestador nunca saltaba.

—Mierda —dijo apretando los dientes, y marcó el 1881—. Me cago en la puta.

—Disculpa —dijo alguien en el teléfono—. ¿Qué has dicho?

—Una dirección en Oslo, por favor. Hanne Wilhelmsen. Calle Kruse, pero ¿qué número?

La mujer respondió hoscamente al cabo de pocos segundos.

En el momento en que salieron de la autopista para subir hacia Smestad, marcó otro número de teléfono. Esta vez era el de la comisaría de guardia.

No tenía la menor intención de meterse solo en una situación peligrosa.

Pero tampoco tenía la menor intención de llevar consigo a un ciudadano extranjero que, para colmo, había decidido que no le gustaba.

Que no le gustaba nada.