Capítulo 5
Era el propio Abdallah quien se había inventado el nombre de Troya.
La idea le hacía mucha gracia. La elección del nombre no era imprescindible, pero había facilitado considerablemente conseguir engañar a la presidenta para que saliera de la habitación del hotel. Durante las semanas posteriores a que se anunciara que ella viajaría a Noruega a mediados de mayo, Abdallah había confundido a los servicios de inteligencia norteamericanos con tácticas de guerrilla.
Entraba como un rayo y volvía a salir enseguida.
La información que les había proporcionado era fragmentaria y, en realidad, anodina, pero de todos modos proporcionaba una especie de indicio de que algo estaba pasando. Y con un uso inteligente de palabras como «desde dentro», «ataque interior inesperado» e incluso «caballo», en una nota que encontró la CIA en un cadáver que apareció en la costa italiana, consiguió exactamente lo que quería.
Cuando la información llegó a Warren Scifford y a sus hombres, estos mordieron el anzuelo. Lo llamaron Troya, como él quería.
Abdallah estaba de vuelta en la oficina después de dar un paseo a caballo. Las mañanas en el desierto le parecían una de las cosas más hermosas del mundo. El caballo había corrido en serio y después tanto él como el semental se habían bañado en el estanque bajo las palmeras. El animal era viejo, uno de los más viejos que tenía, y le alegró comprobar que aún conservaba rapidez, fuerza y alegría de vivir.
El día había comenzado bien. Ya había solucionado una serie de asuntos de sus negocios normales. Había respondido correos electrónicos, había hecho algunas llamadas y había leído un informe que no contenía nada de interés. A medida que la mañana pasaba a mediodía, notó que iba perdiendo capacidad de concentración.
Informó a sus colaboradores en la habitación contigua de que no quería que lo interrumpieran y se desconectó del ordenador.
En una pared, la pantalla de plasma mostraba sin sonido la emisión de la CNN.
Sobre la otra, colgaba un enorme mapa de Estados Unidos.
Una buena cantidad de alfileres con cabezas de colores estaba dispersa por todo el país. Se dirigió lentamente hacia el mapa y pasó los dedos en zigzag por los puntos. La mano se detuvo en Los Ángeles.
Tal vez eso fuera Eric Ariyoshi, pensó Abdallah al-Rahman acariciando la cabeza amarilla del alfiler. Eric era sansei, norteamericano de tercera generación de origen japonés. Tenía cerca de cuarenta y cinco años y no tenía familia. Su mujer lo abandonó tras cuatro semanas de matrimonio, cuando perdió el trabajo en 1983, y desde entonces había vivido con sus padres. Pero Eric Ariyoshi no había dejado que lo hundieran. Aceptó los trabajos que encontró hasta que, con treinta y dos años, se licenció en la escuela nocturna como montador de cables.
El verdadero golpe llegó al morir su padre.
El viejo había estado internado en la costa Oeste durante la Segunda Guerra Mundial. Entonces no era más que un chiquillo y había pasado tres años en un campo de concentración junto a sus padres y sus tres hermanas pequeñas. Muy pocos de los internados habían hecho nada malo. Habían sido buenos norteamericanos desde que nacieron. La madre, la abuela de Eric, murió antes de que los soltaran en 1945 y el padre de Eric nunca lo superó. Cuando se hizo mayor y se asentó a las afueras de Los Ángeles para regentar una pequeña floristería que apenas daba para mantenerlo con vida a él, a su mujer y a sus hijos, demandó al Estado. El proceso se alargó y fue caro.
Cuando el padre de Eric murió en 1945, se vio que la herencia consistía en una enorme deuda. La pequeña casa en la que el hijo se había gastado todos sus ingresos de casi quince años, aún estaba registrada a nombre del padre. El banco se quedó con la casa y Eric tuvo que volver a empezar una vez más. La demanda que había puesto su padre al Estado por internamiento injustificado quedó en nada. Lo único que le había sacado Daniel Ariyoshi a atenerse a las reglas y escuchar a abogados cada vez más caros, era una vida de amargura y una muerte en la más absoluta ruina.
Había sido fácil convencer a Eric, según los informes.
Naturalmente quería dinero, mucho dinero según su pobre vara de medida, pero también se lo merecía.
Abdallah siguió pasando el dedo de alfiler en alfiler.
A diferencia de Osama bin Laden, no deseaba usar fanáticos ni suicidas para atacar a Estados Unidos, un país al que odiaba y que nunca había comprendido.
En su lugar había construido un callado ejército de norteamericanos. De norteamericanos descontentos, traicionados, oprimidos y engañados, de gente corriente que pertenecía al país. Muchos de ellos habían nacido allí, todos residían en el país y la nación era suya. Eran ciudadanos norteamericanos, pero Estados Unidos nunca los había recompensado más que con traiciones y derrotas.
—The spring of our discontent —susurró Abdallah.
Detuvo el dedo en un alfiler de cabeza verde a las afueras de Tucson, Arizona. Tal vez representara a Jorge González, cuyo hijo fue asesinado por el ayudante del sheriff durante un atraco a un banco. El niño tenía seis años y por casualidad pasó en bicicleta por delante del banco. El sheriff declaró ante la prensa local que su excelente ayudante había creído que el niño era uno de los atracadores. Además todo había sucedido muy rápido.
El pequeño Antonio medía apenas un metro y veinticinco centímetros, y se encontraba a seis metros de distancia del policía cuando le disparó. Montaba una bicicleta verde para niños y llevaba una camiseta con un dibujo de Spiderman en la espalda que le quedaba un poco grande.
Nadie fue nunca castigado por aquel episodio.
Ni siquiera hubo acusación.
El padre, que llevaba trabajando en Wal-Mart desde que con trece años llegó a la tierra de sus sueños procedente de México, nunca superó la muerte de su hijo y la falta de respeto con la que lo trataron a él y a su familia quienes se suponía que debían defenderlo. Cuando surgió la oferta de una suma de dinero que le posibilitaría volver a su tierra como un hombre de pudientes, a cambio de un favor que no parecía peligroso, cogió la oportunidad sin pensárselo.
Abdallah podría seguir de ese modo.
Cada alfiler representaba un destino, una vida. Como era obvio, nunca había conocido personalmente a ninguno de ellos.
No tenían la menor idea de quién era él y nunca la tendrían. Tampoco la treintena de personas que llevaban desde el año 2002 reclutando aquel ejército de sueños rotos sabían de dónde venían las órdenes y el dinero.
Reflejos rojos en la pantalla de plasma hicieron que Abdallah se girara.
Las imágenes de la televisión mostraban un incendio.
Retornó al escritorio y subió el volumen:
«… en este granero a las afueras de Fargo. Es la segunda vez en menos de doce horas que un depósito ilegal de gasolina causa un incendio en esta zona. Las autoridades locales sostienen que…».
Los norteamericanos habían empezado a acumular con vistas a la crisis.
Abdallah se sentó. Colocó las piernas sobre el colosal escritorio y cogió una de las botellas de agua.
Como el precio de la gasolina subía cada pocas horas y los telediarios informaban de un uso cada vez más violento del lenguaje por parte de la diplomacia de los países de Oriente Medio, la gente estaba intentando asegurarse reservas de combustible.
En Estados Unidos todavía era de noche, pero las imágenes mostraban colas de coches repletos de garrafones, cubos, viejos barriles de petróleo y barricas de plástico. Un reportero que bloqueaba el paso a una camioneta que se estaba acercando a los surtidores tuvo que retirarse para que no lo atropellaran.
«No pueden prohibirnos comprar gasolina —bramó una granjera muy gruesa—. Si las autoridades no pueden garantizarnos un precio decente para el petróleo, ¡tenemos derecho a tomar nuestras medidas preventivas!».
«¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó el entrevistador mientras la imagen enfocaba a hombres jóvenes que se peleaban por un bidón».
«Primero voy a llenar todo esto —gritó la granjera, que estampó uno de los seis barriles de petróleo contra el camión—. Y luego los voy a vaciar en mi silo. Y así me voy a tirar toda la noche y todo el día de mañana, mientras quede una sola gota de gasolina en este estado pienso…».
Cortaron el sonido y el reportero miró aturdido a la cámara. El realizador pasó la comunicación al estudio.
Abdallah bebió. Vació la botella y echó un vistazo al mapa con todos los alfileres, con todos sus soldados.
No tenían nada que ver con el petróleo o la gasolina.
La mayoría de ellos trabajaban con la televisión por cable.
Muchos de ellos trabajaban en Sears o Wal-Mart.
El resto eran informáticos. Jóvenes hackers que se dejaban tentar para hacer cualquier cosa a cambio de poco dinero, y también programadores más experimentados. Algunos de ellos habían perdido el trabajo porque se los consideraba demasiado viejos.
En la industria ya no había sitio para trabajadores eficaces y leales que aprendieron informática cuando todavía se usaban tarjetas perforadas y que casi se habían matado intentando mantenerse al día con la evolución.
Lo más bello de todo el asunto, pensó Abdallah inclinándose hacia una fotografía de su difunto hermano Rashid, era que los alfileres no se conocían entre sí. La aportación que haría cada uno era pequeña en sí misma. Casi una bagatela, una pequeña falta que merecía la pena correr el riesgo de cometer, comparado con lo que se ganaba a cambio.
En conjunto, sin embargo, el ataque resultaría mortal.
No solo se vería afectada una enorme cantidad de headends, las instalaciones donde se recogían las señales de las televisiones por cable y luego se reenviaban a los abonados —por lo general no estaban vigiladas y habían resultado ser un objetivo mucho más sencillo de lo que Abdallah se había imaginado—, también serían saboteados muchos repetidores de señal y de cables, una cantidad tal que llevaría semanas, tal vez incluso meses, reparar.
Entre tanto la furia iría en aumento.
Aún peor sería cuando los sistemas de seguridad y las cajas registradoras de las mayores cadenas de supermercados dejaran de funcionar. El ataque contra las tiendas se podía llevar a cabo por golpes, con rápidas embestidas contra determinadas zonas, seguidas de nuevos casos en otras zonas, de un modo imprevisible y difícil de interpretar, como en una eficaz guerra de guerrillas.
El ejército invisible de norteamericanos esparcidos por todo el continente y que no tenían la menor idea de la existencia de los demás sabían exactamente lo que tenían que hacer cuando recibieran la señal.
Eso ocurriría al día siguiente.
A Abdallah le había llevado más de una semana trazar la estrategia final. Se había pasado siete días en aquel despacho, ante las largas listas de sus reclutas, moviéndolos por el mapa, haciendo cálculos, evaluando la fuerza del golpe y el efecto. Cuando por fin lo escribió todo sobre papel, solo restaba convocar a Tom O’Reilly a Riad.
Y a William Smith. Y a David Coach.
Había convocado a tres mensajeros. Habían estado en el palacio al mismo tiempo, sin saberlo. Los había mandado de vuelta a Europa en tres aviones diferentes, con solo media hora de diferencia. Abdallah, que acarició delicadamente la fotografía de su hermano, no podía dejar de sonreír ante la idea.
Nunca se podía estar seguro de nada en este mundo, pero quemando tres de sus cartas más seguras, la probabilidad de que al menos una de ellas llegara a un buzón de correos norteamericano era enorme.
Había empleado tres mensajeros; los tres murieron justo después de enviar las cartas idénticas. Los sobres iban dirigidos al mismo lugar y el contenido solo le resultaría comprensible al receptor, si se perdían nadie notaría nada.
Y ese era el punto más débil del plan: que todas iban dirigidas al mismo receptor.
Como cualquier general, Abdallah conocía sus puntos fuertes y sus puntos débiles. La fuerza residía ante todo en la paciencia, en su enorme capital y en el hecho de que era invisible. Esto último era al mismo tiempo su punto más vulnerable, porque le hacía tener que actuar por medio de muchos eslabones, hombres de paja y rodeos electrónicos, a través de maniobras de camuflaje y, alguna que otra vez, de identidades falsas.
Abdallah al-Rahman era un hombre de negocios respetado. La gran mayoría de sus actividades eran legítimas y empleaba a los mejores mediadores de Europa y Estados Unidos. Aunque estaba rodeado de una mítica inaccesibilidad, nada ni nadie había resquebrajado nunca su renombre de capitalista, inversor y especulador honrado.
Y así iba a continuar.
Sin embargo, le había hecho falta un único aliado. Un iniciado.
La operación Troya era demasiado complicada como para ser dirigida a distancia. Nada apuntaba hacia algo que quedara siquiera cerca de Abdallah, que hacía más de diez meses que no pisaba Estados Unidos.
A finales de junio de 2004, mantuvo una reunión con la candidata a la presidencia de los demócratas. Pareció positiva. Estaba impresionada con Arabian Port Management. Él lo notó perfectamente. La reunión había durado media hora más de lo planeado porque ella quiso saber más. En el vuelo de vuelta a Arabia Saudí, por primera vez desde la muerte de su hermano, había pensado que tal vez no fuera necesario llevar a cabo sus planes. Que los treinta años de posicionamiento y cultivo de una red durmiente de agentes por todos Estados Unidos tal vez hubieran sido una pérdida de tiempo. Había reclinado la cabeza contra la ventanilla de su avión privado y había mirado la capa de nubes bajo él, teñida de rosa intenso por el sol que estaban dejando atrás y que estaba a punto de desaparecer a sus espaldas. Daba igual, pensó. La vida estaba llena de inversiones que no arrojaban dividendos. Hacerse cargo de la mayor parte de los puertos de Estados Unidos compensaría todos sus esfuerzos.
Prácticamente le había prometido el contrato.
Luego se deshizo de él, por la victoria.
Había un receptor de las cartas, un hombre que lo pondría todo en marcha, siguiendo los detallados planes trazados por el propio Abdallah. Nada podía fallar, así que Abdallah se tuvo que arriesgar a contactar directamente. Confiaba en su ayudante. Hacía mucho que se conocían. De vez en cuando le atormentaba que incluso este último vínculo entre Estados Unidos y él mismo tuviera que ser eliminado en cuanto se llevara a cabo la operación Troya.
Abdallah restregó con cuidado el cristal del marco antes de volver a dejar la fotografía de Rashid sobre la mesa.
Era cierto que confiaba en Fayed Muffasa, pero, por otro lado, no podía soportar tener que confiar en un ser viviente.