Capítulo 11
Yngvar Stubø aguardaba delante del ascensor en la cuarta planta de la Comisaría General y se sentía muy incómodo. Aún no había tenido oportunidad de llamar a casa. La sensación de haber hecho algo malo al salir a hurtadillas de la calma matutina de la casa sin hablar con Inger Johanne, se incrementaba a cada hora que pasaba.
Warren Scifford debía de haber tomado un buen desayuno porque ya había rechazado dos veces la propuesta de ir a almorzar. Yngvar estaba muerto de hambre y empezaba a irritarle aquella peregrinación, aparentemente arbitraria, de un despacho a otro del edificio de la calle Grønland 44. El norteamericano se comunicaba cada vez menos con su liaison noruego. De vez en cuando se disculpaba para llamar por teléfono, pero se alejaba tanto que Yngvar no captaba ni una sola palabra de la conversación y, al no tener ni idea de cuánto tiempo estaría ocupado Warren, tampoco podía aprovechar la ocasión para llamar a Inger Johanne.
—Me tengo que ir —dijo Warren cerrando el teléfono móvil mientras se aproximaba medio corriendo.
—¿Adónde vamos?
Yngvar llevaba casi un cuarto de hora esperando.
—No te necesito. Ahora mismo no. Tengo que volver al hotel. ¿Tienes un número de teléfono?
Yngvar sacó su tarjeta.
—El móvil —dijo señalando—. Llama a ese número cuando lo necesites. ¿Quieres que te acompañe? ¿Que te consiga un coche?
—La embajada ya me ha mandado uno —dijo Warren con ligereza—. Gracias por tu ayuda. ¡Por ahora!
Luego salió corriendo hacia las escaleras y desapareció.
—¿Yngvar? ¡Yngvar Stubø!
Una mujer delgada y guapa se acercaba hacia él. Yngvar se fijó enseguida en los zapatos. Los tacones eran tan altos que resultaba difícil comprender cómo se mantenía en pie. A la mujer se le iluminó la cara cuando comprobó que de verdad era él. Se puso de puntillas y le dio un beso en la mejilla.
—Qué alegría verte —dijo Yngvar, y en esta ocasión la sonrisa era auténtica—. Ha pasado mucho tiempo, Silje. ¿Cómo te va?
—Puf… —Infló los mofletes y dejó que el aire saliera poco a poco—. Esto está muy ajetreado, como sabes. Todo el mundo está trabajando en el caso de la presidenta. Yo llevo aquí más de veinticuatro horas y, con mucha suerte, me queda medio día más. ¿Y tú?
—Yo bien, gracias…
De pronto Silje Sørensen lo miró como si acabara de descubrir algo completamente nuevo en la generosa figura embutida en una chaqueta algo pequeña. Yngvar se interrumpió a sí mismo y se llevó el dedo a la nariz con embarazo.
—Tú estabas trabajando en los robos de los cuadros de Munch —se apresuró a decir ella—. ¿No es verdad? ¿Y con el asalto a NOKA?
—Sí y no —respondió Yngvar, y miró a su alrededor—. Con el robo de los Munch sí, pero con el de NOKA no directamente. Aunque…
—Conoces el mundillo de ese robo, Yngvar. Mejor que la mayoría, ¿no es verdad?
—Sí, he trabajado con…
—¡Ven!
La subinspectora Silje Sørensen lo cogió del brazo y echó a andar. Él la siguió, aunque en realidad no quería. La sensación de que lo trataban como a un perro sin dueño era cada vez más intensa. A pesar de haber trabajado en la Comisaría General cuando era más joven, no se sentía en casa allí y no tenía claro adonde lo llevaba Silje.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó ella corta de aliento mientras se apresuraba pasillo abajo taconeando contra el suelo.
—Para serte sincero, no estoy del todo seguro.
—Nadie está seguro de nada en estos tiempos —sonrió ella.
Por fin se detuvieron ante una puerta azul sin nombre. Silje Sørensen llamó y abrió sin aguardar respuesta. Yngvar la siguió. Un hombre de mediana edad estaba sentado frente a tres monitores y algo que recordaba a las mesas de mezclas de los estudios de sonido. Se giró y los saludó sonriendo antes de volver a concentrarse en su trabajo.
—Este es el jefe de sección Stubø, de Kripos —dijo Silje.
—De la «Nueva Kripos» —le corrigió Yngvar sonriendo.
—Qué nombre tan ridículo —se rio el hombre de la mesa de mezclas—. Frank Larsen. Subinspector de Policía.
No le tendió la mano, seguía con los ojos fijos en el monitor. Las imágenes en blanco y negro de una gasolinera pasaban a toda velocidad por la pantalla.
—Poca gente conoce el mundillo del robo de Østlandet tan bien como Yngvar —dijo Silje Sørensen mientras arrimaba dos sillas a la gran mesa—. Siéntate, anda.
De pronto el subinspector Larsen parecía más interesado. Le dirigió una sonrisa a Yngvar mientras sus dedos tecleaban a toda velocidad. La pantalla se puso negra y al cabo de pocos segundos apareció otra imagen. Un hombre salía por unas puertas correderas. La cámara debía de estar montada en el techo, porque enfocaba al hombre desde arriba. Estuvo a punto de chocar con un estante de periódicos al calarse una gorra sobre la cabeza.
—Aún no hemos tenido tiempo de sistematizar los interrogatorios de los testigos —dijo Silje en voz baja mientras el subinspector manipulaba la imagen para tornarla más clara—. Pero, por ahora, al menos una cosa me parece evidente. Este hombre, u hombres, por ahora creemos que se trata de dos, han intentado que los empleados se fijen en ellos. Pero no quieren que lo capten las cámaras. No tenemos una sola imagen buena de su cara. O de sus caras.
Frank Larsen hizo aparecer otra imagen en el siguiente monitor.
—Aquí lo ves. Es evidente que sabe dónde están colocadas las cámaras. Aquí se baja la gorra —los tres miraron el monitor marcado como A—, y mira hacia otro lado.
El monitor B mostró al hombre en el momento en que se acercaba casi de costado a la caja registradora.
—Si saben dónde están las cámaras, es que han estado allí antes.
Yngvar hablaba en voz baja y miraba con fascinación el monitor C, donde la imagen difusa y grumosa se iba enfocando paulatinamente. Estaba tomada desde un ángulo oblicuo y por detrás. La gorra tapaba la mayor parte de la cara, pero se veían tanto la mandíbula como una prominente nariz. Era demasiado pronto para asegurarlo, pero a Yngvar le pareció ver el contorno de una barba corta.
—Y si han estado inspeccionando con anterioridad —prosiguió—, deberían existir imágenes de las anteriores visitas.
—No creo —respondió Frank Larsen malhumorado, como si la mera idea de tener que revisar más material lo deprimiera—. Por lo general, las gasolineras las borran al cabo de un par de semanas. Eso lo sabe cualquier idiota. Seguro que estos también. Basta con hacer las averiguaciones con la suficiente antelación y asunto resuelto, igual que este, por cierto.
Un dedo rechoncho tocó el monitor C.
El hombre de la imagen era ancho de espaldas y efectivamente tenía la barbilla cubierta de una aseada barba corta. El puente de la nariz y los ojos estaban ocultos, pero debajo de la gorra asomaba una nariz aguileña mucho más grande de lo normal. El pelo bajo la gorra era muy corto y en la oreja derecha llevaba un anillo de oro macizo.
—Tengo la impresión de haberlo visto antes —dijo Silje—. Y algo me dice que tiene que ver con el entorno del robo. Pero…
—Se ha cortado el pelo —dijo Yngvar arrimando la silla más a la mesa—. Y se ha dejado barba. El pendiente también es nuevo. El problema es —sonrió de oreja a oreja al pasar el dedo por encima de la pantalla— que nadie puede escapar de esa nariz.
—¿Sabes quién es? —Frank Larsen lo miraba con suspicacia—. No se ve gran cosa del maldito.
—Es Gerhard Skrøder —dijo Yngvar reclinándose en la silla—. Lo llaman «el Canciller». Estuvo hablando tanto por las calles que durante un tiempo creímos que estaba implicado en «el asalto NOKAS». Pero se demostró que estaba alardeando. En el robo de los Munch, en cambio…
Frank Larsen trabajaba con los dedos mientras Yngvar hablaba; la impresora del rincón empezó a sonar.
—Nunca hemos podido demostrar nada. Pero si me preguntas a mí, estaba implicado.
Silje Sørensen trajo la hoja de la impresora y la estudió durante un instante antes de dársela a Yngvar.
—¿Sigues estando seguro?
Ciertamente no era una buena fotografía, pero tras el meticuloso tratamiento informático, al menos era clara. Yngvar asintió pasando el dedo por la fotografía. Aquella gigantesca nariz, rota por primera vez durante una pelea en la cárcel en el año 2000 y por segunda vez durante un altercado con la Policía dos años más tarde, era inconfundible.
Gerhard Skrøder, un notorio bandido, venía de una familia aparentemente acomodada. Su padre era jefe supremo de una gran institución de la Administración. Su madre era parlamentaria por el Partido Socialista de Izquierdas. La hermana de Gerhard era abogada de negocios y a su hermano pequeño lo acaban de seleccionar para el equipo nacional de atletismo. El propio Gerhard llevaba desde los trece años intentando ganar a la Policía, sin éxito.
El asalto NOKAS, llevado a cabo el año anterior en Stavanger, fue el más grande de la historia de Noruega y le costó la vida a un policía. Nunca se habían destinado tantos recursos a un solo caso y acabaron arrojando resultados. El juicio se iba a celebrar alrededor de Navidad. Gerhard Skrøder estuvo mucho tiempo en el candelero, aunque a finales de invierno quedó descartado.
Pero como la investigación del caso NOKAS obligó a revolver todo el mundillo del robo, su nombre volvió a surgir unas cuantas veces en contextos diferentes, pero casi igual de interesantes.
Cuando en agosto de 2004, los cuadros El grito y Madonna fueron robados a pleno día, Gerhard Skrøder estaba en las islas Mauricio con una rubia de dieciocho años sin antecedentes penales: eso se podía demostrar. Yngvar estaba convencido de que el hombre había jugado un papel central en la planificación: eso no se podía demostrar.
—Déjame ver —dijo Frank Larsen, y extendió la mano para coger la fotografía, que examinó largamente.
»Escojo creerte —dijo por fin, mientras se restregaba los ojos con los nudillos—. Pero ¿me puedes explicar por qué un tipo del mundillo del robo está implicado en la operación de camuflaje de la presidenta norteamericana? —Miró a Yngvar con los ojos enrojecidos—. ¿Me puedes responder a eso? ¿Eh? Lo de secuestrar a la presidenta de Estados Unidos queda bastante más allá de lo que suelen hacer estos tipos, ¿no? Esa gente solo piensa en una cosa: en dinero. Por lo que tengo entendido, nadie ha pedido ni rescate ni una puta…
—Te equivocas —lo interrumpió Yngvar—. No solo piensan en dinero. También piensan en su… prestigio. Pero es probable que tengas razón en una cosa. Yo tampoco creo que hayan secuestrado a la presidenta de Estados Unidos. La verdad es que no creo que Gerhard Skrøder tenga la menor idea de lo que va el asunto. Se ha limitado a aceptar un encargo muy bien pagado, diría yo. Pero se lo podéis preguntar a él, claro. Esos tipos se han colocado de tal manera en la vida que sabemos exactamente dónde están. En todo momento. No creo que os lleve más de una hora encontrarlo. —Se acarició la barriga con una mueca y añadió—: Y ahora tengo que comer. ¡Buena suerte!
Sonó su teléfono. Echó un vistazo a la pantalla y, sin decir nada más, salió corriendo al pasillo para cogerlo.