Capítulo 25

—Bueno, déjame que lo resuma —dijo Yngvar—, para que no haya malentendidos. —Se pasó los dedos por el pelo antes de sentarse con el respaldo de la silla contra la tripa. Un rotulador rojo se balanceaba entre el dedo índice y el pulgar—. Así que te llama un hombre al que nunca has visto antes.

Gerhard Skrøder asintió con la cabeza.

—Y no sabes de dónde es ni cómo se llama.

Gerhard negó con la cabeza.

—Ni tampoco el aspecto que tiene, claro.

El detenido se rascó la nuca y miraba incómodo la mesa.

—Tampoco es que usara un teléfono con cámara.

—Así que me estás diciendo —continuó Yngvar hablando exageradamente despacio y tapándose la cara con las manos— que recibiste un encargo de un tipo con el que solo has hablado por teléfono y que no sabes cómo se llama. Alguien a quien nunca has visto.

—Bueno, tampoco es que no se haga nunca así.

El abogado Ove Rønbeck alzó la mano derecha casi imperceptiblemente a modo de advertencia.

—Quiero decir que tampoco es tan raro…

—Pues sí, a mí me lo parece. ¿Cómo sonaba?

—Sonaba…

Gerhard se retorcía en la silla como un adolescente al que hubieran pillado propasándose con una chica.

—¿Qué idioma hablaba? —preguntó Yngvar.

—Era noruego, creo.

—Ya —dijo Yngvar, que expulsó aire poco a poco—. ¿Así que hablaba noruego?

—No.

—¿No? ¿Y entonces por qué sacas la conclusión de que era noruego?

El abogado Rønbeck levantó la mano y abrió la boca, pero se volvió a sentar a toda prisa en la silla cuando Yngvar se giró bruscamente hacia él.

—Tienes derecho a estar aquí —dijo—, pero no me interrumpas. No tengo que recordarte lo serio que es este caso para tu cliente. Y por una vez no me interesa demasiado Gerhard Skrøder. Solo quiero saber… ¡algo más sobre el hombre anónimo que te contrató!

Lo último lo bramó contra Gerhard, que reculó aún más; tenía ya la silla contra la pared, con lo que no le quedaba sitio para su dichoso balanceo. Los ojos le vacilaban, Yngvar se encorvó sobre él y le arrancó la gorra.

—¿No te ha enseñado tu madre que no se lleva gorra dentro de los sitios? —preguntó—. ¿Por qué crees que el hombre era noruego?

—Era como si no hablara del todo inglés, digamos. Más como con… acento.

Gerhard se rascaba la entrepierna cada vez más compulsivamente.

—Tendrías que ir al médico —dijo Yngvar—. Para ya.

Se levantó y se dirigió a una mesa supletoria junto a la puerta. Cogió la última botella de agua mineral, la abrió y se bebió la mitad de un solo trago.

—¿Sabes qué? —dijo de pronto riéndose secamente—. Estás tan acostumbrado a mentir que no eres capaz de contar una historia verdadera de un modo coherente, ni siquiera si te lo propones. Esto sí que es una lesión laboral.

Volvió a dejar la botella y se sentó sobre la silla. Con las manos cruzadas detrás de la nuca, se recostó en el asiento y cerró los ojos.

—Cuéntame —dijo con serenidad—. Cuéntamelo como si estuvieras contando un cuento a un niño, si es que te es posible imaginarte algo así.

—Tengo dos sobrinos —protestó Gerhard, ofendido—. Sé cómo son los niños, coño.

—Muy bien. Estupendo. ¿Cómo se llaman?

—¿Eh?

—Que cómo se llaman tus sobrinos —repitió Yngvar, que todavía tenía los ojos cerrados.

—Atle y Oskar.

—Pues ahora yo soy Atle, y aquí Rønbeck, va a ser Oskar. Y nos vas a contar la historia de cuando el tío Gerhard recibió un encargo de un hombre al que nunca vio.

Gerhard no respondió. Se hurgaba con el dedo en un agujero del pantalón con dibujos de camuflaje.

—Hubo una vez —lo animó Yngvar—. Venga, vamos. Hubo una vez en que al tío Gerhard…

—… lo llamaron por teléfono —dijo Gerhard.

Se quedó callado.

Yngvar dibujó un círculo con la mano.

—Era un número oculto —dijo Gerhard—. No salía en la pantalla. Entonces lo cogí. Era un tipo que hablaba inglés. Pero era como si…, como si no fuera inglés, digamos. Casi parecía… noruego, de alguna manera.

—Mmm —Yngvar asintió con la cabeza.

—Había algo… raro en el idioma, en todo caso. Dijo que tenía un trato muy sencillo que proponerme, y que se podía ganar mucha pasta.

—¿Recuerdas qué palabra usó para decir «pasta»?

Money, creo. Sí. Money.

—Y esto fue el… —Yngvar ojeó sus anotaciones—. ¿El 3 de mayo? —preguntó mirando a Gerhard, que asintió débilmente y se tiró del agujero creciente de su pantalón—. El martes 3 de mayo, por la tarde. Vamos a sacar una copia de tu registro, así podremos confirmar la hora.

—Pero eso es…

—No podéis…

El abogado Rønbeck y su cliente protestaron a coro.

—¡Calma! ¡Calma! —Yngvar suspiró con desánimo—. El registro de las llamadas de tu teléfono es el menor de tus problemas, en estos momentos. Continúa. No se te da demasiado bien esto de contar historias. Ahora concéntrate.

El abogado y Gerhard se miraron; Rønbeck asintió.

—Me dijo que me guardara los días 16 y 17 de mayo —murmuró el cliente.

—¿Que te guardaras?

—Sí, que no hiciera planes. Que estuviera sobrio. Que me quedara en Oslo. Accesible, digamos.

—¿Y tú no conocías al hombre que te llamó?

—No.

—Pero eso no te impidió aceptar. Ibas a perderte el mayor día de fiesta del año, porque te lo pedía por teléfono un desconocido. Está bien.

—Estaba hablando de mucho dinero. Mucho dinero, me cago en la puta.

—¿Cuánto?

Siguió una larga pausa. Gerhard cogió la gorra de la mesa y estaba a punto de ponérsela en la cabeza por mero reflejo, pero cambió de idea y la volvió a dejar. Seguía sin decir nada. Mantenía los ojos fijos sobre la pernera rota.

—Está bien —dijo finalmente Yngvar—, ya hablaremos de la cantidad más tarde. Pero ¿qué más te dijo?

—Nada. Solo tenía que esperar.

—¿A qué?

—A que me llamara el 16 de mayo.

—¿Y te llamó?

—Sí.

—¿Cuándo?

—Por la tarde. No recuerdo bien. Sobre las cuatro, quizá. Sí. A las cuatro pasadas. Yo me iba a tomar unas cervezas con unos colegas en Løkka, antes del partido. El Enga contra el Fredrikstad, en el Ullevål. El tipo me llamó justo cuando iba a salir para allá.

—¿Qué dijo?

—En realidad nada. Solo quería saber qué iba a hacer.

—¿Ibas?

—Sí… Qué planes tenía para la noche, digamos. Y yo mantuve el acuerdo, no bebí ni nada de eso. Entonces me dijo que tenía que estar en casa como más tarde a las once. Dijo que me merecería la pena. Que me merecería mucho la pena. Así que… —Se encogió de hombros, e Yngvar hubiera jurado que el hombre se sonrojó—. Me tomé un par de cervezas con los chicos, vi el partido y me volví a casa. Quedaron 0-0, así que tampoco había mucho que celebrar. Estaba en casa antes de las once. Y… —Su inquietud era perceptible. Se rascaba el hombro por debajo del jersey mientras restregaba los muslos de lado a lado de la silla. El muslo derecho le temblaba violentamente y no dejaba de guiñar un ojo—. Y entonces llamó. Sobre las once.

—¿Qué dijo?

—¡Ya te lo he contado un millón de veces! ¿Cuánto tiempo vamos a seguir con esto?

—Me lo has contado dos veces. Y ahora quiero que me lo cuentes una tercera. ¿Qué dijo?

—Que me presentara en la torre del reloj de la Estación Central, Oslo S, algunas horas más tarde. A las cuatro de la mañana. Que me quedara allí hasta que apareciera un tipo con una mujer, que me llevarían a un coche y luego nos iríamos los tres juntos. En la guantera encontraría la ruta de viaje. Y la mitad del dinero. Colorín, colorado, este cuento se ha acabado.

—Aún no —dijo Yngvar—. ¿No te parece un encargo un poco extraño?

—No.

—Te encargan dar vueltas en coche por el sur de Noruega, con dos pasajeros a los que no conoces, y dejarte ver por los empleados de varias gasolineras, pero mantenerte oculto de las cámaras de vigilancia. No tienes que hacer nada ni robar nada, simplemente conducir. Luego tienes que aparcar el coche en un bosque cerca de Lillehammer, coger el tren de vuelta a Oslo y olvidarte de todo el asunto. Y esto te pareció estupendo.

—Efectivamente.

—No me vengas con esas, Gerhard. Concéntrate. ¿Conocías a alguno de los otros? ¿A la señora o al otro tipo?

—No.

—¿Eran noruegos?

—Ni idea.

—No tienes ni idea.

—¡Pues no! ¡No hablamos!

—¿En cuatro horas?

—¡Sí! ¡Quiero decir, no! Mantuvimos la boca cerrada todo el rato.

—No me lo creo. Eso es imposible.

Gerhard se inclinó sobre la mesa.

—¡Te lo juro! Creo que yo probé a hablar un poco, pero el tipo se limitó a señalar la guantera. La abrí y allí estaban las instrucciones, tal y como me había dicho el hombre del teléfono. Decían adonde debía dirigirme y cosas así. Y luego ponía que no teníamos que hablar. Está bien, pensé yo. ¡Joder, Stubø! ¡Te he dicho que te lo iba a contar ! ¡Créeme, hombre!

Yngvar cruzó las manos sobre el pecho y se humedeció los labios con la lengua. No dejaba de mirar al detenido.

—¿Y dónde están ahora esas instrucciones?

—Están en el coche.

—¿Y dónde está el coche?

—Ya te lo he dicho un trillón de veces: en Lillehammer. Justo al lado de la pista de salto de esquí, allí donde…

—No está allí. Lo hemos comprobado.

Yngvar señaló una nota que le había traído un agente unos diez minutos antes.

Gerhard se encogió de hombros con indiferencia.

—Alguien se lo habrá llevado —sugirió.

—¿Y cuánto te dieron por hacer eso?

Yngvar se había sacado la purera del bolsillo de la camisa y la movía despacio entre las palmas de las manos. Gerhard mantenía silencio.

—¿Cuánto te dieron? —repitió Yngvar.

—Eso da igual —dijo Gerhard en tono huraño—. Ya no tengo el dinero.

—¿Cuánto? —repitió Yngvar.

Como Gerhard seguía mirando fijamente la mesa, sin hacer el menor amago de querer responder, Yngvar se levantó y se acercó a la ventana. Estaba empezando a oscurecer. Las ventanas estaban cerradas. El marco estaba cubierto de polvo y había algún que otro insecto muerto, como gruesos granos de pimienta.

En el césped entre la Comisaría General y la cárcel, había surgido un pequeño pueblo. Dos de los canales de televisión extranjeros habían aparcado sus unidades móviles sobre la hierba e Yngvar contó hasta ocho carpas de fiesta y dieciséis logos de medios de comunicación distintos, antes de dejar de contar. Alzó la mano para saludar amablemente, como si viera a alguien a quien conocía. Sonrió y saludó con la cabeza. Luego se giró, aún con una amplia sonrisa, y se arrimó al lado de la mesa del detenido y se inclinó sobre él. Puso la boca tan cerca de su oreja que Gerhard pegó un respingo.

Yngvar empezó a susurrar, rápido y como resoplando.

—Esto va contra el reglamento —comenzó el abogado Rønbeck, que se levantó a medias de la silla.

—Cien mil dólares —dijo Gerhard, estaba casi gritando—. ¡Me dieron cien mil dólares!

Yngvar lo golpeó en el hombro.

—Cien mil dólares —repitió despacio—. Ya me doy cuenta de que me he equivocado de profesión.

—Había cincuenta mil en la guantera, y luego el tipo ese me dio la misma cantidad en un sobre cuando habíamos acabado. El que iba en el coche, quiero decir.

Incluso al abogado le costaba ocultar su sorpresa. Cayó de vuelta en la silla y empezó a acariciarse nerviosamente la cara. Era como si estuviera buscando algo sensato que decir, pero sin éxito. Acabó rebuscando en los bolsillos y sacando un caramelo. Se lo metió en la boca como si fuera un calmante.

—¿Y dónde está ahora ese dinero? —preguntó Yngvar, con la mano posada pesadamente sobre el hombro de Gerhard.

—Está en Suecia.

—En Suecia. Muy bien. ¿Dónde en Suecia?

—No lo sé. Se lo he dado a un tipo al que le debía dinero.

—Le debías cien mil dólares a alguien —resumió Yngvar con lentitud exagerada, cada vez le apretaba más fuerte el hombro—. Y ya te ha dado tiempo a entregárselo a tu acreedor. ¿Cuándo sucedió eso?

—Esta mañana. Apareció en mi casa. Muy temprano, y esos tipos, la gente de Goteburgo, no son de los que…

—Espera —dijo Yngvar elevando las manos con un brusco gesto de cansancio—. ¡Para! Tienes razón, Gerhard.

El detenido lo miró. Daba la impresión de ser más pequeño, de haber encogido, y era evidente que estaba cansado. La inquietud había pasado a ser un temblor perceptible y tenía agua en los ojos cuando levantó la vista y preguntó débilmente:

—¿Razón en qué?

—En que te tenemos que mantener aquí dentro con nosotros. Da la impresión de que hay mucha más madeja que desenrollar. Necesitas un descanso, y desde luego yo… —el reloj de la pared indicada las nueve menos cuarto— también.

Recogió sus notas y se las metió debajo del brazo. La purera cayó al suelo. Yngvar le lanzó un vistazo, vaciló y la dejó estar. Gerhard Skrøder se levantó con rigidez y siguió voluntariamente al policía que lo iba a llevar a una celda del sótano.

—¿Quién paga cien mil dólares por un trabajo así? —preguntó el abogado Rønbeck en voz baja mientras recogía sus cosas.

Daba la impresión de que hablaba para sí mismo.

—Alguien que tiene una cantidad ilimitada de dinero y que quiere estar cien por cien seguro de que el trabajo se hace —dijo Yngvar—. Alguien con tanto capital como para no preocuparse por lo que cuestan las cosas.

—Da miedo —dijo Rønbeck, tenía la boca tan rígida como la abertura de una hucha.

Pero Yngvar Stubø no contestó. Había sacado el teléfono móvil para ver si tenía alguna llamada perdida.

Ninguna.