Capítulo 2
Warren Scifford se sentía realmente mal.
Palpó en la oscuridad buscando el teléfono móvil, que tocaba una versión mecánica de algo que imitaba el canto de un gallo. El jaleo no se acallaba. Azorado, se incorporó en la cama. Se le había vuelto a olvidar correr las cortinas antes de acostarse, pero el albor al otro lado de la ventana no le proporcionaba información sobre la hora que era.
El canto del gallo aumentó de volumen y Warren maldijo mientras rebuscaba por la mesilla. Por fin vio el teléfono. La pantalla indicaba las 05.07. Debía de haberse caído al suelo durante las escasas tres horas de sueño que había tenido. No podía entender que se hubiera equivocado así al poner la alarma. La idea era despertarse a las siete y cinco.
Falló un par de veces antes de conseguir apagar el teléfono. Abatido, se volvió a tumbar en la cama. Cerró los ojos, pero enseguida se dio cuenta de que no podría dormir. Sus pensamientos colisionaban y daban vueltas en un caos que le imposibilitaría dormir. Se levantó resignado, se metió en la ducha y permaneció allí casi un cuarto de hora. Si no podía descansar, al menos debía lavarse hasta alcanzar una especie de vigilia.
Se secó y se puso unos calzoncillos y una camiseta.
Le llevó poco tiempo instalar la oficina portátil. No encendió la lámpara del techo y cerró las cortinas. La lámpara de la mesilla y la del escritorio le proporcionaban luz suficiente para trabajar. Cuando todo estuvo listo, llenó el hervidor de agua y se reclinó contra la estantería mientras esperaba a que el agua hirviera. Por un momento pensó en tomar café, pero parecía tan viejo y tan carente de aroma que en su lugar cogió una bolsita de té y la soltó dentro de una taza que llenó hasta el borde con agua hirviendo.
Ningún correo electrónico nuevo.
Echó la vista atrás e intentó calcular. Se acostó sobre las dos de la mañana, es decir, alrededor de las ocho de la tarde en Washington DC. Así que allí ya eran las once. Todo el mundo estaba trabajando a pleno rendimiento y nadie le había mandado nada en cuatro horas.
Intentó tranquilizarse diciéndose a sí mismo que estarían durmiendo.
Pero no lo consiguió. Era cada vez más evidente que le estaban dejando de lado. A medida que pasaba el tiempo sin que apareciera la presidenta, el papel de Warren Scifford se iba debilitando. A pesar de que todavía era el responsable de la comunicación con la Policía local, era evidente que la actividad en la embajada de la calle Drammen había bajado de intensidad sin que nadie le informara plenamente. Los detectives operativos del FBI, que habían llegado a Noruega pocas horas después de él, eran los reyes del mambo. Vivían en la embajada. Les habían proporcionado tecnología que hacía que su pequeña oficina con varios teléfonos móviles y un ordenador encriptado pareciera una triste donación a un museo técnico.
Les importaba un bledo la Policía noruega.
De todos modos, algunos seguían acudiendo a las reuniones para las que él procuraba encontrar hueco varias veces al día, en un intento de coordinar las iniciativas de los norteamericanos con lo que iba encontrando la Policía noruega, ya fueran pistas o teorías. Cuando los informó de que había sido encontrado el cadáver de Jeffrey Hunter, al menos le dedicaron algo que podía parecerse a la atención. Por lo que le había hecho entender el embajador, siguió una mínima crisis diplomática en torno a la entrega de los restos mortales del hombre.
Los noruegos querían quedárselo para investigarlo, pero en Estados Unidos simplemente no lo aceptaron.
—A mí me importa una mierda —susurró Warren Scifford restregándose la cara.
Se lo había advertido al embajador Wells.
—Se van a poner hechos una furia cuando se den cuenta de lo que os traéis entre manos —le había dicho Warren cuando se reunieron el día antes en la embajada—. Es cierto que tienen un gobierno favorable a Estados Unidos, pero por lo que tengo entendido este es un país donde la oposición es fuerte. Son bastante testarudos, ya me lo advertiste, pero desde luego no son idiotas. No podemos…
El embajador lo había interrumpido con una mirada gélida y una voz que hizo callar a Warren:
—Soy yo quien conoce este país, Warren. Yo soy el representante de Estados Unidos en Noruega. Tengo tres reuniones diarias con el ministro de Asuntos Exteriores. El Gobierno de este país está constantemente informado de todo lo que hacemos. De todo lo que hacemos.
Era una mentira flagrante y ambos lo sabían.
Warren le dio un sorbo al té. No tenía mucho sabor, pero al menos estaba caliente, al igual que la habitación. Demasiado caliente. Se acercó al termostato de la pared para intentar bajar la temperatura. Nunca había acabado de entender el sistema Celsius. El interruptor marcaba 25 grados, y era obvio que era demasiado. Tal vez 15 fuera mejor. Puso la mano frente al filtro en la pared y el aire bajó de inmediato de temperatura.
Vaciló un momento antes de volver a apagar el ordenador. Tenía dos documentos sobre su escritorio. Uno de ellos era tan grueso como un libro. El otro apenas tenía veinte páginas. Cogió los dos, apiló todos los cojines que encontró en el cabecero de la cama y se acostó.
Primero ojeó el informe secreto sobre el estado de la investigación, que tenía más de doscientas páginas y no le había sido enviado por correo electrónico codificado como estaba acordado. Cuando se enteró por casualidad de su existencia, al escuchar retazos de una conversación en el cuartel general de la embajada, tuvo que pelearse para que le dieran una copia. Conrad Victory, un agente especial de sesenta años, que dirigía las fuerzas de la embajada, opinaba que a Warren no le hacía falta el documento. En situaciones como estas operaban estrictamente según una need-to-know policy, cosa que Warren, con su experiencia, debía de entender sin problemas. Su papel consistía en hacer de enlace entre la Policía estadounidense y la noruega. Él mismo se había quejado de lo difícil que era resistirse a la presión de los noruegos para tener acceso a la información de la que disponían los norteamericanos. Cuanto menos supiera, menos le podría dar la lata la Policía de Oslo.
Sin embargo, Warren no se rindió. Al ver que no le quedaba otro remedio, no evitó subrayar su cercana relación personal con la presidenta. Entre líneas, evidentemente. Pero funcionó. Por fin.
Se había arrojado a la cama a las dos de la mañana y apenas había mirado el documento hasta ese momento.
La lectura lo estaba asustando.
La intensa caza de los secuestradores de la presidenta indicaba cada vez más claramente que la desaparición iría seguida de una agresión terrorista de grandes dimensiones. Ni el FBI ni la CIA ni ninguna de las demás organizaciones bajo el abanico de Homeland Security estaban dispuestos a emplear el nombre que la BS-Unit de Warren Scifford le había dado al potencial ataque: «Troya».
Todavía no se atrevían a darle nombre alguno.
Ni siquiera se atrevían a estar seguros de que iba a ocurrir.
El problema era que nadie sabía contra quién o qué iría dirigido el ataque. La información de la que disponía era enorme, en lo referente a la cantidad de pistas e informes, especulaciones y teorías. Pero era considerablemente fragmentaria, confusa y contradictoria.
Podía tratarse de una conspiración del terrorismo islamista.
Lo más probable era que se tratara de una conspiración del terrorismo islamista.
Tenía que ser el terrorismo islamista.
Los informes indicaban que las autoridades tenían controlados a todos los criminales y agresores potenciales, además de a los terroristas en activo; en la medida en que se pudiera usar la palabra «control» en ese contexto. Pero también en los grupos de ciudadanos norteamericanos retorcidos y fanáticos, había siempre una amenaza latente, como bien demostró el veterano del Golfo y fanático de las armas Timothy McVeigh, que en 1995 mató a 168 personas con una bomba en Oklahoma City. El problema era que no había el más mínimo indicio de actividad extraordinaria en los grupos ultrarreaccionarios de Estados Unidos. Seguían vigilados, incluso después del 11-S, cuando la mayoría de la atención se dirigió hacia metas completamente distintas. Tampoco había nada que indicara que las organizaciones extremistas de protección de animales o del medio ambiente hubieran dado el paso desde sus incómodas acciones ilegales al terrorismo. Estados Unidos estaba repleto de grupos religiosos de carácter fanático, pero, por lo general, solo suponían una amenaza contra sí mismos. Además, tampoco entre ellos parecía ocurrir nada extraordinario.
Por otro lado, secuestrar a la presidenta en una habitación de hotel en Noruega quedaba a años luz de lo que las agrupaciones estadounidenses conocidas eran capaces de hacer con sus conocimientos y sus medios.
Tenía que ser una conspiración islamista.
Warren se enderezó las gafas.
Le fascinaba la angustia que impregnaba todo el informe. En más de treinta años en el FBI, Warren Scifford nunca había leído un análisis profesional tan marcado por el pensamiento catastrofista. Era como si, por fin, todo el sistema de la Homeland Security se hubiera dado cuenta de la verdad: alguien había conseguido hacer lo imposible. Lo impensable. Alguien había secuestrado a la Commander in Chief estadounidense, y era difícil imaginarse los límites de lo que aquellas fuerzas oscuras serían capaces de hacer.
Se sospechaba que el ataque iría dirigido contra varias instalaciones en tierra norteamericana, pero no se había identificado cuáles. Se basaban en una serie de informes y sucesos, pero los informes eran deficientes y los sucesos ambiguos.
Lo más preocupante y confuso eran los chivatazos.
Las autoridades norteamericanas recibían constantemente información por esa vía, y casi nunca eran de fiar. Habitantes de chalés de lujo que querían fastidiar al vecino con incómodas investigaciones realizadas por policías de uniforme podían inventarse cosas de lo más imaginativas que afirmaban haber visto por encima de la valla: visitas sospechosas, ruidos extraños por la noche, comportamientos inusuales y almacenamiento de materiales que parecían explosivos. O tal vez incluso una bomba. A los tiburones inmobiliarios les podía ser útil y sencillo recibir ayuda del FBI para librarse de inquilinos molestos. No había límites para lo que la gente sostenía haber visto: árabes entrando y saliendo a todas horas del día y de la noche, conversaciones en lenguas extranjeras y traslado de cajas que solo Dios sabría qué contenían. Había incluso jóvenes a los que se les podía ocurrir enviar un chivatazo acusando de terrorismo a algún compañero de estudios, por la única razón de que había sido lo bastante impertinente como para ligarse a una chica a la que tendría que haber dejado tranquila.
En esta ocasión los chivatazos parecían más bien advertencias.
Una cantidad inusual de mensajes anónimos había llegado a las field offices del FBI en las últimas horas. Unos llamaban, otros usaban el correo electrónico. El contenido no solía ser exactamente el mismo, pero todos afirmaban que iba a suceder algo, algo que dejaría a lo del 11-S en un segundo plano. La mayoría de ellos sugería que Estados Unidos era una nación débil que ni siquiera era capaz de cuidar a su propia presidenta. Ellos mismos eran responsables de tener el flanco desprotegido. En esta ocasión, la catástrofe no iría dirigida contra una zona delimitada. Esta vez, Estados Unidos sufriría del mismo modo que ellos habían hecho sufrir a otros en el resto del mundo.
It was payback time.
Lo más preocupante era que resultaba imposible localizar las llamadas telefónicas.
Era incomprensible.
Las muchas organizaciones que se encargaban de la Homeland Security creían poseer una ventaja tecnológica absoluta que les permitía rastrear cualquier llamada telefónica que se hubiera realizado en Estados Unidos o que se dirigiera a tierra norteamericana. Por lo general, tampoco les llevaba más de unos minutos conseguir identificar el ordenador de un remitente. Bajo la sombra de los amplios poderes que George W. Bush le había concedido durante los años posteriores al año 2001, la National Security Agency había construido un sistema que, según creían, garantizaba un control prácticamente total sobre la comunicación telefónica y electrónica. El hecho de que en sus esfuerzos por alcanzar la eficacia completa fueran más allá de los poderes que se les habían concedido no los preocupaba lo más mínimo. Tenían un trabajo que hacer. Tenían que cuidar de la seguridad nacional. Los pocos que habían tenido ocasión de descubrir y denunciar las ilegalidades escogieron apartar la mirada.
El enemigo era poderoso y peligroso.
Estados Unidos debía defenderse a toda costa.
Sin embargo, resultaba imposible rastrear aquellos mensajes de amenaza. Al menos no hasta el sitio correcto. Su increíble tecnología no tardaba en proporcionarles la dirección IP del remitente o su número de teléfono, pero cuando investigaban, resultaba que la información era errónea. Cuando la oscura voz de un hombre advertía por teléfono a las autoridades norteamericanas que no debían ser tan arrogantes ni acosar a ciudadanos decentes cuyo único delito era tener un padre palestino, resultaba que la llamada provenía del aparato telefónico de una anciana de setenta años de Lake Placid, Nueva York. En el momento en que la llamada llegaba a las oficinas del FBI en Manhattan, resultaba que la mujer estaba reunida con cuatro amigas tan encantadoras como ella, que tomaban el té en su casa. Ninguna de ellas había usado el teléfono, podían jurarlo por Dios, y el extracto de la compañía telefónica local indicaba que las viudas tenían razón: nadie había utilizado ese aparato telefónico a la hora en cuestión.
El té ya no estaba tan caliente. Warren bebió. Durante un instante se le empañaron las gafas, como por un aliento.
Pasó deprisa por la parte más técnica del informe. No se enteraba de gran cosa, pero los detalles de esa sección tampoco le interesaban especialmente. Lo que estaba buscando eran las conclusiones, que encontró en la página 173.
No era imposible manipular los remitentes del modo en que se había hecho.
«Una conclusión bastante innecesaria —pensó Warren—. ¡Ya habéis documentado el fenómeno con 130 casos!».
Intentó colocar mejor un cojín detrás de su cabeza antes de seguir leyendo.
Una manipulación de este tipo exigía medios ingentes. Que sí. Nadie piensa que esto lo haya hecho un don nadie.
Y probablemente un satélite de comunicaciones propio, o al menos acceso a uno. Alquilado o robado.
¿Un satélite? ¿Una puta nave espacial?
A Warren le estaba entrando frío. Al parecer 15 grados Celsisus eran bastante fresco. Volvió a levantarse para corregir la temperatura. Esta vez apostó por 20 grados, y luego se sentó de nuevo en la cama para seguir leyendo.
Dado que los satélites de este tipo estaban en órbita estacionaria a unos cuarenta mil kilómetros de distancia de la Tierra, los sucesos eran compatibles con el uso de un satélite árabe. Varias de las llamadas y de los correos electrónicos estaban vinculados con teléfonos y ordenadores de la costa Este de Estados Unidos.
Era difícil que un satélite árabe pudiera adentrarse en el país más allá de eso.
Pero la costa Este sí podían manejarla.
«Rastread —pensó Warren, que siguió hojeando con impaciencia—. Con todos los miles de millones de presupuesto que tenemos, con todos los poderes y la tecnología de la que disponemos, ¿qué ha pasado con el rastreado y la reconstrucción de las llamadas y los correos?».
Warren Scifford era un profiler.
La técnica le infundía respeto, al igual que los muchos años que había pasado buscando a asesinos en serie y a sádicos asesinos sexuales le habían dotado de un profundo respeto por los forenses y su magia con la química y la física, la electrónica y la tecnología. A veces incluso veía a escondidas algún capítulo de C.S.I., debido a su profundo respeto por la materia.
Pero él no entendía de eso. Podía encender un ordenador, aprenderse unos códigos y darse por satisfecho de que otros se encargaran de la tecnología.
Su especialidad era el alma.
Y esta no se la podía imaginar.
Siguió leyendo.
Las pistas y los chivatazos se habían interrumpido bruscamente a las 09.14 de la mañana, eastern time. En el momento exacto en que el FBI se personó en la primera dirección que habían averiguado. Según el registro de la NSA, alguien había llamado a los cuarteles generales del FBI en Quantico desde una casita de Everglades, Florida, advirtiendo de que Estados Unidos estaba a punto de caer.
En la casa vivía un hombre mayor que veía mal y que oía peor. Su aparato telefónico ni siquiera estaba conectado. Lo tenía en el sótano cubierto de polvo, pero todavía pagaba la línea porque tenía un hijo en Miami que le pagaba las facturas, sin pensárselo muy bien, por lo que se veía. Probablemente hacía años que no visitaba al viejo.
Y en ese instante se interrumpieron las llamadas.
Desde entonces no habían vuelto a tener noticias.
El informe terminaba diciendo que estaban analizando la voz y el idioma de las grabaciones. Por ahora, la investigación de las cintas con las grabaciones de las llamadas y de los casi sesenta correos electrónicos no había aportado nada valioso. Las voces estaban manipuladas, así que no era bueno albergar demasiadas esperanzas. Lo único que se podía decir con cierta seguridad era que todos los que habían llamado eran hombres. Por razones evidentes, resultaba más difícil determinar el sexo de los remitentes de los correos electrónicos.
Fin del informe.
Warren tenía hambre.
Cogió una chocolatina del minibar y abrió una botella de Coca-Cola. Ni lo uno ni lo otro le supieron bien, pero le ayudó a subir el nivel de azúcar en sangre. El leve dolor de cabeza que le provocaba la falta de sueño desapareció.
Volvió a tenderse en la cama. El grueso documento cayó al suelo. Las instrucciones decían que debía de ser destruido de inmediato. Tendrían que esperar. Cogió el delgado montón de papeles y lo sostuvo en el aire durante unos segundos. Luego apoyó el brazo en el edredón.
Aquel pequeño informe era una obra maestra.
El problema era que nadie parecía especialmente interesado en leerlo, y mucho menos en actuar conforme a él.
Warren se lo sabía casi de memoria, aunque solo lo había leído dos veces. El informe había sido elaborado por la BS-Unit en Washington, y él mismo había contribuido tanto como le había sido posible desde aquel país dejado de la mano de Dios al que llamaban Noruega.
Warren añoraba su país. Cerró los ojos.
Últimamente se sentía mayor, cada vez con más frecuencia. No solo mayor, sino realmente viejo. Estaba cansado y había asumido más de lo que podía al aceptar el nuevo trabajo. Quería volver a Quantico, a Virginia, con su familia. Con Kathleen, que se había mantenido a su lado a pesar de sus múltiples y humillantes aventuras durante todos aquellos años. Con sus hijos ya adultos, que tenían sus propias casas en las cercanías de la vivienda de su infancia. A su propia casa y a su jardín. Quería volver a casa; sentía una fuerte presión por debajo de las costillas que no desaparecía aunque tragara saliva varias veces.
El delgado informe era un perfil.
Como siempre, habían empezado a trabajar por las acciones y los sucesos. La BS-Unit se movía a lo largo de líneas del tiempo y en profundidad, contextualizaban los acontecimientos y analizaban las relaciones causales y los efectos. Estudiaban minuciosamente los gastos y la complejidad. Cada detalle de la sucesión de acontecimientos era contrastado con las soluciones alternativas, para así poder empezar a aproximarse a los motivos y a las actitudes de quienes estaban detrás del secuestro de Madame Président.
La imagen que se dibujaba a lo largo de las veinte páginas asustaba a Warren y sus leales colaboradores de la BS-Unit, al menos tanto como el grueso informe que tenía aterrorizado al resto del FBI.
Habían creído que tenían que dibujar el perfil de una organización, de un grupo de personas, una célula terrorista. Posiblemente un pequeño ejército en guerra santa contra la obra satánica: Estados Unidos.
Sin embargo, intuían el contorno de un único hombre.
Un único hombre.
Era obvio que no podía trabajar solo. Todo lo que había sucedido desde que la BS-Unit por primera vez viera vagos indicios de Troya, seis semanas antes, indicaba que el número de personas implicadas era alto.
El problema era que no parecía que estuvieran juntos, de ningún modo. En vez de acercarse a la descripción de una organización terrorista, la BS-Unit había avistado un único actor que utilizaba a la gente del mismo modo en que otros utilizan herramientas, y que tenía la misma falta de lealtad, u otras emociones humanas, hacia sus colaboradores que otros hubieran tenido hacia sus herramientas.
No se había hecho nada para proteger posteriormente a los diversos cómplices. Una vez que cumplían su función, no había ningún aparato de protección. Gerhard Skrøder fue arrojado a los leones, del mismo modo que el limpiador pakistaní y todas las demás piezas del enorme rompecabezas.
Cosa que necesariamente tenía que significar que no tenían la menor idea de para quién trabajaban.
Warren bostezó, sacudió la cabeza y abrió los ojos como platos a fin de detener las lágrimas. La mano que todavía sostenía el informe pesaba como el plomo. Se sobrepuso, alzó la mano y pasó los ojos por la primera página.
La primera hoja estaba coronada por un título discreto: «The Guilty. A profile of the abductor».
El Culpable.
Warren no estaba seguro de que le gustara el nombre que habían escogido. Por otro lado, al menos era lo suficientemente neutral, sin connotaciones étnicas o nacionales. Una vez más intentó acomodarse y siguió leyendo.
II. The abduction.
Acostumbraban a tomar como punto de partida el suceso nuclear.
El propio secuestro de la presidenta ya proporcionaba marcadas indicaciones sobre el perfil del autor de los hechos. Desde el mismo momento en que un alterado agente lo despertó en su piso de Washington DC para contarle que al parecer la presidenta había sido secuestrada en Noruega, Warren se sentía muy aturdido. Durante todo el vuelo a Europa había estado esperando, casi deseando, encontrarse al llegar con la noticia de que la Madame Président había sido encontrada muerta.
El que pudieran encontrarla con vida quedaba completamente descartado.
La cuestión principal había sido todo el tiempo responder a una pregunta: ¿por qué un secuestro? ¿Por qué no mataron a Helen Bentley? Conforme a todas las medidas estándares, era mucho más sencillo llevar a cabo un atentado; era, además, por tanto, menos arriesgado. Era obvio que ser la Commander in Chief de Estados Unidos era una profesión de riesgo, pues era imposible proteger totalmente a un persona de los atentados repentinos y mortales de otras personas, a no ser que se la aislara por completo.
El secuestro debía de tener un valor propio. Tenía que suponer una gran ventaja mantener a Estados Unidos en la incertidumbre, antes que permitir que los norteamericanos se unieran en el luto y horror común provocado por el asesinato de una presidenta.
Una consecuencia evidente de la desaparición era que el país se volvía más vulnerable a los ataques.
Solo de pensarlo, Warren se estremecía.
Pasó a la hoja siguiente antes de agarrar la botella de Coca-Cola y beber. Seguía teniendo un nudo en el estómago que no era capaz de definir del todo y, por un momento, se preguntó si tendría que encargar algo de comer para ver si se le pasaba. Pero el reloj del teléfono móvil indicaba las seis menos tres minutos, y renunció a la idea. Empezarían a servir el desayuno una hora más tarde.
Emplear al agente del Secret Service Jeffrey Hunter fue tan genial como sencillo. Aunque en teoría tal vez habría sido posible secuestrar a la presidenta sin ayuda de dentro, resultaba casi imposible imaginarse cómo se podría hacer algo así en la práctica. El hecho de que el Culpable contara con un apoyo en Estados Unidos capaz de llevar a cabo dos secuestros de un niño autista para asustar a un agente profesional de la seguridad a fin de que colaborara, se añadía a la serie de elementos que hacían el perfil cada vez más visible. Y al mismo tiempo, más aterrador.
Sonó el teléfono.
El ruido le pilló tan desprevenido que se le volcó la botella de Coca-Cola que tenía sujeta entre los muslos. Bramó una maldición, consiguió salvar el resto del negro líquido pegajoso y agarró el teléfono.
—Hola —jadeó mientras secaba el edredón con la mano libre.
—Warren —dijo una voz a lo lejos.
—¿Sí?
—Soy Colin.
—Ah, hola, Colin. Te oigo muy lejos.
—Tengo que ser rápido.
—Da la impresión de que estás susurrando. ¡Habla más alto!
—Joder, Warren, escúchame. No tenemos muy buena prensa en estos momentos.
—No, yo también me doy cuenta.
Colin Wolf y Warren Scifford llevaban diez años trabajando juntos. El agente especial tenía su misma edad y había sido su primera opción cuando Warren montó la BS-Unit. Colin era de la vieja escuela. Tenía el aspecto de un oso y era minucioso, tranquilo y objetivo. En aquellos momentos su voz sonaba un poco más aguda de lo normal y era evidente que el desfase en el sonido le ponía nervioso.
—No quieren escucharnos —dijo Colin—. Ya se han decidido.
—¿A qué? —preguntó Warren, aunque sabía la respuesta.
—Han decidido que es alguna organización terrorista islamista la que está detrás de todo el asunto. Ahora están empeñados en volver a la pista de Al Qaeda. ¡Al Qaeda! Esos no tienen más que ver con este asunto que el IRA, joder…, o que los boy-scouts. Y ahora les han puesto la miel en los labios. Por eso te llamo.
—¿Qué ha pasado?
—Ha aparecido una cuenta bancaria.
—¿Cuenta bancaria?
—Jeffrey Hunter. Han transferido dinero a su mujer.
Warren tragó saliva. La mancha marrón en la entrepierna era repugnante. Tiró del edredón con la mano pegajosa para cubrirse.
—¿Hola?
—Sigo aquí —dijo Warren—. Me cago en la hostia.
—Sí. Y además es demasiado bueno para ser verdad.
—¿Qué quieres decir?
—Escúchame, tengo que ser rápido. Pero quiero que te enteres de esto. Son 200 000 dólares. Naturalmente, han filtrado el dinero a través de los canales habituales para que carezca de identidad, pero a pesar de eso hemos conseguido rastrearlo hasta el remitente. A los chicos de Pensilvania no les llevó más de cinco horas averiguarlo.
—¿A quién llegaron?
—Agárrate.
—Estoy tumbado en una cama.
—Al primo del ministro del Petróleo de Arabia Saudí. Que vive en Irán.
—Mierda.
—Sí, puedes decirlo así.
Warren cogió el informe de la BS-Unit. El papel se le pegaba a la mano. Aquello no encajaba. No podía encajar. Ellos tenían razón; Colin, Warren y el resto del pequeño grupo de profilers de élite a quienes nadie quería escuchar.
—Eso simplemente no puede ser verdad —dijo Warren en voz baja—. El Culpable nunca hubiera hecho algo tan poco profesional como dejar que se rastreara el dinero.
—¿Cómo?
—¡Que no puede ser verdad!
—¡Claro que no! ¡Por eso te llamo! Es demasiado sencillo, Warren. Pero ¿qué pasa si lo ponemos todo cabeza abajo?
—¿Cómo? No te oigo…
—Si lo ponemos todo cabeza abajo —gritó Colin—. Supongamos que la pista de Arabia Saudí ha sido puesta a propósito y que la idea fuera que encontráramos el dinero y averiguáramos de dónde venía…
«Entonces las piezas encajan —pensó Warren Scifford tomando aire—. Así es como trabaja el Culpable. Esto es lo que quiere. Quiere el caos, quiere causar una crisis, es…».
—¿Lo entiendes? ¿Estás de acuerdo?
La voz de Colin sonaba muy distante.
Warren no le escuchaba con mucha atención.
—No va a pasar mucho tiempo antes de que esto se filtre —dijo Colin, la conexión era cada vez peor—. ¿Has estado siguiendo la evolución de la bolsa?
—Un poco.
—Cuando se conozca la conexión con Arabia Saudí e Irán…
«El precio del petróleo —pensó Warren—. Se va a disparar como nunca antes en la historia».
—… dramática caída en el Dow Jones, y sigue cayendo en picado…
—Hola —gritó Warren.
—¿Hola? ¿Sigues ahí? Tengo que colgar, Warren. Me tengo que ir corriendo…
El ruido de la línea era molesto. Warren mantenía el auricular a dos centímetros de la oreja. De pronto, Colin estaba de vuelta. La conexión era cristalina por primera vez.
—Están hablando de cien dólares por barril —dijo lúgubremente—. Antes de que acabe la semana que viene. Eso es lo que él quiere. Es cierto, Warren. Es todo cierto. Me tengo que ir corriendo. Llámame.
La línea se cortó.
Warren se levantó de la cama. Tenía que volver a ducharse. Se dirigió a la maleta con las piernas arqueadas para que los muslos no se rozaran.
Todavía no la había deshecho.
«El Culpable es un hombre con un enorme capital y profundos conocimientos sobre Occidente —decía el informe—. Tiene una inteligencia muy por encima de la media, y se caracteriza por una extraordinaria paciencia y la capacidad para planificar y pensar a largo plazo. Ha construido una impresionante red de colaboradores internacionales increíblemente complicada, es probable que por medio de amenazas, capital y costosos cuidados. Hay motivo para creer que muy pocos de ellos saben quién es. Si es que lo sabe alguno».
Warren no encontraba ningún calzoncillo limpio. Desanimado, empezó a buscar en los bolsillos laterales de la maleta. Sus dedos toparon con algo duro. Vaciló un momento antes de sacar el objeto por la estrecha apertura.
¿El reloj?
Verus amicus rara avis.
Lo daba por perdido. Le había tenido más preocupado de lo que quería confesarse a sí mismo. Le gustaba ese reloj, y le enorgullecía que se lo hubiera regalado la Madame Président. Nunca se lo quitaba.
A excepción de cuando practicaba el sexo.
El sexo y el tiempo no iban bien juntos, por eso siempre se lo quitaba.
En el fondo se había temido que la mujer del pelo rojo se lo hubiera robado. Ya no se acordaba de cómo se llamaba, aunque no hacía más de una semana que se conocieron. En un bar. Trabajaba en publicidad, creía recordar. O tal vez fuera en el cine.
«Whatever», pensó, enganchándose la correa.
No había más calzoncillos en la maleta.
Tendría que apañárselas sin ellos.
«Es muy probable que no sea norteamericano», era como si Warren oyera una voz, como si tuviera una cinta en la cabeza con el contenido del informe. «En caso de que sea musulmán, es más bien secular que fanático. Probablemente resida en Oriente Medio, pero también puede tener un lugar de residencia provisional en Europa».
Eran las 6.33, y Warren ya no tenía nada de sueño.