Capítulo 13

—No hay nada que discutir —dijo Inger Johanne.

—Pero…

—Ya está bien, Yngvar, te lo advertí. Te lo dije anoche. Pensé que habías entendido la seriedad del asunto, pero te importó un pimiento. Aunque no te llamo por eso.

—No puedes coger y llevarte…

—Yngvar, no me fuerces a alzar la voz. Ragnhild se va a asustar.

Era una mentira descarada. Yngvar no oía el menor gimoteo y su hija nunca estaba callada mientras dormía.

—¿De verdad te has ido? ¿Lo dices completamente en serio? ¿Te has vuelto totalmente loca, o qué?

—Quizás un poco.

Le pareció percibir la insinuación de una sonrisa y empezó a respirar con un poco más de facilidad.

—Estoy muy decepcionada —dijo Inger Johanne con serenidad—. Y estoy bastante furiosa contigo. Pero de esto podemos hablar más tarde. En estos momentos tienes que intentar escucharme…

—Tengo derecho a saber dónde está Ragnhild.

—Está conmigo y está muy bien. Escúchame, y te prometo por lo más sagrado que te llamo más tarde para que lo hablemos todo. Y mis promesas valen un poco más que las tuyas. Ya lo sabes.

Yngvar apretó las mandíbulas. Cerró el puño y lo levantó para atizar alguna cosa. No encontró más que la pared. Un estudiante de policía se detuvo en seco tres metros más allá en el pasillo. Yngvar bajó la mano, se encogió de hombros y se forzó a sonreír.

—¿Es verdad lo que ha dicho Wencke Bencke en la televisión? —preguntó Inger Johanne.

—No —Yngvar jadeó por lo bajo—. No empieces otra vez con eso. Por favor.

—¡Que me escuches!

—Está bien.

—Te rechinan los dientes.

—¿Y qué quieres?

—¿Es verdad que las cámaras muestran que no hubo tráfico de entrada o de salida de la habitación de la presidenta? ¿En el periodo entre que se acostó y el momento en que se descubrió que había desaparecido, quiero decir?

—No te puedo responder a eso.

—¡Yngvar!

—Es confidencial, ya lo sabes.

—¿Habéis repasado las cintas que muestran lo que pasó después?

—Yo no he repasado nada en absoluto. Soy la liaison de Warren, no investigo el caso de la presidenta.

—¿Estás oyendo lo que te digo?

—Sí, pero yo no tengo nada que ver con…

—¿Cuándo hay más caos en el lugar donde se ha cometido un delito, Yngvar?

El hombre se mordisqueó la uña del pulgar. A Inger Johanne le había cambiado la voz y había moderado ostensiblemente el tono ofendido y poco amigable. Oía a su mujer tal y como era en realidad, en ese modo socrático que tanto admiraba y con el que siempre conseguía que él viera las cosas de otro modo y desde ángulos distintos a los que había manejado durante sus casi treinta años en la Policía.

—En el momento en que se descubre el delito —respondió.

—¿Y?

—Y en los momentos inmediatamente posteriores —añadió entre dudas—. Antes de que se selle la zona y se repartan las responsabilidades. Mientras todo es un mero… caos.

Tragó saliva.

—Exacto —dijo Inger Johanne en voz baja.

—Joder —dijo Yngvar.

—La presidenta no tiene por qué haber desaparecido por la noche. Puede haber desaparecido más tarde. Después de las siete, cuando todo el mundo pensaba que ya había desaparecido.

—Pero… ¡No estaba allí! La habitación estaba vacía y había una nota de los secuestradores…

—Wencke Bencke también sabía eso. Ahora lo sabe toda Noruega. ¿Qué función crees que tenía esa nota?

—La de contar…

—Una nota como esa engaña al cerebro para que saque conclusiones —lo interrumpió Inger Johanne, que había empezado a hablar más rápido—. Nos hace pensar que algo ya ha pasado. Estoy segura de que después de leerla, el Secret Service se limitó a echar un vistazo a su alrededor. Era una suite enorme, Yngvar. Es probable que comprobaran el cuarto de baño, y tal vez abrieran un par de armarios. Pero el propósito principal de esa nota era sacarlos de allí. Tan rápidamente como fuera posible. Y si la escena de un crimen normal es un verdadero caos, me puedo imaginar cómo debía de estar el hotel Opera ayer por la mañana. Con las autoridades de dos países distintos…

El silencio entre ellos era absoluto.

Por fin pudo oír a Ragnhild, que se reía a carcajadas mientras alguien hablaba con ella. No distinguía las palabras y era difícil determinar el sexo de la voz. Sonaba burda y gruesa, pero no era del todo la de un hombre.

—¿Yngvar?

—Aquí sigo.

—Tienes que conseguir que comprueben las grabaciones de la hora posterior a que dieran la alarma. Yo diría que ocurrió algo al cabo de unos quince o veinte minutos.

Él no respondió.

—¿Oyes?

—Sí —respondió él—. ¿Dónde estás?

—Esta noche te llamo. Te lo prometo.

Luego colgó.

Yngvar se quedó unos segundos mirando fijamente el teléfono. El hambre ya no le molestaba, se le había quitado.