CAPÍTULO XVI

I

Era una situación macabra. Hacía un momento todos recordaban la noche de la muerte de Everard Hope, la oscuridad, el grito, el misterio. Y ahora, en un instante, las mismas cosas habían vuelto a suceder. Oscuridad, ruido, un grito profundo, un gemido. Se oyó a Julia gritar:

—¿Dónde está ese condenado conmutador?

Se movió a través de la habitación y chocó con Hugh, que había tenido la misma idea. Christopher metió la mano en el bolsillo y sacó un encendedor. Se podía oír el típico ruido que hacía al fallar en su intento. Garth encendió un fósforo y lo mantuvo en alto. Algo —¿una ráfaga de viento?, ¿un aliento humano?— lo apagó. Mientras trataba de encender otro, alguien golpeó contra él y la cajita se le cayó de la mano. Pasó un minuto antes de que las luces volvieran a encenderse.

—Ha sido una broma estúpida —dijo la áspera voz de Julia—. ¿Quién supone usted?… —Y entonces se detuvo.

Todos se habían movido en cierto grado…, todos, es decir, excepto Dorothea. Ella se había inclinado aún más completamente sobre la mesa y al resplandor de la luz eléctrica todos vieron el mango de un gran cuchillo negro clavado entre sus omoplatos.

Hubo un grito salvaje; fue Lucille, que no soportaba la vista de la sangre (aunque en realidad no se veía ninguna). Hubo un ruido sordo y ése fue Cecil desmayándose sobre el piso, porque no podía soportar la idea de la sangre. Hubo una violenta exclamación y ése fue Garth:

—¿Qué demonios…?

Hubo un gruñido:

—¡Dios! ¡Qué fiesta! —Y ése fue Christopher.

Una clara voz de mujer dijo:

—Debemos buscar un médico. —Y ésta, por supuesto, fue Lilias. Hugh marchó hacia la puerta, diciendo vanamente:

—Yo iré. —Pero Crook le cerró el paso.

—No lo crea —dijo Crook con aspereza—. Pienso que será mejor que nadie deje la habitación hasta que venga la policía.

Julia dijo con severidad:

—Esta familia tiene predilección por la muerte violenta.

Crook replicó:

—Parece casi coincidencia, ¿no es así, señora? —Y abrió la puerta unas pocas pulgadas. Los demás pensaron que llamaba a alguien, o bien que el tumulto había hecho acudir a algunas personas, pues lo oyeron hablar dio un número de teléfono y luego dijo la palabra: «Policía». Después de eso regresó y cerró la puerta. Garth estaba de pie al lado de Lucille, diciéndole con desdén:

—No hay ni una gota de sangre. No necesitas hacer esa cara.

Lilias dijo:

—Es más peligroso cuando la hemorragia es interna.

Julia observó:

—Aún respira. Mientras hay vida hay esperanza.

Christopher le arrojó a Cecil un poco de borgoña sobre la cara mientras pensaba que era un destino apropiado para semejante vino. Cecil estaba, pues, sentado con un aspecto desgreñado y sintiéndose más desmoralizado que nunca. Christopher palpaba su cigarrera sin decidirse a encender un cigarrillo. Pensaba también en la noche en que Everard Hope murió. Nadie quería acercarse al cuerpo abatido de Dorothea, aunque Julia por cierto lo hubiera hecho si Crook no hubiera montado guardia, manteniéndolos a todos alejados.

—Es una tarea para el médico y para mí —dijo ásperamente—. Le prometí a ella que no le quitaría la vista de encima y que la preservaría de todo daño.

Su gran cara tenía por primera vez esa noche un aspecto peligroso.

—Prometió demasiado, ¿no es así? —preguntó Garth. Luego se sintió un ruido de pasos cerca de la puerta y entraron dos hombres. El primero era alto y moreno, con una manchita negra por bigote, y marchaba con una leve renquera. Traía un maletín de médico y fue directamente hacia Dorothea, sin hacer preguntas. El otro llevaba un uniforme de sargento de policía y con un ademán hizo apartar de la mesa a las demás personas. Dijo algo a Crook y éste respondió:

—Espero que sí —y fue hacia los cortinados.

—La puerta está cerrada con llave —dijo al cabo de un minuto—. Pero probablemente consigamos que la dueña nos proporcione la llave.

—¿Qué sucedió? —preguntó el hombre. ¿Es usted el encargado?

—En realidad lo era esta dama. Se trataba de una comida.

Dicen que es tan imposible sorprender a un policía como conmover a un médico, pero no obstante las cejas del hombre se elevaron un poquito.

—Ya veo.

Parecía como si deseara preguntar si alguno de los invitados había confundido a Dorothea con una gallina vieja a punto de ser trinchada, pero se contuvo y repitió su pedido de información.

—No podemos decirle nada —dijo Julia con dureza—. Por lo menos yo no puedo. Un momento antes todos estábamos conversando y al minuto siguiente, las luces se apagaron. Cuando se encendieron de nuevo, ella estaba así.

Crook pensó que ni siquiera él hubiera hecho un relato mejor en cuanto a concisión y a exactitud.

—¿Quién estaba más cerca de la señora? —preguntó el sargento.

—Yo estaba a uno de sus costados —dijo Crook.

—Y yo en el otro —dijo Julia—. ¿Va usted a sugerir que yo le clavé ese cuchillo? De ser así, ¿qué ganaría yo con su muerte?

—Sólo cien mil libras —dijo Crook amablemente—. Eso es todo. Justamente cien mil libras.