II

Miss Carbery fue la primera en recobrar la palabra.

—¡Qué estúpida! —Exclamó golpeándose las manos—. ¡Qué ciega e imbécil!

El Vicario se sorprendió.

—Pensé que era extraño —continuó—. Nosotros hemos recibido a los hombres de la Defensa Civil, antes, en la casa…, es decir, venían a Fox Morcón…, y nunca anduvieron revolviendo y rompiéndolo todo. Está claro que vino para eso. Para poder entrar de nuevo cuando no hubiera nadie. Probablemente estuvo observando la casa. Usted dijo que no lo conocía —agregó, volviéndose hacia Dorothea.

—Simplemente no entiendo —dijo Miss Capper—. No tiene sentido.

—Tiene mucho sentido —dijo Julia—, si usted lo relaciona con lo que sucedió antes. Un vagón de ferrocarril no tiene sentido si no hay una locomotora que lo arrastre. Retroceda mentalmente hasta esta mañana. ¿Se da cuenta ahora por qué el hombre quería mirar todas las cosas? Y será inútil buscar huellas digitales en el cabo del hacha —agregó con fuerza—, pues todos la tocamos, así que por ese lado no lograremos nada.

Se inclinó mientras hablaba y levantó el hacha.

—Usted debe estar protegida por algún hechizo —observó ásperamente mirando a Dorothea—. ¡Ojalá sepa usted aprovecharse de él!

El Vicario entró lentamente en el departamento detrás de las dos damas. Estaba muy conmovido. También lo estaban, al parecer, las «espuelas de caballero». Deseó no haberle dejado creer a Dorothea que eran de su jardín. Por cierto que el marchitarse forma parte de la naturaleza de las «espuelas de caballero», pero, a pesar de eso, al Vicario no le agradaba que pensaran que eso les pasaba a las suyas. Dorothea se detuvo instintivamente en el felpudo para sacarse los chanclos. Miss Carbery, que se le adelantó, no tuvo ese cuidado, dejando grandes huellas de humedad correspondientes a lo que Crook hubiera llamado «sus grandes pies planos». Miss Capper no quiso reprocharle nada en semejante momento, pero se sintió sin embargo apenada. Todo el mundo le había advertido que era una locura poner una alfombra clara en el vestíbulo, pero ella quiso algo alegre y hasta ese día logró mantenerla maravillosamente limpia. Y ahora Miss Carbery la había arruinado. Los chanclos tenían tanto barro como humedad y el barro no se quita fácilmente de una alfombra peluda. El Vicario restregó con fuerza sus pies en el pequeño felpudo, y se ofreció para ponerse en contacto con la policía. Dijo que conocía uno de los hombres de la seccional, quien había tenido a su cargo, hacía unos meses, la investigación de un robo en la alcancía de los fondos para flores del altar. Pero Dorothea dijo:

—Creo que será mejor que me ponga primero en contacto con Mr. Crook.

—Seguramente la policía… —comenzó el Vicario, pero Dorothea dijo que no, pues ella le tenía aún más confianza a Mr. Crook que a la policía. El Vicario apenas podía creer a sus oídos. Ninguna mujer lo había contradecido desde que recibió su primer cargo. Sin madre, sin hermana, sin esposa, su palabra era ley. Y aquí estaba Dorothea burlándose de sus ofrecimientos de ayuda. Apenas podía creerlo. Quizá ella no se daba cuenta de la gravedad de su posición.

—Está bien —dijo Dorothea cuando él trató de explicarle—, pero no es la primera vez. ¡Oh!, es la primera vez que usan un hacha, pero…

El Vicario dejó las «espuelas de caballero» sobre la mesa con cierta violencia que hizo que algunas de las flores cayeran revoloteando hacia el suelo. Es claro que un suceso semejante era bastante como para trastornar a cualquiera, pero él no había sospechado en ella semejante obstinación. Parecía como si Dorothea quisiera evitar que la policía interviniera, como si tuviera algo que ocultar. Por supuesto, él no era capaz de llegar a decir que ella merecía que le cayeran hachas sobre la cabeza, pero se preguntó seriamente si sería la persona apropiada para la Asociación de las Islas Salomón. Pensó, en el camino de vuelta, que entraría de paso en casa de Miss Groves y la hablaría. Era una lástima que no hubiera conservado también las «espuelas de caballero» para ofrecérselas. Parecía que ni Julia ni Dorothea tenían intención de ponerlas en el agua ni de recordar siquiera su existencia.