III
Los hermanos Lacey se desayunaban más tarde que los otros miembros de su familia. También lo hacían con mayor abundancia. Pero tenían en común con sus primos que su correspondencia consistiera principalmente en cuentas a pagar.
—Estoy desengañado de Hurley —anunció Christopher al abrir el primer sobre y arrojar la nota adjunta sobre la mesa—. No esperaba semejante vulgaridad de parte de un hombre de mundo.
Hugh recogió la carta y le echó una mirada.
—Y Hurley parece también un poco desengañado de ti —anunció—, y más aún del primo Everard. Es desconcertante tu optimismo, Chris.
—Es mi desconcertante optimismo, como tú lo llamas, el que me ha hecho posible conseguir que Hurley me vistiera durante cerca de cuatro años sin darle un penique. Si fuera realista, hace tiempo que me haría vestir por un sastre de sesenta y cinco chelines. Bueno, me imagino que ninguno, excepto Julia, ha puesto aún sus ojos en la heredera, ¿no?
—Yo no esperaría tanto —advirtió Hugh—. Las mujeres que reciben cien mil libras se parecen más a un hada que Marlene Dietrich.
Christopher se estremeció.
—Realmente es una buena mujer.
—Hace años te vengo diciendo que una buena mujer podría cambiarlo todo —dijo Hugh.
Christopher, que se hallaba desafortunadamente enredado con una mujer que desde ningún punto de vista podía serlo, se enfureció para sus adentros. La cuenta de Hurley era un asunto pequeño, pero el pedido de dos mil libras que actualmente descansaba en el bolsillo de su chaleco era urgente. Si no encontraba las dos mil libras, el marido agraviado se proponía presentar una petición de divorcio. El hecho de que le importara un comino su esposa, y que brincara ante la perspectiva de hacer dos mil libras a costa de ella, no cambiaba el caso en sí. Lo cierto es que Christopher era tan ambicioso interiormente como aletargado en lo exterior. No tenía intenciones de pasar el resto de la guerra en el Ministerio de Información, esperando que le sirvieran su parte de información. Había puesto su corazón en un asunto que le proporcionaría un verdadero campo de acción. Pero, como los ingleses insisten en confundir moralidad con capacidad, sabía que no iba a poder afrontar el riesgo de que su nombre fuera manoseado en el Tribunal de Divorcio. La dama no valía dos mil libras, ni siquiera un décimo de esa suma, pero no se dio cuenta de eso al principio. Pensó que era muy probable que ella y su caro esposo estuvieran juntos en el complot para extraerle a él las dos mil libras, pero él estaba resuelto —se lo dijo a sí mismo con fiereza— a cometer un crimen, si era necesario. Era inútil buscar algún prestamista como Garth había hecho, porque él contaba sólo con la garantía que da un empleo del Gobierno, y cualquiera que haya tenido algo que ver con prestamistas sabe que con eso no se puede ir muy lejos. Dijo bruscamente:
—Tengo que ver a un hombre a las once, y no me he afeitado todavía —y salió.
Hugh esperó hasta sentir que la puerta de calle se cerrara tras él; luego atrajo hacia sí el teléfono y marcó Bush 4141.