II

En Londres, Miss Capper volvía hacia Bush cavilando sombríamente sobre la advertencia de Crook.

«Por supuesto —se decía, ya que, como mucha gente solitaria y tímida, ella era frecuentemente su único y solo auditorio—. Miss Carbery tiene razón cuando dice que ella es un peligro para el asesino, sea quien sea, de Mr. Hope, suponiendo que haya habido crimen. Hasta es posible que ella sepa quién lo cometió (pero si era así —se preguntaba el sentido común de Miss Capper—, ¿por qué no lo dijo a la policía?). Bueno, quizá ella lo sabe, pero no tiene pruebas. O quizá el responsable tiene algún dominio sobre ella que le impide ir a la policía». Esta situación era tan común en las películas que gustaban a Miss Capper, que su poca probabilidad no le ofrecía dificultades para admitirla. «Si ése es el caso (Dorothea continuó sus meditaciones), entonces él o ella tratará de librarse de Julia antes de que pueda prevenirme, sabiendo que entonces estaré completamente desamparada». Confió en que la parte culpable no supiera que Mr. Crook estaba ahora incluido en el asunto, y podía, por tanto, desbaratarle los planes.

De todos modos, la situación no era de las más halagüeñas. Ni siquiera Mr. Crook podía estar en dos lugares a la vez, y mientras él protegiera a miss Capper, el villano podía realizar sus intenciones sobre Miss Carbery. La única manera de impedir esto parecía ser, para las dos damas, no separarse nunca, pero Dorothea reconoció honestamente que la muerte era preferible a eso. Sin embargo, si algo le sucedía a Julia, ella, Dorothea, quedaría prácticamente desamparada. Por una extraña casualidad no estaba muerta aún, ya que una infortunada anciana había pagado por ella.

«¡Indefensa! —repitió Dorothea, y se estremeció—. Como alguien en la calle durante un raid aéreo, sin máscara de gas y sin casco de acero». Llegó a Russell Square y descendió hacia el subterráneo. En la plataforma advirtió a un extraño individuo recostado contra la pared que la observaba. Cuando ella se adelantó hacia el coche en el que no se fumaba, vio que él la seguía, aunque estaba convencida de que lo había visto fumar momentos antes. En South Kensington descendió del tren para tomar un ómnibus hacia Bush, y cuando mansamente se colocó en la pequeña cola, notó que el desconocido estaba pegado a ella. En un momento de frenesí llamó a un taxi que pasaba, y se alejó. Espiando por la ventanilla de atrás, vio que el personaje misterioso, de aspecto más bien descuidado, sacaba una pequeña libreta de notas de un bolsillo y escribía algo en ella.

«El número del taxi, por supuesto —pensó miss Capper—. ¡Dios mío! Me pregunto qué sucederá luego».

(Pero en realidad él estaba sólo anotando sus pérdidas en las apuestas, y ni se había dado cuenta siquiera de la existencia de Dorothea).

Temerosa aún de que la hubiera seguido, miss Capper hizo detener el taxi delante de una de las casas de té Panda y se colocó en una cola para conseguir una taza de sopa, un plato de espagueti y un panecillo. Cuando tras de gran forcejeo logró salir del restaurante se sorprendió al ver que eran cerca de las dos de la tarde. Simplemente no podía haber pasado todo ese tiempo allí —aun cuando así era— sólo leyendo una edición de mediodía, incluidos folletín, apuestas de carreras y todo. Cuando llegó al departamento corrió escaleras arriba y colocó la llave en la cerradura, exclamando en tono de disculpa:

—¿Alguien en la casa?

Era absurdo temer a una huésped que no había invitado, pero se sentía como si hubiera vuelto a la infancia y debiera aplacar a una indignada persona mayor.

Miss Carbery, sin embargo, no respondió. Dorothea se precipitó hacia su habitación, se sacó el tapado y el sombrero, se puso un delantal de cretona floreada y fue hacia el living-room. Tampoco allí había señas de la visitante, pero en la mesa se hallaba una caja y al lado, el papel de la envoltura; en la cala se leía: Bombones de crema de menta. Dorothea los miró con deleite. Levantó la envoltura y vio, un poco desilusionada, que los bombones habíanle sido enviados a miss Carbery.

«Pero los dejó afuera para indicar que podía servirme —pensó—. Mis dulces favoritos».

Fue hacia el corredor, como si Miss Carbery pudiera estar escondida bajo la alfombra, pero allí no había tampoco señal de ella, y Dorothea supuso que habría salido a almorzar.

«Seguramente cree que yo como afuera —arguyó y, por cierto, a menos que pudiera bastarse con porotos envasados, no había mucho que comer en la casa—. Creo que no se molestará si tomo uno de sus bombones».

¡Parecían tan brillantes, tan castaños, tan como los de antes de la guerra! ¡Su olor era tan apetitoso! El Vicario había dicho una vez que la glotonería quebrantaba el séptimo mandamiento, pero comer un bombón de menta seguramente no llegaba a ser glotonería. Y como Miss Carbery pensaba tomar desayuno, almuerzo, té y cena o comida con su anfitriona, y hasta ahora no había hecho ademán de poner su mano en el bolsillo, un bombón de menta no llegaba a ser un canje poco equitativo. Tomó uno de los tentadores dulces y se lo puso en la boca. Un instante después oyó un gemido y un débil crujido en la puerta del baño. Es extraordinario —reflexionó— que no se le hubiera ocurrido que Miss Carbery podía estar allí, pero era más extraordinario aún que no hubiera respondido cuando ella, Dorothea, llamó. No era una persona que sufriera de excesiva discreción, en el sentido común de la palabra. Con un sentimiento de culpabilidad, Dorothea sacó de su boca el bombón que aún no había mordido y lo dejó caer en el bolsillo de su delantal.

Julia apareció tambaleante. ¡Pero qué Julia! Había perdido toda su exuberancia, toda su absoluta seguridad, toda esa impresión que ella daba habitualmente de no importársele mucho del mundo y que de haberlo hecho ella hubiera resultado mucho mejor. Esta Julia tenía el pelo opaco, una cara abatida y pálida y manos que temblaban.

—¡Oh querida! —Exclamó Miss Capper—. Creo que usted está enferma. Miss Carbery se apoyó contra la pared.

—La oí entrar —murmuró—. Traté de llamarla. No pude hacerme oír. Pero usted no comió ninguno, ¿no?

Dorothea la miró perpleja.

—¿Comido qué?

—Es culpa mía —se quejó Miss Carbery—. Debí haberlo pensado. Pero ha sido diabólicamente sutil. Todos los que me conocen saben cómo me gustan los bombones de crema de menta.

Una gran ola de comprensión cubrió a Dorothea, y la dejó por un momento tan mareada y enferma como a su compañera.

—¡Los bombones de crema de menta! —repitió.

Miss Carbery apoyó su cabeza enferma contra la pared en una indicación de asentimiento.

—Y cuando vi que eran Dubois… —Se arrastró hacia adelante mientras Dorothea retrocedía a medida que ella avanzaba, y así llegaron ambas al saloncito. Dorothea cogió la tapa de la caja. Era roja y oro en franjas, con la marca Dubois cruzándola.

—Mi clase favorita —continuó la asolada Julia. «La enfermedad no la mejoraba»— tuvo que admitir Dorothea. Su cabello caía desenrulado, y sus ropas parecían como si un vagabundo hubiera dormido con ellas. La mano de Dorothea que sostenía la tapa de cartón comenzó a temblar. «Debí haberlo sospechado —pensó—. Mr. Crook me lo advirtió». Pero qué suerte, ¡oh, qué suerte… no haber comido el bombón!

Los ojos de Miss Carbery cayeron sobre esas manos temblorosas.

—Usted no habrá comido ninguno, supongo.

Dorothea se sintió como una niña sorprendida hurtando mermelada. Con una voz semejante, la virtuosa Miss Capper hubiera hablado a una hija pequeña a punto de ser castigada.

—Yo… yo creo que usted no se molestará —balbuceó.

—¡Estúpida! —Gritó Miss Carbery—. Lo mejor será que tome un contraveneno. ¡Rápido! Se lo digo, están envenenados. Yo sé. Tengo todas las razones para saberlo.

La mano de Dorothea fue culpablemente hacia el bolsillo de su delantal. Sacó de allí un bombón con la huella de sus dientes en el brillante chocolate.

—Iba justamente a morderlo —murmuró avergonzadamente.

—¡Tiene usted suerte! —dijo Julia—. ¡Condenada buena suerte! ¿Sabe lo que yo hice? Comí dos. Dos juntos, uno en cada mejilla. Siempre he dicho que se consigue un placer más de dos veces mayor comiendo dos al mismo tiempo. No fue hasta después de tragarlos que pensé que había algo extraño. Para empezar, no tenían buen sabor, pero pensé que durante la guerra uno no puede quejarse si los bombones son un poco inferiores, como todas las cosas. Y luego pensé que era extraño que no hubieran venido con una tarjeta, y ¿quién era capaz de mandarme bombones de mi propia y especial confitería? Entonces me di cuenta de que era una trampa destinada a eliminarme. Nadie que no sean los queridos primos de Mr. Hopo sabe algo de mí y de los bombones de crema de menta, y ninguno de ellos me quiere lo suficiente como para molestarse en proporcionarme un placer. No se los puede conseguir en las confiterías comunes, hay que comprarlos en la fábrica. Luego comencé a sentirme mal, y me di cuenta de que si no actuaba rápidamente estaba perdida. De modo que tomé agua y sal. (Se arqueó ligeramente). Conseguí lo que quería, por supuesto. Ni siquiera una porción de veneno del tamaño de una cabeza de alfiler, nada, puede quedarme adentro.

Dorothea dijo:

—¿No debería ver un médico?

Pero Miss Carbery se negó. Dijo que ya se sentía bien y que todo el mundo sabe cómo son los médicos. De cualquier modo, agregó, iba a ir hasta el fondo de la cuestión. Mandarían los bombones a Mr. Hollins, el químico de Fox Norton, que la conocía y tenía sus propios puntos de vista sobre la muerte de Mr. Hope. Si él le confirmaba la creencia de que los bombones habían sido adulterados, entonces los llevarían a la policía.

—Pero sea quien sea el que preparó esto, es bastante inteligente —agregó con sensatez—. Usted ve, son tan grandes —me refiero a los bombones—, y es sólo una caja de media libra, en la que no caben más de tres en una hilera. Bueno, el que los envió sabía que yo me sirvo dos a la vez, y probablemente pensó que yo le ofrecería uno a usted al momento. Así se acabaría con la primera hilera y también con nosotros. Luego, es probable que el resto de los bombones sean buenos. Deme ése que tiene en el bolsillo. Lo mandaremos como prueba, aunque en realidad le enviaré la caja entera a Mr. Hollins.

—¿No le dice nada lo escrito en la envoltura? —murmuró Dorothea tratando de ayudar.

Levantó la hoja de papel marrón, pero la dirección había sido cuidadosamente escrita en letras de imprenta. En cuanto al sello de correos estaba lo bastante confuso como para no permitir averiguar cualquier indicio.

—Me culpo a mí misma —dijo Miss Carbery temblorosa—. Debí haber pensado. Pero cuando subí y encontré la cajita en el umbral de la puerta, no se me ocurrió… Pero muy poca gente sabe dónde estoy, y debí pensar de inmediato que venía de parte de uno de los primos. Bueno, guardaremos todo: caja, papel, cuerda. Aún podrán figurar como pruebas número 1, 2 y 3 en un juicio por asesinato.