IV
Para sorpresa de Dorothea nada pasó esa noche. Nadie separó las cortinas ni se deslizó en su habitación después del oscurecer, ninguna mano invisible ajustó una cuerda en lo alto de las escaleras para hacerla tropezar, ni ningún coche trató de atropellarla cuando salió a la mañana siguiente a hacer las compras: un pan y una merluza pequeña. Dorothea había «descubierto» la merluza al empezar la guerra y estaba tan orgullosa como si la hubiera inventado. Cuando regresó, Miss Carbery dijo:
—Escuche. Un hombre llamado Crook la llamó por teléfono. Quiere verla esta tarde. Le dije que creía que estaba comprometida.
—¡Oh, no! —dijo Dorothea con los ojos muy abiertos—. ¿Por qué le dijo eso?
—Porque en lo que de mí depende —dijo Julia con énfasis—, usted está siempre comprometida cuando llama un desconocido por teléfono.
—Pero no se trata de un desconocido —dijo Dorothea, y se encaminó hacia el aparato.
—¿Es usted, querida? —La saludó la voz cordial de Mr. Crook—. Acabo de recibir su carta. Estuve fuera de la ciudad, ¿comprende? Espero que no haya encargado aún su ataúd, ¿no?
—No —dijo Dorothea, no sabiendo cómo tomarlo.
—Está bien. Con la escasez de madera que hay, y con Arthur Crook sobre la pista, sería realmente poco patriótico. ¿Vendrá esta tarde a las tres?
—Sí —asintió Miss Capper cuidadosamente—. Sí. Podré arreglarme para hacerlo, Había varias cosas más que ella quería decir, pero Julia estaba escuchando. Mr. Crook sabía que ella quería decir algo más, pero él era un hombre ocupado, y, aunque a ella le hubiera costado trabajo creerlo, tenía otros numerosos clientes cuyos asuntos eran por lo menos tan importantes como el suyo. Además, lo que ahora le hubiera dicho, ella se lo iba a repetir de nuevo esa tarde. No en balde era un abogado. De modo que le cortó, al mismo tiempo que decía alegremente: «¡Hasta luego!». Dorothea colgó el receptor y se preguntó si cortaría la merluza en pedazos y la recubriría con esa sustancia que hacía las veces de huevo y con pan rallado, para freiría luego en grasa, o si la herviría entera. Mientras resolvía este problema casero, sonó el timbre de la puerta de calle y ella se sobresaltó. La mujer que algunas veces le hacía las cosas no había venido esa mañana, de modo que ella debía atender personalmente los llamados a la puerta.
—Mejor es que deje que yo vaya —dijo Miss Carbery, ceñuda—. ¿No querrá recibir un pinchazo con una bayoneta escondida en la canasta del pan, no? Ésa es una de las cosas que aún no se les ha ocurrido.
Pero Dorothea pensó que sería incorrecto dejar que su huésped enfrentara la posible bayoneta, y se dirigió hacia la puerta de calle. Un hombre bajo y robusto, con un conocido uniforme azul, apareció en el umbral.
—Miembro del Servicio de Protección contra Raids Aéreos —dijo—. ¿Miss Capper? Vengo a inspeccionar los techos y altillos. Tiene una puerta trampa para subir al techo, supongo.
—Sí —dijo Dorothea retrocediendo hacia las escaleras—. Y una escalera.
El hombre entró como las huestes de Midias. Cuando Dorothea arribó a su departamento estaba casi sin aliento.
—¿Tiene desván arriba? —Echó una mirada furtiva al techo.
—Creo que hay un espacio entre el techo y la pizarra —dijo Dorothea dudosa—. En realidad nunca he subido allí…
—Mejor será que eche una ojeada —dijo el hombre—. ¿Dónde dice usted que está la escalera?
—En la cocina —dijo Dorothea enseñándole el camino—. Detrás de ellos Miss Carbery jadeaba indignada.
El hombre sacó la escalera derribando parte del revoque de la pared de la cocina, y la colocó groseramente bajo la puerta trampa. Subió con cuidado asemejándose desde abajo a un elefante de Walt Disney. Miss Carbery asió a Dorothea del brazo.
—¿Lo ha visto usted antes? —siseó.
—Yo…, yo creo que no —respondió Miss Capper comprendiendo la intención, y siseando a su vez.
—Entonces, ¿cómo puede estar segura de qué es lo que él dice? —murmuró Miss Carbery.
—Lleva el uniforme —susurró Dorothea más débilmente.
Parecían un nido de víboras en el momento de comer.
—¿Cuántas mujeres cree usted que se han perdido por un uniforme? —Preguntó Julia—. ¿Recuerda las memorias de Pickwick? «Nosotros sabemos, Mr. Welles, nosotros que somos hombres de mundo, que un buen uniforme logra lo que quiere de una mujer, tarde o temprano».
El hombre, oyendo esta cita, dicha con la voz reservada para las citas, asomó la cabeza por la puerta trampa y preguntó con aspereza:
—¿Me hablaba?
—No —dijo Miss Carbery secamente.
La cabeza desapareció.
Dorothea trató de defenderse.
—No conozco a todos los miembros de esta sección —señaló.
—Ésa es el arma más poderosa de Hitler —dijo Miss Carbery de inmediato—. Falta de observación. Es así como él ha conseguido transformar a Europa en una Gran Alemania. Si la gente conociera las caras de todos los policías locales, de los curas, y de los miembros de la Defensa Civil, no sería engañada tan fácilmente.
El hombre reapareció diciendo que todo parecía hallarse bien. Retiró la escalera derribando al mismo tiempo un preciado gato de porcelana que Miss Capper tenía en el hall sobre una repisa. Dorothea recogió el gato, aunque sin la cola correspondiente.
—Mire lo que ha hecho —dijo Miss Carbery en tono retumbante.
El hombre, que tenía un hocico chato, se inclinó hacia ella.
—Señora —dijo—. Tal vez usted no ha oído decir que estamos en guerra. —Marchó hacia la cocina y colocó la escalera en su sitio—. ¿Tienen todo el equipo necesario? —preguntó, golpeándose contra una silla al salir.
—En un cajón del aparador —dijo Dorothea abriendo la puerta rápidamente, antes de que él arrancara las bisagras—. Todo pronto para casos de emergencia.
El hombre registró todas las cosas con rápidos y groseros movimientos.
—¿No le dieron en la Municipalidad una caja de cartón junto con la máscara de gas? —preguntó mirando burlonamente la pulcra valijita de cuero en la cual la máscara de Dorothea se arruinaba lentamente.
—Sí. Pero ésta es mucho más práctica para llevar cuando uno va de compras —explicó Dorothea sintiéndose consciente de su culpabilidad, pues no había salido con su máscara desde hacía meses.
—Echa a perder la goma, deteriora la parte de los ojos —dijo el hombre rompiendo la correa de la valijita y sacando con violencia la máscara—. Lo que me imaginaba: agrietada. Tiene que devolverla a la Municipalidad, aunque será muy afortunada si consigue una nueva. Supongo que habrá usted oído decir que hay escasez de goma, ¿no? Los japoneses tienen en su poder el noventa por ciento de la goma del mundo. Salió en los diarios —agregó.
—La llevaré —prometió Dorothea temblando realmente de arriba abajo y reflexionando que para todos los pequeños e importantes aspectos de la vida diaria, la perspectiva de cien mil libras no significa nada.
—Hum… ¿Qué es esto? ¿Linterna? ¿No sabe usted que debe cubrir la lamparilla con tres vueltas, por lo menos, de papel de seda? ¿Un hacha? —Por primera vez su voz sonó levemente respetuosa—. Un lindo instrumento. ¿Cree que podría romper una puerta con ella?
Miss Capper, ansiosa de lograr su aprobación, pues el visitante era hombre y debía por tanto ser complacido, dijo:
—Bueno, no sé en realidad, nunca la he probado, pero cuando la compré el hombre dijo que serviría muy bien para golpear a cualquiera en la cabeza.
El visitante rió brevemente.
—¿Trató usted de hacerlo?
—No. (Dorothea se sintió avergonzada). Pero después que esa mujer fue asesinada en West Brompton, solía poner el hacha cerca de la cama todas las noches, para… ¡oh, durante casi un mes después de eso!
—Cuide que no se oxide —dijo el hombre dejándola caer en el piso—. Está bien, no se preocupe, no me alcanzó el pie. ¿Tiene bomba de agua?
—La gente de la planta baja tiene una. Pero me temo que no estén en casa durante el día. Sí usted pudiera venir después de las seis de la tarde…
—Para esa hora estoy libre. ¿Quiere usted decir que no están nunca durante el día?
—Creo que hacen tareas de guerra. De cualquier modo salen a menudo en taxi, no muy temprano, y no vuelven hasta muy tarde.
—Por cierto que parecen ser tareas de guerra —dijo el hombre secamente—. Pero le diré una cosa: no creo que puedan seguir llevando esa vida mucho tiempo más. ¿Tiene baldes?
—Los del primer piso tienen. Pero me temo que ellos tampoco estén.
—Y tampoco vuelven hasta las seis, supongo.
—Algunas veces más tarde aún. Trabajan en oficinas del Gobierno y a veces hasta los domingos.
—Una casa tranquila y agradable —dijo el hombre—. Habrá algunas prácticas de incendio en Convent a partir de la semana que viene. Recibirá usted un aviso.
—Trataré de ir —prometió Dorothea, preguntándose cómo aprovecharían sus primos esa circunstancia.
—Tendrá que venir —dijo el hombre con firmeza—. El gobierno ha tenido ya demasiados miramientos con las mujeres citadas para luchar contra los incendios. ¿Por qué no han de defender las mujeres sus propios hogares? Si usted estuviera en Rusia —contempló las delgadas formas de Dorothea con desprecio—, estaría en el ejército.
—Lástima que no estemos en Rusia —apuntó Miss Carbery con fuerza—. Nada me gustaría tanto como estar en el ejército. Eso concluiría con toda esa estupidez acerca de la superioridad de los hombres. La mitad de los tipos que trabajan hoy en la Defensa Civil están mejor ahora de lo que han estado durante años. No me diga que no. He estudiado las características.
Dorothea se retorció metafóricamente las manos. No había la menor necesidad, ¿no es así?, de crearse enemigos. Su experiencia le decía que había ya bastantes choques por todas partes, como para provocar otros nuevos.
Pero el hombre era un competidor apropiado para Julia.
—Muy agradable, ¿no?, que tenga que sobrevenir una guerra para que un hombre consiga trabajo —dijo con aire beligerante.
Viendo que ella no tenía pronta una respuesta apropiada, se alejó rápidamente por el pasillo y bajó, golpeando violentamente la puerta al salir. Dorothea se dispuso a enderezar el felpudo y colocar de nuevo la cortina de la puerta del baño que había caído sobre la rejilla. Se dio cuenta, al bajar, que el hombre había roto la cerradura de la puerta de calle.
—¡Oh querida! —dijo—. Ahora tendré que llamar al cerrajero, pero hoy ya no mandarán a nadie. Nunca lo hacen en el día. Me dirán sencillamente que estamos en guerra. Y no se ocuparán de esto hasta fin de semana.
—Hay un pasador en la puerta —dijo Miss Carbery—. Puede usarlo, y, si sigue mi consejo, hágalo.
—Tiene razón, realmente —balbuceó Dorothea—. Sólo que es una molestia, pues tengo que ver a Mr. Crook esta tarde.
Miss Carbery dijo en tono consolador que ella se quedaría en casa, pues su tarea era ser perro guardián. ¿Acaso no era así? Luego su cara cambió. Pareció preocupada.
—¿De qué se trata? —murmuró Dorothea, sensible a cada altibajo de la temperatura.
—No sé —dijo Julia frunciendo el entrecejo—. Sólo… creo que he visto antes a ese hombre, en alguna parte…