CAPÍTULO XV
I
EL REVERENDO Clifton Bryce estaba parado en la puerta de calle diciendo un prolongado adiós a una de las feligresas más influyentes, cuando vio a Dorothea dar vuelta la calle. Él había estado esperando sólo una oportunidad como ésa, y como era un hombre del tipo que le gustaban a Mr. Crook, resolvió aprovecharla lo mejor posible. Como todos, conocía el testamento de Everard Hope, pero pensaba, al contrario de algunos de sus vecinos, que no debía atropellarse para ver a la afortunada heredera, nada más que porque ésta estaba a punto de heredar. Aunque a él le gustaba proclamar desde el púlpito: «Hay que dejar que la Paciencia realice su tarea», había esperado ya bastante y ésta era su oportunidad. No es que él quisiera nada para sí —creía sinceramente que los sacerdotes debían ser un ejemplo de vida austera, y hablaba siempre de austeridad, aún mucho antes de que Lord Woolton descubriera esa palabra—, pero necesitaban nuevos bancos para la Capilla de Nuestra Señora y los fondos de la obra estaban también disminuyendo.
De modo que se dio prisa para despedir a su visita.
—Adiós —dijo con su famosa sonrisa, extendiendo su mano—. No se olvide de decirle a su marido que venga a verme, ahora que está con licencia.
—Haré todo lo que pueda —prometió la feligresa influyente—, pero usted sabe cómo son estos marinos.
—Dígale que venga a hacerme un abordaje[1] —dijo el Vicario.
La feligresa influyente se rió con deleite. ¡Qué gracioso! ¡Tan a punto! —Como le gustaba decir a su querido Harold.
El Vicario retrocedió hacia el vestíbulo, vio las «espuelas de caballero» azules del jardín de la feligresa, que ella había traído para darle un placer, y las señaló con otra sonrisa. Tenía mejores en su propio pequeño jardín, pero por supuesto no dijo nada. Un taxi pasó por casualidad y la feligresa lo tomó. El Vicario sonrió con sus mandíbulas doloridas, esta vez con alivio. No era habitual que los taxis aparecieran justamente cuando uno los necesitaba, o por lo menos no lo era en Bush. El coche se alejó con su ocupante, que sonreía y agitaba la mano como si se fuera a la guerra, y el Vicario se asomó de nuevo. Miss Capper se hallaba ya bastante cerca, pero su gratitud hacia la Providencia disminuyó un tanto cuando vio que venía acompañada por lo que parecía ser un elefante verde de goma. «Eso», dedujo, debía ser la mujer que vino a vivir con ella. Dorothea no le había hablado de Miss Carbery, pero él, de todos modos, lo sabía. Los vicarios siempre lo saben todo. Las autoridades harían mejor, cuando necesitan reclutas para el Servicio Secreto, en consultar a la gente de sotana. Mientras se escabullía de nuevo para hacer un estratégico avance en el momento preciso, su mirada cayó sobre las «espuelas de caballero». Las tomó. Se las ofrecería a Miss Capper. ¡Qué suerte que la feligresa las hubiera traído! Por cierto que no eran iguales a las suyas, pero a Dorothea eso no le importaría, aun cuando se diera cuenta de ello. Lo mismo hubieran servido para su propósito aunque fueran de papel azul. Como Cecil, el Vicario sabía que es la intención lo que vale.
Justo en el momento en que las dos damas pasaban, la puerta de la Vicaría se abrió y dejó salir a Mr. Bryce llevando las flores, como a un muñeco de una caja de resorte. Dorothea quedó encantada. Y también lo estaba, al parecer, el Vicario.
—La mismísima persona que esperaba ver —dijo—. Ha sido una tarde terrible, ¿no?
Dorothea le presentó a Miss Carbery y dijo que habían estado en el cine.
El Vicario dijo:
—¡Qué bien! Miss Capper, me pregunto si podré persuadirla de hacerse cargo de la secretaría de la Asociación de las Islas Salomón. Como usted sabe, Miss Conder la tuvo durante años y…
Miss Capper sabía. Hacía dos meses había habido un funeral para Miss Conder. El Vicario parecía hallar cierta dificultad en llenar su sitio. Pero a Dorothea le encantó la proposición. Siempre había anhelado acercarse por medio de una oportunidad semejante. El Vicario tenía una capacidad especial para hacer que la gente se sintiera como si fuera condecorada cuando aceptaba pasarse las mañanas limpiando los bancos o puliendo los bronces de la iglesia.
El gesto siguiente del Vicario fue extenderle las «espuelas de caballero». Caminaba a la par de las dos damas, de la manera más afable.
—Sólo unas pocas flores —dijo—. Espero que le gusten.
—Hermosas —suspiró la extasiada Dorothea—. Pensé, durante la reunión de la Fiesta de la Congregación (que siempre tenía lugar en el pequeño jardín de la Vicaría), en lo hermosas que estaban sus «espuelas de caballero». Aunque por cierto —agregó honestamente— entonces no estaban florecidas.
El Vicario no la sacó de su error. Sabía que iba encontrar las flores dos veces más bellas si creía que venían de su «jardincito». Como ya habían llegado a la cuadra de Dorothea, ésta sugirió que quizá al Vicario le agradaría subir a tomar algo.
—No me diga, Miss Capper, que tiene algo alcohólico en la casa —insinuó el Vicario.
Dorothea pareció perpleja.
—¡Oh…, yo no sabía que usted…, es sólo un poco de jerez que tengo por casualidad!
No agregó que lo había comprado en el almacén hacía un año, cuando había soñado con ser elegante y dar fiestas como lo hacían otras personas. Pero los pocos que invitó estaban ya comprometidos y por eso se había vuelto a meter de nuevo en su cáscara. El jerez le había costado tres chelines y seis peniques, y estaba garantizado su contenido y su dulzura.
—Me temo que Mr. Bryce tenga que excusar el desorden del departamento —dijo Miss Carbery—. Tuve que salir tan apurada.
Era visible que no aprobaba la emancipación de Dorothea.
Mr. Bryce desechó la idea de que él fuera de los que se fijan en un poquito de desorden. Dijo que le gustaba que un lugar diera la impresión de que se vivía en él. Dorothea abrió la puerta de calle y los tres se introdujeron en el vestíbulo. Comenzó a contarle al Vicario lo de la cerradura rota.
—Miss Carbery piensa que debemos reclamar el pago de los gastos a la Municipalidad, dado que fue uno de sus empleados quien la rompió…
El Vicario dijo que él también pensaba así.
Dorothea agregó que quizá ambos tuvieran razón, pero como el daño había ocurrido mientras las autoridades trataban de proteger la casa y, en caso de haber un raid aéreo, la Defensa Civil la sacaría de las ruinas sin cobrarle nada, en realidad, ella pensaba que no era justo, especialmente siendo ésta la primera vez que eso había sucedido… ¿No lo creía así el Vicario?
El Vicario dijo que era una idea digna de elogio.
Miss Carbery arguyo que ella no veía nada encomiable en ser débil.
Llegaron así al piso superior, y Dorothea estaba a punto de abrir la puerta del departamento, cuando el Vicario, siempre caballeresco, se adelantó y lo hizo en lugar suyo, con un hábil empujoncito militar y retrocediendo luego para dejarla pasar. En ese instante se oyó un ruido sordo y algo cayó con violencia al suelo. Dorothea y Miss Carbery se quedaron mirando como si Lucifer hubiera caído del cielo al número 30 de la Avenida Blakesley. El Vicario se adelantó con precaución, inclinándose hacia el suelo. Luego, con una voz libre de todo artificio profesional, exclamó:
—¡Gracias a Dios que yo estaba aquí! Si no, usted hubiera entrado y…
Dorothea temblaba.
—Sí —murmuró con palabras también temblorosas—, ésa era la intención, naturalmente.
Permanecieron unos instantes sin cruzar palabra y contemplando la pesada hacha que había sido suspendida en el dintel de la puerta para caer sobre el primero que entrara en el departamento.