CAPÍTULO XIV

I

Puntualmente, a las catorce y treinta, Dorothea salió. Estaba lloviendo. Un aguacero continuo y helado que parecía como si fuera a durar toda la guerra. Dorothea se colocó su impermeable negro, sus negros chanclos y tomó su famoso paraguas de cabo curvo para proteger los ranúnculos del sombrero de paja negra. Se sentía agradablemente excitada al pensar que volvería a contarle a Mr. Crook todo lo que había sucedido durante los últimos días. Naturalmente él había recibido su carta, pero las cartas no son la misma cosa.

Mr. Crook, sin embargo, le quitó rápidamente esa idea.

—Sabe —dijo—, me sorprende cómo ustedes, las mujeres, consiguen librarse de la cárcel. ¿No tiene usted un diccionario?

Dorothea, estupefacta, dijo que sí.

—Nunca miró el significado de «calumnia», supongo.

—¿Calumnia?

Crook asintió.

—Prácticamente cada afirmación de su carta puede ser considerada calumniosa. Primero dice que su primo Hugh trató de envenenarla con el azúcar que usted llevaba para el café. ¿Qué prueba tiene usted para confirmar esto? Ni siquiera sabe con seguridad si el azúcar tuvo algo que ver. No significa nada que la anciana muriera. Usted no sabe si fue por esa causa. Esto descarta su acción contra el primo Hugh. Luego dice usted que el primo Cecil trató de tirarla por una ventana. Tratemos de llevar esto ante los tribunales y veamos qué resulta. El primo Cecil se pone de pie, jura que usted se puso histérica y se lanzó corriendo en medio de la lluvia. ¿Hay algún testigo de que él atentara contra su vida?

—Se cuidó mucho —dijo Dorothea con indignación—. Pero está la aguja de la jeringa. (Exhibió su muñeca en la que una mirada aguda podía aún distinguir los restos de un rasguño).

—Usted puede mostrarle eso a un médico de policía y pedirle que jure que fue hecho con una aguja de inyecciones. Pero no existe ser viviente capaz de jurarlo, y si existe, el lugar que le corresponde es el manicomio. Usted pudo habérselo producido con su propio broche o con el alfiler de su cuello. Usted puede ser una de esas damas con manía de persecución. Sé que son capaces de hacer cosas endiabladamente extrañas. Cortarse a sí mismas —malamente— de modo que duela —quiero decir— y jurar que alguien las atacó. Es un lugar común decir que un tipo es culpable hasta que no se pruebe que es inocente, pero créame, en la realidad no sucede así. Si usted y su primo Cecil van ante los tribunales, el primo Cecil no sólo obtendrá el fallo a su favor, sino también la conmiseración de todos los que se enteren del caso. Usted no puede presentar pruebas.

—El dinero, si yo muero…, —comenzó Dorothea, pero una vez más Crook la interrumpió.

—¿Quién dijo que él lo heredaría? Y aun cuando así fuera, ¿quién puede afirmar que él se arriesgaría hasta el crimen para conseguirlo? Porque sería realmente un riesgo. Usted podría no romperse el pescuezo en la forma perfecta que lo hizo el primo Hope. Podría haber vivido lo suficiente como para murmurar su secreto en la oreja de algún policía.

Y conozco esas ventanas del Salón Alexandra. Uno puede arrojarse desde ellas o ser empujado fuera. No puede nunca tratarse de un accidente. Bueno, en ese caso, el primo Cecil tendría que probar que usted se arrojó desde ella o de alguna manera sugerirlo. No podría haberse caído por accidente. Y en cuanto al pinchazo, usted tendría que probar que él posee aguja de inyecciones y drogas, y que sabe usarlas. No podría, querida. Créamelo, no podría. Desde el punto de vista profesional, eso descarta al primo Cecil.

—Y supongo que va a decirme que el primo Garth no sabía que el ascensor estuviera descompuesto.

—No veo cómo puede usted probar que lo sabía. Funcionaba bien cuando él lo usó, por la mañana, de modo que, a menos que encuentre usted alguien que lo haya visto salir de su oficina y tratar de tomar el ascensor durante el día, antes de su llegada, se expone usted a perder. De lo que tiene que darse cuenta, querida —y al decir esto Mr. Cook se inclinó más hacia ella, acercando su amable cara hacia la suya—, es de que usted está, o bien loca, o frente a un verdadero puñado de malvados picaros.

Dorothea pensó que si uno se ahogaba debía sentir lo mismo que ella sentía en ese momento. La fría exposición de los hechos, por parte de Crook, era tan despiadada como una ola cerrándose sobre su indefensa cabeza.

—Están los bombones —murmuró.

—¿Hay alguna prueba de que estuvieran envenenados?

—Aún no —reconoció Dorothea—, pero Miss Carbery se los envió a Mr. Hollins, el químico de Fox Norton, para que los analizara. Estamos esperando la respuesta. Ella dice que quizá tuvo que mandárselos a un médico.

—De cualquier manera, a usted no se los enviaron.

Y ¿cómo sabían sus primos que a usted le gustaban los dulces?

—Se lo dije al primo Hugh. Puede muy bien habérselo dicho a su hermano.

—Sospechas no son evidencias. Siempre les digo esto a las mujeres.

Dorothea se preparó para irse, desalentada y vencida.

—Veo que me cree usted una estúpida —dijo™. Pero mi vida me es valiosa, aunque no lo sea para nadie más.

—No se haga la importante conmigo —le advirtió Crook—. No quiero perder mi tiempo en reverencias. Por supuesto que su vida es valiosa para usted, aunque nadie que no sea yo podría creerlo.

—No comprendo —dijo la pobre y perpleja Dorothea—. Veo que usted cree que yo invento peligros donde no los hay.

Crook la miró de hito en hito.

—Sea sensata —dijo—. ¿Quién le dijo semejante cosa? Si desea saberlo, yo creo que usted se halla en una situación delicada. Pero ahora se trata de quién va a ganar la próxima jugada, Si Mr. X. o yo. Mr. X. es el tipo que quiere ver apagarse su pequeña lucecita así. —Chasqueó los dedos…

—¿De modo que estoy en peligro?

—¿No lo creía? —preguntó Crook amablemente—. Usted debe hacer algo por las cien mil libras. No hay rosa sin espinas, y usted es una espina bastante gruesa, reconózcalo. Quiero decir, para el resto de la familia. ¡Oh, sí, usted debe ser como San Pablo, enfrentando el peligro a todas horas! Ahora, escúcheme. ¿Está preparada para afrontar un nuevo peligro?

—Creo que no me queda otra alternativa —dijo Dorothea con tristeza.

—Bueno, usted sabe lo que los estrategos dicen: el ataque, y no la defensa, es el secreto de la victoria. Todos los estrategos aficionados del país se lo han dicho a Mr. Churchill durante meses. Bueno, usted estuvo a la defensiva desde que se enteró de la existencia de ese dinero. Lo que necesita ahora es un poco de actividad.

Dorothea, que creía haber empleado suficiente actividad en evitar las diversas formas de muerte que se precipitaron recientemente en su camino, pareció disgustarse ante la observación.

—Bueno, vea las cosas claramente —la apremió Crook—. ¿Quiénes son sus enemigos naturales? Toda la gente que desea suprimirla a usted. ¿Quiénes son las personas que desean suprimirla? Cualquiera que pueda beneficiarse con su muerte. De acuerdo con lo que usted dice, la mayoría de ellos intentaron ponerla a usted del otro lado. Mientras que usted, teniendo las mismas oportunidades, no atacó a ninguno de ellos.

Dorothea abrió la boca como una gallina enfurecida.

—¿Las mismas oportunidades?

Crook sintió cierta simpatía hacia miss Carbery, que decía que Dorothea debió ser loro en una existencia anterior.

—¿Por qué se dejó usted manejar por ellos? —Preguntó con un poco de exasperación—. Si usted estuviera interesada en su fortuna, no vacilaría. En realidad usted es como la mayoría de las mujeres, especialmente las mujeres solteras. Prefieren su conciencia a su dinero. Bueno, si se trata de eso, dígale adiós al dinero, sólo que temo que eso signifique también decirle adiós a la vida.

—No quiero ese dinero —gritó la pobre Dorothea—. Ya se lo dije a Mr. Hope.

Y roja de vergüenza, le explicó lo que ocurría.

—Usted es una mujer extraordinaria —dijo Crook con admiración—. Siempre hizo lo que su madre pensaba que era mejor, ¿no es así?

—Sí. —Dorothea tragó saliva.

—Entonces, ¿por qué no hace algo diferente para cambiar? —Preguntó Crook con simplicidad—. Después de todo, ¿para qué sirve el progreso si no es para poner ideas nuevas en circulación? Además, toda esa nobleza no tiene importancia. La mitad de las veces sólo sirve para eludir las consecuencias. Por tanto, ¿qué le parece si atacara un poquito? Ya es hora.

La miraba con gravedad. Una gran luz se hizo sobre miss Capper.

—¿Quiere usted decir que podría tomar la iniciativa y…, y asesinarlos a ellos? —Pero él no quería decir eso, naturalmente.

—Está empezando a comprender, querida —dijo Mr. Crook con aprobación—. Pero, créame, yo no lo diría de ese modo. Cuando se es como yo, abogado desde hace tanto tiempo, se sabe que las dos terceras partes del éxito dependen de la forma en que se dicen las cosas. Con las palabras hacemos todos nuestros juegos. Los novelistas le dirán otro tanto. —Meneó su formidable cabeza—. Pero son tonterías, querida. Lo que un novelista puede hacer con las palabras es nada comparado con lo que nosotros podemos hacer. No, yo diría que nuestra tarea es «suprimir sus enemigos». Por ejemplo, ¿por qué no envió usted los bombones a uno de los primos? ¿Cómo podía usted saber que estaban envenenados? Cuando el primo Cecil trató de empujarla por la ventana, ¿no podría haber cambiado usted los papeles y lanzarlo a él hacia abajo? Es sólo un pequeño mequetrefe, según usted dijo. Le llevaba además otra ventaja. Nadie hubiera sospechado de usted. Hay veces —continuó Crook con tristeza, sin prestar atención a los ojos extremadamente abiertos de su interlocutora y a su lengua balbuceante— que me da lástima tener que defender la ley y el orden. Por supuesto conozco aquello sobre la integridad profesional y otras cosas, pero hay veces que me producen envidia los que no tienen ataduras. Créame, un hombre casado no es el único que se da en rehén por dinero. —Y suspiró por todas las oportunidades perdidas en bien del honor.

—Entonces, ¿cuál es su consejo? —preguntó Dorothea contagiándose de sus maneras.

—Lo que el Primer Ministro, a quien estoy condenadamente seguro que usted admira, ha venido diciendo al país por más tiempo aún del que nos hemos molestado en escucharlo: «Vea lo que el otro tipo va a hacer y, luego, hágalo usted primero». Por supuesto, si las aspiraciones del otro no son mayores que las suyas, uno puede sentarse tranquilo. Pero… quizá usted no se haya dado cuenta de ello, así que puede creerme lo que yo le digo: siempre hay tipos ambiciosos vagando por ahí, y ésos son los que uno tiene que vigilar.

—Quizá —dijo Dorothea con un acento de fina ironía— usted pueda decirme qué es lo que debo hacer ahora para…, hum… para colocarme a la altura de mis parientes más ambiciosos.

Mr. Crook, radiante, se acomodó en su profundo sillón.

—Así es como la quería ver —dijo—. Ahora usted y yo tendremos una conversación.