CAPÍTULO VIII
I
Con su corazón agitado como una mariposa bajo un alfiler. Miss Capper descendió a las entrañas de la tierra. Desechó complacida su intención de comprar un modelador, dudando acerca de si el deleite de poseerlo compensaría la turbación de adquirirlo. Descendió en Russell Square y contempló hesitante los alrededores. No conocía nada de Londres al este de Cambridge Circus, y permaneció en la calzada mirando con atención los nombres de las arterias. Cuando por fin encontró la calle Bloomsbury se dio cuenta de que se había olvidado del número que le diera Mr. Bennett. No obstante había muchos abogados por allí, y sólo tendría que mirar en las chapas de bronce de las puertas hasta localizar su nombre. Iba concienzudamente de portal en portal, cuando advirtió que alguien la observaba. Un hombre robusto, de apariencia común, con ropas de color castaño claro, se hallaba parado en la esquina observándola con evidente regocijo. Se sintió enrojecer bajo su mirada, pero después se dijo que no le importaba lo que él pudiera pensar; luego se puso rígida de horror cuando él cruzó la calle y se dirigió hacia ella. Se metió rápidamente en una puerta y comenzó a leer los nombres en la lista de inquilinos, pero de Inmediato advirtió que el que la había seguido estaba a su lado.
—¿Se perdió? —preguntó él con voz aguda y vulgar.
—Yo estoy…, hum… tengo una cita con un tal Mr. Dick —dijo Miss Capper.
—Dick, ¿eh?
Él la miró pensativamente.
—Sí —repitió Miss Capper perdiendo rápidamente su compostura ante la sostenida mirada del otro—. Yo… yo no conozco muy bien esta parte de Londres. Un amigo me dio el nombre de Mr. Dick, y como yo, inesperadamente, debo consultar un abogado… sobre un legado, eso es…
«Váyase, váyase, váyase —gritaba en su interior—. Esto no tiene nada que ver con usted. Me imagino que le parezco estúpida, pero a usted, ¿qué le importa?».
—Si está ansiosa por librarse del legado, ¿por qué no lo da al Ejército de Salvación? —Preguntó la extraordinaria persona—. La libraría de muchas molestias.
»Es un loco —pensó Miss Capper—. Quizá de la especie más desagradable. De los que molestan a las mujeres.
»Hombres sanos que gustan molestar a las mujeres no elegirían solteronas cercanas a los cuarenta» —siguió pensando. Entonces recordó que tenía puesto un conjunto muy audaz, y que las mujeres más jóvenes eran escasas en esos días. Tembló de tal manera que los ranúnculos del sombrero temblaron a su vez.
—No tengo deseos de librarme del legado —dijo, volviéndose de espaldas a la pared.
—Entonces ¿por qué va a verlo a Mr. Dick? —Preguntó su acompañante—. ¿Cree en la reencarnación, Miss…?
—Mi nombre es Capper —dijo Dorothea nerviosamente, descubriendo todo su juego—. Y no creo en la reencarnación.
—Bueno, si creyera —dijo Mr. Crook sin molestarse por la agitación de ella y su evidente desacuerdo con la existencia de él—, pensaría que Dick fue en un tiempo una boa constrictor. Sólo pienso que se lo he advertido, eso es todo.
Sus palabras vulgares, su aire despierto y desinteresado, aliviaron un poco a la levemente embarazada Dorothea. De pronto imaginó su apariencia ante las demás personas: una tonta solterona fácil de engañar, a quien se prestaba atención sólo por su dinero, y a la que se dejaría de lado tan pronto como éste hubiera desaparecido. Una gran ola de desconfianza en Mr. Dick, en Mr. Bennett e indudablemente en todo el mundo, arrastró a la desmoralizada criatura. Súbitamente advirtió su total desamparo. Como Hugh había dicho, ella tenía, quizá, un enemigo en su hogar, y los otros estaban acechándola desde los cuatro puntos cardinales. Esta descripción era más pintoresca que precisa, pero expresaba los sentimientos de Dorothea. ¿Qué es lo que sabía —después de todo— de Mr. Bennett, sino que se ganaba la vida haciéndose agradable a las mujeres ya no muy jóvenes? Y si él estaba dispuesto a hacer de Lucille una víctima, ¿por qué suponer que no estaba decidido igualmente a hacer otra de ella? Se desahogó en una especie de quejido.
—Actualmente —dijo— estoy comenzando a desear no haber heredado la fortuna del primo Everard.
—Bueno, aún no lo ha hecho —señaló Mr. Crook, que la había ubicado inmediatamente—. Y si usted va a ver a Mr. Dick nunca la recibirá.
—Pero ¿qué es lo que tengo que hacer? —preguntó Dorothea.
—Venga conmigo —dijo Crook—. Sé bastante sobre su Mr. Dick, y probablemente sé también bastante sobre el tipo que se lo recomendó a usted. Tanto como lo que usted sabría después de estar en sus garras durante quince días.
Miss Capper rezó desesperadamente. Rezó pidiendo un indicio. Después de todo, si alguna vez habían sucedido milagros, ¿por qué no ahora? Y si ellos sucedieron a gentes tan insignificantes, ¿por qué no a ella? ¿Qué es lo que debía hacer?
—¿Me tiene miedo? —Preguntó Mr. Crook como si no pudiera creerlo—. Bueno, pregunte a cualquier policía lo que opina de mí. Ellos se lo dirán.
Como si al conjuro de sus palabras el hombre se hubiera materializado en el aire, un policía apareció repentinamente al lado de ellos. Crook le hizo una inclinación de cabeza. El policía respondió con una sonrisa amistosa.
—… tardes, Mr. Crook.
—¿Quisiera explicarle a esta dama que está segura conmigo? —preguntó Crook.
El policía sonrió más ampliamente. Dorothea se sintió sin esperanzas, como en medio del mar. Sin embargo, había pedido una señal y la había logrado. Por respeto a la fe no podía ahora rehusarse a obrar de acuerdo con ella.
—Cuando un abogado se encuentra en términos amistosos con la policía —explicaba Crook—, usted puede esperar qué se abra el Cielo y los ángeles de Dios desciendan hacia los hijos de los hombres.
—Quizá sería prudente que me dé su consejo profesional —convino Dorothea temblando más que nunca, entre nerviosa y desilusionada, pues ella creyó siempre que los abogados eran hombres altos y buenos mozos, con lentes sostenidos con una cinta de seda y una tira blanca sobre el chaleco.
—El pago será de acuerdo con los resultados —dijo Crook, tranquilizándola, mientras la conducía a lo alto del edificio (a la parte más alta, reconoció Dorothea)—. Si usted no recibe su legado, no le cobraré un penique. Lo pondremos en la cuenta de ganancias y pérdidas.
—¡Qué amable! —murmuró Dorothea mientras se decía con firmeza, como lo hacía siempre que iba al dentista: «Me sentiré mejor cuando todo termine; mucho, mucho mejor».
Por cierto que no podía quejarse de falta de celo profesional por parte de Mr. Crook. La condujo muy cuidadosamente a través de todo el relato, interrumpiéndola para que tratara de recordar las expresiones precisas que había usado Miss Carbery al contarle lo sucedido.
—¿De modo que ella también piensa que hubo alguna treta? —observó él—. Bueno, podría ser. Miss Capper, podría ser. Lo que usted tiene que cuidar. Miss Capper, es que no le hagan también a usted alguna treta.
—Me propongo ser extraordinariamente cuidadosa —le aseguró Dorothea.
—Usted ha dado ya un paso en dirección correcta —dijo Crook alentándola—. Ha puesto el asunto en mis manos. No podría haber logrado un hombre mejor. Sabe, no puedo menos de desear que el viejo observe los acontecimientos desde el otro lado de la pantalla. Sería una lástima que se perdiera toda la diversión.
—¡Diversión! —Gritó Dorothea indignada—. Todo lo que quiera menos divertido.
—Divertido para él, quiero decir —explicó Crook—. Después de todo usted tiene que admitir que las cien mil libras le cuesten algo.
—Tuve siempre entendido que el poseer dinero era algo que se disfrutaba —dijo la pobre Dorothea.
—Pero no el adquirido —señaló Crook—. En la generalidad de los casos es un asunto de sangre y sudor, y en el suyo parece más un asunto de sangre que de sudor.
Dorothea se estremeció.
—Y de todos modos —continuó Mr. Crook con satisfacción—, si usted no va a disfrutar con esto, yo sí. Y hay algo más. (Se inclinó hacia adelante solemnemente). Suponga que uno de ellos, sea quien sea, impide que usted reciba la herencia; puedo prometerle que lo perseguiré hasta la tumba, aunque eso sea lo último que haga.
Miss Capper abrió la boca, horrorizada.
—Usted no quiere decir si yo no, si él…, quiere decir, si ellos…, pero (su voz se tornó chillona de espanto e indignación) de nada me servirá, si soy asesinada.
—Será una victoria de la justicia —dijo Crook con tono reverente—. Pero se lo decía sólo de paso. No me gustaría que usted pensara que no la he prevenido, y puede que a usted no le sea posible hacerme llegar un mensaje desde donde se halle.
—Es nuevo para mí eso de tener enemigos —dijo Miss Capper, patética.
—Es nuevo para usted también el tener perspectivas prometedoras —señaló Crook—. Entre paréntesis, cuídese de Midleton.
—Pero es un abogado —protestó Dorothea.
—Eso no lo transforma en el arcángel Gabriel. Quiero decir, que él tiene que comer como los demás.
—Me parece que es mejor no tener dinero —estalló la infeliz solterona.
—Mejor —asintió Crook—, pero no tan interesante. Para el otro, quiero decir.
Era bien evidente lo que quería significar.
—¿Pero qué va usted a hacer? —preguntó Dorothea.
Mr. Crook pareció un poco herido.
—Deme una oportunidad, señora. ¿Qué puedo hacer mientras la otra parte no haya hecho el primer movimiento? A menos que usted prefiera ir y derribarlos a golpes antes de que puedan atacarla a usted; pero debo advertirle que ni yo podría prometerle obtener un veredicto de homicidio en defensa propia si usted lo hiciera. No, no, espere hasta que uno de ellos muestre su juego, y tan pronto como usted me proporcione un pescuezo, yo ajustaré muy bien el nudo de la cuerda. Puede contar conmigo para eso.
Éste parecía ser el fin de la entrevista. Miss Capper se encontró de nuevo en las escaleras, con las lágrimas literalmente cayendo a lo largo de su cara. No hubiera podido decir qué es lo que preveía, pero se imaginaba ser la mujer más solitaria del mundo. Lo que era absurdo, si se piensa que miles de personas la envidiaban. Pero se daba cuenta de que la gente tiene razón cuando dice que los abogados no se interesan, en realidad, más que por los ricos, y sólo mientras lo son, tiempo que por lo general los mismos abogados se encargan de acortar.
Tan pronto como ella se fue, Crook golpeó las manos como un pachá, y Bill Parsons apareció como un geniecillo.
—Cerveza —dijo cantando alegremente Mr. Crook—. Bill, ¿recuerdas lo que te conté acerca de un inverosímil entierro en Hornshire no hace mucho?
—Sí —dijo Bill, seguro de que, si no ahora, pronto lo recordaría.
—Bueno, era inverosímil —dijo Mr. Crook proféticamente.
—¿No había cuerpo? —preguntó Bill mientras servía cerveza.
—Sí, había un cuerpo, y lo que nuestra Miss Capper teme es que haya otro, y no me sorprendería que tenga razón.
—No lo creo —dijo Bill cortésmente—. Ahora que usted ha entrado en el asunto.
—No he dicho el cuerpo de quién —señaló Crook, y se puso a explicar la situación—. Y ahora, ¿qué es lo que la lógica sugiere, Bill?
—¿A usted? —Preguntó su ayudante—. No sabría…
—No, a ti.
—Que sea quien sea el responsable de haber golpeado al viejo podría intentarlo otra vez con la no tan joven señorita.
—Bastante bueno para Euclides —aprobó Mr. Crook—. Aunque, entre nosotros, creo que ese tipo confundió a unos cuantos en su época, sólo que nadie quería aparecer como un asno estúpido y decir que no entendía. Como tú sabes, Bill, muy pocas veces me has sorprendido apoyando a los obispos, pero el que dijo que la ignorancia es el mejor aliado del demonio, tenía razón. ¿Cuál de ellos era?
—Todos ellos —dijo Bill—; desde Agustín en adelante. Y unas pocas damas novelistas también.
—Me acuerdo de esas dos vicias en el bar —continuó Crook con entusiasmo—. Bien sabían ellas que había algo raro, pero no hicieron nada. Bueno, naturalmente, no había nada para ellas en el asunto. ¿Cómo se va hacia Fox Norton, Bill?
—Usted estuvo allí —le recordó Bill.
—Volví de allí —corrigió Crook—. Es diferente. En estos días de autocracia de la Milicia Civil se permite que uno vuelva de un lugar. Pero irse de aquí es muy diferente.
Bill, que difería de Crook en muchos puntos, pero estaba de acuerdo con él en la creencia de que es ridículo hacer algo en lo que uno puede ser sustituido, levantó el receptor y marcó el número de la oficina central del Gran Ferrocarril del Oeste. Luego miró su reloj pulsera. Era un hermoso reloj. Antes había pertenecido a un caballero muy elegante. Pero Bill, que en ese entonces era un experto, había borrado la inscripción que anteriormente lo adornaba. Desde el último encuentro con la policía, en el que había resultado con una bala en el talón, Bill trabajó con rectitud, como lo exigía con su ejemplo Arthur Crook.
—No podrá hacerlo hoy —dijo, colgando de nuevo el receptor. Pero puede tomar el de 8.17 por la mañana, transbordar en Hammerton (20 minutos de espera y es demasiado temprano para que los bares estén abiertos), tomar la combinación a las 10,18, nuevo transbordo en Riverhead, otros 20 minutos de espera, y tomar la combinación para Wolf Norton, y desde allí puede tomar un tren local.
—Diré una cosa del gobierno de Churchill —declaró Crook con generosidad—. Ellos saben que estamos luchando por la libertad, y no quieren robarnos más de lo necesario, de modo que somos libres para ir a un lugar como Fox Norton, pero hacen que sea condenadamente difícil llegar allí. ¿Qué hay del tren siguiente?
—Si espera hasta las 12, llegará allí a las 2.30, con una copa en cada cambio —dijo Bill—. ¿Va a desenterrar la verdad sobre la muerte del viejo?
Volvió a llenar los vasos.
—Investigación privada, solamente. Bueno, nadie nos pagará por averiguar qué le sucedió a él. Pero la ventaja está en que los dos asuntos se encadenarán. La vieja tenía razón. Los ancianos ricos no deben morirse cuando todos los parientes se hallan en la casa. No queda bien.
Ya que no podía viajar esa tarde, Crook, como le era peculiar, comenzó su trabajo desde el mismo Londres. Miss Capper le había proporcionado una lista de parientes, y aunque él no le había dicho tanto, ninguno de los nombres le era desconocido. A pesar de sus liberales normas de vida, él era un sincero creyente en una teoría modelo de la existencia. Si Arthur Crook se metía en un misterio, sabía que tendría de su parte, en la solución de dicho misterio, al «Dios de los crímenes». Durante su visita anterior a Fox Norton —como él dijo— había andado metiendo el hocico en busca de informaciones sobre la familia de «The Brakes», y, de vuelta a la ciudad, había seguido algunos de los indicios que recibió en ese entonces. Ocupó un hombre para estar al tanto de posibles acontecimientos, y volvió su atención a un caso de falsificación. Iba, a necesitar todo lo que sabía para probar que su cliente no había firmado con el nombre de otro, luego que éste había admitido, por propia decisión, haberlo hecho. Pero a Crook le pagaban para probarlo; y hábil como el demonio para citar las Escrituras en su propio provecho, él creía que el trabajador merecía su salario siempre que lo ganara. Del mismo modo, si Miss Capper le hubiera pedido que probara que ella no había atacado a sus parientes uno tras otro, él hubiera aceptado el encargo y puesto todo su empeño en ganar el caso. No es que él pensara que ella lo había hecho. Durante toda su vida profesional —se lamentaba— había estado buscando una Lucrecia Borgia con traje moderno, y su mayor pena era que, si alguna vez la había encontrado, otro se le había adelantado y había embarullado las cosas.
«La verdad es que las mujeres tienen demasiada conciencia —decía—. Es una de las enfermedades del mundo moderno. Si Lucrecia volviera ahora, yo no digo que no haría su parte de envenenamiento, pero escribiría luego una confesión plena y moriría arrepentida en la horca, y ¿para qué sirve un crimen de primera clase si luego se reniega de él?».
—Hay una cosa que conviene tener en cuenta —le dijo a Bill—. Todos ellos necesitaban dinero; la mayoría trató de conmover al viejo, pero él se lo negó. Por lo menos la mitad de ellos ha tenido alguna fea discusión con él, y ninguno puede contar una historia coherente sobre su muerte. Ninguno tiene una coartada, y hay tantas pruebas contra cada uno de ellos como las que cabrían debajo de una moneda. Fuera de esto, el asunto es sólo juego de niños.
Se dispuso cómodamente para una noche de trabajo.