II

Mientras perdía el equilibrio pensó: «Ganaron, al fin. Se necesitó un abogado para hacerlo, pero me vencieron». Es sorprendente el número de pensamientos que pueden pasar volando por la mente en el curso de un segundo. Se dio cuenta de que Garth no estaba realmente atendiendo el teléfono. Eso había formado parte de un plan para llamarlo en el momento decisivo en que la atención de ella estuviera distraída. Él sabía que el ascensor no estaba allí; con un hábil movimiento lo había enviado hacia arriba, seguro de que ella se encaminaría hacia la muerte, y deseando que así fuera.

Ciertas personas, sin embargo, tienen ángeles guardianes de notable eficiencia. El hombre que descendía del piso superior, al ver a la pequeña solterona esperando al lado de la puerta abierta del ascensor, le había gritado advirtiéndole que no funcionaba bien y que debía bajar por las escaleras. (Dorothea creyó que se quejaba por verse forzado a usar las escaleras). Cuando él la vio volverse y pisar en el vacío, se lanzó a través de los restantes escalones, aunque sabía que no podría salvarla. Pero hubo un segundo de gracia. El cabo curvo del paraguas que Dorothea llevaba consigo quedó enganchado en la puerta del ascensor y como estaba hecho de cierta clase de metal trabajado (había pertenecido a la difunta Mrs. Capper) la sostuvo por un instante, que supo aprovechar el desconocido. Éste, que era hombre delgado y ágil, la tomó por un brazo, colocó el otro brazo alrededor de los hombros de ella y la atrajo hacia sí, arrancándola de un tirón de lo que era, literalmente, el umbral de la muerte. Dorothea parecía un guiñapo, con la cara toda tiznada, el sombrero inclinado sobre la nariz, el cabello despeinado, y la boca abierta de terror. Por un momento pudo creerse que había perdido la razón. Manoteaba, lloraba, balbuceaba. El desconocido la sostuvo con fuerza por el brazo y le dijo que se recobrara, pues aún no estaba muerta.

—Aún no —jadeó Miss Capper—, pero no porque él no lo haya querido.

Ni siquiera se le ocurrió que era gracias al desconocido que ella no yacía aplastada y mutilada en el fondo del hueco del ascensor.

—¿A quién? —preguntó el desconocido, que parecía confundido.

—A Mr. Hope. ¡Oh, debí imaginarlo! Me lo advirtieron. ¿Pero quién hubiera pensado que iba a hacer algo tan horrible?

—Vamos —dijo el desconocido con firmeza—. Nadie la empujó por la abertura, y no se deje llevar por su imaginación. Yo bajaba las escaleras y la vi avanzar deliberadamente. Nadie se hallaba con usted.

—Por supuesto que no —tartamudeó Dorothea—. Fue a atender el teléfono. Pero… él sabía que el ascensor no estaba aquí. Se propuso hacer que yo me cayera.

—Parece un poco extraño —dijo el flemático desconocido—. Me pregunto por qué…

—Por dinero. ¿No comprende? Acababa de decirle que no lograría ese dinero, de modo que su única probabilidad era librarse de mí antes de fin de mes. —Clavó la vista con ansiedad en la cara tranquila de su interlocutor. Nadie podía culparlo si no creía una palabra de esto. De acuerdo a lo que él sabía, los abogados conocidos no tratan de arrojar a sus visitantes por el hueco del ascensor. Si necesitan dinero, tienen muchas otras formas de extraerlo de los bolsillos de sus clientes, y Mr. Grey pensó que, probablemente. Garth las conocía todas. Compadeció al ausente. Esta pequeña solterona aterrorizada era, evidentemente, una de esas volubles criaturas a las que trastorna su propia insignificancia. Era de esas notables personas que después de un crimen importante se presentan confesándose autores del hecho, y hacen que la policía se vea obligada a probar que es imposible que lo hayan cometido. Así esta mujer, no encontrando otro medio de llamar la atención, había tomado esa decisión desesperada. «Lo más conveniente —pensó el desconocido— era someterla a un examen médico».

—Usted no debe hacer esas acusaciones descabelladas —le dijo con severidad—. Por cierto que les he dicho a los dueños, más de una vez, que tarde o temprano habría un accidente fatal, y que ellos serían los responsables. Es culpa de estos ascensores anticuados. Es claro que ellos dan la excusa de que estamos en guerra, pero yo ya les hablé de estos ascensores antes de la guerra. La única clase de ascensores seguros son lo que no se pueden manejar si las puertas de afuera están abiertas. En los de esta clase, la puerta de afuera puede ser abierta y el ascensor se maneja con una cuerda.

—Él lo hizo venir —dijo Dorothea con voz aún temblorosa—. Y luego, cuando yo no miraba, él… él, lo mandó de nuevo hacia abajo, o hacia arriba…, no sé.

El desconocido la miraba con gran severidad.

—Muy bonito —dijo—. Usted no sabe nada y hace sin embargo apreciaciones que pueden llevarla a los tribunales. En realidad el ascensor está hoy descompuesto, lo ha estado desde las diez. Pérdida de presión o algo por el estilo… No soy ingeniero, pero lo que sucede es que, a menos que uno entre inmediatamente, el ascensor comienza a descender. Es evidente que eso es lo que ha sucedido. Su amigo trajo el ascensor, ustedes permanecieron aquí conversando, luego él fue a atender el teléfono, y cuando usted se volvió para entrar, el ascensor había desaparecido.

—¡Qué hábil maniobra! —Murmuró Dorothea—. ¡Oh, que diabólicamente hábil! ¿No ve usted que eso era lo que él quería que sucediera? Me entretuvo conversando a propósito, sabiendo que yo ignoraba que el ascensor estaba descompuesto. Me preguntó antes si vine en él, y yo le dije que no, que subí por las escaleras. Naturalmente que no calculó que alguien podría bajar las escaleras en ese preciso instante…

Mientras hablaba se abrió una puerta detrás suyo y Garth apareció de regreso. Se sorprendió al verla conversando con un desconocido.

—¿Me esperó todo este tiempo? —dijo—. Lo siento. Era un asunto bastante delicado.

Su mirada advirtió entonces la metamorfosis que había sufrido Miss Capper. El sombrero color castaño estaba abollado e inclinado sobre un ojo, sus ropas se hallaban desordenadas como si se las hubiera puesto en un concurso de vestirse con rapidez; temblaba y tartamudeaba y su bolso se hallaba abierto. Su mirada inquisitiva fue de uno al otro.

—Esta dama trató de introducirse en el ascensor —dijo el desconocido de una manera seca—. No sabía que estaba descompuesto.

—Ni yo tampoco —dijo Garth con rapidez—. Marchaba bien cuando yo subí, esta mañana.

El desconocido le explicó; Garth parecía estupefacto.

—Quiere decir que usted casi… ¡Qué espantoso! Y qué criminales los encargados de la casa al no poner en todos los pisos una nota diciendo que no funcionaba. He protestado varias veces por el uso de esta clase de ascensor.

—Para lo que vale —dijo el desconocido—. Puede caérsele a uno la lengua y las manos antes de que ellos lo escuchen. Así es como esta señora casi pierde la vida, gracias a esa falta de cuidado. —Miró a Dorothea—. Creo que usted debería dejar su nombre y dirección, señora, para en caso de que se inicie alguna acción judicial.

Mr. Hope lo sabe todo —dijo Dorothea, y volviéndose, huyó precipitadamente escaleras abajo, lejos de esas voces frías y de esos ojos penetrantes. Más abajo, más abajo. Parecía como si en esos días se pasara la mayor parte del tiempo bajando escaleras.

—¿Se hallará bien? —Preguntó el desconocido a Garth—. Se salvó por casualidad, y esto es capaz de trastornar a cualquiera. Me dijo muy seriamente, que se trataba de una tentativa deliberada de asesinato.

—¿Otra más? —exclamó Garth.

—¿Quiere decir que tiene pájaros en la cabeza?

—Me contó que había recibido cajas anónimas de bombones envenenados, y otras cosas por el estilo.

—Y, por supuesto, sin motivo —dijo el desconocido—. Por su propio bien estas personas deberían estar encerradas. Cualquiera de estos días caerá debajo del subterráneo en un ataque de histerismo, y acusará a algún desconocido de haberla empujado.

Garth emitió un profundo suspiro.

—Estos casos fronterizos con la locura son muy difíciles de manejar —reconoció—. La mayoría de las veces parecen más o menos normales, y los médicos vacilan, naturalmente, en firmar la orden de internamiento sin pruebas suficientes.

—Tenga cuidado —dijo el desconocido.

Garth respondió que ella no lo visitaría ya más. Él había procurado que así fuera. Mientras regresaba a su oficina, su mente se hallaba embargada por sus propios problemas. Era la mayor desgracia imaginable que ese tipo entrometido hubiera aparecido en el momento en que todas sus preocupaciones parecían a punto de concluir. Con Dorothea muerta en el hueco del ascensor, todos hubieran tenido una sensación de alivio. Pero dado el estado actual de las cosas —el teléfono sonó de nuevo y él levantó mecánicamente el receptor— debía pensar en algún otro medio.