66

La noche iba transcurriendo y los pubs de Ashbourne comenzaban a cerrar para que cada uno se fuese a despedir el año con los suyos. Los arqueólogos iban apareciendo en casa de Carlos y Núria. La fiesta estaba arrancando. Había comida por todas partes. Y la cantidad de bolsas con latas de cerveza que poblaba mesas, sillas y escalones daba para beber una semana. Un viejo reloj de pared marcaba las nueve y ya había más de ochenta personas. Y se esperaban muchas más a pesar del frío y el mal tiempo. Afortunadamente, la casa no era pequeña y disponía de un gran jardín trasero. En el garaje había un equipo de música que ya sonaba en toda la manzana.

Josep fue quitando las tablas que él mismo había colocado unos meses antes para proteger la fosa, una por una. Para su propio asombro, después de todo aquel tiempo, parecía que todo seguía en su sitio y la sepultura no había sido dañada. La emisora de música clásica estaba ofreciendo Preludio para Cello. Suite número uno en La menor de Johann Sebastian Bach. Ahí estaba la pelvis tal y como él la había dejado. Le echó un vistazo detenido. Fuera llovía, pero bajo el toldo ya no había tanta prisa. Se reafirmaba en todo lo argumentado seis meses antes. El ángulo subpúbico era, claramente, mayor de setenta grados. Ningún hombre podría tener algo así. Además, a simple vista aquella era más ancha y más baja de lo que sería una pelvis masculina. La escotadura ciática estaba muy abierta. Ya no tenía dudas, aun así iba repasando mentalmente toda la teoría aplicada. La cara de la sínfisis era curvada y no plana, y con el cuello estrecho. Otro tanto para opinar que se trataba de una mujer. Pero no necesitaba más. A fin de cuentas, como se decía en el Manual de Antropología Física del Doctor Newmann: la pelvis da el sexo cierto; el cráneo, el probable; y el resto del cuerpo, el posible. Tenía una bonita pelvis en perfecto estado que le ahorraría intentar adivinar el saliente de los arcos superficiales cuando llegara al cráneo, o la cresta nucal, o la apófisis mastoide, todos ellos vestigios tan fáciles de interpretar en las ilustraciones de los libros pero tan complicados en el trabajo de campo. Había estado valorando los patrones que hacían aquella pelvis indiscutiblemente femenina. Lo hizo casi olvidándose del factor más decisivo. No había pensado en ello hasta aquel momento. Entonces las vio. En la parte interior tanto del coxal izquierdo como del derecho había unas estrías. En su día, Aoiffe y el profesor Walker le habían indicado que se trataba de secuelas de al menos un parto. En ese momento fue más consciente que nunca de que aquella mujer no estaba tan muerta. De que había depositado una semilla en aquella verde isla antes de morir y que, con casi toda seguridad, generación tras generación sus genes habían llegado hasta nuestros días. Iba pensando en ello abriendo la caja de los utensilios, escogió uno de los raspadores odontológicos de precisión y comenzó a despegar la tierra del cuello del fémur derecho. Estaba totalmente mojada pero se podía trabajar. No había otro remedio.

La fiesta continuaba. La música cada vez ganaba más volumen. Se aprovechaban de que la policía no saldría en una noche así a no ser de ocurrir algo realmente grave. Núria había hecho una montaña de tortilla de patata y se paseaba por toda la casa ofreciendo porciones. Llevaba una buena borrachera. Halldór y Kata se habían despegado por un rato y también estaban allí. Bailaban de ese extraño modo que lo hacen los nórdicos; con una torpeza demasiado sensual como para resultar ridícula. Deirdre había causado furor entre los chicos. Estaba radiante, no iba a volver a casa sola aquella noche. Brigitte y John estaban sentados en el salón donde se habían apalancado un grupo de eruditos a discutir sobre arqueología. Todos intentaban ser escuchados, pero la gente que habla de algo así en una fiesta no tiene pinta de disponerse a escuchar a nadie más, así que en una o dos horas el improvisado debate se dio por terminado. Jan y Astrid, aunque ya llevaban cuatro meses en la ciudad, todavía no habían hecho muchas amistades. No acostumbraban a salir demasiado. Así que estaban siendo bastante ignorados. Carlos intentó ser un buen anfitrión.

—Me alegro de veros por aquí. ¿Lo estáis pasando bien?

—Muy bien, gracias —dijeron los dos a un tiempo.

En ese momento, comenzó la cuenta atrás. Bajaron la música y todo el mundo descontaba al unísono: «Diez, nueve, ocho, siete…». Alguien encendía y apagaba las luces de forma intermitente y se veía, como si de un pase de fotogramas se tratase, cómo Deirdre se besaba con uno de los chicos del pueblo. «[…] seis, cinco, cuatro, tres…». Núria se unió a Carlos en aquel momento. «[…] dos, uno, ¡feliz Año Nuevo!».

Josep se había tomado un pequeño descanso de unos minutos. Acurrucado en su improvisado refugio se dispuso a mirar al cielo en busca de algún castillo de fuegos, pero fue inútil, estaba demasiado cubierto. En la radio estaban a punto de dar las doce. Sacó una pequeña bolsa de plástico del bolsillo y la abrió con cuidado. Llevaba doce uvas. A unos segundos del fin de año se puso una en la boca y así continuó con las once siguientes. Recordaba otras tantas veces en que había hecho aquello mismo cuando era un niño. Por primera vez consiguió comerse todas a tiempo. Ahora sólo le quedaba pensar un deseo.

Brigitte se acercó al grupo formado por Jan, Astrid, Carlos y Núria.

—Vaya, ¿vosotros no os coméis las uvas?

—Ni siquiera nos hemos acordado de comprarlas —dijo Núria—. ¿Cómo sabes tú eso?

En aquel momento se dio cuenta de que ya había hablado demasiado. Casi llegó a meter la pata.

—Me lo dijo Josep en cierta ocasión.

Carlos levantó la cabeza sólo con oír ese nombre. Entonces ocurrió: —¿Lo conocéis? ¿Es un chico simpático?— dijo Astrid.

Brigitte se dio cuenta de que se había complicado la situación.

—¿Conocéis a Josep? —preguntó Carlos.

—Sí, claro. Hemos estado tomando un café esta tarde.

Fue Núria la que preguntó ahora con cierto entusiasmo, cosa que acabó de molestarle.

—¿Josep está aquí? ¡Tengo ganas de verle! ¿Va a venir a la fiesta?

Brigitte miraba al suelo sin saber cómo evitar lo que estaba ocurriendo.

—No creo, tenía trabajo que hacer. Anoche ya estuvo sin dormir, pobre —acabó de rematar la cuestión Jan, inocentemente.

—¿De qué están hablando? —le preguntó Carlos a Brigitte.

—No lo sé —contestó ella totalmente falta de reflejos.

—¿Ha vuelto Josep a Ashbourne? ¿Va a venir a la fiesta?

Brigitte intentó entonces descartar esa posibilidad para tranquilizar a Carlos, sabía que su preocupación era que Josep y Núria se vieran. Pero la cosa se complicó más aún.

—Tranquilo, ni siquiera va a salir esta noche. Está ocupado.

Carlos comprendió que algo pasaba. Josep estaba haciendo algo a escondidas. Algo que todos se habían encargado de ocultar muy bien. Algo tan importante como para pasar la noche de fin de año en ello. Desde aquel instante ya no pudo pensar en otra cosa.

La lluvia es una canción sin letra
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