28

La semana continuó sin más novedad. Tal y como Sofia le había advertido, Josep pasaba las horas empujando la carretilla pero el precio le parecía justo; sólo con estar presente en las conversaciones durante la hora de la comida sentía que le salía a cuenta el esfuerzo. Algunos de sus compañeros habían participado en anteriores excavaciones por la zona y solían comentar lo que podrían encontrar en aquella. Sofia casi nunca hablaba de nada que no fuese trabajo. A Josep le costaba esfuerzo pensar que era la misma chica que había conocido en la reunión del Instituto de Estudios Vikingos.

El viernes por la tarde, al salir del trabajo, algunos compañeros fueron a tomar unas pintas. Josep, sin embargo, se disculpó y fue recorriendo la Dame Street en dirección al Trinity College. Quería ver a Ian, el profesor de Historia. En información le indicaron dónde estaba su despacho aunque le advirtieron que, siendo el periodo vacacional, lo más probable fuese que no encontrara a nadie en todo el edificio. Josep llamó a la puerta y no recibió respuesta alguna. Al tiempo que se daba la vuelta para marcharse giró el pomo en un intento instintivo por asegurarse de que estaba cerrada y para su sorpresa la puerta se abrió. Un gran ventanal daba directo al jardín central del campus. La luz anegaba el despacho. Olía a papel viejo. Había no una sino tres mesas cubiertas de libros, cuadernos y planos desplegados, una pizarra llena de anotaciones en una letra casi jeroglífica y una percha repleta de chaquetas y sombreros. Josep recorría con la mirada, maravillado, aquel desorden y reconocía el trabajo de un hombre entregado al estudio. Apasionado por ello y romántico, en un sentido práctico. El respeto le impedía cruzar el umbral pero no le hizo cerrar la puerta. Permaneció allí un tiempo, que no podría haber precisado, en el que su mente imaginaba historias, misterios y enigmas arrancados poco a poco del silencio de la tierra.

—Josué, ¿qué haces por aquí? —la voz de Ian llegaba por el pasillo.

Josep se giró sobresaltado.

—Hola, Ian. Quería hablar con usted. Me dijeron que aquí podría encontrarle. ¿No debería estar de vacaciones?

—Bueno. Lo estoy. La única diferencia es que durante el curso investigo y escribo cuando tengo unos minutos, y en vacaciones lo hago todo el tiempo. Mi mujer y mi hija están en Tenerife, así que se puede decir que prácticamente vivo aquí desde hace dos semanas. ¿Quieres una taza de café? —dijo señalando una mesa con chocolatinas y un hervidor de agua.

—Té, por favor —respondió Josep.

Ian mandó sentarse a Josep en una butaca de piel con orejeras y él lo hizo sobre una pila de libros.

—¿Cómo va el yacimiento?

Josep se preguntó entonces si Ian sabría que Sofia era la directora. Decidió no decir nada.

—Bien. La verdad es que ahora estamos trabajando muy duro y sin resultados, pero pronto comenzaremos lo realmente interesante. O eso dice todo el mundo.

—Vale, Josué, déjate de rollos. ¿Qué te trae por aquí? —dijo Ian levantando las cejas.

Josep se rio:

—Vale. La verdad es que me apetecía tener una charla relajada con usted. Me dio la sensación de que está muy vinculado al instituto y no es sólo un integrante más del grupo.

—Y tienes razón. Lo fundé con otros dos amigos en el año ochenta y tres. Por aquel entonces hubo un cambio en la concepción histórica del papel que los vikingos habían tenido en la construcción de este país. Por primera vez se superó el dogma de que fueron unos salvajes invasores y se comenzó a tener una visión mucho más objetiva de su aportación a nuestra cultura. También los gaélicos y los cristianos llegaron mucho antes y nadie cuestionó nunca que fuésemos descendientes suyos. Pero hay una gran diferencia entre los vikingos y otros pueblos invasores europeos, tanto germánicos como no germánicos, e incluyo aquí, desde los romanos hasta los españoles de los siglos XV y XVI.

—¿Cuál? —interrumpió Josep.

—Que ellos no tenían ninguna intención de derrocar reyes ni despoblar territorios para repoblarlos después con su gente y establecer dos clases de ciudadanos, los sometidos y los dueños. Los vikingos querían convivir con los nativos. Respetaban sus estructuras sociales e incluso las asimilaban y copiaban como en el caso de Dublín, donde los vikingos levantaron la muralla de la ciudad para defenderse de los irlandeses y establecieron un reinado más propio de los que ya había en la isla que de los que se formarían más tarde en Escandinavia. Realmente, en términos administrativos, no había diferencia alguna entre las ciudades vikingas, como también fueron Wexford o Waterford, y las ciudades puramente irlandesas.

—Todo eso es muy interesante —dijo Josep—. Pero lo que yo me pregunto es por qué fueron un pueblo tan especial. Hay algo de misterioso y desconocido en ellos que me atrae sin poderlo evitar. ¿Qué los convirtió en leyenda?

—¿Tú qué crees? Parece que has leído lo bastante como para responderte a esa pregunta —dijo Ian sonriente.

—Bueno —Josep carraspeó—, sé que unos dos mil años antes de nuestra era una serie de pueblos germánicos se aposentaron en el norte de Europa. Tras años de establecimiento y debido a un aumento demográfico, fruto de la prosperidad económica, el territorio que habitaban y los recursos de que disponían se quedaron pequeños —Josep dejó la taza sobre una pila de libros para ayudarse con las manos—. El resultado de ello fue lo que se conoce como la Era Vikinga. Así, llegaron a las costas de todo el mundo conocido y parte del que todavía se desconocía. Causaron temor y admiración, pero eso no responde a mi pregunta.

—Verás, Josué, en mi opinión el verdadero secreto del rápido y efímero dominio vikingo del mundo no es otro que el propio vikingo.

—¿Qué quiere decir?

—Su educación. Su preparación desde la misma cuna para ser un guerrero. Un luchador. Los niños débiles o enfermos eran sacrificados sin más. Desde muy pequeños eran instruidos en el arte de las armas, el deporte, la preparación física bajo una severa disciplina. La debilidad o la muestra de miedo era para ellos una vergüenza. Conseguir la fuerza y mostrarla en todo momento era motivo de orgullo. No había lugar para lágrimas o sollozos —Ian contemplaba las nubes negras que se formaban en el cielo desde el gran ventanal mientras hablaba—. Su educación, la élan vital, comenzaba desde muy pequeños, y sumergía a niños y adolescentes en una severa preparación militar y mental. Se les instruía tanto para la lucha como para controlar sus emociones. Un guerrero nunca debía apartarse ante un ataque. Aun cuando este supusiese una herida segura o incluso la muerte. Morir en combate era un honor preferible a vivir arrodillado. Morir en el lecho, como un animal, era considerado deshonroso.

Josep se sirvió un poco más de té y dijo:

—También he leído que todo guerrero debía ser conocedor de las letras.

—Y así es. No sólo debían leer y memorizar las runas, sino también demostrar su talento como poetas aportando sus propios versos.

—Pero eso no les mantendría con vida —añadió Josep.

—Te equivocas. El motivo por el cual debían memorizar las runas era para instruirse. En ellas se narraban hazañas épicas que quizá sirvieran como ejemplo en algún momento de debilidad. Cambiando de tema —dijo Ian abriendo un libro—, mira esto; es un guerrero vikingo al completo, con su malla de protección, casco, escudo, hacha y espada. ¿Sabes cuánto podía llegar a pesar un equipo completo de combate?

Josep le miró sin responder.

—Más de dieciséis kilos. ¿Puedes imaginar la condición física de un hombre capaz de caminar durante dos o tres días con ese peso a cuestas y librar un combate que a veces podía durar otro día entero, con sus pausas y sus avances o retrocesos?

La respuesta de Josep continuaba siendo un silencio.

—Para llegar a esta isla a matar o morir en el campo de batalla un vikingo debía haber comenzado desde los tres años su preparación en el manejo de la honda, los saltos, las carreras, alpinismo, equitación y arco, pero también en juegos de estrategia y agilidad mental como el ajedrez que, presumiblemente, tomaron prestado de los árabes de Al-Andalus, o el popular juego de hnefatafel.

—Dieciséis kilos —repitió Josep, como si no hubiese escuchado nada más de lo que había dicho Ian.

—En efecto, ¿crees que tú o cualquiera de tus compañeros que pasáis tantas horas picando y empujando carretillas estaríais en forma para algo así?

Josep volvió a responder con un silencio. Tenía la mirada totalmente perdida pensando en todo lo que habían hablado. Al cabo de un rato se despidieron.

—Vuelve cuando quieras, Josué, tanto aquí como a la reunión del Oval.

—Respecto a eso, ¿por qué motivo ya no disponen del local que fundaron en el año ochenta y tres?

—Es una larga historia, Josué, por hoy ya te he aburrido bastante.

—No me llamo Josué, profesor, mi nombre es Josep.

—Ah, lo siento. De acuerdo, Josep, hasta la vista.

A la mañana siguiente Josep se levantó temprano. Intentó no dejarse oír porque Kati había llegado muy tarde y todavía estaba durmiendo. Buscó entre sus cosas y al final sacó del fondo de la mochila unos pantalones de chándal. Ya en la cocina y con la ayuda de unas tijeras, cortó las perneras. El resultado fueron unos pantalones parecidos a los de jugar al baloncesto. Se los puso. También una sudadera y unas deportivas, y salió a la calle. Se quedó pensando por un momento y volvió a entrar en la casa. Fue a la habitación de Kati, cogió su mochila y la vació en el suelo intentando no hacer mucho ruido. Kati se dio la vuelta, e incluso llegó a abrir un ojo, pero continuó durmiendo. Josep abandonó la casa y, con la mochila vacía a la espalda, se dirigió caminando hacia el centro de la ciudad. La mañana caía sobre los edificios. Ya era bien de día. Al cabo de un rato entró en un supermercado, compró dieciséis kilos de arroz y nada más, los metió en la mochila y continuó su camino. Estaba llegando a St. Stephen’s Green Park. Era temprano y el parque todavía se encontraba vacío. En un par de horas estaría totalmente lleno de gente. Josep se sujetó la mochila a la espalda con la correa que le cruzaba el pecho, se ató el pelo en un moño en el cogote —había leído que lo hacían los señores en época vikinga durante sus actividades lúdicas— y comenzó a correr. Su ritmo era muy pausado ya que no tenía costumbre. Bien era verdad que se había puesto en forma picando y cargando tierra pero eso no era lo mismo. No le parecía tan importante la velocidad como la resistencia. Quería ponerse en la piel de un guerrero del siglo X que acudía a una brega desde varios kilómetros de distancia. Sabía que ello no tenía por qué suponer un ritmo de carrera tan rápido pero muchas veces así era, e incluso más todavía, cuando se trataba de movimientos estratégicos durante la misma batalla. Ian le había dicho que el peso que soportaba un guerrero con todo su equipo era de unos dieciséis kilos pero Josep sabía que no muchos de ellos llevaban malla de protección y que tan sólo unos pocos portaban espadas. La mayoría de los vikingos no empuñaban más que hachas y algunos, además, lanzas. Por lo tanto, los habría que tan sólo cargaran con siete u ocho kilos, o incluso menos. Además, Josep soportaba todo el peso en su espalda y no así un vikingo. Sin embargo, se podía hacer una idea de lo que significaba acudir en aquellas condiciones a una lucha que podía durar otras tantas horas de esfuerzo y agotamiento. No era de extrañar, pues, que alguna batalla terminara en tablas cuando, debido a la equiparación de fuerzas, los combatientes acababan antes extenuados que abatidos o victoriosos.

Olía a hierba en el parque, apenas unos coches habían comenzado a rugir en el barrio. Su ritmo era lento, tranquilo. Aun así ya se notaba agotado. Llevaba corriendo unos minutos. No podía asegurar si cinco, diez o veinte pero ya parecían demasiados. Se imaginaba a sí mismo avanzando hacia la línea enemiga. Girando la cabeza fantaseaba con la idea y casi podía ver con toda nitidez la larga columna de vikingos que corrían a su lado. Armados y gritando hacían que aquella mañana de sábado en el centro de Dublín se pudiesen oír sus gritos. «Todas las tierras de Irlanda se han manchado de sangre en alguna ocasión», le dijo una vez Aoiffe.

Extenuado, se dejó caer sobre el césped. Había sido suficiente. Los pulmones amenazaban con romperse y el corazón iba a salir disparado. Realmente no estaba en forma ni mucho menos. No en la forma que debería estar para afrontar una batalla. Allí, tirado en la hierba, se propuso hacerlo, se propuso llegar a estar tan en forma como cualquiera de los cientos y miles de guerreros de uno y otro bando que habían muerto en aquellas tierras diez siglos antes. Eso le ayudaría a comprenderlo todo mejor.

La lluvia es una canción sin letra
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