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Josep aparcó la caravana junto al muro. No se había cruzado con un solo coche en todo el trayecto desde el pueblo. Sin habérselo propuesto había escogido la noche más indicada para excavar fuera de peligro en caso de encontrar complicaciones. Lloviznaba suave pero lo suficiente como para acabar totalmente empapado en tan sólo media hora. No había problema. Ya estaba previsto. La noche anterior había estado buscando un poste y encontró cientos de ellos por todas partes. Eran los que anteriormente delimitaban la propiedad. Estancó un par justo en ambos extremos de la fosa. Después deslizó el toldo que le prestó Aoiffe por encima y así obtuvo la tienda más rudimentaria en la que había estado nunca. Pero resultaba efectiva. No caía una sola gota de agua en el interior. Volvió a la caravana y se cambió de ropa. Esta vez se iba a arrastrar de nuevo por el barro, arrodillado en aquella postura a la que se había acostumbrado hasta el punto de incluso leer el periódico en ella. Al ponerse otra vez los pantalones dotados de rodilleras e innumerables bolsillos se sintió de nuevo arqueólogo. Atrás quedaba el trato recibido por Sofia en Dublín. Apuraba la taza de té de su termo y daba unas caladas a un cigarro mirando por la ventana con un poco de miedo por comenzar algo cuyo primer intento iba a ser el único. Si había algo que le daba sentido a toda su vida, algo que unía toda su existencia por un hilo, eran aquellos valores que le hacían estar allí ahora. Había estado perdido durante mucho tiempo. Los últimos años habían sido una deriva, no había nada de qué sentirse orgulloso. Pero durante aquellos meses, a tres mil kilómetros de casa, había conseguido sentirse de nuevo aquel chico que corría por los huertos de naranjas mientras el tío Damián labraba la tierra. Cogió todo su equipo, su vieja radio envuelta en plásticos y las dos linternas y comenzó a caminar por el barro con dificultad. Pensó que era una sensación maravillosa.