21

El martes por la mañana, cuando Josep llegó al yacimiento, vio un par de coches que no conocía. Al principio no dio mayor importancia, no era la primera vez que acudían curiosos a ver la excavación: los esqueletos, sobre todo; nada despertaba más expectación. Pero a medida que el Jeep conducido por Brigitte se iba acercando más a las cabinas, pudo ver un par de coches patrulla de la Garda, la policía irlandesa. Un golpe de frío le recorrió todo el cuerpo. Era imposible que le hubiesen perseguido hasta tan lejos, ¿o no? Quizá todo era mucho más serio de lo que él pensaba. Se habían tomado la molestia de buscarlo en aquella parte perdida de Europa donde sólo había vacas y enterramientos medievales. El asunto no era menor. Quizá acabase en la cárcel. Pensó en escapar. Si bajaba del coche en aquel momento y corría por en medio de los prados tal vez tuviera una oportunidad. Pero ¿cómo saldría del país? ¿Hasta cuándo iba a estar huyendo? ¿Valía la pena seguir escondiéndose por un libro de doce mil euros que no había robado? Dirigió la vista a Brigitte con los ojos que ella esperaba ver en su rostro semanas atrás pero esta vez la francesa ya no le miraba, sólo se dedicaba a aparcar. Se lio un cigarro lo más rápido que pudo y le dio tiempo de ponérselo en la boca y encenderlo nada más bajar del coche. Un pálido sol naranja caía sobre los campos. El profesor y Aoiffe caminaban hacia el grupo seguidos por dos hombres con gabardina, un señor con boina y dos policías de uniforme. Comenzó a producirse un pequeño revuelo de preguntas, nadie entendía qué hacían allí todas aquellas personas. Josep intentó tranquilizarse. Era imposible que hubiesen venido a buscarle. No tenía de qué preocuparse. Lo mejor era mantener la calma y comportarse como si nada, no fuera que acabara levantando sospechas y decidieran investigarle. Seguro que, fuese lo que fuese, la cosa no iba con él. Había conseguido calmarse cuando el desfile se detuvo. El profesor se giró hacia los hombres de la gabardina, que debían de ser inspectores, y el de la boina y les dijo algo. Acto seguido todos ellos miraron a Josep. Las piernas le comenzaron a temblar y el corazón le dio un vuelco. No tenía escapatoria.

—Te están mirando, Josep. ¿Qué pasa? —dijo Brigitte tras él.

Josep no pudo ni contestar. Por su cabeza pasaban toda clase de imágenes y recuerdos de los últimos meses. En apariencia, todo había terminado. Walker y el grupo se aproximaban hacia ellos y Josep dio la última calada a su cigarro, lo apagó en la suela de la bota y lo metió en el bolsillo de su anorak. El profesor comenzó a hablar mientras se acercaba: —No vas a poder continuar con tu vikinga, chico.

—Lo sé, profesor. Y lo siento. No era mi intención implicarles en todo este asunto.

En ese preciso momento Aoiffe y Josep cruzaron una mirada y este intuyó, por su cara de extrañeza, que estaba metiendo la pata hasta el fondo. Afortunadamente, ella fue muy hábil: —Vamos, Josep, no hagas bromas con esto. Debemos detener la excavación en tu área de inmediato.

Una vez distraída la atención y habiéndole hecho callar a tiempo, dejó que el profesor se explicara: —Este señor es John Mc Kein. Como sabes, el terreno que estamos excavando pertenece al Gobierno porque ha sido expropiado para que pase la futura autovía por aquí, pero los lindes de tal expropiación son muy claros y lo que tú estás excavando ahora queda al otro lado, exactamente en las tierras que aún son de su propiedad. Nos dejamos llevar por el interés científico y nos olvidamos de qué es lo que estamos haciendo aquí realmente. Estamos intentando salvar todo lo posible antes de que llegue la carretera y se pierda para siempre, pero tu vikinga no corre ningún peligro, ya que continuará ahí tras construir la autovía porque queda fuera de los planos de la calzada. Volverás al área de esqueletos con el resto de compañeros.

El corazón de Josep volvía a palpitar más despacio y su preocupación por ir a prisión se transformó entonces en frustración por no poder excavar hasta el final a Eimear. Parecía claro que no tenía alternativa, la empresa no iba a trabajar más allá del linde.

—¿Y si viniese a excavar los fines de semana? No le haría perder mi tiempo a la empresa. Vendría por mi cuenta sin que nadie me pagase. Eso no debería ser un problema —dijo Josep.

El grupo entero se miró entre sí y el profesor añadió:

—Verás, chico, es que hay otra cuestión; el señor Mc Kein no permite que entremos de nuevo en sus tierras. Nos ha denunciado y por eso ha venido hasta aquí la policía. Quiere que todo se quede exactamente como está y, sobre todo, no quiere que saquemos ningún otro esqueleto ni que acabemos el tuyo, o no retirará la denuncia. Cree que eso no está bien —respondió Walker siempre tan educado.

Josep miró a aquel señor campechano y de piel curtida que lucía con orgullo una vieja boina. El hombre le miraba a su vez y en ambos rostros se podía adivinar un estéril intento mutuo por comprender al otro.

—Hasta la vista, profesor Walker —dijo uno de los inspectores.

Mientras se alejaban, Josep se acercó a él.

—Profesor, no podemos dejarla ahí, usted lo sabe tan bien como yo. Nadie volverá a excavarla jamás y aunque así fuera hemos expuesto demasiado la fosa, para entonces estará todo aplastado.

Walker le escuchaba sin siquiera mirarle. La vista la tenía perdida tras el grupo de policías que se alejaban hacia los coches acompañados por Aoiffe. Su rostro cansado reflejaba un disgusto que parecía arrastrado durante años. En un país tan religioso como Irlanda aquel tipo de prejuicios podían aparecer a la hora de excavar. Josep continuó, ante la poca respuesta obtenida: —Lo siento, profesor, pero no voy a dejar a esa muchacha abandonada a medio excavar. Se lo debo. Yo lo he comenzado y tengo que terminar. Usted lo sabe. Voy a seguir excavando a pesar de todo. Aunque ello suponga continuar de noche como un ladrón.

El profesor giró la cabeza y miró a Josep muy serio y todavía notablemente enfadado: —¡Hazlo, chico, maldita sea! Al diablo con ellos. Sólo te pido que esperes unas semanas hasta que termine el yacimiento. No quiero involucrar a la compañía en esto.

Josep volvió con el resto del equipo de los esqueletos. A la hora del almuerzo hubo un enfado general porque el responsable semanal de ocuparse de que no faltase leche, té y agua caliente no hizo bien su trabajo y apenas quedaban una docena de bolsas y un litro de leche para sesenta personas. Hacía buen tiempo, el sol se hacía el valiente, y la mayoría habían decidido tomar el almuerzo fuera de las cabinas. Josep estaba sentado junto a Brigitte cuando se acercó Aoiffe con una taza.

—¿Me pasas tu bolsa de té cuando termines? —preguntó a Josep—. Aún le sacaré algo de jugo.

—Sí, claro. Siempre llevo unas cuantas en la mochila para emergencias pero ya se las he dado todas a los chicos.

Brigitte se levantó y se fue intentando disimular pero lo cierto era que no le gustaba nada la estrecha relación que unía a Josep y Aoiffe, y se notaba. Este alzó las cejas en un gesto que intentaba disculparla.

—Escucha —dijo Aoiffe—. Llevo toda la mañana dándole vueltas a algo.

—Dime, ¿de qué se trata?

—Puede que esté loca, pero cuando antes vino la policía tuve la sensación de que creías que habían venido a por ti. ¿Me equivoco?

—No es lo que crees —replicó Josep.

—No me importa lo que sea. No puede ser tan grave cuando estás aquí tranquilamente trabajando. Si fueses un delincuente estarías metido en cosas raras y vestirías trajes caros, no te dedicarías a rebozarte en el barro. Además, me das buena espina. Aunque tu novia no me trague.

—Sí, ella es un poco especial. Bueno, pero no es exactamente mi novia —se apresuró a corregir.

Aquella noche Josep decidió hablar por fin con Brigitte. No podía demorarlo por más tiempo.

—Tenemos que hablar —dijo él entrando en el dormitorio donde ella leía sentada en la moqueta junto a Tim.

—Dime —dijo Brigitte sin levantar la vista del libro.

—Atiéndeme, esto es importante.

Ella entonces cerró el libro.

—Venga, te escucho.

—Verás —comenzó Josep un poco nervioso—, vuelvo a mi cuarto…

—Lo sé.

Josep comprendió que ella ya había tomado la decisión mucho antes que él.

—Bueno, no sé qué más decir. Me llevaré mis cosas ahora mismo si no te importa.

Así fue cómo Josep volvió al punto de partida, a la pequeña habitación de la criada con vistas al jardín trasero. La reducida cama de setenta centímetros le mantuvo dando vueltas durante unas horas. No podía pegar ojo. Había perdido la costumbre de acurrucarse sobre sí mismo. Miró el reloj y vio que eran las dos de la mañana. Se incorporó y lio un cigarro. Nada más encenderlo oyó unos ruidos. Le pareció que venían de la habitación de Brigitte. Era su voz, debía de tener una pesadilla. Se imaginó tranquilizándola en la cama y pensó que no había nada de malo en dormir con una amiga que había tenido un horrible sueño. La verdad era que su cama resultaba peor lecho de lo que recordaba. Apagó el cigarro y salió al pasillo despacio para no despertar a los demás. Se acercó a la puerta de Brigitte y abrió el pomo lentamente para que Tim no ladrara. Estaba oscuro y no podía apreciar muy bien lo que ocurría pero enseguida se dio cuenta de que un trasero blanco brincaba arriba y abajo en la cama. Bajo él, Brigitte con sus largas piernas abiertas y dando aquellos pequeños gemiditos con acento francés que tanto había escuchado él junto a su oído. No podía creerlo. Estaba acostándose con alguien. Cerró la puerta y deseó no haber sido descubierto. Ya era bastante embarazoso.

A la mañana siguiente se levantó el último. Apenas había dormido cuatro horas. Al bajar a la cocina, Brigitte estaba preparando un desayuno irlandés. Era su costumbre desayunar fuerte tras una noche ajetreada. Frio los huevos y las salchichas con el pudding y calentó las alubias con tomate en el microondas. Luego lo colocó todo en dos platos. Aquello quería decir que su acompañante todavía no se había marchado. Iba a desayunar allí mismo. Josep más que estar molesto, no daba crédito. Ella había tardado menos de cuatro horas en sustituirle. ¿Debía ofenderse o agradecerle lo bien que lo sabía llevar?

Ya estaban todos y todavía no había señales del intruso. Halldór y Kata estaban preparándose la comida y Donncha, Fintan y Eamon tomaban cereales en sus boles mientras escuchaban las noticias en la radio. Deirdre estaba aún en el baño. Ya había ido tres veces. Se había acostado tarde y bastante borracha. Y John estaba preparando una tetera. ¿Dónde estaría el invitado de Brigitte? Esta puso los dos platos sobre la mesa y se sentó. Ahora aparecería su acompañante. Pero no lo hizo nadie y Brigitte ya estaba comenzando a comer. Josep empezaba a dudar de si aquel plato no sería para él. Entonces John acercó dos tazas de té, se sentó y se puso a comer. Josep no fue el único que se sorprendió; el resto, aun sin saber lo que Josep sabía, se quedaron perplejos mirando a los tortolitos. Estaba claro que, a la vista de todos, Josep se quedaba al margen. Sin embargo, los dos amantes parecían estar solos en una barca en medio de un lago. Como si no hubiese nadie más. Engulleron su desayuno hablando a voces sobre un artículo publicado por John en la revista Irish Archaeology que a Brigitte le había parecido «simplemente aburrido».

Cuando llegaron al yacimiento, como de costumbre, Josep iba en el coche que conducía Brigitte. Así que dejó que todos bajaran y se quedó mirándola intentando obtener una explicación. Ella, sabiendo exactamente lo que él buscaba, le dijo: —No te hagas el sorprendido. Ya nos viste anoche en mi cama. Yo a ti sí te vi, ¿sabes? No estaba precisamente de espaldas a la puerta.

—Ya lo sé, yo también te vi, estabas debajo de John.

Los dos comenzaron a reír. Después hubo unos segundos de silencio y Josep dijo: —Es un buen tipo. Me cae bien.

—Lo sé.

La lluvia es una canción sin letra
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