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Hacía varios meses que Josep no mantenía ningún contacto con su mundo anterior. Aunque no había hablado con nadie desde que llegó a la isla a excepción de un par de llamadas al tío Damián, sí había acudido a leer sus correos electrónicos cada cierto tiempo. De ese modo, y sin dar señales de vida, se ponía un poco al corriente de lo que ocurría, pero nunca contestaba ninguno. Aquel día se despertó con la idea de ir al Internet café. Había pasado demasiado tiempo desde la última vez. Tras el trabajo, y sin ducharse, cogió el camino directo hacia la Capel Street, donde había uno regentado por asiáticos. En su interior hacía bastante frío porque faltaban varios cristales y también olía mucho a detergente, pero era el más barato y siempre estaba casi al completo. Al abrir su correo apareció una lista inmensa de mensajes sin leer. Había más de doscientos entre personales y spam. Josep comenzó a revisarlos de uno en uno y a eliminar el correo no deseado. Algunos amigos se interesaban por su paradero. Había un correo de Ernest. Le explicaba el revuelo que se había armado, en una ciudad tan pequeña, tras su huida. Esto le llevó a revisar las noticias de aquellos días. Cuando se dio cuenta estaba contemplando algunas fotos antiguas que había adjuntas a algunos correos. Una, en especial, le mantuvo absorto frente a la pantalla varios minutos. Era más joven… y tenía sueños. ¿Los tenía ahora?
Volviendo a casa, se detuvo un momento frente a un escaparate. Allí, estuvo un buen rato mirándose en el cristal. No se había dado cuenta pero había estado cambiando mucho. Parecía un vikingo. Por pura casualidad o no, a medida que había ido profundizando en el misterioso mundo de los lobos de mar del norte, había ido pareciéndose a ellos cada vez más. Recordó aquella conferencia sobre la quijotización en la creación literaria, y pensó que le había ocurrido eso mismo. A pesar de todo, sentía que volvía a ser él, Josep Folch, aquel niño del pelo rojo alborotado que pasaba las tardes haciendo cabañas entre los naranjos. Sus largas patillas crecían ahora desaforadas entre su boscosa barba. Su pelo recogido en la nuca, como lo haría un vikingo, la mayor parte del tiempo. Tan sólo lo soltaba para cavar. Además, su interés por saber sobre ellos no cesaba, sino todo lo contrario. En aquel momento el cielo comenzó a caer sobre la ciudad una vez más. Josep se cubrió la cabeza con la capucha de la sudadera y caminó hacia casa bajo la lluvia.