4

La muchacha ya no estaba. Thorgest intentó incorporarse y pudo hacerlo aunque mareado. Observó la cabaña. Había vendas ensangrentadas por doquier. La chimenea se mantenía encendida sobre montones de cenizas como si no se hubiese apagado el fuego durante días, y la leña apilada podía hacerlo durante algunos más. Era seguro que la irlandesa no quería causarle ningún daño sino todo lo contrario. Parecía que le había llevado un gran esfuerzo mantenerlo con vida. Y él se preguntaba por qué.

Cuando volvió la joven, el vikingo había desaparecido. La puerta de la cabaña estaba abierta. Antes de marcharse había estado revolviendo. Estaba todo patas arriba. Faltaba el agua y algo de comida. Ella se dejó caer sobre sus rodillas y así estuvo durante un buen rato, pensando entre sombras hasta que la penumbra la convirtió en una de ellas. La noche trajo la lluvia bajo sus faldas, algo habitual en verano. Así que la chica se enredó en unas mantas de lana y se fundió con la oscuridad. Aún estaba despierta cuando oyó pasos afuera. Thorgest intentó no hacer ruido al atravesar la puerta. Se detuvo en seco y se aseguró de que la muchacha dormía. Ella no abrió la boca mientras él se quitaba la ropa empapada y se acostaba desnudo frente a las brasas que aún quedaban. La noche continuó oscura y en silencio.

Por la mañana había dejado de llover y el viento soplaba las nubes con fuerza en un juego caprichoso que dejaba ver el sol sólo por momentos. La primera en despertarse fue la muchacha, quien al pasar junto a Thorgest, miró de reojo el pubis rubio albino, casi blanco, del guerrero y se sintió más mujer que la noche anterior; sacó el pecho y se humedeció los labios. Un poco más tarde el joven abrió los ojos y los movió de izquierda a derecha mientras su cuerpo inmóvil hacía pensar que aún dormía. Era una costumbre que aprendió de su padre cuando de pequeño iban a cazar cerca de los lagos. Dormían al raso y al despertar se mantenían inmóviles por si pudieran sorprender a alguna cerda salvaje merodeando entre sus cosas atraída por el olor del arenque seco que llevaban junto a otros víveres. Si descubrían al jabalí o incluso a una liebre sin despertar su temor, tendrían tiempo quizá de llegar a casar la flecha con el arco y disparar antes de perder de vista la pieza. En esta ocasión la muchacha no iba a huir y él tampoco pensaba disparar sobre ella. Estaba sentada en unos maderos que hacían las veces de sillas en torno a una vieja mesa. Thorgest se dirigió a ella a la vez que salía de entre las mantas del suelo y se cubría con una los genitales: —¿Qué quieres de mí?— preguntó en la lengua nativa. La joven no levantaba la vista de sus manos. —No vuelvas a orinarte encima. No te molestes en repetir tu teatro. Nadie se orina encima sin temblar o rechinar los dientes. Y tú, capaz de andar por este bosque, que se ha tragado a un guerrero como yo y del que no soy capaz de salir, no tienes ningún temor a mi fuerza ni a mi ira. Así que no finjas más, y dime qué está pasando, quién eres, y por qué me tienes aquí convaleciente, a salvo, pero cautivo hasta verme curado por completo de mis heridas.

La muchacha le miraba ahora a los ojos. Era una mirada orgullosa, sincera, y sin embargo Thorgest sabía que aquella mujer con el cabello en fuego escondía algo.

—Recuerdo la batalla —dijo el guerrero mientras torcía los ojos en un intento por recapitular—. Los hombres de Ivar nos engañaron: estaban de parte del clan irlandés de Ui Neill. Durante la carrera hacia la línea enemiga, los nórdicos de Limerick iban dejándonos pasar al resto delante. Yo, como mis compañeros, supongo, pensé que era un signo de cobardía y miedo a los irlandeses. En cuanto llegamos al cuerpo a cuerpo casi todos los guerreros de Ivar estaban ya rezagados. Mientras luchábamos contra los hombres de Malachi, nuestros aliados nos miraban de brazos cruzados y así hubieran continuado de no ser porque, incluso siendo menor en número, estábamos consiguiendo rebajar notablemente a los enemigos. Así que Ivar se vio obligado a culminar la traición atacando nuestra retaguardia. ¡Maldito Ivar…! Lo degollaré como a un cerdo.

—Te encontré entre los restos de la batalla. Debieron darte por muerto y eso te salvó. No quedó nadie más con vida. Pasaron a cuchillo a todos. Fueron nórdicos como vosotros, los hombres de Ivar. Te traje hasta aquí y te escondí —dijo la joven.

—Lo sé. Y por eso supongo que quieres algo a cambio. Te advierto que no soy hombre de gran riqueza. Dejé mi tierra hace ocho meses para ir a Jutlandia a enrolarme en un drakkar que me trajera a esta isla próspera. En Uppland, mi país, gozo de una buena posición. Mi padre posee tierras y esclavos que las trabajan. Y nuestras relaciones con el rey son de respeto mutuo. Pero en esta isla no tengo más que lo puesto. Las campañas navales ya no son como cuentan los viejos, en las cuales, los hombres que iban al mar volvían cargados de esclavas, oro y mercancías. Ahora todo eso son fantasías, fábulas para entretener un buen fuego en una noche de invierno. Me hice a la mar para conocer nuevos lugares mientras vendía mi espada como soldado y poder ganar algún día fortuna como comerciante, y de pronto me veo envuelto en medio de las trifulcas de una tierra que no es la mía. Mi pueblo y mi gente están lejos. Los que años atrás se marcharon y viven aquí desde hace muchos inviernos ya no son mi pueblo, sino más bien el tuyo, aunque os empeñéis en luchar entre vosotros.

—Sé perfectamente quién eres —replicó ella con energía—. Dicen que no hay un guerrero del norte más rubio que tú. Todos lo comentan cuando cuentan tus hazañas. Puede que lleves aquí poco tiempo pero has conseguido que la gente sienta temor al oír tu nombre. Cabellos de Oro te llaman. Pero también se escuchan muchas otras cosas no tan agradables sobre ti. Se dice que duermes con niñas y también que brindas con sangre de irlandeses las victorias. Que disfrutas de ver anidar el miedo en los ojos ajenos. Que la muerte te protege y por ello juegas con ella a diario. Cuentan muchas cosas sobre ti…

—¿Crees tú todos esos cuentos? —preguntó el vikingo mientras lanzaba contra el fuego un madero—. Vamos, responde… ¿Piensas que soy capaz de todo eso y aun así me salvas la vida? O estás loca o no lo crees. O quizá las dos cosas, pelirroja, eres muy rara.

Ella recolocó el tronco sobre el fuego.

—No. No lo creo. No creo que seas un asesino y tampoco un violador… Sé que eres fuerte, y listo. Creo que puedes enfrentarte tú solo a cientos de hombres aunque, por supuesto, no tardarían mucho en despedazarte, pero tú no les huirías ni un solo paso. Y entre tantos elogios desafortunados también he oído algunas palabras que quizá te hagan justicia, y por ello sé que nunca abandonas a un amigo herido, no dejas una pregunta sin respuesta y no duermes dos noches con la misma mujer.

El vikingo rió con fuerza dejando ver sus dientes, auténticos fiordos de roca blanca: —Bueno, hay algo de cierto en tus palabras; nunca duermo dos noches con la misma mujer, pero contigo haré una excepción: no dormiré ni tan sólo una. Tú no eres una mujer, eres sólo una niña y yo, como sabrás a partir de ahora, no duermo con niñas— y dejó caer su cabeza sobre la hierba.

La verdad era que la muchacha tenía diecisiete años, sólo cuatro menos que el joven vikingo y que él sólo dijo esto para molestarla, gustosamente hubiese copulado con ella toda la noche de no haber tenido aquella herida en el costado, pero de ese modo consiguió divertirse enojándola y a la vez hizo que ella lo deseara como nunca antes había deseado a otro hombre en su todavía corta vida adulta.

La lluvia es una canción sin letra
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