38
Los Dal Cais de Brian Boru se habían marchado hacía ya un par de días pero las puertas de la ciudad todavía se cerraban con cierto recelo. Tras un sitio de tres meses es muy duro volver a la normalidad. Tan sólo se abrían para que saliese o entrase alguien bajo su responsabilidad y si asumía el riesgo de quedarse fuera ante un ataque repentino. Aparte de eso la gente estaba muy animada y se podría decir que incluso contenta. Habían sido unas semanas muy duras para todos, a excepción de los niños, que habían vivido el encierro como una gran aventura; catorce soldados de Boru cayeron fulminados por sus flechas mientras jugaban.
Entre tanto, Thorgest y El Abdul hacían planes. Dado que ya no iba a haber guerra por el momento, deberían ir a buscarla a otro sitio donde les pagaran por luchar o les dejasen tomar su parte del botín al participar en un saqueo.
—Deberías abrir la taberna de nuevo. Brian Boru no volverá por el momento —decía Thorgest—. Yo voy a marcharme.
—No volvería a hacerlo ni por diez caballos. ¿Sabes lo duro que es vender vino sin probarlo? —bromeó, bien sabía Thorgest que aquel hombre despreciaba el alcohol.
—Lo has estado haciendo hasta ahora.
—Por eso mismo, no lo haré más. Iré contigo.
—Yo voy a unirme a los vikingos de Brodir en la Isla de Man. ¿Es que ahora vas a hacerte madju tú también? ¿Recuerdas dónde está tu tierra, verdad?
En ese momento se armó un gran revuelo en la muralla sur de la ciudad. Las campanas de la iglesia de St. Michael comenzaron a sonar. Había intrusos. Todos los hombres acudieron hacia allí corriendo al tiempo que cogían las lanzas que, dispuestas en la calle, se habían dejado con ese propósito. Thorgest y El Abdul también corrían. A los pocos segundos se comenzó a divisar una columna de jinetes que avanzaban al trote. A medida que se iban acercando se empezaba a ver claro que no suponían ninguna amenaza, no eran más de doscientos. Cuando estaban a menos de cien yardas, el guardia de la torre del castillo mandó abrir la puerta de San Nicolás. Eran los hombres de Einar. Habían estado esperando en los montes de Wicklow a que la ciudad quedara libre de sitio. Aquella fuerza de doscientos soldados cansados, y en algunos casos heridos o mutilados sin remedio, era todo lo que quedaba de las tropas de apoyo al sur de Leinster.
En la ciudad fueron recibidos como auténticos héroes. Parecía que hubiesen ganado la guerra. Muchos de aquellos hombres y adolescentes que venían de matar ya no tenían adónde volver. En muchos casos sus familias habían sido asesinadas y sus granjas quemadas. Pasarían a engrosar a la fuerza las filas del ejército de Sigtrygg. Einar y Bram estaban de vuelta pero habían perdido a sus amigos, Yngvar y Paul. En su lugar, venían acompañados por dos irlandeses que decían ser de Kilkenny. Juntos habían dirigido a las tropas aliadas de Leinster.
Thorgest estaba preparándose para partir hacia la Isla de Man. El Abdul tenía la intención de hacer lo mismo pese a las recomendaciones de su amigo respecto a que aquella no era vida para un árabe. Un enviado del rey se presentó ante ellos: —¿Eres Thorgest, extranjero?
—Así me llaman.
—El rey quiere verte.
Sigtrygg se encontraba reunido en aquel momento con Einar, Bram y sus dos acompañantes. Einar era el hombre de máxima confianza del rey.
El Abdul le acompañaba cuando entraron en palacio. En la cámara real el monarca tomaba asiento mientras sus invitados permanecían de pie. Todos ellos llevaban espada.
—Aquí le tenéis. Es Cabellos de Oro. Él fue quien me advirtió del peligro que corría Dublín.
—Ya nos conocemos —dijo Einar.
—Este es El Abdul, un viejo amigo —dijo Thorgest cuando vio que todos le miraban extrañados.
—Estos irlandeses de Leinster son O’Farrell y Mc Dermot. Han sido de gran ayuda. Sobre todo tras morir Yngvar y Paul, ellos también perdieron a un compañero —dijo Einar.
O’Farrell miraba como un halcón y Mc Dermot era alto como un roble. Thorgest tenía la sensación de haberlos visto antes.
—¿Sois de la guardia de Mael Mordha? Me resultan familiares vuestras caras.
Ellos se miraron en silencio y no contestaron. Parecían molestos.
—Bueno, debo de estar equivocado —dijo Thorgest para rebajar un poco la tensión—. Todos los irlandeses sois iguales.
Hubo risas. Después el rey continuó hablando.
—Os he hecho venir porque debemos aprovechar el frío invierno y prepararnos para la guerra. Brian se ha marchado pero volverá en primavera. Para entonces debemos haber conseguido unificar todos los territorios rebeldes bajo un mismo mando. Mi madre, la bella Gormlaith, intercederá ante su hermano Mael Mordha, su ejército será crucial en esta refriega.
Mientras Sigtrygg hablaba, Thorgest no dejaba de mirar a aquellos dos hombres. Parecía que disponían de la confianza de Einar. Dos desconocidos habían conseguido estar a un golpe de acero del rey. El rubio miró a su amigo sin decir nada, este se dio cuenta de que algo sucedía y se preparó para una rápida reacción. Aun así no fue capaz de apartarse a tiempo. La espada de O’Farrell le destrozó el costado. La de Mc Dermot sin embargo chocó con la de Thorgest, quien sí pudo repeler el ataque. Einar y Bram cubrieron al rey en cuestión de segundos. Thorgest sabía que su amigo estaba dando su último suspiro en el suelo pero no podía prestarle atención en aquel momento. Se echó para atrás de un salto y se puso en guardia con los brazos extendidos hacia la izquierda sujetando la espada. Inmóvil y en silencio miraba a sus dos oponentes. Einar y Bram no iban a dejar solo al rey. Sabían que él no podría defenderse. Sigtrygg tenía merecida fama de no enfrentarse personalmente a ningún oponente por cobardía. Así que Thorgest debía salir de esta solo. Continuaba sereno y quieto aun sabiendo que su amigo agonizaba sus últimos momentos. Tenía prisa por atenderle. Pero no se podía precipitar. El rey gritaba inútilmente. Su guardia no estaba lo suficientemente cerca. Al final, Mc Dermot fue el primero en abalanzarse sobre Thorgest. Su espada esta vez no chocó con nada. Cortó el aire en un silbido que acompañó el sonido de carne rebanada. La espada del vikingo le había sacado el corazón por el costado. El cuerpo cayó. O’Farrell comenzaba a verse perdido pero mantenía la calma. Los dos hombres enfrentados aguantaban quietos, inmóviles. Thorgest continuaba en silencio. Le miraba a los ojos. Le decía sin palabras que estaba muerto, que nada podía salvarle. Entonces, O’Farrell avanzó y la espada del hijo de Höskuld partió la suya. Mientras se reponía del brutal impacto, el filo del rubio le partió la cabeza en dos partes.
Einar, Bram y el rey le miraban enmudecidos. Ahora comprendían la leyenda que pesaba sobre aquel joven. Thorgest se lanzó al suelo junto a su amigo. Ya era tarde. No respiraba. No había tenido la oportunidad de despedirse de El Abdul; desangrado como un perro delante de él. Cerró los ojos. Por primera vez desde que murió su madre se le humedecieron.
Thorgest se quedó allí un rato. En el suelo, en silencio. El rey Sigtrygg, Einar y Bram salieron de la sala para dejarlo a solas. Sentía el pesar de que su amigo estaba muerto por su culpa. No se había acordado a tiempo de por qué le sonaban aquellos dos irlandeses. No eran hombres de Leinster sino de Munster. Eran los dos guardias que Thorgest esquivó en el bosque de Kilmainham. El tercero, como explicó Einar, había muerto durante la farsa en la que estuvieron luchando al lado de la alianza de Leinster. Allí fueron enviados por el Ard Ri como castigo por haberle fallado. Si mataban a Sigtrygg, enmendarían su error. Pero en su camino de vuelta, estos hijos pródigos, cometieron uno aún mayor, cruzarse con Cabellos de Oro.
Llevaba dos días lloviendo sin parar. La ciudad de Dublín continuaba aun así con su ritmo constante de viejo rock. Pero no ocurría igual en el yacimiento de Temple Bar. Estaba todo completamente encharcado y aunque la lluvia caía ahora de manera más débil, el equipo de arqueólogos se mantenía en las cabinas. Aún no había material extraído significativo que poder estudiar en postexcavación, así que se distraían como podían. Anna y Sean parecían estar juguetones; quizá volvieran a caer. Sofia se mantenía como siempre al margen. Trabajando o haciendo como que lo hacía. Nunca se permitía el lujo de estar parada, hubiese o no algo que hacer. Josep aprovechaba el tiempo de espera, como de costumbre, para leer. Vivir en Dublín le permitía tener acceso a las bibliotecas de la ciudad. En esta ocasión había caído en sus manos La saga de los vikingos, de Rudolf Pörtner.
La mañana iba pasando sin mayor contratiempo. Tomaban café y té y comían a cada poco. El aburrimiento había calado en ellos más que el agua. De repente, sonó el teléfono de Sean: —¿Hola?… bueno, no exactamente, aquí está todo encharcado… ¿ahora?… bien, pero dime qué ocurre…
¡Eso es imposible!… Lo quiero ver con mis propios ojos. Voy para allá.
Todos estaban mirando a Sean esperando una explicación. ¿Qué era imposible? Su cara reflejaba la gran trascendencia de lo que acababa de escuchar. Tenía el ceño fruncido y la boca abierta. Se había quedado completamente perplejo.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Sofia como si su autoridad tuviese que tener también efecto en el plano personal.
—No lo vas a creer. En las obras de Longford Street ha aparecido un esqueleto. Me acaba de llamar Martin, un viejo amigo. Solíamos trabajar juntos hace tiempo.
—No te habrá llamado sólo para decirte que hay un esqueleto. Dublín está lleno de ellos.
—Bien. Quiere que vaya a echarle un vistazo pero él piensa que se trata de un individuo musulmán.
No sólo Sean y Sofia, sino todo el grupo de aburridos vikingólogos y Josep iban de camino a Longford Street. Parecía que no había constancia ni antecedentes de algo así. «¡Un súbdito musulmán enterrado en Dublín en un sustrato medieval!», Sean no hacía más que repetir aquello en voz alta. Josep no entendía cómo tenían la certeza de que fuese musulmán tan sólo con verlo en la fosa. Sin hacer un estudio osteológico o un análisis dental. Podía ser que llevase ajuar funerario. Sabía que los católicos irlandeses no lo llevaban pero los vikingos sí. Quizá aquel esqueleto lucía un ajuar de objetos fácilmente identificables como árabes. Iban recorriendo la George’s Street a un paso muy acelerado. En cinco minutos llegaron allí.
Había dos operarios del Ayuntamiento que no alcanzaban a entender la importancia de lo que había estado a punto de destruir para siempre su máquina de compresión. A pocos metros de ellos, un agujero. En él, con medio cuerpo dentro y medio fuera, un hombre vestido con ropa impermeable amarilla como si fuese un marinero en un anuncio de merluza; era Martin.
—La prensa está viniendo hacia aquí en este momento —dijo dirigiéndose a Sean—, pero quería saber tu opinión antes de nada.
Le hizo un hueco para que el propio Sean se metiese en el agujero. Desde donde estaba, Josep no veía gran cosa. Parte del tórax, pelvis y fémures. Pero ningún objeto de ajuar funerario.
—Desde luego, este individuo está enterrado de acuerdo con la costumbre islámica. El cuerpo se encuentra en posición decúbito lateral y no decúbito supino como es el caso de los enterramientos cristianos o vikingos paganos. Y no parece que haya caído así de forma accidental porque estas piedras —dijo señalando tras la columna— han sido puestas a propósito para sujetar el cuerpo en esa posición.
El grupo de arqueólogos estaba mirando asombrado y atendiendo a la explicación. Sean continuaba: —Además…
—Además —le interrumpió Martin—, su orientación es noroeste-sureste; su cabeza apunta directamente a la meca.
Más tarde y de vuelta al yacimiento, Josep se acercó para hablar con Sean: —Lo que hemos visto antes es algo realmente excepcional, ¿no?
—Lo cierto es que mañana debería salir en toda la prensa nacional.
—¿Qué debió de ocurrir? ¿Cuál es la historia que llevó a ese hombre a ser enterrado aquí?
—No lo sé, chico. Eso es lo frustrante de esta profesión; nunca podemos satisfacer nuestra curiosidad. Lo que sí que podemos saber seguro es que algo extraordinario ocurrió en torno a esa persona, porque no era un esclavo.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Josep.
—Nadie hubiese perdido el tiempo en enterrar así a un esclavo.
Thorgest estuvo un rato meditando frente a la tumba de su amigo. Lo enterró a una distancia prudente de la ciudad. «Nunca Dublín llegará a ser tan grande como para llegar hasta aquí», pensó. Lo hizo como había oído contar que solían hacerlo los musulmanes pero sin entender muy bien por qué. La cabeza por donde salga el sol y el cuerpo de costado. Ahora ya tenía tres motivos para luchar en aquella guerra que se avecinaba y que llegaría con el polen de la primavera. En primer lugar, debía vengarse del viejo Ivar. La venganza era un sentimiento noble para los vikingos. Les había traicionado y por ese motivo todos sus hombres y su amigo Harek habían muerto. El segundo motivo también buscaba la sangre del culpable. Brian Boru debía pagar por haber mandado matar al rey Sigtrygg de esa manera tan cobarde y haber sido responsable así de la muerte de El Abdul. Ambos reyes merecían por igual su desprecio pero uno de ellos merecía también su ira. El tercer motivo era su hijo. Faltaban ya poco meses para el nacimiento. No había vuelto a saber de Eimear. Hacía más de cien noches que la vio por última vez pero no había dejado de pensar en ella ni un instante. Aquello le confundía enormemente. Nunca se había permitido aquella licencia con ninguna mujer. Aun así, ello no impidió que pernoctara con algunas prostitutas durante el sitio de Dublín. Una cosa no tenía nada que ver con la otra.