11. CAMBIOS METÓDICOS DEL MÉTODO

EN CONTRA DEL MÉTODO UNIVERSAL

En el capítulo anterior vimos el alegato de Feyerabend en contra de varias concepciones del método científico que han sido presentadas por filósofos en un intento por captar la característica distintiva del conocimiento científico. La estrategia clave que empleó fue la de defender la incompatibilidad de esas concepciones con los adelantos de Galileo en física y astronomía. En otro lugar (en Chalmers, 1985 y 1986) me he ocupado del relato histórico que hace Feyerabend del episodio de Galileo; en la sección siguiente introduciré y elaboraré algunos de los detalles de mi desacuerdo. Una vez que esa historia ha sido corregida, creo que permanece el asunto de que la historia corregida plantea problemas a las concepciones típicas de la ciencia y del método científico. Es decir, sugiero que, en cierto sentido, puede sostenerse el alegato de Feyerahend contra el método, siempre que tengamos clara la noción de método que ha sido refutada. El alegato de Feyerabend lo es en contra de la afirmación de que existe un método universal y ahistórico en la ciencia que contenga las normas que todas las ciencias deben respetar si quieren merecer el titulo de «ciencia». El término «universal» es usado aquí para indicar que el método propuesto ha de aplicarse a todas las ciencias o ciencias putativas —física, psicología, ciencia de la creación o cualquier otra— mientras que el término «ahistórico» señala el carácter intemporal del método. Ha de usarse tanto para valorar la física de Aristóteles como la de Einstein, y el atomismo de Demócrito tanto como la física atómica moderna. Estoy muy dispuesto a unirme a Feyerabend en considerar la idea de un método universal y ahistórico como muy poco plausible, e incluso absurdo. Como dice Feyerabend (1975, p. 295), «La idea de que la ciencia pueda, y deba, conducirse según reglas fijas y universales es poco realista a la vez que perniciosa», «va en detrimento de la ciencia, puesto que desprecia las complejas condiciones físicas e históricas que influyen en el cambio científico» y «hace a la ciencia menos adaptable y más dogmática». Si ha de haber un método científico capaz de juzgar ciencias de todo tipo, pasadas, presentes y futuras, se podría muy bien preguntar con qué recursos cuentan los filósofos para llegar a herramienta tan potente, tanto que puede decirnos por adelantado cuales son las normas apropiadas para juzgar la ciencia futura. Puesto que concebimos la ciencia como una búsqueda abierta con el fin de mejorar el conocimiento, ¿por qué no habría de haber lugar para mejorar nuestros métodos y adaptar y refinar nuestras normas a la luz de lo aprendemos?

No tengo ningún problema en adherirme a la campaña que lanzó Feyerabend en contra del método, siempre que se entienda por éste método universal, inmutable. Hemos visto que la respuesta de Ferabend en su alegato en contra del método consiste en suponer que no hay método, que los científicos siguen sus propios deseos subjetivos, y que todo vale. No obstante, método universal y ningún método no agotan todas las posibilidades. Un camino intermedio sostendría que hay métodos y normas en la ciencia, pero que pueden variar de una ciencia a otra y pueden cambiar dentro de una ciencia, y cambiar a mejor. El alegato de Feyerabend no sólo no se opone a este punto de vista intermedio, sino que su ejemplo de Galileo puede ser interpretado de forma que lo apoye, tal como intentaré mostrar en la sección siguiente.

Sostengo que hay un camino intermedio, según el cual existen métodos y normas históricamente contingentes, implícitos en las ciencias que han tenido éxito. Una respuesta común a esto, entre filósofos de las ciencias que rechazan el anarquismo y el relativismo radical de Feyerabend tanto como yo, es que quienes buscamos un camino intermedio nos engañamos a nosotros mismos. John Worrall (1988), por ejemplo, ha dado expresión clara a esta línea general de argumentación. Si he de defender un cambio en el método científico de un modo que evite el relativismo radical, estoy obligado a mostrar de qué manera tal cambio es para mejor. Pero, ¿mejor según qué normas? Parece que, a menos que existan supernormas para juzgar cambios en las normas, esos cambios no pueden ser interpretados de manera no relativista. Pero las supernormas nos retrotraen al método universal que se supone que proporcionaría tales normas. Por lo tanto, así reza el argumento de Worrall, o bien tenemos un método universal, o bien el relativismo. No hay término medio. Como preliminar de una réplica a este argumento, será útil tomar un ejemplo de la ciencia de un cambio de normas. La sección siguiente se dedica a un cambio de esta naturaleza logrado por Galileo.

DATOS OBSERVADOS CON EL TELESCOPIO EN LUGAR DE LOS OBSERVADOS A SIMPLE VISTA. UN CAMBIO DE NORMAS

Uno de los oponentes aristotélicos de Galileo (citado en Galileo, 1967, p. 248) se refirió a la idea de que «los sentidos y la experiencia deberían ser nuestra guía al filosofar» como «el criterio de la ciencia misma». Numerosos comentaristas de la tradición aristotélica observaron que un principio clave dentro de esta tradición era que las afirmaciones de conocimiento debían ser compatibles con la evidencia de los sentidos, cuando se usan éstos con cuidado suficiente bajo las condiciones adecuadas. Ludovico Geymonat (1965, p. 45), uno de los biógrafos de Galileo, se refiere a la creencia «compartida por muchos sabios de la época [de las innovaciones de Galileo]» de que «sólo la visión directa tiene el poder de captar la verdadera realidad». Maurice Clavelin (1974, p. 384), dentro de un contexto en el que compara la ciencia de Galileo con la aristotélica, observa que «la principal máxima de la física peripatética era la de nunca oponerse a la evidencia de los sentidos», y Stephen Gaukroger (1978, p. 92), en un contexto similar, escribe sobre «una confianza fundamental y exclusiva en la percepción por los sentidos en las obras de Aristóteles». Era general la defensa teleológica de esta norma fundamental. Se entendía que la función de los sentidos era la de suministrarnos información acerca del mundo. Por lo tanto, aunque los sentidos pueden engañarnos en circunstancias anormales, en la niebla, por ejemplo, o si el observador está enfermo o borracho, es absurdo suponer que los sentidos son sistemáticamente engañosos cuando están cumpliendo con la tarea que se les confía. Irving Block (1961, p. 9), en un artículo esclarecedor sobre la teoría de Aristóteles de la percepción sensorial, caracteriza como sigue el punto de vista de éste:

La Naturaleza hizo todo con un propósito, y el propósito del hombre es el de comprender la naturaleza por medio de la ciencia. Habría sido, por lo tanto, una contradicción en la Naturaleza haber forjado el hombre y sus órganos de manera tal que tuvieran que resultar falsos el conocimiento todo y la ciencia.

Las opiniones de Aristóteles tuvieron eco en Tomás de Aquino muchos siglos más tarde, como recoge Block (1961, p. 7):

La percepción sensorial es siempre cierta con respecto a sus objetos apropiados —pues las potencias naturales, por regla general, no fallan en las actividades que les son propias, y si fallan, ello es debido a algún desarreglo u otro. Así pues, los sentidos juzgan de manera imprecisa acerca de sus objetos propios sólo en la minoría de los casos, y entonces sólo a causa de algún defecto orgánico, e.g., cuando a una persona enferma y con fiebre le sabe amargo algo dulce porque su lengua no está en buena disposición.

Galileo se enfrentaba con una situación en la que la confianza en los sentidos, incluyendo los datos obtenidos a simple vista, era «el criterio mismo de la ciencia». Para poder introducir el telescopio y conseguir que los datos telescópicos reemplazaran y anularan algunos datos obtenidos a simple vista, necesitaba desafiar este criterio; cuando lo hizo, efectuó un cambio en las normas de la ciencia. Como hemos visto, Feyerabend no creyó que Galileo pudo imponer su punto de vista y tuvo que recurrir a la propaganda y a la astucia. Los hechos históricos dicen algo distinto.

Ya he considerado la argumentación de Galileo en favor de la veracidad de sus vistas de las lunas de Júpiter. Ahora me concentraré en las razones que ensambló Feyerabend en favor de la aceptación de lo que el telescopio revelaba acerca de los tamaños aparentes de Venus y Marte. Ya hemos descrito en el capítulo anterior la urgencia de la cuestión, y también aceptamos el relato de Feyerabend sobre las dificultades que había en el camino para admitir las observaciones al telescopio de los cielos.

Galileo recurrió al fenómeno de irradiación para contribuir al descrédito de las observaciones a simple vista de los planetas y para fundamentar su preferencia por las observaciones a través del telescopio. La hipótesis de Galileo (1967, p. 333) fue que el «ojo introduce un impedimento propio» cuando ve fuentes de luz pequeñas, brillantes y distantes contra un fondo oscuro. A causa de esto, tales objetos aparecen «festoneados de rayos adventicios y extraños». Así, Galileo (1957 p. 46) explicaba en otro lugar que «si se miran las estrellas a simple vista, se presentan a nosotros no con sus tamaños (por así decir, físicos), sino como irradiadas por un cierto fulgor y como bordeadas de rayos centelleantes». La irradiación queda eliminada por el telescopio en el caso de los planetas.

Puesto que la hipótesis de Galileo implica la afirmación de que la irradiación surge como consecuencia del brillo, la pequeñez y la distancia de la fuente, se puede ensayar modificar estos factores de diversas maneras que no entrañen el uso del telescopio; Galileo enumera explícitamente varias (1957, pp. 46-7). Se puede reducir el brillo de estrellas y planetas mirándolos a través de nubes, un velo negro, un vidrio coloreado, un tubo, un espacio entre los dedos o un agujerito en una cartulina. La irradiación se elimina con estas técnicas en el caso de los planetas, de forma que «muestran sus globos perfectamente redondos y limitados definidamente», mientras que en el caso de las estrellas no se elimina completamente la irradiación y así «nunca se ven limitados por una periferia circular, sino que tienen el aspecto de resplandores cuyos rayos vibran y centellean en gran medida». En cuanto a la dependencia de la irradiación del tamaño aparente de la fuente de luz observada, la hipótesis de Galileo se prueba por el hecho de que la Luna y el Sol no están sujetos a la irradiación. Este aspecto de la hipótesis de Galileo, al igual que la dependencia, también incluida en ella, de la irradiación respecto de la distancia de la fuente, pueden ser objeto de un ensayo terrestre directo. Se puede mirar una antorcha encendida desde cerca o desde lejos, y de noche o de día. Cuando se la mira lejos de noche, y es brillante relativamente a su entorno, parece mayor que su tamaño real. En consecuencia, Galileo (1967, p. 361) observó que sus predecesores, incluidos Tycho y Clavius, debían haber procedido con más cautela al estimar el tamaño de las estrellas.

No creo que pensaran que el disco verdadero de una antorcha fuera el que aparece en profunda oscuridad y no el que se percibe en un entorno iluminado: pues las luces vistas desde lejos de noche parecen grandes, pero de cerca se ven sus llamas pequeñas y circunscritas.

Cómo depende la irradiación del brillo de la fuente en relación con su entorno se confirma además por el aspecto de las estrellas en el crepúsculo, cuando parecen mucho más pequeñas que de noche, y de Venus, que observada a plena luz del día parece «tan pequeño que es precisa una vista aguda para verlo, aunque en la noche siguiente aparece como una gran antorcha». Este último efecto proporciona una manera tosca de probar el cambio predicho en el tamaño de Venus sin recurrir a la evidencia del telescopio. Se puede hacer la prueba a simple vista, siempre que las observaciones se hagan a la luz del día o en el crepúsculo. Según Galileo, al menos, los cambios de tamaño «son bien perceptibles a simple vista», si bien sólo se pueden observar con precisión mediante el telescopio (Drake, 1957, p. 131).

Así pues, con una demostración práctica sencilla, Galileo pudo probar que la vista sin ayuda da información inconsistente al mirar fuentes de luz pequeñas, brillantes en comparación con su entorno, tanto en el campo terrestre como en el del cielo. El fenómeno de la irradiación, para el que Galileo facilitó un cúmulo de evidencias, además de la más directa demostración con la lámpara, indicaba que no son confiables las observaciones a simple vista de fuentes de luz pequeñas y brillantes. Una implicación es que deben preferirse las observaciones a simple vista de Venus a la luz del día a las hechas de noche, cuando Venus resulta brillante en comparación con su entorno. Las primeras, a diferencia de las segundas, muestran que el tamaño aparente de Venus varia a lo largo del año. Todo esto puede decirse sin referencia alguna al telescopio. Si ahora reparamos en que el telescopio elimina la irradiación en la observación de los planetas, y más aún, en que las variaciones en el tamaño aparente son compatibles con las variaciones observables a simple vista a la luz del día, comienza a emerger una argumentación fuerte en favor de los datos telescópicos.

Una razón final en favor de la veracidad de los datos telescópicos acerca de los tamaños de Venus y Marte es que se correspondían precisamente con las predicciones de todas las teorías astronómicas serias de la época. Este hecho entra en conflicto con la forma en que Feyerabend, y el propio Galileo, presentaron la situación, al deducir, como hicieron, que los datos apoyaban la teoría copernicana frente a sus rivales. Las teorías rivales de la teoría copernicana eran las de Ptolomeo y Tycho Brahe, y ambas predecían las mismas variaciones que la teoría copernicana en cuanto al tamaño. Variaciones en la distancia a la Tierra, que conducen a los cambios predichos en el tamaño aparente, surgen en el sistema tolemaico debido a que los planetas se aproximan a la Tierra y se alejan de ella a medida que atraviesan los epiciclos impuestos a los deferentes, los que más tarde equidistarían de la Tierra. Ocurren en el sistema de Tycho Brahe, en el que los planetas, excepto la Tierra, giran en órbitas alrededor del Sol, a la vez que el Sol mismo gira alrededor de una Tierra inmóvil; por la misma razón suceden en la teoría copernicana, puesto que las dos son geométricamente equivalentes. Derek J. De S. Price (1969) ha demostrado con gran generalidad que esto debe ser así una vez que los sistemas son ajustados para encajar las posiciones angulares observadas de los planetas y del Sol. Osiander, en su introducción a Sobre las revoluciones de las esferas celestes de Copérnico, reconoce que los tamaños aparentes de los planetas habían supuesto un problema para las teorías astronómicas importantes desde la Antigüedad.

Hemos revisado la manera como argumentó Galileo en favor de la aceptación de algunos hallazgos importantes al telescopio, manera eficaz, a mi juicio, como lo demuestra el hecho de que convenció a todos sus rivales históricos en un breve lapso. Pero al hacer su alegato, Galileo dio el primer paso en lo que había de ser una tendencia común en la ciencia, esto es, el reemplazo de los datos a simple vista por los obtenidos por medio de instrumentos, a la vez que violaba «el criterio mismo de la ciencia» y originaba un cambio en dicho criterio.

¿Qué influencia tiene su logro en la discusión a favor y en contra del método?

CAMBIO A TROZOS DE TEORÍA, MÉTODO Y MODELO

¿Cómo fue posible que Galileo se las arreglara para modificar las normas enfrentándose racionalmente a argumentos tales como los de John Worrall, que dicen que era imposible? Pudo hacerlo así porque había mucho en común entre él y sus rivales. Había bastante coincidencia en cuanto a sus objetivos. Entre otras muchas cosas, compartían el objetivo de dar una descripción de los movimientos de los cuerpos celestes que se apoyara en la evidencia empírica. Después de todo, el Almagisto de Ptolomeo está lleno de registros de posiciones planetarias, y Tycho Brahe es famoso por sus complicados cuadrantes y cosas similares, que incrementaron de forma dramática la precisión de dichos registros. Los oponentes de Galileo no tenían más opción sensata que aceptar algunas observaciones suyas de menor entidad, tales como la observación de que una lámpara parece más grande de lo que realmente es su tamaño a cierta distancia de noche, y que Venus paree menor a la luz del día que en la oscuridad de la noche. Observaciones compartidas como éstas, con el trasfondo de un objetivo también compartido fueron suficientes para que Galileo pudiera convencer a sus oponentes, usando «hábiles técnicas de persuasión» que no encerraban más que argumentos directos, de manera tal que se mostraron dispuestos a abandonar «el criterio mismo de la ciencia» y a aceptar algunos datos telescópicos en lugar de la contrapartida a simple vista.

En un estadio cualquiera de su desarrollo, una ciencia consiste en algunos objetivos específicos de llegar a un conocimiento de determinado tipo, en los métodos necesarios para cumplir sus objetivos y en normas que permitan juzgar en qué medida se han conseguido, además de hechos y teorías particulares que representan el estado actual de la representación en cuanto concierne a la realización de dichos objetivos. Cada detalle particular de la red de entidades estará sujeto a revisión a la vista de los resultados de la investigación. Hemos discutido las maneras en que las teorías y los hechos son falibles (recuérdese que los líquidos superrefrigerados refutan la afirmación de que los líquidos no pueden fluir hacia arriba) y hemos dado ejemplo en la sección anterior de un cambio en el método y en las normas. También puede cambiar la forma detallada que toma el objetivo de una ciencia. Sigue un ejemplo de ello.

El trabajo experimental de Robert Boyle es considerado, con justicia, como una contribución importante a la revolución científica del siglo XVII. Se pueden distinguir dos aspectos algo conflictivos en la obra de Boyle, que representan las maneras vieja y nueva de hacer ciencia. Boyle defendió la «filosofía mecanicista» en sus escritos más filosóficos. De acuerdo con esta filosofía, el mundo material se considera consistente en trozos de materia y se toma por obvio que existe sólo este tipo de materia. Los objetos de un tamaño observable consisten en un arreglo de corpúsculos microscópicos de materia y el cambio debe ser entendido como un rearreglo de estos corpúsculos. Las únicas propiedades que tienen los corpúsculos de materia son su tamaño específico, su forma y el movimiento que cada uno posee, además de la propiedad de impenetrabilidad, que sirve para distinguir la materia del espacio vacío. El movimiento de un corpúsculo se modifica al chocar con otro, y este mecanismo es la fuente de toda actividad y cambio en la naturaleza. La explicación de un proceso físico requerirá remontarse hasta los movimientos, choques y rearreglos de los corpúsculos implicados. Al dar expresión a una versión de este punto de vista, Boyle se adscribía a la nueva visión de un mundo mecánico que parecía la alternativa apropiada a la visión de Aristóteles. En ella, las explicaciones adecuadas eran explicaciones últimas. Apelaban a las formas, tamaños, movimientos y choques de los corpúsculos, mientras que no se pensaba que estas nociones necesitaran de una explicación. Desde este punto de vista, la finalidad de la ciencia es la de dar explicaciones últimas.

Boyle, además de abogar por la filosofía mecanicista, llevó a cabo experimentos, particularmente en neumática y química. Sus éxitos experimentales, tal y como implican sus propias notas, no proporcionaron un conocimiento científico del tipo requerido por la filosofía mecanicista. Los experimentos de Boyle sobre la física del aire, especialmente los que llevó a cabo con ayuda de una bomba para evacuar la mayor parte del aire de una cámara de vidrio, le condujeron a explicar una serie de fenómenos, tales como el comportamiento de los barómetros dentro y fuera de la cámara de vacío, en términos de peso y elasticidad del aire. Llegó incluso a proponer una versión de la ley, que lleva su nombre, que conecta presión y volumen de una masa fija de gas. Pero sus explicaciones no eran científicas desde el punto de vista de la filosofía mecanicista, puesto que no eran últimas. Recurrir al peso y a la elasticidad no era admisible hasta que estas mismas propiedades no hubieran sido explicadas en términos de mecanismos corpusculares. No es necesario decir que Boyle no podía satisfacer esta exigencia. Con el tiempo, llegó a valorarse el que la ciencia experimental de Boyle buscara explicaciones útiles a la vez que posibles. En contraste, se llegó a pensar que una explicación mecanicista en sentido estricto era inalcanzable. De hecho, a finales del siglo XVII se había abandonado el objetivo de explicaciones últimas en física, objetivo que empezó a parecer utópico, particularmente cuando se lo comparaba con los logros de la ciencia experimental.

La idea general es, por lo tanto, que en un tiempo determinado pueden modificarse progresivamente partes cualesquiera de la red de objetivos, métodos, normas, teorías y hechos observacionales que constituyen una ciencia, y que las partes restantes de la red servirán de trasfondo contra el cual se darán las razones del cambio. No obstante, no será ciertamente posible dar razones para cambiar todo lo de la red de una vez, pues entonces no habría suelo en el que asentarse para argumentar. De este modo, si fuera típico de la ciencia el que los científicos rivales ven todo diferente desde el punto de vista de sus paradigmas respectivos, y viven en mundos distintos, basta el punto que no comparten nada, sería en verdad imposible captar un sentido objetivo según el cual la ciencia progresa. Pero no hay situaciones en la ciencia, ni en su historia, ni, en rigor, en nada que respondan a esta caricatura. No necesitamos una concepción universal, ahistórica, del método científico para dar una justificación objetiva del progreso en la ciencia; además, es posible dar una explicación objetiva de cómo se puede mejorar el método.

UN INTERLUDIO DESENFADADO

Puedo imaginar cómo responderían a la línea que acabo de tomar John Worrall y otros oponentes al relativismo, defensores del método universal. Dirían, por ejemplo, de mi exposición de Galileo que, aunque ilustra un cambio de normas, implica una llamada a normas más altas, más generales. Por ejemplo, tanto Galileo como sus rivales exigían que sus explicaciones de las órbitas planetarias tenían que ser soportadas por las pruebas adecuadas. Una vez que han quedado expuestos esos supuestos generales, argumentarían mis críticos, son ellos los que constituyen el método universal y los que forman precisamente el telón de fondo contra el cual han de juzgarse progresivos los cambios propuestos por Galileo. Sin tal telón, les oigo decir, no puedes sostener que el cambio es progresivo.

Voy a hacer una concesión. Supongamos que tratamos de formular ciertos principios generales a los que podríamos esperar que se adhirieran desde Aristóteles hasta Stephen Hawking. Supongamos que el resultado es algo parecido a «tómense en serio los argumentos y las pruebas disponibles y no se persiga un tipo de conocimiento, o nivel de confirmación, que esté más allá del alcance de los métodos a la mano». Llamemos a esto la versión del sentido común del método científico. Concedo que existe un método universal para el sentido común. Pero acto seguido trataré de eliminar todo sentimiento de presunción que pudiera alegrar a John Worrall y sus aliados por haber logrado esta concesión de parte mía. Señalaré en primer lugar que, si este sentido común universal es correcto y adecuado, tanto ellos como yo mismo podemos cerrar nuestro negocio, pues no se necesita de ningún filósofo profesional para decir, valorar o defender una cosa de este tenor. Más seriamente ahora, señalaré que, si perseguimos el tema más a fondo y exigimos que se den más detalles en cuanto a lo que pueda servir de prueba y confirmación y qué tipos de afirmación pueden ser defendidos y cómo, veremos entonces que estos detalles varían de una ciencia a otra y de un contexto histórico a otro.

Pudiera ser que una formulación del método del sentido común no fuera una tarea lo bastante exigente como para mantener en activo a los filósofos de la ciencia. No obstante, sugiero que basta con darle valor para resistir ante ciertas tendencias en el estudio contemporáneo de la ciencia. Tengo en la mente a esos sociólogos de la ciencia y post-modernistas (llamémosles «levellers», para mayor brevedad [N.T.: niveladores, grosso modo, el ala izquierda de la revolución de Cromwell]) que denigran, o niegan, un estatus especial al conocimiento científico sobre la base de que el establecimiento de sus credenciales involucra necesariamente el interés de los científicos y grupos de científicos, su estatus financiero y social, los intereses profesionales y cosas de este estilo, de forma muy similar a lo que sucede con otras tareas sociales. En respuesta a esto, sugiero que existe una distinción que da el sentido común entre, digamos, el propósito de mejorar el conocimiento de cómo se combinan los elementos químicos y el de mejorar la posición social de los químicos profesionales. Llegaría incluso a sugerir que, si existen movimientos académicos que desafían abiertamente el sentido común, quienes si lo tienen deberían pedir que se les retiraran los fondos. Resulta curioso que los filósofos tradicionales de la ciencia hayan contribuido a preparar una situación que abre el camino a los levellers. Son ellos quienes han supuesto que sólo puede alcanzarse una distinción entre la ciencia y otros tipos de conocimiento con la ayuda de una concepción filosóficamente articulada del método universal. En consecuencia, cuando fallan estos intentos de la manera que han mostrado los capítulos anteriores de este libro, se abren las puertas para que entren los levellers. Michael Mulkey (1979), sin duda uno de los más modestos entre los levellers, representa uno de los muchos ejemplos posibles de un analista de la ciencia que concluye que es necesaria una categorización sociológica de la ciencia en vista del fracaso de lo que denomina «el punto de vista estándar» [*No debiera pensarse que mis observaciones en este párrafo implican que no hay lugar para un análisis político y social de la ciencia tal como funciona en la sociedad. Así trato de esclarecerlo en Science and its fabrications (1980, capítulo 8). No pretendo tampoco que mis observaciones sirvan de rechazo a todo lo que se hace bajo el nombre de «estudios sociales de la ciencia», pues muchos trabajos contemporáneos han producido ideas valiosas y perspicaces sobre la naturaleza del trabajo científico. Van dirigidas sólo en contra de los que piensan de ellos mismos que han elaborado un conocimiento sociológico o de otro tipo de tan alto rango que pueden, desde ese punto de vista, decidir que el conocimiento científico no goza de ninguna situación especial].

Hemos llegado al punto en el que estaba el debate en la filosofía de la ciencia hace unos quince años. No podemos dejar aquí el asunto puesto que en este lapso de tiempo se han desarrollado dos movimientos importantes que requieren atención. Uno de ellos comprende el intento de dar una justificación del método universal adaptando una versión de la teoría de probabilidades. Lo investigaremos en el capitulo siguiente. El segundo movimiento, dedicando una atenta mirada al experimento y a lo que encierra, ha tratado de contrarrestar lo que, a su juicio, son excesos de las explicaciones de la ciencia, en boga durante algún tiempo, con predominio de la teoría. Este camino se discute en el capítulo 13.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS

Mi alegato en contra del método universal se encuentra con algo más de detalle en Science and its fabrícation (Chalmers, 1990, capítulo 2). «Galileo's telescopic observatinos of Venus and Mars» (Chalmers, 1985) y «The Galileo that Feyerabend missed» (Chalmers, 1986) contienen una crítica y una mejora del estudio de Galileo hecho por Feyerabend. Laudan (1977, 1984) comprenden un intento diferente al mío, por encontrar un camino intermedio entre el método universal y el anarquismo. Mas detalles sobre lo que digo en relación con el trabajo de Boyle se puede encontrar en «The lack of excellence of Boyle's mechanical philosophy» (Chalmers, 1993) y «Ultimate explanation of science» (Chalmers, 1996).