1. LA CIENCIA COMO CONOCIMIENTO DERIVADO DE LOS HECHOS DE LA EXPERIENCIA
UNA OPINIÓN DE SENTIDO COMÚN AMPLIAMENTE COMPARTIDA SOBRE LA CIENCIA
Me aventuré a sugerir en la Introducción que la concepción popular del rasgo distintivo del conocimiento científico es captada por el lema «la ciencia se deriva de los hechos». Esta idea es sometida a un escrutinio crítico en los cuatro primeros capítulos de este libro. Encontraremos que no se puede sostener gran parte de lo que comúnmente se supone que está implicado en dicho lema; no obstante, veremos que no está del todo descaminado e intentaré formular una versión defendible de él.
Cuando se afirma que la ciencia es especial porque se basa en los hechos, se supone que los hechos son afirmaciones acerca del mundo que pueden ser verificadas directamente por un uso cuidadoso y desprejuiciado de los sentidos. La ciencia ha de basarse en lo que podemos ver, oír y tocar y no en opiniones personales o en la imaginación especulativa. Si se lleva a cabo la observación del mundo de un modo cuidadoso y desprejuiciado, los hechos establecidos de tal manera constituirán una base segura y objetiva de la ciencia. Si, además, es correcto el razonamiento que nos conduce desde esta base fáctica a las leyes y teorías que forman el conocimiento científico, podrá suponerse que el propio conocimiento científico resultante está establecido con seguridad y es objetivo.
Las observaciones anteriores son la esencia de un relato bien conocido y que se refleja en gran parte de la literatura que versa sobre la ciencia. «La ciencia es una estructura asentada sobre hechos», escribe J. J. Davies (1968, p. 8) en su obra sobre el método científico, tema que ha sido elaborado por H. D. Anthony (1948, p. 145):
No fue tanto las observaciones y experimentos realizados por Galileo lo que originó la ruptura con la tradición, como su actitud hacia ellos. Para él, los hechos extraídos de ellos habían de ser tratados como hechos y no relacionados con una idea preconcebida… Los hechos observacionales podían encajar o no en un esquema admitido del universo, pero lo importante, en opinión de Galileo, era aceptar los hechos y construir una teoría que se ajustara a ellos.
Aquí, Anthony no sólo da expresión clara a la opinión de que el conocimiento científico se basa en los hechos establecidos por la observación y el experimento, sino que da un sesgo histórico a la idea, algo en lo que no es en absoluto el único. Un aseveración extendida dice que es un hecho histórico que la ciencia moderna nació a comienzos del siglo XVII al adoptarse, por primera vez, la estrategia de tomar en serio los hechos observacionales como base de la ciencia. Quienes aprueban y explotan esta historia mantienen que los hechos observables no habían sido tomados en serio como fundamento del conocer antes del siglo XVII. En vez de esto, así reza el conocido recuento, el conocimiento se basaba en la autoridad del filósofo Aristóteles y en la de la Biblia. La ciencia moderna se hizo posible sólo cuando esta autoridad fue desafiada con una llamada a la experiencia por precursores de la nueva ciencia como Galileo. Capta bellamente esta idea la siguiente versión de las muchas veces contada historia de Galileo y la torre inclinada de Pisa, debida a Rowbotham (1918, pp. 27-9):
La primera prueba de fuerza entre Galileo y los profesores de la Universidad estaba relacionada con sus investigaciones sobre las leyes del movimiento ilustradas por la caída de los cuerpos. Un axioma aceptado de Aristóteles decía que la velocidad de los cuerpos en caída era regulada por sus pesos respectivos: así, una piedra que pesara dos libras caería dos veces más rápida que una que sólo pesara una libra, etc. Nadie parece haberse cuestionado lo correcto de esta regla hasta que Galileo la negó. Declaró que el peso no tenía nada que ver en el fenómeno, y que… dos cuerpos de pesos distintos… alcanzarían el suelo en el mismo momento. Cuando los profesores se mofaron de la declaración de Galileo, éste decidió someterla a una prueba pública. Invitó como testigos del experimento que iba a efectuar desde la torre inclinada a toda la Universidad. La mañana del día fijado, Galileo, en presencia de las gentes de la Universidad y de la ciudad subió a la cima de la torre llevando consigo dos bolas, una que pesaba cien libras y la otra sólo una. Balanceando cuidadosamente las bolas en el borde del parapeto, las rodó hasta que estuvieron juntas; se las vio caer por igual, y al instante siguiente, con un fuerte ruido, golpearon juntas el suelo. La vieja tradición era falsa, y la ciencia moderna, en la persona del joven descubridor, había reivindicado su posición.
Empiristas y positivistas forman las dos escuelas que han intentado formalizar lo que he llamado visión común de la ciencia, la que afirma que el conocimiento científico se deriva de los hechos. Los empiristas ingleses de los siglos XVII y XVIII, en particular John Locke, George Berkeley y David Hume, sostenían que todo el conocimiento debía derivarse de ideas implantadas en la mente por medio de la percepción sensorial. Los positivistas tenían una visión algo más amplia y menos orientada hacia lo psicológico de lo que significan los hechos, pero compartían la opinión de los empiristas de que el conocimiento debía derivarse de los hechos de la experiencia. Los positivistas lógicos, una escuela filosófica que se originó en Viena en los años veinte de este siglo, retomó el positivismo introducido por Auguste Comte en el siglo XIX e intentó formalizarlo, prestando mucha atención a la forma lógica de la relación entre conocimiento científico y los hechos. Empirismo y positivismo comparten el punto de vista de que el conocimiento científico debe de alguna manera derivarse de los hechos alcanzados por la observación.
Hay dos aspectos bastantes distintos involucrados en la afirmación de que la ciencia se deriva de los hechos. Uno concierne a la naturaleza de esos «hechos» y cómo los científicos creen tener acceso a ellos. El segundo atañe a cómo se derivan de los hechos, una vez que han sido obtenidos, las leyes y teorías que constituyen el conocimiento. Investigaremos estos dos aspectos por separado, dedicando éste y los dos capítulos siguientes a una discusión de la naturaleza de los hechos sobre los que, se alega, se basa la ciencia, y el capítulo 4 a la cuestión de cómo pudiera pensarse que el conocimiento científico se deriva de ellos.
Se pueden distinguir tres componentes en la postura adoptada por el punto de vista común respecto de los hechos que se supone son la base de la ciencia. Éstos son:
(a) Los hechos se dan directamente a observadores cuidadosos y desprejuiciados por medio de los sentidos.
(b) Los hechos son anteriores a la teoría e independientes de ella.
(c) Los hechos constituyen un fundamento firme y confiable para el conocimiento científico.
Como veremos, cada una de estas afirmaciones se enfrenta con dificultades y, en el mejor de los casos, sólo puede ser aceptada de forma muy matizada.
VER ES CREER
En parte porque el sentido de la vista es el que se usa de un modo más extenso en la práctica de la ciencia, y en parte por conveniencia, restringiré mi análisis de la observación al dominio de la visión. En la mayoría de los casos no será difícil ver cómo se podría reformular el argumento presentado de manera que fuera aplicable a la observación mediante los otros sentidos. Una simple concepción popular de la vista podría ser la siguiente. Los seres humanos ven utilizando sus ojos. Los componentes más importantes del ojo humano son una lente y la retina, la cual actúa como pantalla en la que se forman las imágenes de los objetos externos al ojo. Los rayos de luz procedentes de un objeto visto van del objeto a la lente a través del medio que hay entre ellos. Estos rayos son refractados por el material de la lente de tal manera que llegan a un punto de la retina, formando de este modo una imagen del objeto visto. Hasta aquí, el funcionamiento del ojo es muy parecido al de una cámara. Hay una gran diferencia, que es el modo en que se registra la imagen final. Los nervios ópticos pasan de la retina al córtex central del cerebro. Éstos llevan información sobre la luz que llega a las diversas zonas de la retina. El registro de esta información por parte del cerebro humano es lo que corresponde a la visión del objeto por el observador. Por supuesto, se podrían añadir muchos detalles a esta sencilla descripción, pero la explicación que se acaba de ofrecer capta la idea general.
El anterior esquema de la observación mediante el sentido de la vista sugiere dos cuestiones que forman parte de la visión común o empirista de la ciencia. La primera es que un observador humano tiene un acceso más o menos directo a algunas propiedades del mundo exterior en la medida en que el cerebro registra esas propiedades en el acto de ver. La segunda es que dos observadores que vean el mismo objeto o escena desde el mismo lugar «verán» lo mismo. Una combinación idéntica de rayos de luz alcanzará el ojo de cada observador, será enfocada en sus retinas normales por sus lentes oculares normales y dará lugar a imágenes similares. Así pues, una información similar viajará al cerebro de cada observador a través de sus nervios ópticos normales, dando como resultado que los dos observadores «vean» lo mismo. En secciones subsiguientes veremos por qué este tipo de representación es seriamente engañoso.
EXPERIENCIAS VISUALES QUE NO ESTÁN DETERMINADAS SÓLO POR EL OBJETO VISTO
En su expresión más fuerte, la opinión común mantiene que los hechos del mundo exterior nos son dados directamente a través del sentido de la vista. Sólo tenemos que ponernos frente al mundo y registrar lo que hay en él para ver. Puedo constatar que hay una lámpara sobre mi escritorio o que mi lápiz es amarillo con simplemente mirar lo que hay delante de mis ojos. Como hemos visto, una opinión tal puede apoyarse en la descripción de cómo funciona el ojo. Si esto fuera todo, lo que se ve estaría determinado por la naturaleza de lo que se mira, y todos los observadores tendrían la misma experiencia visual al enfrentarse a la misma escena. Sin embargo, hay muchas pruebas que indican que, sencillamente. Esto no es así. Dos observadores normales que vean el mismo objeto desde el mismo lugar en las mismas circunstancias físicas no tienen necesariamente idénticas experiencias visuales, aunque las imágenes que se produzcan en sus respectivas retinas sean prácticamente idénticas. Hay un sentido importante en el que no es necesario que los dos observadores «vean» lo mismo. Como dice N. R. Hanson (1958), «hay más en lo que se ve que lo que describe el globo ocular». Algunos ejemplos sencillos ilustrarán la cuestion.
La mayoría de nosotros, cuando miramos por primera vez la figura 1, vemos el dibujo de una escalera en la que resulta visible la superficie superior de los escalones. Pero no es éste el único modo de poderlo ver. También se puede ver sin dificultad como una escalera en la que resulta visible la parte inferior de los escalones. Además, si se mira el dibujo durante algún tiempo, por lo general se encuentra, involuntariamente, que cambia la visión frecuentemente de una escalera vista desde arriba a una escalera vista desde abajo y viceversa. Y, no obstante, parece razonable suponer que, puesto que el objeto que contempla el observador sigue siendo el mismo, las imágenes de la retina no varían. El hecho de que el dibujo se vea como una escalera vista desde arriba o como una escalera vista desde abajo parece depender de algo más que de la imagen que hay en la retina del observador. Sospecho que ningún lector de este libro ha puesto en duda mi afirmación de que la figura 1 parece una escalera de algún tipo. Sin embargo, los resultados de los experimentos realizados con miembros de varias tribus africanas, cuyas culturas no incluyen la costumbre de dibujar objetos tridimensionales mediante dibujos bidimensionales con perspectiva, indican que los miembros de estas tribus no habrían considerado que la figura 1 es una escalera sino una disposición bidimensional de líneas. Presumo que la naturaleza de las imágenes formadas en las retinas de los observadores es relativamente independiente de su cultura. Además, parece seguirse que las experiencias perceptuales que los observadores tienen en el acto de ver no están especialmente determinadas por las imágenes de las retinas. Hanson (1958, capítulo 1) contiene otros ejemplos fascinantes que ilustran sobre este aspecto.
Un rompecabezas infantil nos proporciona otro ejemplo; el problema consiste en encontrar el dibujo de una cara humana entre el follaje en el dibujo de un árbol. Aquí, lo que se ve, esto es, la impresión experimentada por una persona que ve el dibujo corresponde en principio al árbol, con su tronco, sus hojas y sus ramas. Pero una vez que se ha encontrado la cara humana, esto cambia. Lo que antes se veía como follaje y partes de las ramas se ve ahora como una cara humana. De nuevo, se ha visto el mismo objeto físico antes y después de la solución del problema, y presumiblemente la imagen que hay en la retina del observador no cambia en el momento en que se encuentra la solución y se descubre la cara. Y si se ve el dibujo un poco después, un observador que ya haya resuelto el problema podrá ver rápidamente y con facilidad la cara. Pareciera como si, en cierto sentido, lo que ve un observador resulta afectado por su conocimiento y su experiencia.
Se puede sugerir la siguiente pregunta: «¿Qué tienen que ver estos ejemplos artificiales con la ciencia?». La respuesta es que no resulta difícil proporcionar ejemplos procedentes de la práctica científica que ilustren la misma cuestión, a saber, que lo que ven los observadores, las experiencias subjetivas que tienen cuando ven un objeto o una escena, no está determinado únicamente por las imágenes formadas en sus retinas sino que depende también de la experiencia, el conocimiento y las expectativas del observador. Este aspecto está implícito en la constatación indiscutible de que uno tiene que aprender para llegar a ser un observador competente en ciencia. Cualquiera que haya vivido la experiencia de tener que aprender a mirar a través de un microscopio no necesitará que nadie le convenza de este hecho. Es raro que el principiante discierna las estructuras celulares apropiadas al mirar al microscopio el portaobjeto preparado por el instructor, mientras que éste no encuentra ninguna dificultad en distinguirlas cuando mira el mismo portaobjeto en el mismo microscopio. Es significativo, en este contexto, que los microscopistas no tropezaban con grandes impedimentos a la hora de observar cómo se dividen las células bajo circunstancias adecuadamente preparadas, una vez que sabían qué tenían que buscar, mientras que, antes de este descubrimiento, la división celular permaneció no observada, aunque sabemos ahora que ha tenido que estar allí en muchas de las muestras examinadas al microscopio, con la posibilidad de ser observada. Michael Polanyi (1973, p. 101) describe los cambios efectuados en la experiencia perceptual de un estudiante de medicina cuando se le enseña a diagnosticar mediante el examen por rayos X.
Pensemos en un estudiante de medicina que sigue un curso de diagnóstico de enfermedades pulmonares por rayos X. Mira, en una habitación oscura, trazos indefinidos en una pantalla fluorescente colocada contra el pecho del paciente y oye el comentario que hace el radiólogo a sus ayudantes, en un lenguaje técnico, sobre los rasgos significativos de esas sombras. En un principio, el estudiante está completamente confundido, ya que, en la imagen de rayos X del pecho sólo puede ver las sombras del corazón y de las costillas, que tienen entre sí unas cuantas manchas como patas de araña. Los expertos parecen estar imaginando quimeras; él no puede ver nada de lo que están diciendo. Luego, según vaya escuchando durante unas cuantas semanas, mirando cuidadosamente las imágenes siempre nuevas de los diferentes casos, empezará a comprender; poco a poco se olvidará de las costillas y comenzará a ver los pulmones. Y, finalmente, si persevera inteligentemente, se le revelará un rico panorama de detalles significativos: de variaciones fisiológicas y cambios patológicos, cicatrices, infecciones crónicas y signos de enfermedades agudas. Ha entrado en un mundo nuevo. Todavía ve sólo una parte de lo que pueden ver los expertos, pero ahora las imágenes tienen por fin sentido, así como la mayoría de los comentarios que se hacen sobre ellas.
Frente a una misma situación, un observador versado y experimentado no tiene experiencias perceptuales idénticas a las de un novato. Esto choca con una comprensión literal de la afirmación de que las percepciones se dan directamente a través de los sentidos.
Una respuesta usual a lo que estoy diciendo acerca de la observación, apoyado por la clase de ejemplos que he utilizado, es que los observadores que ven la misma escena desde el mismo lugar ven la misma cosa, pero interpretan de diferente modo lo que ven. Deseo discutir este punto. En cuanto a lo que se refiere a la percepción, con lo único que el observador está en inmediato y directo contacto es con sus experiencias. Estas experiencias no están dadas de modo unívoco ni son invariantes, sino que cambian con las expectativas y el conocimiento. Lo que viene unívocamente dado por la situación física, y estoy dispuesto a admitir esto, es la imagen formada en la retina del observador, pero el observador no tiene contacto perceptual directo con la imagen. Cuando los defensores de la opinión común suponen que hay algo unívocamente dado en la percepción, que puede interpretarse de diversas maneras, están suponiendo, sin argumentarlo y a pesar de las muchas pruebas en contra, que las imágenes en la retina determinan por si solas nuestras experiencias perceptuales. Están llevando demasiado lejos la analogía de la cámara.
Una vez dicho esto, trataré de aclarar lo que no pretendo afirmar en esta sección, para que no se piense que estoy defendiendo algo diferente de lo que pretendo defender. En primer lugar, no afirmo en absoluto que las causas físicas de las imágenes en nuestras retinas no tengan ninguna relación con lo que vemos. No podemos ver precisamente lo que queremos. Sin embargo, mientras que las imágenes de nuestras retinas forman parte de la causa de lo que vemos, otra parte muy importante de esa causa está constituida por el estado interno de nuestras mentes o cerebros, el cual dependerá a su vez de nuestra educación cultural, nuestro conocimiento y nuestras expectativas, y no estará determinado únicamente por las propiedades físicas de nuestros ojos y de la escena observada. En segundo lugar, en una gran diversidad de circunstancias, lo que vemos en diversas situaciones sigue siendo bastante estable. La dependencia entre lo que vemos y el estado de nuestras mentes o cerebros no es tan sensible como para hacer imposible la comunicación y la ciencia. En tercer lugar, en todos los ejemplos que se han citado aquí, los observadores ven en cierto sentido la misma cosa. Yo acepto, y presupongo a través de todo este libro, que existe un solo y único mundo independiente de los observadores. De ahí que, cuando unos cuantos observadores miran un dibujo, un trozo de un aparato, una platina de microscopio o cualquier otra cosa, en cierto sentido todos ellos se enfrentan y miran la misma cosa y, por tanto, ven la misma cosa. Pero de esto no se sigue que tengan experiencias perceptuales idénticas. Hay un sentido muy importante según el cual no ven la misma cosa y en él se basan algunas de mis reservas respecto de la opinión de que los hechos se dan, directamente y sin problemas, al observador a través de los sentidos. Queda por ver en qué medida esto socava la idea de que los hechos adecuados para la ciencia puedan ser establecidos por los sentidos.
LOS HECHOS OBSERVABLES EXPRESADOS COMO ENUNCIADOS
El significado del término «hechos» es ambiguo en el uso normal del lenguaje. Se puede referir tanto al enunciado que expresa el hecho como al estado de cosas al que alude el enunciado. Por ejemplo, es un hecho que hay montañas y cráteres en la Luna. Aquí, el hecho puede tomarse como refiriéndose a las montañas y cráteres mismos; alternativamente, el enunciado «hay montañas y cráteres en la Luna» puede admitirse como lo que constituye el hecho. La segunda acepción es claramente la apropiada cuando se dice que la ciencia se basa en los hechos y se deriva de ellos. El conocimiento acerca de la superficie lunar no se basa en las montañas y cráteres de la superficie lunar, ni se deriva de ellos, sino que parte de los enunciados fácticos sobre montañas y cráteres.
Además de distinguir los hechos, entendidos como enunciados de los estados de cosas descritos por dichos enunciados, es claramente necesario diferenciar los enunciados de hechos de las percepciones que puedan dar lugar a la aceptación de esos enunciados de hechos. Por ejemplo, no hay duda de que Darwin encontró muchas especies nuevas de plantas y animales durante su famoso viaje en el Beagle, y fue por tanto sujeto de experiencias perceptuales nuevas. Sin embargo, de haberse limitado a esto, no habría hecho ninguna contribución significativa a la ciencia. Sólo al formular enunciados que describían las novedades y ponerlos a disposición de otros científicos contribuyó de manera importante al desarrollo de la biología. En la medida en que el viaje del Beagle proporcionó hechos nuevos a partir de los cuales se podía derivar una teoría de la evolución, o a los que una teoría de la evolución podía referirse, eran enunciados los que constituían los hechos. Quienes pretenden aseverar que el conocimiento se deriva de hechos deben tener enunciados en la mente, y no percepciones ni objetos como montañas y cráteres.
Hecha esta aclaración, volvamos a las afirmaciones (a), (b) y (c) acerca de la naturaleza de los hechos, con las cuales terminaba la primera sección de este capítulo. Tal como están, aparecen inmediatamente como muy problemáticas. Dado que los hechos que podrían constituir una base adecuada para la ciencia deben ser en forma de enunciados, comienza a aparecer bastante equivocada la afirmación de que los hechos se dan directamente por medio de los sentidos. Pues aunque pasemos por alto las dificultades destacadas en la sección anterior y supongamos que las percepciones se dan directamente en el acto de ver, no es claramente verdad que los enunciados que describen estados de cosas observables (los llamaré enunciados observacionales) sean dados al observador por medio de los sentidos. Es absurdo pensar que los enunciados de hechos entran en el cerebro por medio de los sentidos.
Antes de que un observador pueda formular y hacer valer un enunciado observacional, debe estar en posesión del entramado conceptual apropiado y debe saber cómo aplicarlo adecuadamente. Queda claro que esto es así cuando contemplamos la manera como un niño aprende a describir el mundo (esto es, a hacer enunciados fácticos sobre el mundo). Piénsese en uno de los padres enseñando a un niño a reconocer y describir manzanas; muestra una manzana al niño, la señala y pronuncia la palabra «manzana». El niño aprende enseguida a repetir, imitándola, la palabra «manzana». Dueño ya de esta habilidad particular, quizás algún día después se encuentra con la pelota de tenis de un hermano, la señala, y dice «manzana». El padre interviene entonces para explicarle que la pelota no es una manzana, mostrándole, por ejemplo, que uno no puede mordería como una manzana. Nuevos errores del niño, como tomar un bombón por una manzana, requerirán explicaciones algo más complicadas de su padre. Para cuando el niño pueda decir con éxito que algo es una manzana si en efecto lo es, habrá aprendido mucho sobre las manzanas. Parecería, por tanto, que es un error suponer que debemos observar hechos acerca de las manzanas antes de derivar conocimiento de esos hechos, puesto que los hechos apropiados, formulados como enunciados, presuponen una buena cantidad de conocimiento sobre las manzanas.
Pasemos del habla de los niños a algunos ejemplos más relevantes para nuestra tarea de comprender la ciencia. Imaginemos a un experto en botánica, acompañado de alguien, como yo mismo, bastante ignorante de la botánica, en un viaje de campo por el sotobosque australiano, con el fin de recoger hechos observables acerca de la flora nativa. No hay duda de que el botánico será capaz de recoger hechos mucho más numerosos y con más discernimiento que los que yo pueda observar y formular. La razón es clara; el botánico puede utilizar un esquema conceptual más elaborado que el mío, y ello es debido a que sabe más de botánica que yo. Conocimientos de botánica son un prerrequisito para la formulación de enunciados observacionales capaces de constituir una base de hechos.
Así pues, el registro de hechos observables requiere algo más que la recepción de estímulos en forma de rayos de luz que inciden en el ojo; requiere el conocimiento del entramado conceptual apropiado y de cómo aplicarlo. En este sentido, los supuestos (a) y (b) no pueden ser aceptados tal y como están. Los enunciados de hechos no se determinan directamente por estímulos sensoriales y los enunciados de la observación presuponen un conocimiento, de manera que no puede ser verdad que establezcamos primero los hechos y derivemos después de ellos el conocimiento.
¿POR QUÉ DEBERÍAN LOS HECHOS PRECEDER A LA TEORÍA?
He tomado como punto de partida una interpretación bastante extrema de la afirmación que dice que la ciencia se deriva de hechos. He supuesto que implica que los hechos deben establecerse previamente a la derivación a partir de ellos del conocimiento científico. Primero establecer los hechos y después edificar la teoría que se ajuste a ellos. Tanto el hecho de que nuestras percepciones dependen en cierta medida de nuestros conocimientos previos, y por tanto de nuestra preparación y nuestras expectativas (discutido antes en este capítulo), como el hecho de que los enunciados observacionales presuponen el entramado conceptual adecuado (discutido en la sección anterior) indican que es ésta una exigencia que no se puede satisfacer. En verdad, si se la somete a una inspección cuidadosa, es una idea bastante tonta, tan tonta que dudo que haya algún filósofo de la ciencia dispuesto a defenderla. ¿Cómo podremos establecer hechos significativos acerca del mundo por medio de la observación si no contamos con alguna guía respecto de qué clase de conocimiento estamos buscando o qué problemas estamos tratando de resolver? Para hacer observaciones que supongan alguna contribución significativa a la botánica, necesitaré, para empezar, saber mucho de botánica. Aún más, no tendría sentido la mera idea de que la adecuación del conocimiento científico tendría que ser probada por los hechos observables si, en sentido estricto, los hechos relevantes deben preceder siempre al conocimiento que pudiera apoyarse en ellos. Nuestra búsqueda de hechos relevantes necesita ser guiada por el estado actual del conocimiento, que nos dice, por ejemplo, que se consiguen hechos relevantes midiendo la concentración de ozono en varios lugares, mientras que no se logra nada midiendo la longitud de los cabellos de 105 jóvenes de Sidney. Así pues, abandonemos la exigencia de que la adquisición de datos deba venir antes que la formulación de leyes y teorías que constituyen el conocimiento científico y, una vez que lo hayamos hecho, veamos qué podemos salvar de la idea de que la ciencia se basa en los hechos.
Según nuestra nueva posición, reconocemos francamente que la formulación de enunciados observacionales presupone un conocimiento significativo, y que la búsqueda de hechos observables relevantes se guía por ese conocimiento. Ninguna de las dos declaraciones socava necesariamente la afirmación de que el conocimiento tiene una base fáctica establecida por la observación. Consideremos primero la cuestión de que la formulación de enunciados observacionales significativos presupone el conocimiento del entramado conceptual apropiado. Advertimos que una cosa es la disponibilidad de los recursos conceptuales necesarios para la formulación de enunciados observacionales, y otra la verdad o falsedad de esos enunciados. Al mirar mi libro de texto de física del estado sólido puedo ver dos enunciados observacionales, «la estructura cristalina del diamante tiene simetría de inversión» y «hay cuatro moléculas por celda en un cristal de sulfuro de zinc». Es necesario un cierto grado de conocimiento acerca de la estructura de los cristales y cómo se caracterizan para la formulación y comprensión de estos enunciados. Pero aunque uno no cuente con ese conocimiento, podrá ser capaz de reconocer que hay otros enunciados similares que pueden ser formulados usando los mismos términos, tales como «la estructura cristalina del diamante no tiene simetría de inversión» o «la estructura cristalina del diamante tiene cuatro moléculas por celda». Todos estos enunciados son observacionales en el sentido de que su verdad o falsedad puede ser establecida por la observación, una vez que se dominan las técnicas apropiadas de observación. Cuando se hace así, sólo los enunciados que extraje de mi libro de texto se ven confirmados por la observación, mientras que las alternativas construidas a partir de ellos resultan refutadas. Esto sirve para ilustrar que el hecho de que el conocimiento sea necesario para la formulación de enunciados observacionales significativos deja abierta la cuestión de cuáles enunciados están soportados por la observación y cuáles no. Por consiguiente, la idea de que el conocimiento debe basarse en los hechos que resultan confirmados por la observación no resulta dañada al reconocer que la formulación de los enunciados que describen dichos hechos dependen del conocimiento. Sólo hay problemas si uno persiste en la tonta exigencia de que la confirmación de hechos relevantes para un campo del saber deba preceder a la adquisición de todo conocimiento.
Por lo tanto, la idea de que el conocimiento científico debe basarse en los hechos establecidos por la observación no tiene por qué resultar perjudicada por el reconocimiento de que la búsqueda y la formulación de esos hechos depende del conocimiento. Si la verdad o falsedad de los enunciados observacionales puede establecerse directamente en la observación, entonces, independientemente de la manera como se llegue a formular esos enunciados, pareciera que los enunciados observacionales confirmados de este modo proporcionan una base fáctica significativa para el conocimiento científico.
LA FALIBILIDAD DE LOS ENUNCIADOS OBSERVACIONALES
Hemos hecho algunos progresos en nuestra búsqueda de una caracterización de la base observacional de la ciencia, pero no estamos todavía libres de problemas. En la sección anterior, nuestro análisis presuponía que los enunciados observacionales se pueden establecer con seguridad por la observación de un modo no problemático. Pero ¿es licito tal supuesto? Hemos visto que pueden surgir problemas debido a que observadores diferentes no tienen necesariamente las mismas percepciones al ver la misma escena, y ello puede conducir a desacuerdos acerca de los estados de cosas observables. La importancia para la ciencia que tiene este punto se apoya en casos bien documentados de la historia de la ciencia, tal como la disputa sobre si los efectos de los llamados rayos N, descritos por Nye (1980), son observables o no, y el desacuerdo entre astrónomos de Sidney y de Cambridge, descrito por Edge y Mulkay (1976), sobre cuáles eran los efectos observables en los primeros años de la radioastronomía. Hasta ahora hemos dicho poco que muestre cómo en vistas de tales dificultades, se puede establecer una base observacional segura para la ciencia. Otras dificultades, en relación con la fiabilidad de la base observacional de la ciencia, surgen de algunas de las maneras en que se recurre al conocimiento presupuesto para estimar la idoneidad de los enunciados observacionales y que pueden hacer que éstos sean falibles. Ilustraré este punto con ejemplos.
Aristóteles incluyó el fuego entre los cuatro elementos de los que están hechos todos los objetos terrestres. La suposición de que el fuego es una substancia distinta, si bien ligera, persistió durante cientos de años y sólo la química moderna fue capaz de derribarla. Quienes trabajaban con este supuesto creían observar el fuego directamente cuando veían ascender las llamas en el aire, de modo que, para ellos, «el fuego se elevaba» era un enunciado observacional soportado frecuentemente por la observación directa. Hoy desechamos tales enunciados observacionales. La cuestión es que si es defectuoso el conocimiento que proporciona las categorías que usamos para describir las observaciones, también lo serán los enunciados observacionales que dan por supuestas estas categorías.
Mi segundo ejemplo se refiere al reconocimiento, establecido en los siglos XVI y XVII, de que la Tierra se mueve describiendo una órbita alrededor del Sol y girando sobre su eje. Se puede decir que el enunciado «la Tierra es estacionaria» era un hecho confirmado por la observación antes de que las circunstancias hicieran posible dicho reconocimiento. Después de todo, uno no la ve moverse, ni siente que se mueva; si damos un salto en el aire, la Tierra no gira separándose de nosotros. Sabemos, desde una perspectiva moderna, que el enunciado observacional en cuestión es falso, a pesar de las apariencias. Comprendemos la inercia, y sabemos que, si bien nos movemos en dirección horizontal a más de cien metros por segundo porque la Tierra gira, no hay razón alguna por la que esto debiera cambiar si damos un salto en el aire. Se necesita una fuerza para modificar la velocidad y no hay ninguna fuerza horizontal actuando en nuestro ejemplo, de modo que mantenemos la velocidad que compartimos con la superficie de la Tierra y aterrizamos donde despegamos. «La Tierra es estacionaria» no queda establecido por la evidencia observable en la forma en que en un tiempo se pensó, pero para entender esto en su plenitud necesitamos comprender la inercia y esta comprensión fue una innovación del siglo XVII. Tenemos aquí un ejemplo que ilustra la manera como el juicio acerca de la verdad o falsedad de un enunciado observacional depende del conocimiento que forma el trasfondo que hay detrás del juicio. Parecería como si la revolución científica llevara consigo no sólo una transformación progresiva de la teoría científica, sino también ¡una transformación en lo que se pensaba que eran los hechos observables!
Un tercer ejemplo ilustrará de nuevo este último punto. Se refiere a los tamaños de los planetas Venus y Marte, tal y como se ven desde la Tierra en el curso del año. Los tamaños aparentes de Venus y Marte deberían cambiar apreciablemente en el transcurso de un año, como consecuencia de la sugerencia de Copérnico de que la Tierra gira alrededor del Sol en una órbita exterior a la de Venus e interior a la de Marte. Esto es debido a que la Tierra está relativamente próxima a uno de los planetas cuando se encuentra del mismo lado respecto del Sol, mientras que está relativamente lejana cuando se encuentra del lado opuesto del Sol. Si se considera el asunto cuantitativamente, tal como puede hacerse con la propia versión de Copérnico de su teoría, el efecto es apreciable, con un cambio predecible en el diámetro aparente de un factor de aproximadamente ocho en el caso de Marte y de más o menos seis en el de Venus. Sin embargo, al observar cuidadosamente los planetas, a simple vista no se aprecia ningún cambio de tamaño en Venus y no más de un factor de dos en Marte. Por lo tanto, el enunciado observacional «el tamaño aparente de Venus no se modifica en el curso del año» estaba confirmado directamente, y a ello se refería el prefacio del tratado de Copérnico Sobre las revoluciones de las esferas celestes, como a un hecho confirmado «por la experiencia de todas las épocas» (Duncan, 1976, p. 22). Osiander, autor del prefacio en cuestión, estaba tan impresionado por el choque entre las consecuencias de la teoría copernicana y los «hechos observables», que lo utilizó para argüir que la teoría de Copérnico no debería tomarse literalmente. Ahora sabemos que son engañosas las observaciones a simple vista de los tamaños de los planetas, y que el ojo es un aparato muy poco confiable para estimar el tamaño de unas fuentes pequeñas de luz contra un fondo oscuro. Pero fue preciso que Galileo lo hiciera notar y mostrara cómo se puede distinguir claramente el cambio de tamaño predicho si se miran Venus y Marte a través del telescopio. Tenemos aquí un ejemplo claro de corrección de un error sobre hechos observables, posibilitada por los adelantos en el conocimiento y la tecnología. El ejemplo es en sí mismo poco notable y nada misterioso, pero sí indica que toda opinión al efecto de que el conocimiento científico se basa en los hechos adquiridos por la observación debe reconocer que los hechos, al igual que el conocimiento, son falibles y están sujetos a corrección, y también que son interdependientes el conocimiento científico y los hechos sobre los que se pueda decir que se basa.
La intuición que traté de captar con mi lema «la ciencia se deriva de los hechos» era que el conocimiento científico tiene un carácter especial, en parte porque se funda sobre una base segura, los hechos sólidos firmemente establecidos por la observación. Algunas de las consideraciones de este capítulo suponen una amenaza a esta cómoda opinión. Una dificultad concierne a la medida en que las percepciones reciben la influencia de la preparación y las expectativas del observador; de tal manera que lo que a uno le parece un hecho observable no lo será necesariamente a otro. La segunda fuente de dificultades se origina en la dependencia que los juicios acerca de la verdad de los enunciados observacionales tienen en lo ya conocido o supuesto, haciendo así que los hechos observables sean tan falibles como los supuestos que les sirven de base. Ambos tipos de dificultad sugieren que la base observable de la ciencia no es tan directa y segura como se ha supuesto amplia y tradicionalmente. Trataré de mitigar en alguna medida estos temores en el capítulo siguiente, al considerar la naturaleza de la observación, en particular como se usa en ciencia, de forma más discernidora que la usada hasta ahora en nuestra discusión.
LECTURAS COMPLEMENTARIAS
Para una discusión clásica de cómo es visto el conocimiento por un empirista, esto es, como derivado de lo que la mente recibe por medio de los sentidos, véase Locke (1967), y por un positivista lógico, Ayer (1940). Hanfling (1981) es una introducción al positivismo lógico en general, e incluye un recuento de las bases observacionales de la ciencia. Un desafío a estos puntos de vista al nivel de la percepción es Hanson (1958, capítulo I). Se pueden encontrar discusiones útiles de todo el tema en Brown (1977) y Barnes, Bloor y Henry (1996, capítulos 1-3).