XV — OPERACIÓN TORITO BRAVO

 

A la mañana siguiente Francisco decidió no esperar a que Ahmed fuese a buscarle. En vez de eso, tomó un taxi y esperó en la puerta de su casa a que él saliera. La impaciencia era una de sus debilidades, aunque por primera vez en su vida estaba justificada.

— ¿Qué haces aquí tan temprano? Ahora mismo me dirigía al motel.

Francisco no pudo ocultar la sonrisa que dibujaba la comisura de sus labios. Miró fijamente a Ahmed y asintió con la cabeza.

— ¡No es posible! —exclamó Ahmed— ¿Sabes quién es el asesino?

— Sólo necesito revisar un detalle para asegurarme del todo.

— Dime quién es —dijo ansioso—.

— Todavía no. Quiero asegurarme del todo y evitar meter la pata otra vez.

— Entonces dime a dónde tenemos que ir.

— De vuelta al hotel Burj Al Arab. Tengo que examinar la habitación.

El pequeño agachó la cabeza y se cruzó de brazos.

— No creo que pueda convencer a mi padre.

— Sea como sea, debemos hallar el modo.

Ambos desmadejaron cualquier plan que les permitiría entrar en el hotel para así conseguir la certeza absoluta. Calcularon: entrada más guardias es igual a imposible. Entrada más escondrijos es igual a cámaras de seguridad. Recepción más gente es igual a problema. Guardias más cabreo es igual a paliza. Nada les cuadraba.

— Ya lo tengo —afirmó Francisco—. ¿Tienes crédito en la juguetería del centro comercial que visitamos ayer?

— Sabes que el dinero no es problema.

— Muy bien. Entonces prepárate para la operación “Torito Bravo”.

*

El dependiente de la tienda se quedó abrumado cuando recibió el pedido. En menos de veinticuatro horas debía entregar lo solicitado y a cambio recibiría el triple del valor de la mercancía. En una ciudad donde el dinero manda, los excéntricos pagan y los pequeños empresarios se enriquecen, todo era posible. Cuatro helicópteros de carga despegaron de inmediato con instrucciones específicas y no se les permitiría regresar sin el pedido.

La primera parte del plan… estaba en marcha.

*

La principal llamada que realizó Ahmed a uno de sus amigos resultó muy, pero que muy desconcertante. Media hora de explicaciones más tarde, y gracias a la promesa de una comilona de varios días de duración, el astuto joven había encendido la mecha de lo que se convertiría en la concentración más rara que jamás llegó a organizarse en Dubái.

Después de esta llamada, todo fue como la seda. En términos de jugador, la segunda fase del plan estaba basada en “El efecto dominó”, que paso a paso y causando un crecimiento exponencial, una llamada se multiplicaría en decenas en cuestión de pocos minutos.

— Ya sólo falta el transporte —comentó Francisco—.

— Eso tampoco es problema —aseguró Ahmed—.

*

Aireando su tarjeta de crédito, Ahmed se sentía más que satisfecho.

— El problema de transporte ya está solucionado.

— Eres un tío increíble —dijo Francisco.

— ¿Acaso dudabas de mí?

Los dos se sentaron en el bordillo de una fuente del centro comercial y contemplaron su alrededor. El vaivén de la gente les resultaba sencillo, trivial. Lo cotidiano lo percibían como aburrido y no dejaban de risotear pensando en el día de mañana.

— ¿Ahmed?

— Dime Francisco.

— ¿No hubiera sido más barato pedirle como favor a alguno de tus hermanos que nos acompañara?

— Infinitamente.

— ¿Y no crees que tu padre se enfadará cuando se entere de la que vamos a montar?

— Muchísimo.

— ¡Ahhhh! —contestó moviendo la cabeza de un lado a otro—.

— ¿Por qué preguntas?

— Sólo quería cerciorarme de que eras consciente de la mierda que se nos va a venir encima.

— Pero eso ocurrirá si estás equivocado.

— Cierto, cierto.

— Porque estás completamente seguro de lo que hacemos ¿verdad?

— Claro, claro.

— Entiendo.

— Me alegro de que lo entiendas.

— Voy a disfrutar de esta tarde de libertad. Puede que pronto me castiguen de por vida —añadió Ahmed—.

Francisco miró a su amigo, se mordió los labios y se limitó a contar las baldosas del suelo, sintiendo como la impaciencia le abarcaba.

*

Al día siguiente…

Sus piernas temblaban, pero su fuerza interior le mantenía de pie; su corazón palpitaba demasiado deprisa, pero sus pulmones oxigenaban su sangre afianzando su cordura; sus labios tartamudeaban, pero su mente conocía de sobra las palabras que debía pronunciar.

Frente a la entrada del hotel Burj Al Arab, Francisco no perdió de vista a Ahmed mientras los guardias de la entrada se les acercaban con lentitud y constancia. No tardaron en reconocer a los dos repudiados, que tras el incidente con el hijo “especial” del jefe, no había ni un solo empleado que no conociera los rostros de los sinvergüenzas que no dudaron en arriesgar la vida de un joven indefenso por el simple hecho de seguir una corazonada.

 — ¡Aquí no podéis entrar! —gritaron los guardias—.

Francisco, vestido con los típicos ropajes blancos de la región, igual que Ahmed, agitó las manos como si estuviera invocando algún dios pagano y las alzó hacia el cielo.

¡TORITO, TORITOOOOOO… TORITO BRAAAAAVO! —gritó—.

Cuatro autobuses se cruzaron a sus espaldas, levantando algo de polvo que se mezclaba con los gases de los tubos de escape, y puede que algún que otro gracioso hubiera añadido una máquina de hacer humo seco para darle más emoción a la escena. Las puertas laterales se abrieron y cuando sonaron los claxon, Francisco y Ahmed enfundaron sus cabezas en unas máscaras de toro. Los cuernos parecían de verdad; las orejas, agujereadas en supuestas peleas, se movían de izquierda a derecha como si las hubieran moldeado con material orgánico; la superficie entera estaba cubierta por fino pelo sintético y en la punta del morro, justo en la nariz, una anilla de metal daba el último toque al decorado de la máscara.

— ¿Qué demonios están haciendo? —se preguntaron los guardias—.

¡TORITO, TORITOO——OOOO… TORITO BRAAAAAVO! —gritó de nuevo Francisco—.

Decenas de jóvenes, vestidos igual que ellos y llevando máscaras idénticas, bajaron de los autobuses y se apelotonaron a su alrededor.

— ¡Rápido, avisad a seguridad! —exclamaron los guardias—.

— ¿Y qué decimos? —preguntó un recepcionista—.

— Que los toros nos van a invadir.

Ante lo ridículo que había sonado tal afirmación, el recepcionista se limitó a llamar al jefe de seguridad informando sobre la congregación de una multitud con intenciones poco amistosas.

¡TORITO, TORITOOOOOO… TORITO BRAAAAAVO!

 

“MMMMMMUUUUUUUUUUFFFFFFFMMMMMMM”

 

Bufaron todos al unísono y se lanzaron. Los guardias se vieron superados en número, aunque consiguieron atrapar a dos y les quitaron las máscaras.

— El hijo de un diplomático Francés y el de un empresario Inglés —refunfuño el recepcionista que observaba atónito—.

Los jóvenes les arrebataron las máscaras, se las pusieron y regresaron con el “rebaño”.

— Veo que tienes amigos muy influyentes —comentó Francisco entre empujones—.

— Te dije que no debías preocuparte por nada —dijo Ahmed y se separaron—.

Toritos por los pasillos, sentados en la mesas tomando café, paseando cerca de los acuarios, bañándose en las fuentes, corriendo por los corredores, algunos sirviendo copas, otros sacándose fotos con los huéspedes, unos pocos bailando el Can Can y otro, loco de remate, escalaba los balcones con gran destreza. Están más tarados que los Lunnis borrachos —pensó Francisco—.

Conforme los “toritos” se mezclaban con los clientes, los clientes se divertían con los “toritos”, o al menos muchos de ellos. Unos pocos, los más estirados e infectados por el virus “Snob”, se limitaban a mirar de reojo mientras parecían escandalizarse con el comportamiento de los repetidamente denominados “salvajes”. La esposa repipi de un rico industrial le suplicaba que se retiraran del lugar, pero su marido sencillamente le decía que estaba harto de las formalidades y que le apetecía algo de acción. Dos ancianos, supuestos genios de las finanzas, criticaban, desvirtuaban y despreciaban a los “toritos”, aunque tampoco acababan de decidirse por marcharse. Y un grupo de jóvenes y guapas japonesas, que no dejaban de decir —vámonos de aquí— de vez en cuando pellizcaban algún culito de “torito” y gritaban ruborizadas.

— Menuda fiesta se ha montado —dijo Francisco—.

Esquivando algunos empleados de seguridad y muchos sorprendidos turistas, por fin consiguió escabullirse del jaleo y meterse en un ascensor. Cuando las puertas se cerraron, la musiquilla que provenía de los altavoces le aisló del resto del mundo y dispuso de un instante para meditar las consecuencias de su descubrimiento.

— Puede que sea mejor no contárselo a nadie, —se dijo a sí mismo— aunque por otro lado, la verdad no debería ocultarse y la víctima se merece descansar en paz.

La campanita de llegada centró a Francisco que, disfrazado de toro, hecho un toro y cantando “torito torito”, había decidido revelar la verdad, pero no sin antes tomar precauciones.

— ¡Mierda! No tengo la llave —exclamó—.

Por suerte, una de las empleadas de la planta gritó despavorida al verle y se desmayó.

— Gracias por la llave maestra —le dijo después de rebuscar en sus bolsillos y la recostó de mejor forma para que no se hiciera daño en el cuello—.

Abrió la puerta de la habitación, se acercó a la puerta del baño, palpó con la yema de los dedos los relieves que detectó la primera vez que estuvo allí, sacó un trozo de plastilina que había comprado en la tienda de juguetes y la apretó sobre el marco.

— Ya lo tengo.

Guardó la plastilina con cuidado, salió de la habitación y devolvió la llave a la empleada que aún no había recobrado el conocimiento.

— Es la primera vez en mi vida que lamento tener razón —se dijo a sí mismo cuando las puertas del ascensor se cerraban—.