IV — DUBÁI

 

Los edificios se alzaban como espejismos provocados por el intenso calor. Francisco no daba crédito a lo que veían sus ojos. Una autopista, de dimensiones descomunales, serpenteaba entre los imponentes edificios y el camuflado desierto; parques verdes repletos de árboles y fuentes de agua cristalina, incontables clases de flores decorando las aceras y los locales más bajos, obras de arte coronando altares, esquinas y puntos clave de la ciudad. Un verdadero oasis, digno de formar parte de los cuentos de 1001 noches, había nacido donde antes las dunas de arena dominaban el paisaje, y donde el sol no perdonaba a los más débiles.

— ¿Cuándo conoceré al señor Fasala? —preguntó Francisco—.

El conductor de la limusina no contestó, se limitó a levantar la mano señalando sus orejas, como si no pudiera escucharle o entenderle.

— ¿Al menos me puedes decir a dónde vamos?

Tampoco recibió respuesta y se dio por vencido. Se giró de nuevo hacia la ventanilla y observó el paisaje. Estiró el cuello y divisó el mar. ¡Uuuaaaaoooo! —exclamó—. Un azul claro y profundo, brillaba con tonalidades de oro fundido sobre lechos de un verde esmeralda; las gaviotas aparecían y desaparecían entre el cielo y la tierra, haciéndose pasar por pasajeros de dos mundos paralelos, místicos e inalcanzables, pertenecientes a paraísos perdidos. Y de pronto la imponente estructura del hotel más ostentoso del mundo apareció. El hotel Burj Al Arab se asemejaba a una gigantesca vela blanca, lista para surcar los plateados mares del mundo sin que nada, humano o sobrenatural, pudiera detenerla.

La limusina se detuvo frente a la entrada principal y el conductor se apresuró a abrirle la puerta a Francisco. Él se inclinó un par de veces y se besó las manos otras tantas, imitando el tradicional saludo árabe, aunque no le salía demasiado bien. Intentó mantener la compostura cuando un botones se dispuso a recoger el equipaje, pero no se pudo resistir y salió corriendo para acercarse a la orilla de la artificial isla sobre la que el hotel estaba construido. La suave brisa del mar le acarició las fosas nasales y su piel se erizó. ¡Virgen Santa! que chulo es este sitio —susurró— que ganas tengo de comerme unos calamares a la romana. Regresó a la alfombra roja con bordados dorados, se estiró la camisa, sonrió al botones y se dispuso a entrar en el hotel.

— ¿El señor Valiente? —preguntó una hermosa joven que iba vestida igual que una azafata de avión—.

Sus largas piernas, que se escondían bajo una cortísima minifalda, le parecieron interminables. Los ojos de un verde profundo, el pelo con tonos dorados, las manos de porcelana y su belleza se acentuaba por el misticismo que causaba un velo plateado, casi transparente, que le cubría la cara de mejillas para abajo.

— El mismo.

— Sígame por favor, le están esperando.

La joven chasqueó los dedos y el botones les siguió con la maleta. El único que no sonreía era el chofer que aún se distinguía a lo lejos su cara de amargado.

El recibidor era espectacular. Una indescriptible sensación recorrió el cuerpo de Francisco y le nubló la mente. La madre que me parió —susurró—. Una alfombra de media luna, más grande que su casa y decorada con motivos árabes, ocupaba gran parte del suelo de la recepción. Todo le provocaba asombro, los mostradores eran envueltos por hemiciclos dorados, que imitaban el interior de las conchas del pacífico; las paredes azuladas, los espejos aderezados con tonalidades de perlas oscuras, como si los hubieran tintado al fundirlos, el mobiliario de lujo y los detalles impresionantes.

— Espere aquí por favor —indicó la joven—.

Francisco se acercó a una cristalera que daba al exterior y se miró de arriba abajo. ¿Qué hago yo aquí con estas pintas? —se preguntó—. Con los vaqueros desgastados, una camisa negra con rayas blancas arrugada y unas deportivas, que a estas alturas no se les podía considerar como prendas de vestir, su aspecto se asemejaba más al de un gamberro que al de un detective privado. Enseguida se darán cuenta de que mis referencias son inventadas y me echarán a patadas de aquí —pensó—.

Pasados cinco minutos la joven regresó acompañada. Dos hombres, de gran estatura y vestidos con indumentaria árabe tradicional, se dirigían hacia él. Aunque les quede bien, no comprendo cómo pueden ponerse fundas de almohada en la cabeza —susurró sonriendo—.

— ¡Os lo puedo explicar! —les dijo despavorido—.

Los dos hombres le saludaron cortésmente y, haciendo una reverencia, dejaron paso para que un niño de doce años se acercara.

— Bienvenido a mi país señor Valiente. Mi nombre es Ahmed Al Fasala, el contratante y anfitrión suyo.

Francisco apretó los labios y permaneció pensativo. Lo cierto era que aquel niño inspiraba seriedad y tranquilidad, pero le resultaba difícil de creer que de algún modo se había encargado de resolver un asesinato. Su aguileña nariz le hacía parecer más formal, sus ojos azules destacaban su inocencia y su tostada piel le otorgaba el aspecto de un surfero de metro y medio.

— Se trata de una prueba ¿verdad?

— ¿Cómo dice? —preguntó Ahmed—.

Enseguida se dio cuenta de que ese niño era quien le había contratado y se puso la mano en la boca.

— Nada, nada. Es que no me esperaba…

— ¿Ha venido hasta aquí sin antes investigar sobre quién le ha contratado? —dijo entrecerrando los ojos—.

— No, qué va. Sabía que se trataba de alguien muy joven, pero es que creía que era más alto.

— ¿Más alto?

— Sí, más alto, más fuerte… ya sabe, con más pelotas y todo eso.

El pequeño no dijo ni una palabra y los dos hombres que le acompañaban se mostraron hostiles. Por qué no mantendré la boca cerrada —pensó Francisco—. Ahmed se situó a un paso de él y le miró de reojo.

— Ya entiendo —dijo moviendo la cabeza— se trata del famoso humor ibérico ¿no?

— Sí, sí. Jajaja, de pata negra. Sabía que lo comprendería enseguida —contestó Francisco resoplando—.

— Me gustan los chistes, pero comprenderá que en mi país no estamos acostumbrados a este tipo de presentaciones.

— Perfectamente —afirmó dirigiendo la vista al suelo— espero que sepa perdonar mi falta de tacto. Verá, suelo pecar de ser demasiado honesto.

— Eso es una virtud, y no un pecado.

— Y por favor señor Fasala, tráteme de tú. No me gustan los formalismos, ya sabe, en España nos gusta la sencillez y la cercanía.

— Muy bien, en tal caso yo también deseo que me tutees.

Ahmed se dio la vuelta y se dirigió hacia el interior.

— ¿A dónde vamos ahora? —preguntó Francisco—.

— Te acompañaré a tu habitación.

— ¿Dormiré aquí? —dijo anonadado—.

— Pensé que te sería más fácil trabajar cerca del lugar del crimen.

— Una idea genial, sin lugar a dudas —comentó ojeando el lujo que le rodeaba— cuanto más cerca mejor.

— Me alegro de oír eso, no estaba muy seguro si te molestaría que al lado de tu habitación se hubiera cometido un asesinato cruento.

— Al lado dices —tragó saliva—. No, no ¿por qué me iba a importar? Yo no creo en fantasmas —dijo tocándose la entrepierna—.

Y disimulando se santiguó tres veces, escupió al suelo renegando de Satanás y cruzó los dedos.