XI — LAS CARTAS SOBRE LA MESA

 

Con la cara manchada de sangre y atado de manos y piernas en una silla, Khalil abría lentamente los ojos y se percató de que se encontraba en el salón de su casa. Poco a poco su vista se desemborronaba y un agudo dolor de cabeza le hizo recuperar el sentido de la realidad.

— ¡Estáis locos! —exclamó—.

Francisco cogió uno de los paños de cocina y le amordazó.

— Tú sí que estás loco de remate.

— Hmmmm… Bbbhhhmmmm…

— ¡Cállate! Sabemos muy bien quién eres y a qué te dedicas en realidad. El carnicero de fin de semana. Un maldito asesino. ¿Qué daño te pudo hacer un hombre de negocios para descuartizarle en su habitación? ¿Tienes algo en contra de los españoles? ¡Contesta!

— Hmmmm… Hhhmmmm… Aghhhggaaa…

— No quieres hablar ¿eh? —preguntó Francisco y cogió un cuchillo de la cocina—. ¿Y si te clavo este cuchillo en la carne como hacías con tus víctimas? ¿Y si te pego mientras estás atado e indefenso? ¿Y si te corto para que te desangres hasta hacer de tu casa un bebedero de patos?

Se detuvo un segundo, meditó la última pregunta y arqueó el entrecejo. ¿Patos bebiendo sangre?se preguntó— ¿existirán los patos vampiro? ¿Puede que aparezcan en alguna película rara?

— Ghtmmmmm… Hmmm…

— No intentes distraerme y habla —le ordenó—.

Ahmed se acercó tímidamente y le dio un toque a Francisco.

— Perdona que te interrumpa, pero creo que por mucho que insistas no te va a contestar.

— Espera que empiece con los golpes y verás.

— Yo creo que con quitarle la mordaza será suficiente.

Francisco se rascó la cabeza, torció la boca y miró a Ahmed.

— Creo que tienes razón —afirmó—.

Se colocó detrás de él y le susurró al oído:

— Si gritas te amordazo de nuevo.

Y nada más quitarle el trapo de la boca Khalil murmuró:

— Cuando llegué a pensar que no eres un idiota, descubrí que eres imbécil.

— ¡Eh, eh! Sin faltar. Que el asesino eres tú, y si te has dejado pillar por un imbécil, dos veces imbécil eres tú.

— ¿Cómo se os ha ocurrido pensar que yo soy el asesino?

Francisco cogió una silla, se sentó frente a él, miró de reojo a Ahmed, levantó el dedo y aseveró:

— Aquí las preguntas las hago yo.

— ¡Si no me desatas ahora mismo! —gritó Khalil—.

Cabreado por la reacción, Francisco se levantó y se preparó para amordazarle otra vez.

— No, no, no… no volveré a gritar y contestaré a tus preguntas.

— Así me gusta. Ahora dime, ¿qué hacías en el Motel Media Luna?

— Tras lo sucedido en el Pub comprendí que nos habíamos comportado como unos adolescentes y quise disculparme. Pregunté en el hotel por vosotros y me dijeron que estuvisteis en el bar; allí el camarero nos dijo dónde podía encontraros. Para serte sincero, no pude evitar preguntar el motivo de vuestro destino. Entonces, para mi sorpresa, el camarero me explicó el razonamiento que os guió hasta ese motel y me quedé boquiabierto. En dos días un niño y un niñato, que aparenta ser un paleto de pueblo, consiguen más pistas que cuatro profesionales.

— No intentes soparme que no caigo en la trampa. Sabemos que eres El carnicero de fin de semana. Así que por mucho que me hagas la pelota no pienso soltarte, a no ser que estemos rodeados de policías. Y créeme, pronto llegarán muchos y tú iras a la cárcel.

Khalil cerró los ojos, agachó la cabeza y apretó la mandíbula.

— ¡Pues claro que soy el carnicero de fin de semana!

— Por eso te puedes permitir el lujo de vivir en un chalet como este —añadió Francisco—.

— Eso es verdad, con mi sueldo de policía jamás sería capaz de comprarme una casa así. Por eso también trabajo en el negocio familiar.

— ¿Los asesinatos?

— Las carnicerías. Mi padre, mis hermanos y yo somos dueños de catorce carnicerías. Siete en Dubái y otras siete en las ciudades cercanas.

— Es verdad —asintió Ahmed— se me había olvidado ese detalle.

— Tengo el apodo de carnicero de fin de semana, porque eso es lo que hago los fines de semana. Y cuando no ayudo en alguno de nuestros locales, participo en eventos y fiestas donde se necesita a un matachín.

— ¿Y la carne de los frigoríficos del sótano?

— Ternera.

— ¿Y el serrín que hay en el suelo?

— Mi gato Mantequillas se cagó el otro día, dejándolo todo perdido, y el serrín sirve para quitar los malos olores.

— ¿Y los grilletes?

— Para sujetar a los animales. Patalean mucho cuando son sacrificados.

— ¿Y las manchas en las herramientas?

— Si las utilizas es inevitable que se manchen. La resina de los árboles es difícil de quitar y el óxido aparece enseguida.

Ahmed se sujetaba la cabeza con las manos e intentaba no echarse a llorar. Enseguida comprendió que habían cometido un grave error y no sabía cómo iban a salir de este lío.

— ¿Y por qué nos apuntaste con una pistola? —preguntó entrecerrando los ojos Francisco—.

— Porque habéis entrado en mi casa, de noche, estropeando una cámara de seguridad y porque pensé que erais unos ladrones.

Los dos se alejaron del detective, le dieron la espalda y hablaron en voz baja.

— ¿Cómo es que no te acordabas que él y su familia son dueños de carnicerías?

— No puedo acordarme de todo —susurró Ahmed—.

— Menuda faena. ¿Qué piensas de lo que dice?

— ¿Qué quieres que piense? Todo lo que ha dicho tiene sentido. Los intrusos somos nosotros.

Francisco bizqueó los ojos y exclamó:

— ¡Ya la he cagado!

Se acercó a Khalil, cogió un cuchillo y cortó las cuerdas con las que estaba atado.

— Puede detenerme detective —dijo levantando las muñecas—.

— No te voy a detener. Es posible que te pegue una patada en los huevos, pero no pienso ir por ahí diciendo que os busqué en un Motel de ilegales, que entrasteis en mi casa y que me pegasteis con una pala en la cabeza. Sería el hazmerreír de todo el cuerpo de policía; sin contar con el hecho de que soy amigo de la familia Al Fasala desde que tengo memoria.

— Muchas gracias por tu comprensión —dijo Ahmed agachando la cabeza—.

— Y vosotros, si no queréis pasar unos días entre rejas, será mejor que no mencionéis este “incidente” a nadie… nunca. ¿Me habéis entendido?

— Sí, señor —contestaron ambos al unísono—.

— Bien, ahora llamaré a un taxi para que os lleve de vuelta al hotel. Mañana, a la hora del almuerzo, nos reuniremos para compartir notas, intercambiar información y averiguar si de una vez por todas existen posibilidades de encontrar al asesino.