VII — INTERROGATORIOS, BARES Y HOSTIAS

 

El nerviosismo no le había permitido descansar a pesar de que el colchón de la cama era uno de los mejores del mundo; la preocupación por hacer algo bien, las imágenes de la escena del crimen, el saber que en la habitación de al lado aún quedaban trocitos de un muerto escondidos por los rincones, y la evidencia de que tarde o temprano haría el ridículo, le robaron el sueño. Contó seiscientas ochenta y cinco ovejitas y no consiguió dormirse, probó con el truco de abrazar a la almohada y nada, hizo el remolino un par de veces hasta que se enredó con las sábanas y tampoco se le cerraban los ojos.

— ¡Mierda! —exclamó y se levantó de la cama—.

Después de ducharse, afeitarse, acicalarse y peinarse, aún parecía un energúmeno con las legañas pegadas bajo las pestañas. Deambulaba por los pasillos como un pato mareado, saludando a diestro y siniestro con un “qué tal” o un “buenas”, cosa que no estaba fuera de lugar en los sitios que él solía frecuentar, pero no en un hotel donde los clientes se vestían con ropa de cinco mil euros para ir a desayunar.

Perdido y atolondrado, deambulaba de aquí para allá en busca del mejor lugar para desayunar. Juntando el dedo índice con el pulgar, y acercándoselos a la boca repetidas veces, consiguió dar a entender que quería tomar un café y los empleados más amables le indicaron cómo llegar a uno de los muchos bares que tenía a su disposición.

Las olas del mar, plasmadas sobre el techo con colores de amaneceres, atardeceres, playas verdes y rincones soleados, le llamaron rápidamente la atención. La moqueta de peces exóticos, que no eran más que las copias de los que nadaban en la enorme pecera que rodeaba las mesas y la barra central, le recordó la película de Disney “Buscando a Nemo”. Seguro que en el wáter tienen el papel con estrellitas de mar y la tapa está hecha con arena de playa —susurró—. Se sentó en un taburete, cerca de una camarera muy atractiva, levantó la mano y deletreó lo que quería tomar:

— C O L A  C A O.

La camarera le miró con asombro y Francisco no necesitó más para comprender que acababa de acertar con su predicción de anoche. No saben lo que es el Cola Cao —se quejó para sus adentros—.

— ¿Café con leche?

La camarera asintió y le preparó el café. Segundos más tarde le acercó una bandeja con tostadas, cruasanes, repostería variada y dulces de la zona por si le apetecían.

— ¿Pan con Nocilla?

Ella le miró arrugando la frente.

— ¿Nutella?

— Yes, yes —contestó—.

No se privó y se untó una rebanada de pan con medio bote de Nutella.

— Buenos días.

— Buenos días Ahmed ¿qué tal la fiesta de anoche?

— No sé qué decirte. Yo me marché un poco después que tú.

Francisco le dio un bocado al pan y tomó un sorbo de café.

— ¿Cuál es el plan de hoy? —preguntó Ahmed—.

— Interrogatorios —contestó con la boca llena—. Empezaremos por quien descubrió el cadáver.

— ¿La señora de la limpieza?

— Exacto, pero antes permíteme terminar mi desayuno.

— Por supuesto —afirmó el pequeño—.

*

Acompañados por un miembro del personal de seguridad, Francisco y Ahmed se dirigieron a una de las zonas restringidas del hotel. La zona de los empleados. De apariencia impecable, como todo lo demás, aunque aderezado con fuertes olores a lejía, perfumes y jabones aromatizados, esa área carecía de los adornos y lujos que disfrutaban los huéspedes. Las habitaciones de descanso, los comedores, los aseos y las duchas, las taquillas y las zonas de trabajo, estaban más concurridas. Claro que el limitado espacio de abajo, ni de lejos se podía comparar con los amplios pasillos y salones de arriba.

— La mujer que buscamos se está preparando para iniciar su turno —dijo Ahmed— y no debemos entretenerla demasiado. Aquí son muy estrictos con los horarios.

— Dile al guardia que hablaremos con ella todo lo que haga falta. Por el amor de Dios, se trata de un asesinato.

Ahmed tradujo las palabras exactas de Francisco, aunque no necesitó traducir la respuesta. El guardia de dos metros, con cara angelical, pero con muslos de buey, sencillamente contoneó la cabeza negándose.

— Vale, vale. Dile que nos daremos prisa, pero no comprendo su actitud.

— Dice que la policía vino en su momento y ahora está llevando a cabo la investigación pertinente. Si nos permiten entrar e inmiscuirnos en este asunto, es por las influencias de mi padre y por la amistad que le une con el dueño del hotel.

— Es comprensible —asintió Francisco y levantó los hombros—.

La empleada, recogiendo productos de limpieza y escogiendo el cambio de ropa que le correspondía a cada habitación de la que estaba encargada, contestaba a las preguntas que Ahmed le traducía sin parar de trabajar.

— ¿Conocía a la víctima? —preguntaba Francisco y Ahmed traducía—.

— No. Siempre procuramos no coincidir con ningún cliente. Una de nuestras labores más importantes es la de parecer invisibles.

La mujer de cincuenta y tantos años, con apariencia de ser madre de al menos siete niños, y aun así fresca como una rosa, no titubeaba.

— ¿Sabe si la víctima llegó a liarse con alguien del hotel, séase huésped o empleado?

— No. Como ya le he dicho no podemos ni cruzarnos con los clientes. Ni siquiera sé cómo era.

— Claro, claro. ¿Al menos me puede decir dónde solía pasar la mayor parte de su tiempo?

— Le repito señor que no he tenido ningún contacto con ese hombre.

El guardia se dio cuenta de que el interrogatorio no llevaba a ninguna parte y les indicó que debían dejarla que siguiera con su trabajo.

— Sólo una pregunta más —suplicó Francisco con cara de bonachón—.

Con una expresión de indiferencia y molesto, el guardia apretó la mandíbula y asintió.

— ¿Había algo raro en la habitación cuando entraste?

— ¿Aparte del cadáver despedazado?

— Obviamente.

— Lo lamento. Estaba tan asustada que no me fijé en nada.

— Bueno, muchas gracias por tu tiempo —contestó decepcionado—.

— Un segundo —interrumpió la mujer— ahora que lo pienso, las sábanas estaban tiradas por el lado izquierdo de la cama. Justo al lado opuesto de donde se encontraba la víctima. O al menos la mayor parte de ella —terminó tapándose la boca para ocultar su repugnancia—.

Francisco se detuvo y se le perdió la mirada en la nada.

— Muchas gracias por todo —dijo despidiéndose con una sonrisa— has sido de mucha ayuda.

Se dieron la mano y la mujer se limitó a seguir trabajando, aunque era bastante obvio que en su mirada se había marcado la huella de lo inhumano. Salieron de la habitación y siguieron al guardia como un par de cabras descerebradas. Esquivando carritos de limpieza, camareros, botones, cubos y montoncitos de toallas sucias, Francisco encajaba la poca información conseguida en su cacao mental… callado.

— ¿Qué has averiguado? —preguntó Ahmed en el ascensor de regreso a las plantas superiores—.

— Todavía no lo sé.

Entonces, la radio del guardia emitió un pitido y él, apretando un auricular que apenas era perceptible, se comunicó por el micro que estaba escondido en la manga de su chaqueta. Ni que fuera James Bond —pensó Francisco—.

— Les esperan en recepción —dijo el guardia y les tendió el brazo amablemente—.

*

Ninguno de los dos sabía quién les estaba esperando en recepción, y por mucho que el guardia preguntara no recibía una repuesta concreta.

— ¡Omar! —exclamó Ahmed— ¿eres tú quien nos busca?

— Sí querido hermano.

Los hermanos se abrazaron.

— ¿Qué necesitas de mí?

— He venido a invitarte a ti y a tu amigo a que os toméis un té conmigo y con el resto de tus hermanos. Pensamos que ayer no actuamos bien y queremos que os integréis en el grupo con el fin de compartir las pistas recabadas para así atrapar al asesino lo antes posible.

— Claro que sí —contestó el pequeño entusiasmado— ¿no te parece genial?

— Una idea estupenda —dijo Francisco— aunque yo en vez de té me tomaré un Whiskey Cola.

Omar le cogió del hombro y le dijo:

— En nuestro país está prohibido beber alcohol. Sólo en los grandes hoteles como este se permite su venta y su consumo. Y se trata de una excepción con la que muchos estudiosos del Corán no están de acuerdo con ella.

— Entonces me tomaré una cerveza.

Los hermanos le miraron extrañados.

— Sin alcohol por supuesto —añadió Francisco—.

— Te tomarás un té —se impuso amablemente Omar— como los demás.

El primer impulso de Francisco era el de quejarse como un crío pequeño, pero recordó que no estaba en su casa y se frenó. Esbozó una sonrisa falsa, inclinó la cabeza como solía hacerlo Ahmed y contestó:

— Por supuesto.

*

El local situado en el centro de la ciudad imitaba a un Pub inglés, pero sin los correspondientes grifos de barril. En su lugar, unos serpentines dorados recorrían un tubo de cristal congelado y con tan sólo presionar un botón rellenabas tu vaso con zumo de naranja, limonada, gaseosa, tónica o un refresco de Cola. En la parte trasera de la barra, donde se suelen exhibir las botellas con las bebidas alcohólicas, las estanterías estaban repletas de una inimaginable cantidad de licores sin alcohol. Vaya tela. No sabía que existía tanta variedad de fruta en el mundo —se dijo Francisco a sí mismo—.

Al fondo a la derecha, entre la barra y un billar, los hermanos de Ahmed charlaban con los detectives y apuntaban cosas en un papel que no paraba de rotar entre ellos.

— ¡Bienvenidos! —exclamó Charles Goodspeed— nos encontrábamos en un punto muerto y nos preguntábamos si vosotros teníais una solución al problema que se nos plantea.

Los demás se rieron disimuladamente, aunque no pudieron evitar que se les escapase un par de carcajadas.

— Por favor señores… y señora —dijo Omar— esto es serio y no quiero que nadie se ofenda.

El pequeño Ahmed se sentó con ellos, orgulloso de colaborar con los mayores y obviando el hecho de que les estaban tomando el pelo.

— No sabía que se necesitaban tantos profesionales para no saber qué hacer —dijo Francisco desafiante—.

— Mira joven —le dijo el detective Khalil— puede que todo esto te parezca un juego, y sinceramente no sé cómo has llegado a parar hasta aquí. Pero te aconsejo que no metas las narices donde no debas y que te vayas a jugar a otra parte.

— ¿Quién habla de jugar? —se molestó Ahmed—.

— Perdón si te molestan mis palabras, aunque sean la verdad. Lo que está en juego es la justicia, el buen nombre de nuestra ciudad y la reputación de tu padre. Recuerda que la víctima era un invitado y un colaborador suyo.

— No lo olvido —replicó el pequeño— por eso quiero ayudar.

— Sin duda tus intenciones son nobles…

— ¡Basta! —se impuso Omar— mi padre ha dado su aprobación y no hay nada más que decir.

Francisco se sirvió un poco de té en un vaso plateado y se lo tomó de un trago. Aggghhhh, no le he puesto azúcar —pensó—.

— ¿Sabéis qué? No tengo por qué escuchar a ninguno de vosotros, puesto que yo sé por dónde seguir y vosotros parecéis estancados.

El pequeño se levantó de la mesa decepcionado.

— ¿Entonces nos habéis invitado para reíros de nosotros? —preguntó Ahmed—.

— ¡Habíamos acordado que esto no pasaría! —exclamó Omar enfadado—.

— No importa hermano. No os necesitamos.

— En serio —interrumpió Kaled— ¿de verdad te crees que con ese tipo averiguarás algo?

— Eh, eh… sin faltar —dijo Francisco levantando el dedo— que a mí no me vacila nadie. Soy cinturón negro en Tekken, estrella de plata en Shooter y he ganado varios premios en otras disciplinas.

Kaled le miró extrañado.

— ¿Estás hablando de videojuegos?

— He dicho que sin faltar.

— Muy bien —dijo Kaled levantándose— te propongo un trato. Si eres tan bueno como dices, seguro que eres capaz de tumbar a los dos tipos de la barra con los ojos cerrados.

— Hombre, con los ojos cerrados…

— Escucha, si consigues darles un solo puñetazo, reconoceré que estaba equivocado y me disculparé tal y como es debido.

— Muy bien, ahora verás.

Francisco se dirigió hacia los dos tipos de la barra moviendo el cuello para relajar los músculos, agitando los brazos para tonificarlos y dando saltitos para calentarse.

— ¿Cómo se te ocurre mandarle a pegar a nuestros guardaespaldas? —le reprochó Omar—.

— Él se lo ha buscado.

— Puede ser, pero no como para que se enfrente a dos militares bien entrenados.

Tranquilo macho… tranquilo —pensaba Francisco— antes de que se den cuenta, y como no saben a qué voy, al que me pille más cerca le soltaré una hostia y me iré corriendo. Los dos hombres le miraban con recelo, sin comprender qué es exactamente lo que pretendía ese tipo que se les acercaba bailando o haciendo el ridículo. Alzaron la cabeza en busca de instrucciones por parte de sus jefes, pero no recibieron indicación alguna. Ahora Francisco, situado frente a ellos, resoplaba igual que Bruce Lee cuando se disponía a entrar en combate en sus películas. Cerraba y abría los puños, para endurecer los nudillos supuestamente, giraba la cabeza de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, que lo único que conseguía era marearse y de pronto soltó un grito de guerra; listo para golpear.

 

“¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!”

 

— Lo va a conseguir —susurró Omar—.

— No me lo puedo creer —comentó la inspectora Hao—.

— Dale fuerte —animó Ahmed—.

Y mientras tanto, Kaled alzó la mano indicándoles a los guardaespaldas que le dieran una paliza.

Francisco blandió la mano con fuerza, acercándose al de la derecha, pero este se retiró. Ya la he cagado —pensó—. El guardaespaldas respondió agarrándole del cuello y dándole un par de collejas. De pronto, el otro empezó a darle tortas con la palma abierta, de frente, del derecho y del revés.

— ¡Hay, hay… basta! —gritaba Francisco—.

De un empujón le tiraron al suelo y empezaron a darle patadas por todas partes. En los brazos, en la barriga, en los muslos, y por último, en la entrepierna.

— ¡Basta ya! —ordenó enfadado Omar—.

Ahmed vio como el resto se reía cruelmente y fue corriendo a socorrer a su amigo.

— No os reiréis tanto cuando se lo cuente a nuestro padre —amenazó y se callaron al instante—. ¿Te puedes levantar?

— Creo que sí —contestó con la voz apagada—.

— Yo te ayudo.

El pequeño sacó fuerzas de su noble e inocente corazón y consiguió levantarle.

— Gracias —musitó Francisco—.

Mientras los dos se marchaban del Pub, los demás apretujaban los labios sabiendo que lo que acababan de hacer estaba fuera de lugar.

— Espero que os sintáis orgullosos —remató Omar—.