Las grandes historias no siempre tienen un gran final. Aunque puede que el personaje más sencillo, aquel que camina entre nosotros, sea quien se enfrente a la adversidad, se supere a sí mismo, y transforme un final mediocre, de una historia cualquiera, en uno digno de ser recordado.
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Dubái, horas atrás…
Las sábanas de color turquesa, arrugadas y sudadas, ocultaban los zapatos de Antonio Remos. En los bolsillos de su ropa, perfectamente ordenada en el armario, había escondido varios juguetes y detalles que pretendía repartir a sus hijos cuando regresase a casa. Pensaba ir sacándolos uno tras otro, conforme estuviera deshaciendo la maleta, y de ese modo parecería que las sorpresas no tenían fin y los niños se lo pasarían en grande.
El espejo del techo, enmarcado con madera noble rosada, era el indiscutible testigo de lo que había sucedido, pero que jamás hablaría de ello. El sofá rojo, hecho con telas de seda y decorado con piedras preciosas, ahora estaba manchado de sangre. Y las preciosas paredes con sus cuadros blancos desvelaban la atrocidad del crimen cometido. Salpicaduras carmesí por todas partes.
El cadáver del empresario yacía descuartizado sobre la alfombra persa que iba a juego con las sábanas. El asesino le había sacado los ojos, cortado la lengua y cercenado el pulgar de la mano derecha.
Cuando la empleada de la limpieza entró para arreglar la habitación, presintió que algo iba mal. Primero se asqueó del extraño olor, inusual en el hotel; luego le molestó el desagradable calor, cuando comprobó que el aire acondicionado no funcionaba no comprendió porqué el cliente no había avisado a recepción, y cuando finalmente pisó el charco de sangre del muerto, su grito alertó a la totalidad de personas que se encontraban en la trigésimo cuarta planta del hotel Burj Al Arab.