VIII — EL DOLOR AGUDIZA LA MENTE

 

El tono manzanilla del vaso se diluía con los cubitos de hielo con forma de estrellas. El alcohol generaba diminutas ondas al derretir el agua sólida y los pensamientos se perdían en el fondo del whiskey.

— Siento lo que te han hecho los guardaespaldas de mis hermanos.

— Conque eran sus guardaespaldas. Y supongo que estarán bien entrenados.

— Son ex militares de las fuerzas especiales.

— Entonces he tenido suerte —bromeó Francisco— porque si ellos quisieran me hubieran roto el cuello con un chasquido de dedos.

— Seguramente.

Francisco se bebió un buen trago del licor y permaneció cabizbajo.

— Supongo que me lo tengo merecido.

— ¡Para nada! —exclamó el pequeño—. ¡Mi hermano ha demostrado ser cruel y mezquino! No es que me sorprenda, pero creía que el tiempo le había hecho madurar.

— Hablas como si tuvieras cuarenta años.

— La inteligencia de uno y los principios con los que comulga no están sujetos a los que están impresos en un carnet de identidad, lo que se intuye por la estatura o si se luce barba. Uno puede tener cuarenta años, como tú dices, y ser malo, egoísta, ignorante y maleducado.

— Brindo por eso —dijo Francisco y se terminó la copa—.

El camarero enseguida se acercó y le sirvió otra.

— Por cierto; gracias por traerme de vuelta al hotel.

— De nada. Me imaginé que te apetecía tomarte algo. Sé que en España beber no es sólo un hábito, sino un modo de vida. Forma parte de vuestra cultura.

— Puede que demasiado.

— También pensé que desearías vengarte de lo ocurrido, y qué mejor forma de hacerlo que descubriendo al asesino y demostrándoles lo equivocados que están.

— ¿No me vas a despedir?

— ¿Por qué he de hacerlo? Puede que tu forma de trabajar sea inusual, pero por el momento has mostrado más interés que esos engreídos que han contratado mis hermanos.

— Eso es cierto —dijo Francisco sonriendo—.

— Ahora termínate la copa, olvídate del dolor y sigamos con la investigación.

Ahmed le dio un par de golpes amistosos en la espalda y se giró hacia el camarero.

— Por favor, una leche con cacao.

— Qué lástima que no tengan Cola Cao.

— ¿Qué es eso?

— Un cacao que sólo se encuentra en España. Si lo pruebas ya no quieres tomar otro.

— Interesante.

El camarero le trajo la leche y Ahmed, con semblante serio, le dijo:

— Apunta en la lista de peticiones que mañana quiero tomar Cola Cao.

El camarero apuntó la petición y se limitó a contestar:

— Sin ningún problema.

Cuando se disponía a volver a sus quehaceres Francisco le detuvo.

— Un momento por favor, no te vayas.

— ¿Sí míster?

— ¿Qué me puedes decir del hombre que asesinaron en el hotel?

Sorprendido y preocupado, el camarero bajó la mirada, cogió un vaso y empezó a limpiarlo con un trapo.

— Que sin duda ha sido una desgracia —contestó—.

Francisco, que había elevado el arte de mentir a un meticuloso estudio del comportamiento humano, enseguida se percató de la sospechosa conducta del camarero.

— Sabes muy bien que lo que yo busco es información —le dijo— y estoy seguro de que tienes algo que contar.

— Yo… no tengo permiso para hablar con los clientes y en este caso fuimos avisados de que no debíamos decir nada sin estar acompañados por alguien de seguridad.

— ¿Por qué? —preguntó Ahmed extrañado—.

— Para proteger a nuestros clientes. Debemos proteger la reputación del hotel a toda costa. No en vano se considera el único hotel de siete estrellas en el mundo.

— Me bastaría con una señal, con un detalle o un lugar a donde ir —comentó Francisco—.

El camarero se agachó disimuladamente e hizo como si estuviera ordenando las diferentes botellas. Sin levantar la voz y con mucho cuidado, les dijo:

— Un día, el asesinado vino a tomarse un Gin Tonic y sin querer le escuché mientras hablaba por teléfono. Había quedado con alguien en el motel Media Luna, en la ciudad cercana de Ajman.

— No veo nada extraño en ello.

— Es un hotel de encuentros —añadió el camarero—.

— Vaya, vaya. Eso tiene más sentido.

— Pero les recomiendo que el joven señor no se acerque.

Ahmed endureció la mirada y preguntó:

— ¿Por qué no?

— Es un motel para encuentros homosexuales.

— No veo nada malo en ello —comentó Francisco—. A mí no me va ese rollo, pero tampoco me importa.

— Lo malo es que en este país esos encuentros son ilegales. Ser homosexual o tratar con ellos se considera un crimen —terminó Ahmed ante la pasmosa mirada de Francisco—.

*

La incomodidad se respiraba en el asiento trasero del taxi. Francisco no terminaba de asimilar la noticia de que la orientación sexual de una persona era un asunto a tratar en los tribunales. Él se sabía muchos chistes sobre homosexuales y tampoco tenía mucho trato con los gays, no porque tuviera algo en contra de la homosexualidad, simplemente por las circunstancias de la vida. Tampoco se juntaba con los que hablaban exclusivamente de sus hijos o de sus trabajos, porque le aburrían hasta la narcolepsia, y eso no significaba que le cayeran mal. No era necesario hablar de los neonazis, los drogatas o los ladronzuelos, que conocía un montón y tampoco se juntaba con ellos. Esos sí que estaban perseguidos por la ley y, aun así, resultaba demasiado fácil toparse con ellos por la calle. El mundo está loco —pensó Francisco—.

El pequeño, que estaba sentado a su lado, no se sentía tan indignado. Desde muy pequeño le habían educado en lo que era correcto, y en lo que no; por eso no comprendía del todo la reacción de su amigo.

— No tienes por qué enfadarte tanto.

— No estoy enfadado, sino frustrado —replicó Francisco—. Puede que decepcionado.

— Si un hombre va con otro no es natural, no pueden tener niños. La naturaleza dice que debemos procrear.

— En eso tienes razón, pero ¿te parece un buen motivo para pegar y maltratar a la gente?

Ahmed agachó la cabeza y lo meditó.

— No —susurró— no me parece bien.

— Además, si tus hermanos se fueran a un bar de mi pueblo, con las sábanas que visten y los ojos pintados, seguro que los tomarían por homosexuales, pero no les llevarían a la cárcel por ello.

— Pintarse el contorno de los ojos dándoles un poco de sombra es normal.

— Aquí sí, en España no. Bueno… no para los hombres, las mujeres sí que se pintan, y mucho. A veces parecen fantasmas con un arco iris estampado en la jeta.

— ¿Jeta?

— Sí —rectificó Francisco— la cara.

— ¡Aahhh! Entiendo, aquí las mujeres no pueden mostrar su cara.

— ¿No pueden? Por eso se tapan de arriba abajo.

— Exacto.

— Y yo que pensaba que se celebraba una especie de carnaval. Pero en el hotel…

— En los hoteles las normas son diferentes —interrumpió Ahmed— para que los turistas se sientan cómodos.

— ¿Y eso no te parece raro e injusto?

— Ahora que lo dices sí que me parece algo raro —contestó Ahmed y permaneció pensativo—.

*

El motel Media Luna, de color gris triste y un cartel que parecía que se iba a caer a pedazos, se parecía más a un garito de criminales que a cualquier otra cosa. El ambiente de los alrededores se intuía como oscuro y deprimente, y los pocos peatones que merodeaban por el lugar no dejaban de vigilar a los dos ocupantes del taxi.

— Tú te quedas aquí —ordenó Francisco con tono paternal—.

— Yo soy quien paga —aseveró Ahmed, aunque su juvenil voz no matizó la importancia de sus palabras—.

— No quiero que te ocurra nada y como ya has comprobado, no soy lo suficientemente fuerte como para protegerte. Si pasa algo, con suerte echaré a correr y me escaparé. Pero si te vienes conmigo no sé muy bien cómo nos las apañaremos.

— Lo que tenga que pasar, pasará.

— No es bueno para la reputación de tu familia.

Ahmed, cabizbajo y con semblante serio, contestó:

— Lo que no sería bueno para la reputación de mi familia es rendirme.

Salieron del taxi y entraron en el motel. Un recepcionista, con la cara marcada con una mancha de nacimiento, les observó de manera sospechosa. Conforme caminaban hacia él, retorcía los labios mientras mascaba un mondadientes y golpeaba el libro de visitas con la mano.

Ahmed se presentó cortésmente y el recepcionista reaccionó abriendo los ojos como platos e inclinando levemente la cabeza mostrando su respeto.

— ¿Viene por el asunto del asesinado? —preguntó el recepcionista—.

— ¿Cómo sabes a qué hemos venido? —dijo Francisco sorprendido—.

— En este negocio y en esta vida que nos ha tocado vivir, no estamos muertos gracias a que nos preocupamos por las habladurías que se escuchan por las calles. Sin olvidar el hecho de que no hay demasiados niños de doce años, acompañados por un extranjero, en busca de un asesino.

— ¿Entonces nos ayudarás? —preguntó Ahmed—.

— Puede —contestó el recepcionista—.

— ¿Qué nos puedes decir sobre la víctima?

— Yo nada, pero mi compañero que trabaja en el bar seguro que puede contestar a algunas de sus preguntas. Siempre que el precio sea el correcto.

El pequeño movió la mano en círculos y de inmediato el recepcionista les guió hacia el interior del motel.

La oscuridad únicamente era raspada por las tenues caricias de unas velas que titilaban constantemente. Las paredes estaban repletas de cuadros y alfombras curiosas, pero no se veían con claridad; el olor a hachís y tabaco se confundía con el del incienso; y el paladar de Francisco parecía aromarse con sabores de miel y azúcar glas.

Un pasillo alfombrado conducía hacia un salón, también oscuro, en el que sólo se distinguía a alguien que les observaba desde el otro lado. Con pasos pequeños y encogiendo los dedos de los pies, caminaban hacia esa persona que, en la distancia, les parecía áspero y hostil.

Un hombre barbudo, con gafas de sol y uñas largas, les sirvió un té verde y les invitó a acercarse. Ahmed agradeció el gesto y como indicaba la costumbre sorbió un poco de té, dejó la taza sobre la barra y mostró las palmas de las manos en señal de humildad.

— Eso es lo único que recibiréis aquí —dijo el barbudo con la voz bronca—.

— Sólo buscamos información con el fin de honrar a la justicia —dijo Ahmed—. Un hombre que pasó por aquí fue asesinado en el hotel…

— Lo sé, joven Al Fasala.

— Sí sabes quién soy, no comprendo por qué no quieres ayudarnos.

— A ti te conozco. Un jovencito con principios de anciano, aunque no estoy muy seguro de si sabes dónde te has metido. Pero lo que más me inquieta es la identidad de tu amigo.

Ahmed asintió con la cabeza y dijo:

— Es justo que quieras saber quién entra en tu casa. Te presento a un detective privado que he contratado desde España para ayudar a resolver este horrible crimen.

De la oscuridad aparecieron rostros endurecidos por las circunstancias. Hombres marcados por su pasado y sus preferencias sexuales, perseguidos por la ley y repudiados por sus familias. Los murmullos se extendieron como fuego por todo el salón y el ambiente comenzó a acalorarse.

— Sólo bus… buscamos información —tartamudeó Francisco—.

Las palmas de las manos se le empaparon de sudor, las gotas recorrían su frente y se escondían en su camisa, el vientre se le aflojó y le embargó una precipitada necesidad de ir al baño. Si salimos de esta seguro que será con los calzoncillos manchados —susurró acojonado—.