III — EL TRABAJO

 

Cuando Francisco abrió los ojos no sabía si estaba viendo mariposas o si sencillamente se trataba del monitor del ordenador y su extravagante salvapantallas. La cabeza le pesaba tanto que decidió no moverla de su sitio hasta que no se creyera dueño y señor de sus movimientos. Difícil. Sin apenas moverse, empujó el ratón con la punta del dedo corazón y las mariposas desaparecieron, dejando en su lugar una borrosa visión del Outlook.

— ¿Pero qué narices pone ahí?

Con cara de ganso y ojos de besugo, se acercó para ver mejor. Cliqueó encima del mensaje y se sorprendió.

 

Mr. Valiente,

Estamos impresionados por sus trabajos realizados y deseamos contratar sus servicios. Se trata de un asunto de extrema delicadeza. Si está usted interesado díganoslo y le llegará un correo con más detalles.

Atentamente

Ahmed Al Fasala

 

— Qué bien, un trabajo, —dijo sin saber muy bien lo que acababa de leer— pues claro que acepto.

Y sin pensárselo dos veces contestó cortésmente y aceptó recibir el correo con los detalles.

— ¡Mamá! —voceó— ¿me haces un Cola Cao?

— No si antes no te duchas. No pienso bajar ahí con la peste que echas —gritó ella desde arriba—.

— Vale, vale. Ahora mismo me ducho, pero después me preparas el Cola Cao y me dejas tranquilo que tengo mucho trabajo que hacer.

Se arrastró por las escaleras, agarrándose bien a la barandilla de madera, se quitó la ropa, la tiró en un cesto que ponía “pa lavar” y se metió en la ducha retorciéndose de placer.

— Estoy seguro de que el Ahmed ese es un cornudo de cuidado. Bueno, a lo mejor le han quitado una cabra o le han robado el cus cus, vete tú a saber —se dijo a sí mismo—. Sea lo que sea, no pienso hacer nada si no me da un adelanto. Digamos que de unos… hmmmm… veinte euros. Sí, eso es; si no me adelanta veinte euros no pienso moverme de casa, o puede que esa cantidad sea muy poca. ¿Sabes qué macho? no te mereces menos de veinticinco.

Convencido y contento, terminó de ducharse, se secó y se afeitó. Hoy va a ser un día redondo. Como el del anuncio —pensó—. Canturreando, se sentó en la mesa de la cocina y esperó a que su madre le sirviera el Cola Cao.

— Mamáaaaaaa —voceó— Que ya me he duchado.

— ¿Y qué quieres, un premio?

— No estaría mal, —contestó abriendo los ojos con asombro— pero por ahora me conformo con el Cola Cao.

— Háztelo tú que estoy ocupada.

— Mamáaaaaaa… que me tengo que ir a trabajar.

Su madre asomó la cabeza por la puerta de la cocina con un semblante que rebosaba de orgullo.

— ¿De verdad? Ahora mismo te lo preparo y te saco una madalena.

Francisco mojó la deliciosa repostería en su Cola Cao con una satisfacción que nunca antes había experimentado, y eso que todavía no había hecho nada. Degustaba cada sorbo de leche, cada mordisco de madalena y toda idea pajarera que se le pasaba por la cabeza. Ya tenía montada una cadena de agencias de detectives por todo el país, y por qué no, incluso en las ciudades más importantes del extranjero. Su imaginación galopaba, su barbilla se manchaba, y su madre le miraba orgullosa, creyendo que su hijo por fin daría el callo.

“Din don”

El sonido del timbre rompió la magia y tanto Francisco como su madre se sobresaltaron.

— ¿Quién será? —preguntó ella—.

— Sólo hay una manera de averiguarlo Madre, preguntando.

— Anda, que menudo detective estás hecho —se quejó—. Voy a abrir la puerta porque creo que tú no tienes ni la menor intención de hacerlo.

Se levantó, moviendo la cabeza a modo de protesta, y abrió.

— ¿En qué puedo ayudarle?

Un hombre grande, con gafas de sol oscuras, gabardina verde, zapatos lustrados a juego y traje de apariencia caro, saludó cortésmente:

— Buenos días señora. Pregunto por el señor Francisco Valiente Polillas ¿vive aquí?

— Sí, sí, pero ¿por qué busca a mi hijo?

— Le traigo un paquete.

El hombre levantó la bolsa que llevaba y le enseño su contenido.

— ¡Mamáaaaaaa! —gritó Francisco desde la cocina— ¿quién es?

— Han traído un paquete para ti —voceó ella—.

— ¿Qué paquete?

— ¿Y yo qué sé?

El hombre se quitó las gafas de sol y miró a la mujer extrañado.

— Señora…

— Un momento —le interrumpió— ¿No será alguna otra chorrada de las que compras por internet? —preguntó en voz alta y con retintín—.

— ¡Yo no he pedido nada! Creo… —susurró al final—.

— Señora —repitió el hombre— yo sólo tengo que entregarles el paquete, nada más.

— De acuerdo ¿cuánto tengo que pagarle? —dijo sulfurada rebuscando en el bolso su cartera—.

— Nada.

— ¿Y por qué no lo ha dicho desde el principio?

— Lo intenté pero…

— No te preocupes buen hombre. Muchas gracias y lamento la escenita —terminó y cerró la puerta—.

Regresó a la cocina y soltó la bolsa con el paquete sobre la mesa.

— ¿No lo vas a abrir? —preguntó Francisco—.

— ¿También quieres que lo abra?

— No ves que todavía estoy desayunando, además, ¿no quieres saber lo que hay dentro?

— ¡Aayyy! No sé qué es peor, tu vagancia o que yo siempre te permito que salgas con la tuya.

— Será que eres un poco cotilla y quieres saber lo que me han traído —añadió él y carcajeó como un paleto—.

Su madre le miró de reojo, sacó el paquete y lo examinó. No había sellos ni remitente. Lo único que se veía con bastante claridad era el destinatario que estaba escrito a mano y con letras grandes en la parte superior. Con cuidado despegó el fixo de las orillas del envoltorio y descubrió una caja de cartón blanca. Sin marcas, sin señas y sin nada escrito. Y así, sin meditarlo demasiado, abrió la caja.

— ¡Dios santo! —exclamó ella—.

— ¿Qué pasa mamá? —preguntó Francisco ahora preocupado—.

— ¿En qué te has metido ahora?

Cuando su madre sacó dos fardos de billetes de cien euros, nuevecitos y etiquetaditos, Francisco se quedó anonadado. Se bebió lo que le quedaba en la taza de un trago y se acercó la caja. Abrió un sobre cerrado de color negro y de su interior extrajo un billete de avión y una carta.

 

Mr. Valiente,

Me alegro de que haya aceptado el encargo. Su reputación le precede y para mí era importante poder contar con usted. Ahora le explicaré brevemente la situación, aunque espero que disculpe la escasa información que le proporciono en esta carta, puesto que no deseo que quede constancia escrita.

Se ha cometido un asesinato y mi padre, un hombre de negocios muy respetado, desea encontrar al asesino utilizando todos los medios a su alcance. La víctima, que se trataba de un proveedor de nuestras empresas, era de nacionalidad española, y por ello he considerado oportuno contratar a alguien de su mismo país de origen.

Como adelanto he incluido diez mil euros. Cuando termine el trabajo le pagaré cinco veces más esa cantidad. Me he tomado la libertad de reservarle un vuelo para esta noche. Esperaré ansioso su llegada mañana.

Atentamente

Ahmed Al Fasala

 

— ¿Qué pone en la carta? —preguntó su madre—.

— Es del trabajo.

— Ya te han despedido ¿pero cómo es posible que te despidan sin haber empezado?

— No mamá, no es eso.

— ¿Entonces?

— Me tengo que ir de viaje.

— De viaje, ¿a dónde?

— A Dubái —contestó Francisco mirándola con una mezcla de emoción y seriedad—.