17
A la mañana siguiente me despertó un gran estruendo. Olvidando dónde me encontraba por una décima de segundo, supuse automáticamente que estaba en casa y que estábamos sufriendo un terremoto. Tenía medio cuerpo fuera de la cama, con un pie en el suelo, cuando me di cuenta de que la vista desde la ventana de mi dormitorio era mucho más azul que en casa, y por supuesto más mediterránea. ¿Y el estruendo? No había terremoto alguno. Era Simon roncando. Roncando de verdad. Roncando a pierna suelta, emitiendo un ruido espantoso por la nariz. Me tapé la boca con las manos para contener una carcajada y volví a meterme en la cama para evaluar mejor la situación.
Como era de esperar, yo había ocupado la mayor parte de la cama durante la noche y él se había visto relegado a una esquina, donde en ese momento estaba hecho una bola, con un cojín metido entre las piernas. Sin embargo, lo que le faltaba en superficie lo compensaba en sonido. Los sonidos que salían de sus fosas nasales se situaban en algún punto intermedio entre un oso pardo y un estruendoso camión articulado. Crucé la anchísima cama, me acurruqué junto a su cabeza y le miré a la cara. Aunque hiciese aquellos horribles sonidos, estaba muy mono. Coloqué cuidadosamente mis dedos junto a su nariz y se la taponé. Y luego aguardé.
Al cabo de diez segundos inspiró y sacudió la cabeza, mirando frenéticamente a su alrededor. Se relajó al verme sentada sobre los cojines, junto a él, y esbozó una sonrisa soñolienta.
—¡Eh, oye! ¿Qué pasa? —masculló.
Se echó sobre mí y me rodeó la cintura con los brazos, apoyando su cabeza en mi barriga. Le pasé las manos por el pelo, disfrutando de la despreocupada libertad que por fin teníamos para tocarnos.
—Acabo de despertarme. Alguien estaba haciendo mucho ruido en este lado de la cama.
Cerró un ojo y me miró.
—No creo que una mujer tan sacudidora como tú tenga derecho a quejarse de nada.
—¿Sacudidora? ¿Es que existe esa palabra? —resoplé, disfrutando de sus brazos alrededor de mi cuerpo más de lo que quería reconocer.
—Te llamo sacudidora porque sacudes los brazos y las piernas. Porque eres de esas personas que, aunque estén durmiendo en una cama tan grande como la isla de Alcatraz, siguen necesitando casi el colchón entero para estirarse y dar patadas —insistió, subiéndome la camiseta como quien no quiere la cosa para poder apoyar su cabeza en mi barriga desnuda.
—Sacudir los brazos y las piernas es mejor que roncar, Señor de los Ronquidos —bromeé, intentando no fijarme en que su barba me rascaba la piel de forma deliciosa.
—Tú sacudes los brazos y las piernas. Yo ronco. ¿Qué haremos al respecto? —preguntó sonriendo feliz, aún medio dormido.
—¿Tapones para los oídos y espinilleras?
—¡Qué sexy! Podemos ponérnoslos cada noche antes de dormir —dijo con un suspiro, depositando un minúsculo beso en mi estómago, justo por encima del ombligo.
Un ruido que por desgracia sonó como un gimoteo escapó de mis labios antes de que pudiese reprimirlo, y se me encendieron las orejas cuando asimilé lo que Simon había dicho acerca de «cada noche». Dormir juntos cada noche. Madre mía…
Tomamos un desayuno rápido en la casa y luego nos dirigimos al pueblo. Me enamoré al instante de Nerja: las viejas calles de piedra, las paredes encaladas que relucían a la abrasadora luz del sol, la belleza que salía de cada arco abierto. Me sedujo todo, desde cada salpicadura de azul que asomaba de la costa hasta las sonrisas simpáticas y los rostros amables de las gentes que llamaban su hogar a aquel lugar encantado.
Era día de mercado y vagamos entre los puestos, cogiendo fruta fresca para tomarnos un tentempié más tarde. Había visto sitios bonitos en esta tierra, pero aquel pueblo me parecía el paraíso. Realmente nunca había experimentado nada parecido.
Llevaba años viajando sola y encontrando muy agradable mi propia compañía. Sin embargo, viajar con Simon era… genial. Sencillamente genial. No hablaba mucho, igual que yo cuando veo algo nuevo. Nunca sentía la necesidad de llenar el silencio con un parloteo intrascendente. Nos sentíamos satisfechos empapándonos del paisaje. Cuando hablábamos, era para hacerle notar al otro algo que pensábamos que no debía perderse, como los perritos que vimos jugando en un patio o la pareja de ancianos que hablaba de balcón a balcón. Era un excelente compañero.
Por la tarde volvimos al coche de alquiler dando un paseo. El sol me calentaba los hombros a través del fino algodón de la camiseta cuando nuestras manos se entrelazaron con naturalidad. Y cuando Simon se tomó la molestia de abrirme la puerta y se inclinó para besarme bajo el ardiente sol español, sentí que lo único que necesitaba en el mundo entero eran sus labios y el olor de los olivos.
Tenía memorizadas varias imágenes de Simon: la primera vez que le vi, vestido solo con una sábana y media sonrisa; la noche en que Jillian celebró la fiesta de inauguración de su casa, cuando crucé el puente con él de regreso a casa y firmamos una tregua; un Simon inclinado y borroso, visto desde el interior de una manta afgana; iluminado por antorchas tiki, mojado y endiabladamente guapo en el jacuzzi. ¿Una incorporación reciente a mi recopilación de las mejores versiones de Simon? Verle debajo de mi cuerpo mientras me estrechaba contra sí, con su piel cálida y su dulce aliento envolviéndome al abrazarnos en el lecho gigante del pecado.
Pero nada resultaba más excitante que ver trabajar a Simon. Lo digo en serio. Hasta tuve que abanicarme un poco. Él no se dio cuenta, porque cuando trabajaba permanecía deliciosamente concentrado.
Y ahora estaba sentada, viendo trabajar a Simon. Habíamos recorrido la costa para hacer unas fotos de prueba en un lugar del que le había hablado un guía local, y Simon, peligrosamente guapo, estaba ahora concentrado por completo en la tarea que se traía entre manos. Según me había explicado, lo importante no era las fotos que hacía, sino probar la luz y los colores. Así que, mientras él saltaba de roca en roca, yo permanecía sentada en una manta que habíamos sacado del maletero y observaba. Estábamos encaramados en unos acantilados, a mucha altura, con una visibilidad de varios kilómetros. La costa rocosa se extendía y se curvaba sobre sí misma mientras rompían millones de olas procedentes de las profundidades del mar. Y, aunque el paisaje era precioso, lo que atraía mi atención era el modo en que asomaba la punta de la lengua de Simon al contemplar la escena. El modo en que se mordía el labio inferior al darle vueltas a algo. El modo en que la emoción irrumpía en su rostro cuando veía algo nuevo a través de su lente.
Me alegraba de tener algo que hacer, algo en que fijarme, mientras el inicio de una batalla empezaba a entablarse dentro de mi cuerpo. Desde que habíamos reconocido la presión que aquella cama gigantesca habría podido ejercer sobre nosotros, solo era capaz de pensar en esa misma presión. Así como en la presión de un O negado durante mucho tiempo, esperando con paciencia, y a veces con impaciencia, su liberación. La presión era tan fuerte, tan intensa, que cada parte de mí podía sentirla.
En ese momento participaban en el debate interno Cerebro, Caroline Inferior (que hablaba en nombre del distante O) y Agallas. Aunque últimamente se había mantenido bastante callado, dejando que Cerebro y Nervios tomasen el control, Corazón empezaba a intervenir también.
Cabe señalar que de algún modo CI (Caroline Inferior quería un nombre moderno pero abreviado) había llamado al pene de Simon al combate y, aunque su pene todavía no tenía acceso directo a ella, a CI se le antojaba necesario hablar en su nombre y representación. Si bien no me gustaba mucho el término «pene», se me hacía extraño llamarle Polla o Nabo, así que Pene sería… de momento.
Agallas y Cerebro se situaban claramente en el bando «esperar para el sexo», creyendo que ello resultaba esencial para que aquella relación incipiente contase con una buena base. CI, y por lo tanto el pene de Simon, formaban la asociación «acuéstate con él lo antes posible», lógicamente. Pese a su ausencia, O podía incluirse entre los partidarios de CI. Sin embargo, yo sentía una sombra de él flotando por encima de ambos bandos junto a Corazón, que en ese momento interpretaba canciones acerca del amor eterno y otros conceptos cálidos y esponjosos.
Si teníamos todo eso en cuenta, ¿con qué nos encontrábamos? Con una Caroline confusa por completo. Con una Caroline dividida. No es de extrañar que hubiese jurado dejar de salir con tíos. Aquello era duro. Así pues ¿me alegraba de tener algo en que pensar al margen de la olla a presión de la indeterminación sexual? Sí. ¿Podía pasar un poco más de tiempo intentando pensar en un nombre más ingenioso para el pene de Simon? Probablemente. Se lo merecía. ¿Enorme Miembro Masculino? No. ¿Pilar Palpitante de Pasión? No. ¿Bandido Encubierto? ¡Ni hablar! ¿Minga? Sonaba como el ruido que hacían esos retenedores para puertas cuando los accionabas…
Lo dije en voz alta unas cuantas veces y me tronché de risa.
—Minga. Minga. Miiiinga —murmuré.
—¡Eh! ¡Picardías Rosa! Ven aquí —me llamó Simon, arrancándome de mis reflexiones lingüísticas.
Dejé atrás la batalla mental y recorrí las rocas escarpadas con cuidado hasta llegar adonde estaba él.
—Te necesito.
—¿Aquí? ¿Ahora? —pregunté, resoplando.
Bajó la cámara lo justo para levantar una ceja.
—Te necesito como referencia. Ponte ahí —dijo, señalando el borde del acantilado.
—¿Qué? Ni se te ocurra. Nada de fotos.
Retrocedí hacia mi manta.
—Sí, sí, fotos. Venga. Necesito algo en primer plano. Ponte ahí.
—¡Pero voy hecha un desastre! Tengo el pelo revuelto y estoy quemada por el sol, ¿ves?
Me bajé el cuello de pico solo un poco para mostrarle que empezaba a ponerme roja.
—Aunque siempre agradezco que me enseñes tu escote, no hace falta, tía. Esto es solo para mí, solo para darme perspectiva. Y no tienes el pelo revuelto. Bueno, solo un poco.
Dio un golpecito con el pie.
—No me harás posar con una rosa en los dientes, ¿verdad? —pregunté con un suspiro, arrastrando los pies hasta el borde.
—¿Tienes una rosa? —preguntó con su sonrisa de estúpido.
—Cierra la boca y haz tus fotos.
—Vale, muéstrate natural. No poses, simplemente quédate ahí. Sería genial que te situaras de cara al agua —me indicó.
Hice lo que me pedía. Simon se movió a mi alrededor, probando diferentes ángulos, y le oí murmurar acerca de lo que funcionaba. Reconozco que, aunque me intimidaba que me hiciese una foto, casi podía sentir sus ojos observándome a través de la lente. Se estuvo moviendo solo unos momentos, pero pareció más tiempo. La guerra interna empezaba a librarse de nuevo.
—¿Te falta mucho?
—No puedo correr si quiero hacer unas fotos perfectas, Caroline. Tengo que hacer las cosas bien —me advirtió—. Pero no. No me falta mucho. ¿Te está entrando hambre?
—Me apetecen esas mandarinas de la cesta… ¿Me das una? ¿O estropeará eso tu obra maestra?
—No la estropeará. La llamaré Muchacha con el pelo alborotado sobre un acantilado con una mandarina.
Soltó una carcajada y echó a andar hacia el coche.
—Eres muy gracioso —dije irónicamente, atrapando al vuelo la pequeña pieza de fruta que me lanzó y empezando a pelarla.
—¿Me das un poco?
—Supongo. Es lo menos que puedo hacer por el hombre que me ha traído aquí, ¿no?
Entre risas, mordí un gajo y noté que el zumo me goteaba por la barbilla.
—¿Tienes un agujero en el labio? —preguntó, inmortalizando el momento mientras yo ponía los ojos en blanco.
—¿De verdad te crees gracioso, o solo intentas serlo? —repliqué, haciéndole señas con la piel para que se me acercara.
Sacudió la cabeza riéndose y cogió un gajo. Dio un bocado y, por supuesto, no hubo goteo. Abrió los ojos fingiendo asombro, y aproveché la oportunidad para estrellar otro gajo contra su cara. Sus ojos permanecieron abiertos como platos mientras el zumo le chorreaba de la punta de la nariz y le caía en la barbilla.
—Sucio Simon —susurré.
Me miró, y en un instante apretó sus labios contra los míos, llenándonos a ambos de zumo. Chillé contra su boca.
—Dulce Caroline —susurró sin dejar de sonreír.
Me hizo dar la vuelta con él de forma que el mar quedase a nuestras espaldas, levantó la cámara e hizo una foto: nosotros cubiertos de puré de mandarina.
—Por cierto, ¿por qué decías «minga» hace un rato? —preguntó.
Me limité a reírme más fuerte.
—Ya está. Esto es oficialmente lo mejor que he tenido en la boca —anuncié antes de cerrar los ojos y soltar un gemido.
—Has dicho eso de todo lo que has comido esta noche.
—Lo sé, pero no puedo soportar lo bueno que está, en serio. Dame una bofetada, pellízcame, tírame por la borda, esto está demasiado bueno.
Volví a gemir. Estábamos sentados a una mesa pequeña, en un rincón de un pequeño restaurante del pueblo, y me sentía decidida a probarlo todo. Simon, haciendo gala de sus habilidades idiomáticas, había pedido por los dos. Le dije que se animase, que me ponía en sus manos, y sabía que no escogería mal. Y el chico lo hizo bien. Nos dimos un banquete.
Empezamos con las tradicionales tapas, por supuesto, acompañadas de unos vasos de vino de la casa. A partir de ese momento, fueron apareciendo en la mesa pequeños cuencos y platos cada pocos minutos: minúsculas albóndigas de cerdo, lonchas de jamón, champiñones marinados, deliciosos embutidos, calamares a la plancha con el afrutado aceite de oliva de la zona. Cada vez que daba un bocado estaba segura de haber comido lo mejor del mundo, pero entonces aparecía otra oleada de comida estupenda que me convencía una vez más. Y luego llegaron aquellas gambas. Irreales. Fritas en aceite de oliva con toneladas de ajo y perejil, pimentón ahumado y solo una pizca de picante. Me derretí. Me derretí literalmente.
¿Y a Simon? Le encantó. Lo devoró todo. Tanto mis reacciones como la comida, creo. Lo devoró todo.
—La verdad es que no puedo más —protesté, arrastrando un pedazo de pan crujiente por el aceite de oliva.
Sonrió, contemplando cómo disfrutaba sin vergüenza alguna de otro trozo de pan antes de apartarme por fin de la mesa con un gemido.
—¿La mejor cena de tu vida? —preguntó.
—Puede ser. Ha sido demencial.
Di un suspiro, dándome palmaditas en la barriga llena. Al cuerno los buenos modales. Había engullido esa cena como si alguien fuese a arrebatármela. Apareció un camarero con dos vasitos de un vino de la zona, dulce y fresco, perfecto para después de cenar. Nos lo bebimos despacio. La brisa entraba por las ventanas aromatizada de salitre.
—Ha sido una cita fantástica, Simon. De verdad. No podría haber sido más perfecta —dije, dando otro sorbito de vino.
—¿Ha sido una cita? —preguntó.
Me quedé paralizada.
—Bueno, no. Supongo que no. Es que…
—Relájate, Caroline. Sé lo que querías decir. Es gracioso considerar esto una cita: dos personas que viajan juntas, pero solo ahora tienen una cita.
Sonrió y me relajé.
—Mmm, hasta el momento no hemos seguido las normas tradicionales, ¿verdad? Esta podría ser incluso nuestra primera cita, si quisiéramos ponernos en plan técnico.
—¿Y qué es lo que define una cita desde el punto de vista técnico? —me preguntó.
—La cena, supongo. Aunque ya hemos cenado antes —empecé.
—Y una película; ya hemos visto una película —me recordó.
Me estremecí.
—Sí, y eso fue, desde luego, una estratagema para que me arrimase a ti. Una película de miedo, qué poco sutil —me burlé.
—Funcionó, ¿verdad? Creo que esa noche hasta me acosté contigo, Picardías Rosa.
—Soy una mujer fácil, lo reconozco. Supongo que en realidad lo hemos hecho todo empezando por atrás —comenté con una sonrisa, deslizando el pie por el suelo, debajo de la mesa, y dándole una patadita.
—Pues a mí me encanta por atrás —replicó Simon, soltando una risita burlona.
Entorné los ojos.
—No empieces.
—De todos modos, hablo en serio. Como te he dicho, no tengo ninguna experiencia en estas cosas —dijo—. ¿Cómo funciona? ¿Y si estuviésemos haciendo esto… de la forma habitual? ¿Qué pasaría a continuación?
—Bueno, supongo que habría otra cita, y otra después —reconocí, sonriendo con timidez.
—Y etapas. Se esperaría de mí que tratase de superar algunas etapas, ¿no? —preguntó muy serio.
Se me atragantó el vino.
—¿Etapas? ¿De qué vas? ¿Te refieres a hacer manitas, meterse mano, darse el lote? ¿Esas etapas? —pregunté, riéndome incrédula.
—Sí, exacto. ¿Qué puedo sacar? Quiero decir como un caballero. Si esto fuese realmente una primera cita, no nos iríamos juntos a casa, ¿verdad? Ahora estamos saliendo, no pasando a mayores. Recuerda que al parecer se me da bien cortejarte —dijo con los ojos brillantes.
—Sí, sí, se te da bien. No nos iríamos juntos a casa; eso es cierto. Pero si he de ser sincera no quiero que duermas en el dormitorio del fondo del pasillo. ¿Es eso raro?
Noté que me ardían las orejas al ruborizarme.
—No es raro —contestó en voz baja.
—Achucharse está bien, ¿verdad? —pregunté, quitándome la sandalia, apoyando el pie contra el suyo y rozándole la pierna.
—Achucharse está genial —convino, devolviéndome la caricia con su propio pie.
—Por lo que respecta a tus etapas, creo que podrías pensar en la posibilidad de meterme mano, si así lo deseas —contesté.
Dentro de mí, Cerebro y Agallas soltaron un gritito de entusiasmo, mientras que CI y Minga derribaron unas cuantas sillas. Peras se sintieron encantadas de que alguien las tuviese en cuenta por una vez en lugar de considerarlas una simple escala en el viaje hacia el sur. ¿Y Corazón? Bueno, seguía revoloteando, cantando su canción.
—Así pues, nos estamos comportando de manera un poco tradicional, aunque no del todo. ¿Nos lo tomamos con calma? —preguntó con los ojos ardientes; los zafiros empezaban a interpretar su pequeña danza hipnótica.
—Con calma, pero no demasiada. ¡Somos adultos, por el amor de Dios!
—Por la posibilidad de meterte mano —anunció, alzando el vaso.
—Brindo por eso —dije riendo mientras entrechocábamos los vasos.
Cincuenta y siete minutos más tarde estábamos en la cama. Me hallaba tumbada boca arriba y sus manos cálidas y seguras me desabrochaban los botones, dejando mi piel al descubierto. Avanzaba despacio y con determinación. Mi blusa se abrió hacia los lados. Me miró, y las puntas de sus dedos dibujaron en mi cuerpo con un leve roce una línea recta de la clavícula al ombligo. Ambos suspiramos al mismo tiempo.
No puedo explicarlo, pero saber que habíamos establecido unos límites para la velada, por muy tonto que pueda ser, lo hacía todo mucho más sensual, algo que disfrutar realmente. Sus labios rondaban en torno a mi cuello, depositando minúsculos besos contra mi piel, debajo de la oreja, bajo la barbilla, en el hueco entre el cuello y el hombro, y avanzando poco a poco hacia mis pechos. Sus dedos se abrieron en un gesto leve y reverente, rozando la piel sensible. Inspiré y contuve el aliento.
Cuando sus dedos me acariciaron el pezón, cada terminación nerviosa de mi cuerpo se dio la vuelta y empezó a palpitar en esa dirección. Espiré, sintiendo que los meses de tensión empezaban a salir de mí y al mismo tiempo a incrementarse aún más. Con dulces besos y suaves mimos, Simon inició el proceso de conocer mi cuerpo, y eso era exactamente lo que yo necesitaba. Sus labios, su boca y su lengua me asaltaban a la vez, saboreando, acariciando, sintiendo… y amando.
Cuando sus labios se cerraron en torno a mi pecho, su pelo me hizo unas cosquillas monísimas en la barbilla y le estreché con fuerza entre mis brazos. La sensación de su piel contra la mía era pura perfección, algo que nunca había experimentado. Me sentí… adorada.
Esa noche, mientras explorábamos, lo que empezó siendo divertido, bonito y parte de nuestras clásicas bromas se convirtió en algo más. Lo que la gente describía con la zafia expresión «meterse mano» se convirtió en parte de un romance, y algo que habría podido ser meramente físico se convirtió en algo emotivo y puro. Y cuando me estrechó contra su cuerpo y me atrajo al hueco de su hombro entre tiernos besos y ansiosas risitas, nos dormimos satisfechos.
Sacudidora y Señor de los Ronquidos.
Durante los dos días siguientes llevé una vida de lujo. Realmente no existe otra palabra en nuestro idioma que describa la experiencia a la que me entregué. Algunas personas definirían unas vacaciones de lujo como una serie inacabable de compras, tratamientos de belleza, comidas caras y espectáculos sofisticados. Sin embargo, para mí, el lujo era pasar dos horas dormitando al sol en la terraza situada junto a la cocina. El lujo era comer a las diez de la mañana higos chorreantes de miel y salpicados de migas de queso andaluz mientras Simon me servía otra copa de cava. El lujo era el tiempo para pasear a solas por las pequeñas tiendas familiares de Nerja, rebuscando en cestos de precioso encaje. El lujo era explorar las cuevas cercanas con Simon, perdiéndonos en los colores bajo la tierra mientras él hacía fotos. El lujo era contemplar a Simon colgado de una pared de roca mientras buscaba otro punto de apoyo, sin camisa. ¿He dicho ya que iba sin camisa?
Y el lujo, desde luego, era poder pasar cada noche en aquella cama con Simon, un regalo de valor incalculable que no te ofrecen en cualquier viaje organizado. Superamos un par de etapas más, provocándonos uno a otro con un breve encuentro en ropa interior. ¿Nos comportábamos de forma absurda al esperar hasta la última noche en España para consumar aquella «cosa»? Tal vez, pero ¿a quién le importaba? Una noche Simon se pasó casi una hora besando cada centímetro de mis piernas, y yo me pasé más o menos el mismo tiempo conversando con su ombligo. Simplemente… disfrutábamos.
Sin embargo, todo ese disfrute iba acompañado de cierta cantidad de, bueno, ¿cómo decirlo? ¿Energía nerviosa?
En San Francisco nos habíamos pasado meses alimentando nuestra excitación con palabras. Pero ahora, allí, los auténticos juegos amorosos resultaban increíbles. Mi cuerpo estaba tan en sintonía con el suyo que sabía en qué momento entraba en la habitación, y sabía cuándo se disponía a tocarme instantes antes de que lo hiciese. El aire entre nosotros estaba sexualmente cargado; las vibraciones se transmitían silbando de uno a otro con energía suficiente para encender el pueblo entero. ¿Química sexual? La teníamos. ¿Frustración sexual? En aumento y a punto de alcanzar un nivel crítico.
Diablos, voy a decirlo: estaba C-A-C-H-O-N-D-A.
Por eso, después de pasar la tarde en las cuevas, nos encontrábamos en la cocina, besándonos como locos. Ambos estábamos un poco cansados, y yo llevaba todo el día queriendo probar aquella preciosa placa de cocina Viking. Estaba preparando unas verduras para la plancha y removiendo un poco de arroz con azafrán cuando entró tras darse una ducha. Me resulta casi imposible explicar su visión: camiseta blanca gastada, vaqueros desteñidos, descalzo, frotándose el pelo mojado con una toalla. Sonrió de oreja a oreja y empecé a ver doble. No podía ver a través de la nube de deseo y necesidad que me invadió de pronto. Necesitaba tener las manos encima de su cuerpo, y necesitaba que ocurriese de inmediato.
—Mmm, aquí hay algo que huele muy bien. ¿Quieres que encienda la plancha? —preguntó acercándose a la encimera, donde yo picaba la verdura.
Se situó detrás de mí, con el cuerpo a pocos centímetros del mío, y algo se quebró. Y no fue solo la vaina de guisantes que tenía en la mano…
Me volví, y al verle se me llenó la barriga de mariposas. Se me llenó de puñeteras mariposas. Apoyé la mano contra su pecho, sintiendo la fuerza que había allí y el calor de su piel a través del algodón. Razón dijo adiós, y aquello se volvió puramente físico. Un picor que necesitaba ser rascado, rascado y luego rascado otra vez. Deslicé la mano en su nuca y le atraje hacia mí. Mis labios se estrellaron contra los suyos. La intensa necesidad que tenía de él se vertió en su boca y bajó hasta las puntas de los dedos de mis pies. Unos dedos que se quitaron las chancletas de una patada y empezaron a frotarse sin vergüenza alguna contra los empeines de Simon. Mi cuerpo necesitaba sentir piel, cualquier piel, y lo necesitaba ya.
Él reaccionó correspondiendo a mis ásperos besos con los suyos; su boca cubrió la mía y gemí al notar sus manos en la parte baja de mi espalda. Le di la vuelta rápidamente y le empujé contra la encimera.
—¡Fuera! Necesito esto fuera, ya —murmuré entre besos, tirando de su camiseta.
El sonido de la tela al pasar por su cabeza invadió el aire y su camiseta cruzó la cocina mientras yo apoyaba mi cuerpo contra el suyo, suspirando al sentir el contacto. Trataba alternativamente de abrazarle y subirme a él; el deseo corría libre por mi cuerpo cual tren de mercancías. Alargué el brazo entre nosotros y le palpé a través de los vaqueros. Clavó sus ojos en los míos y bizqueó un poco. Estaba en el buen camino. Noté que se le ponía cada vez más dura bajo las puntas de mis dedos. De pronto, lo único que quería, lo único que necesitaba, lo único que necesitaba tener para desenvolverme en la vida, era él. En mi boca.
—Eh, Picardías Rosa, ¿qué estás…? ¡Oh, Dios…!
Guiada por el instinto, le desabroché los vaqueros con un gesto brusco, me dejé caer de rodillas ante él y le saqué el miembro. Se me aceleró el pulso, y creo que mi sangre hirvió literalmente en mi interior cuando le vi. Tomé aire con un siseo mientras le contemplaba, con los gastados vaqueros bajados lo justo para enmarcar aquella visión luminosa.
Simon no lleva calzoncillos. Dios bendiga a América.
Quería ser cariñosa, quería ser tierna y dulce, pero sencillamente le necesitaba demasiado. Alcé la mirada hacia él. Simon tenía los ojos enturbiados pero frenéticos, y sus manos descendieron para apartarme el pelo de la cara. Le cogí las manos y las coloqué de nuevo sobre la encimera.
—Más vale que te sujetes para lo que viene —le prometí.
Lanzó un delicioso gemido y, haciendo lo que le decía, se inclinó un poco hacia atrás. Adelantó las caderas, pero mantuvo sus ojos en los míos. Siempre en los míos.
Mis labios emitieron un sonido sensual cuando me deslicé su longitud dentro de la boca. Su cabeza cayó hacia atrás mientras mi lengua le acariciaba, atrayéndole más adentro. El puro placer de aquello, el placer absoluto de sentir su reacción ante mí, fue suficiente para hacer que me estallase la cabeza. Le saqué de mi boca, dejando que mis dientes rozasen apenas su piel sensible, y vi que se aferraba aún con mayor fuerza al borde de la encimera. Le pasé las uñas por la cara interna de las piernas, bajándole más los vaqueros para tener más acceso a su cálida piel. Besándole repetidas veces la punta, dejé que mis manos subiesen hasta acariciarle. Era perfecto, y le notaba suave y tenso mientras le atraía hacia dentro otra vez, y otra vez, y otra vez. Me sentía delirante, borracha de su aroma y la sensación que me producía dentro.
Gimió mi nombre una y otra vez. Sus palabras bajaron poco a poco como un chocolate derretido y sexy, vertiéndose en mi cerebro e impulsándome a consagrarle a él y solo a él todos los sentidos que tenía. Seguí y seguí, volviéndole loco y volviéndome loca a mí misma, lamiendo, chupando, saboreando, provocando y deleitándome en aquel acto voluptuoso y enloquecido. Tenerle allí, de esa forma, era la definición misma de lujo.
Se puso aún más rígido y sus manos volvieron finalmente hasta mí para tratar de apartarme.
—Caroline, oh, Caroline, estoy… tú… primero… tú… Dios… tú —dijo con voz entrecortada.
Por fortuna, pude interpretar sus palabras. Quería que yo también recibiese algo. No comprendía que aquel abandono total que me estaba dando era lo único que necesitaba. Le solté solo un momento para colocarle las manos una vez más sobre la encimera.
—No, Simon. Tú —respondí, atrayéndole de nuevo hacia mi interior, notando cómo tocaba el fondo de mi garganta mientras mis manos se ocupaban de la parte de él que mi boca no podía atender.
Sus caderas se movieron una vez, y luego otra, y con un estremecimiento y un gemido de chuparse los dedos Simon se corrió. Echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y se dejó llevar.
Fue maravilloso.
Momentos después, derrumbado en mi interior y sobre el suelo de la cocina, suspiraba satisfecho.
—Dios mío, Caroline. Esto ha sido… inesperado.
Me reí tontamente, inclinándome para besarle la frente.
—No he podido controlarme. Estabas demasiado guapo y me he… en fin… me he emocionado.
—¡Ya lo creo! Aunque no me parece justo que yo esté con los pantalones bajados y tu sigas completamente vestida. De todas formas, eso es muy fácil de remediar —dijo, tirando del cordón de mis pantalones.
Le detuve.
—En primer lugar, no estás con los pantalones bajados, estás en pelotas en el suelo de la cocina, y eso me encanta. Y no se trataba de mí, aunque reconozco que lo he disfrutado inmensamente.
—Tonta, ahora quiero disfrutarte yo a ti inmensamente —persistió, pasando los dedos por el ribete de mis pantalones y acariciándome la piel de paso.
Nervios se puso a bailar flamenco, exigiendo más tiempo… ¡más tiempo! ¡No estaba preparado! CI lanzó unas cuantas patadas.
—Esta noche no. Quiero prepararte una buena cena. Deja que cuide un poco de ti. ¿No puedo hacer solo eso?
Aparté sus manos diabólicas y las besé.
Me sonrió con el rostro embellecido por un pelo alborotado y una sonrisa bobalicona. Suspiró resignado y asintió con la cabeza. Empezaba a levantarme del suelo cuando me cogió por la cintura y me obligó a sentarme de nuevo.
—Antes de que me dejes quisiera aclarar una cosa: ¿qué has dicho? ¿En pelotas en el suelo de la cocina?
—Eso he dicho. ¿Te parece mal, churri? —pregunté, y Simon levantó una ceja.
—Así pues, utilizando el punto de referencia que hemos aplicado a esta semana, diría que acabamos de saltarnos unas cuantas citas, ¿no?
—Yo diría que sí —contesté con una carcajada, dándole una palmadita en la cabeza.
—Pues me parece justo avisarte que… mañana por la noche, o sea, tu última noche en España… —empezó, y su mirada ardiente atravesó el crepúsculo.
—¿Sí? —susurré.
—Intentaré convencerte de llegar hasta el final.
Sonreí.
—Mira que eres bobo, Simon. No tienes que convencerme; lo estoy deseando —dije con voz sensual, y le planté un beso en los labios.
Esa misma noche, cuando yacía estrechamente envuelta en Simon, CI comenzó a prepararse. Por su parte, Cerebro y Agallas unieron su voz en un canto… En cuanto a O… ¿Y Minga? Bueno, sabíamos dónde estaba: bastante apretada contra Agallas.
Corazón continuaba flotando por encima, aunque cada vez lo hacía más cerca. No obstante, una entidad adicional comenzó a imponerse de nuevo, intentando influir en las otras, y tiñó mis sueños con sus susurros en voz baja.
Hola, Nervios.
Mi sueño fue decididamente… sacudido.