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Las noches siguientes fueron felizmente silenciosas. Ni golpes, ni azotes, ni maullidos, ni risitas. Es cierto que Clive parecía un tanto desdichado de vez en cuando, pero por lo demás se estaba de perlas en el apartamento. Conocí a algunos de mis vecinos, entre ellos a Euan y Antonio, que vivían en el piso de abajo. No había oído ni visto a Simon desde aquella última noche con Risitas y, aunque agradecía las noches de sueño perfecto, sentía curiosidad por saber adónde se había marchado. Euan y Antonio estuvieron encantados de ponerme al tanto.

—Cariño, espera a ver a nuestro querido Simon. ¡Menudo ejemplar está hecho ese chico! —exclamó Euan.

Antonio me había pillado en el rellano, cuando me disponía a subir a mi casa, y no había tardado más que unos segundos en ponerme un cóctel en la mano.

—¡Desde luego! ¡Es toda una belleza! Ojalá tuviese yo unos cuantos años menos —canturreó Antonio, abanicándose mientras Euan le miraba por encima de su bloody mary.

—¿Qué harías si tuvieses unos cuantos años menos? Por favor. Nunca has jugado en la misma liga que Simon. Él es solomillo y, afróntalo, amor, tú y yo somos dos salchichas de Frankfurt.

—Tú sabrás —respondió Antonio con una risotada, chupando con intención su tallo de apio.

—Caballeros, por favor, háblenme de ese tipo. He de reconocer que, tras los espectáculos sonoros que se ha dedicado a organizar a principios de esta semana, siento cierta curiosidad por conocer al hombre que hay detrás del Seductor.

Después de comprender que si yo no sacaba el tema ellos no corresponderían, me había derrumbado y les había hablado de las juergas nocturnas de Simon. Se agarraron a cada palabra igual que se aferra un jersey de cuello alto a un sujetador ajustado. Les hablé de las damas a las que tan dulcemente había hecho el amor, y ellos me aclararon unas cuantas cosas.

Simon era fotógrafo independiente y viajaba por todo el mundo. Suponían que en ese momento debía cumplir algún encargo, lo cual explicaba la buena calidad de mi sueño. Simon trabajaba en proyectos para el Discovery Channel, la Cousteau Society, National Geographic… todos los peces gordos. Había ganado premios por su trabajo e incluso había pasado algún tiempo cubriendo la guerra de Irak hacía unos años. Cuando viajaba siempre dejaba su coche atrás: un viejo y destartalado Land Rover Discovery de color negro, como los que podrían encontrarse en la sabana africana. Como los que conducía la gente antes de que los yupis se apoderasen de ellos.

Gracias a lo que Euan y Antonio me contaron (lo del coche y el trabajo) y la central internacional de orgasmos que se hallaba al otro lado de la pared, empezaba a componer un perfil de aquel hombre al que aún no había visto. Y mentiría si dijese que no me sentía más y más intrigada con cada día que pasaba.

 

 

Una tarde, tras dejar unas muestras de baldosas en casa de los Nicholson, decidí volver caminando a casa. La niebla se había despejado, dejando la ciudad al descubierto, y la temperatura era muy agradable para dar un paseo. Al doblar la esquina de mi apartamento, me fijé en que el Land Rover estaba ausente de su lugar habitual detrás del edificio. Esto significaba que rondaba por ahí.

Simon había regresado a San Francisco.

 

 

Aunque me preparé para aguantar otra ronda de porrazos en la pared, los días siguientes transcurrieron sin incidentes. Trabajé, caminé, me ocupé de Clive. Salí con mis chicas. Preparé un gran pan de calabacín en mi KitchenAid, ya domada, y dediqué algún tiempo a pensar en mis vacaciones.

Cada año me tomaba una semana y me marchaba de vacaciones a algún sitio interesante completamente sola. Nunca iba al mismo lugar dos veces. Un año dediqué una semana a hacer excursiones por el parque de Yosemite. Otro, me fui a un alojamiento ecológico en Costa Rica y atravesé la selva en tirolina. Otro año pasé una semana practicando submarinismo frente a las costas de Belice. Y este año… no estaba segura de si me iría. Dada la situación de la economía, viajar a Europa se estaba poniendo por las nubes, así que esa posibilidad quedaba excluida. Me estaba planteando ir a Perú, pues siempre había querido ver el Machu Picchu. Disponía de mucho tiempo, aunque la mitad de la diversión consistía en decidir dónde quería pasar mis vacaciones.

También me pasé una cantidad excesiva de tiempo delante de la mirilla. Sí, es cierto. Cada vez que oía cerrarse una puerta, echaba a correr hacia la mía. Clive se me quedaba mirando con cara de superioridad. Sabía exactamente lo que yo estaba tramando. Sin embargo, nunca sabré por qué me juzgaba, ya que sus orejas se erguían cada vez que oía ruidos en las escaleras. Seguía echando de menos a su Purina.

Yo seguía sin ver a Simon. Un día llegué a la mirilla a tiempo de verle entrar en su apartamento, pero lo único que distinguí fue una camiseta negra y una maraña de pelo oscuro. Y hasta habría podido ser rubio oscuro; era difícil de averiguar a la débil luz del rellano. Necesitaba una iluminación más intensa para desempeñar mejor mi papel de detective.

Otra vez, al doblar la esquina de mi calle cuando volvía del trabajo, vi el Land Rover apartándose de la acera. ¡Iba a pasar por mi lado! Justo cuando me disponía a echarle la primera ojeada, a ver al hombre que había detrás del mito, tropecé y me caí de culo en la acera. Por suerte, Euan me vio y nos ayudó a mí, a mi maltrecho ego y a mi maltrecho trasero a levantarnos del hormigón y entrar en su casa para hacerme las primeras curas y tomarme un whisky.

No obstante, todo permanecía tranquilo por la noche. Sabía que Simon estaba en casa, y le oía de vez en cuando: una silla arrastrándose por el suelo, un par de carcajadas suaves… Pero nada del harén, y por lo tanto nada de porrazos en la pared.

Sin embargo, nos acostábamos juntos casi todas las noches. Él ponía a Duke Ellington y Glenn Miller en su lado de la pared, y yo me tumbaba en la cama en mi lado, escuchando con descaro. Mi abuelo solía poner sus viejos discos por la noche, y el crepitar de una aguja sobre el vinilo me resultaba reconfortante mientras me dormía con Clive acurrucado junto a mí. He de reconocer que Simon tenía buen gusto en cuestión de música.

Pero aquella calma y aquel silencio eran demasiado buenos para durar, y unas noches más tarde volvió a armarse la marimorena.

Primero, Azotes me deleitó una vez más. De nuevo, había sido una chica muy mala y sin duda se merecía los sonoros azotes que recibió, unos azotes que duraron casi media hora y acabaron con gritos de «¡Eso es! ¡Justo ahí! ¡Dios, sí, justo ahí!» antes de que las paredes empezasen a temblar. Esa noche me quedé despierta, poniendo los ojos en blanco y sintiéndome cada vez más frustrada.

A la mañana siguiente, desde mi puesto de vigilancia en la mirilla, vi marcharse a Azotes y pude mirarla bien por primera vez. Tenía la cara rosada y resplandeciente. Era una chica de formas redondeadas, de caderas y muslos esculturales y enorme trasero. Era bajita, muy bajita, y algo rechoncha. Tuvo que ponerse de puntillas para despedirse de Simon con un beso, y no pude verle a él porque me entretuve mirando cómo se alejaba ella. Me maravilló el gusto de Simon en cuestión de mujeres. Aquella chica era muy distinta de Purina, que parecía una modelo.

Supuse que pronto le llegaría el turno a Purina y esa noche le di a Clive un calcetín lleno de hierba gatera y una escudilla de atún. Esperaba que se hallase colocado y fuera de combate cuando empezase la acción. Me salió el tiro por la culata. Cuando los primeros maullidos de Purina atravesaron la pared a la una y cuarto de la madrugada, mi chaval estaba listo para una noche de juerga.

Si Clive hubiese podido ponerse un esmoquin en miniatura, lo habría hecho.

En actitud acechante, se puso a caminar de un lado a otro por delante de la pared, aparentando calma. No obstante, cuando Purina inició sus maullidos no pudo contenerse. Una vez más, se lanzó hacia la pared. Saltó desde la mesita de noche hasta la cómoda y luego hasta el estante, escalando almohadas e incluso una lámpara para acercarse a su amada. Cuando comprendió que jamás podría excavar en el yeso, le dio una serenata a lo Barry White, pero al estilo felino, con unos maullidos que igualaban los de ella en intensidad.

Cuando las paredes empezaron a temblar y Simon estaba a punto de correrse, me dejó asombrada que pudiesen mantener el control y la concentración con el jaleo que se había desatado. Estaba claro que, si yo podía oírles, ellos debían ser capaces de oír a Clive y todo el follón que estaba montando. Aunque supuse que si estuviese empalada en la polla milagrosa del Seductor yo también sería capaz de abstraerme…

No obstante, por el momento no estaba empalada en nada, sino muy cabreada. Estaba cansada. Me había puesto caliente sin posibilidad de alivio a la vista, y de la boca de mi gato sobresalía un bastoncillo de algodón que se parecía terriblemente a un cigarrillo.

Tras una noche de poco sueño, a la mañana siguiente me arrastré hasta la mirilla para hacer otra ronda de vigilancia del harén. Me vi recompensada por un breve perfil de Simon mientras se inclinaba para despedirse de Purina con un beso. Fue rápido, pero lo suficiente para verle la mandíbula: fuerte, definida, buena. Tenía una mandíbula fantástica. Lo mejor de ese día fue la visión de la mandíbula. El resto del día fue una mierda.

Primero, hubo un problema con el contratista en casa de los Nicholson. Al parecer, no solo se pasaba muchísimo tiempo almorzando, sino que cada día se ponía ciego a porros en la buhardilla. Todo el tercer piso olía como un concierto de Grateful Dead.

Luego un palet entero de baldosas para el suelo del cuarto de baño llegó agrietado y desportillado. La cantidad de tiempo necesaria para volver a hacer el pedido y recibirlo de nuevo retrasaría todo el proyecto al menos dos semanas, eliminando cualquier posibilidad de acabar a tiempo. En toda obra de construcción importante la fecha de finalización del proyecto es solo orientativa. Sin embargo, yo nunca había incumplido un plazo de entrega y, dado que aquel era un encargo de alto nivel, me acaloró mucho (y no en el buen sentido) comprender que no podía hacer nada para acelerar el proceso, salvo viajar a Italia y traer yo misma las puñeteras baldosas.

Tras un almuerzo rápido, durante el cual derramé en el suelo un refresco entero y pasé mucha vergüenza, me dirigí de nuevo hacia el trabajo y me paré en una tienda para ver unas botas de montaña nuevas. Tenía previsto hacer una excursión por Marin Headlands el fin de semana.

Mientras examinaba el surtido de botas, noté un aliento cálido en mi oreja y me encogí de forma instintiva.

—¡Hola! —oí, y me quedé paralizada de terror.

Los recuerdos me asaltaron y vi unos puntitos de colores. Sentí frío y calor al mismo tiempo, y pasó por mi mente la experiencia más horrorosa de mi vida. Me volví y vi a…

Cory Weinstein. El follador ametralladora que había raptado a O.

—¡Caroline, qué sorpresa! ¿Qué haces por aquí? —canturreó, sintonizando con su Tom Jones interior.

Tragué bilis y me esforcé por mantener la compostura:

—Cory, me alegro de verte. ¿Cómo estás? —logré decir.

—No puedo quejarme. Me dedico a recorrer restaurantes para el viejo. ¿Cómo estás tú? ¿Cómo te trata el negocio de la decoración?

—El negocio del diseño, y me va bien. De hecho, ahora mismo vuelvo al trabajo, así que, si me disculpas… —barboté, empezando a alejarme.

—¡Eh, no tengas prisa, guapa! ¿Has comido? Puedo conseguirte un descuento en una de nuestras pizzerías, a solo unas manzanas de aquí. ¿Qué te parece un 5 por ciento? —dijo. Si era posible que una voz se pavonease, la suya lo hizo.

—¡Vaya, un 5 por ciento! Por más que me seduzca la idea, creo que voy a pasar —dije, riéndome por lo bajo.

—Bueno, Caroline, ¿cuándo nos vemos otra vez? Esa noche… ¡Madre mía! Fue una pasada, ¿eh?

Me guiñó un ojo, y mi piel me suplicó que la arrancase de mi cuerpo y la arrojase contra él.

—No. No, Cory. Y mil veces no —farfullé mientras la bilis volvía a ascender por mi garganta.

Destellos de dentro y fuera y dentro y fuera y dentro y fuera. Mi chichi chilló en defensa propia. De acuerdo, él y yo no nos llevábamos demasiado bien. No obstante, yo sabía el miedo que le daba la ametralladora. No mientras yo pudiese evitarlo.

—Oh, vamos, nena. Hagamos magia —susurró.

Se acercó, y supe que había comido embutido hacía poco.

—Cory, deberías saber que estoy a punto de vomitarte en los zapatos, así que yo de ti me apartaría.

Él palideció y dio un paso atrás.

—Y, para que conste, prefiero graparme la cabeza a la pared que volver a hacer magia contigo. ¿Tú, yo y tu descuento del 5 por ciento? Ni lo sueñes. ¡Adiós! —dije con los dientes apretados, y salí enfadada de la tienda.

Volví al trabajo dando fuertes pisotones, enojada y sola. Ni baldosas italianas, ni botas de montaña, ni hombre, ni O.

Pasé la noche en el sofá, deprimida. No respondí al teléfono. No preparé la cena. Cené unas sobras de comida tailandesa directamente del recipiente y le lancé un gruñido a Clive cuando trató de birlarme una gamba. Él se marchó al rincón haciendo aspavientos y me fulminó con la mirada desde debajo de una silla.

Vi The Barefoot Contessa, algo que solía animarme. Esa noche preparó sopa francesa de cebolla y se la llevó a la playa para almorzar con su marido, Jeffrey. En condiciones normales, verles a los dos me producía ternura y emoción. Eran tan monos… Esa noche me produjeron náuseas. Era yo quien quería estar sentada en la playa de East Hampton, envuelta en una manta y comiendo sopa con Jeffrey. Bueno, no con Jeffrey en sí, sino con un equivalente de Jeffrey. Con mi propio Jeffrey.

«Maldito Jeffrey. Maldita Barefoot Contessa. Maldita comida preparada y cenada a solas.»

Cuando se hizo lo bastante tarde para poder justificar el hecho de acostarme y dejar aquel terrible día a mis espaldas, arrastré mi ridícula persona hasta el dormitorio. Fui a coger mi pijama y me di cuenta de que no había hecho la colada. ¡Jolines! Rebusqué en el cajón en busca de cualquier cosa. Tenía muchos modelitos sexis de los tiempos en que O y yo estábamos en la misma onda.

Me quejé, eché humo por las orejas y por fin saqué un precioso picardías rosa con volantes. Antes me encantaba dormir envuelta en lencería bonita, pero en ese momento lo detestaba. Me recordaba físicamente a mi desaparecido O. Aunque hacía algún tiempo que no intentaba ponerme en contacto con él. Quizá fuese esa la noche adecuada. Desde luego, me sentía tensa. Nadie necesitaba desfogarse más que yo.

Expulsé a Clive de la habitación y cerré la puerta. No tenía por qué haber testigos.

Puse a INXS, ya que esa noche necesitaba toda la ayuda que pudiese conseguir. Michael Hutchence siempre me ponía a tono. Me subí a la cama, me coloqué las almohadas detrás y me deslicé entre las sábanas. Mis piernas desnudas se deslizaron contra el algodón fresco. No hay nada como la sensación de unas piernas recién afeitadas contra unas sábanas de algodón egipcio. Quizá fuese buena idea después de todo. Cerré los ojos y traté de respirar más despacio. Las últimas veces que había intentado encontrar a O, me había frustrado tanto que al final casi me echo a llorar.

Esa noche empecé con la ronda habitual de fantasías. Comencé con un poco de Catalano, de la serie Es mi vida, dejando que mis manos se deslizasen bajo el picardías y subiesen hasta mis pechos. Mientras pensaba en Jordan Catalano/Jared Leto besando a Angela Chase/Claire Danes en el sótano del instituto, imaginaba que era yo. Sentía sus besos densos y pesados en mis labios, y mis manos se convirtieron en las de Jordan, deslizándose por mi piel en dirección a mis pezones. Mientras los dedos iniciaban las caricias, sentí ese tirón familiar en el bajo vientre, calentándome.

Sin abrir los ojos, la imagen cambió: ahora era Jason Bourne/Matt Damon quien me acariciaba la piel. En nuestra huida del gobierno, solo la conexión física entre ambos nos mantenía con vida. Los dedos me bajaron ligeros por el vientre y se deslizaron en el interior de mis braguitas a juego. Comprobé que mis caricias funcionaban. Estaba despertando algo, removiendo alguna cosa en mi interior. Jadeé al sentir lo preparada que estaba para Jason, y para Jordan.

Dios. Pensar en los dos colaborando para traer de vuelta a O me provocó un espasmo. Lancé un gemido y me dispuse a recurrir a la artillería pesada.

Fui a por Clooney. Destellos de Clooney acudieron a mi mente mientras mis dedos provocaban y giraban, rozaban e incitaban. Danny Ocean… George de The facts of life

Y luego fui a por él.

El doctor Ross. Tercera temporada de Urgencias, después de que rectificasen el corte a lo César. Mmm… Lancé un gemido y un gruñido. Funcionaba. Me estaba excitando de verdad. Por primera vez en muchos meses, mi cerebro y el resto de mí parecían hallarse en sintonía. Me coloqué de lado, con la mano entre las piernas, mientras veía al doctor Ross arrodillarse ante mí. Se humedeció los labios y me preguntó cuándo fue la última vez que alguien me había hecho gritar.

«No tiene usted ni idea. Hágame gritar, doctor Ross.»

Tras los párpados cerrados le vi inclinarse hacia mí. Su boca se acercaba más y más. Me separó las rodillas con suavidad, besando la cara interna de cada muslo. Pude notar realmente su aliento en las piernas y me estremecí.

Clooney abrió la boca, y su lengua perfecta salió para saborearme.

Pum.

—¡Oh, Dios!

Pum, pum.

—¡Oh, Dios!

No. No. «¡No!»

—Simon… mmm. —Risita.

No podía creerlo. Hasta el doctor Ross parecía confuso.

—Joder. —Risita—. ¡Qué… —risita— bueno!… ¡Jajajajá!

Lancé un gruñido al notar que el doctor Ross me abandonaba. Estaba húmeda, estaba frustrada, y ahora Clooney creía que alguien se estaba riendo de él. Empezó a retroceder…

«No, no me abandone, doctor Ross. ¡Usted no!»

—¡Eso es! ¡Eso es! Oh… oh… ¡jajajajajá!

Las paredes empezaron a temblar, y la cama comenzó a dar porrazos.

«Se acabó. Ahora te reirás con ganas, guarra…»

Me levanté como pude, mientras Catalano, Bourne y el siempre afectuoso doctor Ross desaparecían entre volutas de humo cargado de testosterona. Abrí la puerta de un tirón y salí enfadada del dormitorio. Clive alargó una pata y empezó a reprocharme que le hubiese dejado fuera, pero al ver mi cara tuvo la sensatez de dejarme pasar.

Me fui hasta la puerta principal dando fuertes pisotones; mis talones resonaban contra el suelo de madera. Estaba más que enojada. Estaba enfurecida. Me faltaba tan poco… Abrí la puerta de la calle con la fuerza de mil Oes enojados a los que se les hubiese impedido desfogarse durante siglos. La emprendí a golpes contra su puerta. Golpeé largo y tendido, como Clooney se disponía a hacer. Aporreé una y otra vez, sin ceder ni detenerme. Oí unas pisadas que acudían a la puerta, pero no me detuve. La frustración del día, la semana y los meses sin O se desencadenó en un ataque nunca visto.

Oí crujir unas cerraduras y descorrerse unas cadenas, pero seguí aporreando. Empecé a vociferar:

—¡Abre la puerta, capullo, o atravesaré la pared!

—Cálmate. Deja de dar porrazos —oí que decía Simon.

Entonces se abrió la puerta y me quedé mirándole. Allí estaba. Simon.

Perfilado por una luz suave procedente de su espalda, Simon agarraba con una mano la puerta y sostenía con la otra una sábana blanca en torno a sus caderas. Le contemplé de pies a cabeza, con el puño flotando todavía en el aire y palpitándome por la fuerza de los porrazos.

Tenía un pelo muy negro que se alzaba de punta, probablemente porque Risitas debía tener las manos enterradas en él mientras se la tiraba. Sus ojos eran de un azul penetrante y tenía los pómulos tan fuertes como la mandíbula. Completaban el conjunto unos labios hinchados por los besos y lo que parecía una barba de tres días.

«Dios, tiene pelusilla. ¿Cómo es que no me he fijado esta mañana?»

Bajé la mirada por su cuerpo esbelto. Estaba moreno, pero no se trataba de un bronceado premeditado sino natural y masculino, producto de la vida al aire libre. Jadeaba y su pecho subía y bajaba, cubierto de una fina capa de sudor sexual. Mis ojos siguieron descendiendo y vi en la parte baja de su torso una mata de vello oscuro que desaparecía debajo de la sábana. Debajo de la tableta de chocolate. Debajo de esa V que tienen algunos hombres, y que en Simon no parecía rara ni artificial.

Era imponente, desde luego. ¿Y por qué tenía que tener pelusilla?

No pude evitar un grito ahogado cuando mi mirada descendió más de lo que yo pretendía. Sin embargo, mis ojos se sintieron atraídos como por un imán. Bajo la sábana, que ya estaba más baja sobre sus caderas de lo que debería ser legal…

Simon.

Seguía.

Empalmado.