5
—¡Oh, Dios!
Pum.
—¡Oh, Dios!
Pum, pum.
Me desplazaba hacia la parte superior de la cama con la potencia de sus empujones. Se estrellaba contra mí con una fuerza inquebrantable, dándome exactamente lo que podía aceptar e impulsándome luego más allá de ese límite. Me miró con intensidad, esbozando una sonrisa satisfecha. Cerré los ojos, permitiéndome sentir lo hondo que me afectaba. Y cuando digo hondo, quiero decir hondo…
Me agarró las manos y las llevó, por encima de mi cabeza, hasta el cabecero de la cama.
—Más vale que te sujetes bien para lo que te espera —susurró, y se echó una de mis piernas por encima del hombro mientras modificaba el ritmo de sus caderas.
—¡Simon! —chillé, sintiendo que mi cuerpo empezaba a contraerse.
Sus ojos, esos dichosos ojos azules, se clavaron en los míos mientras yo temblaba alrededor de él.
—¡Mmm, Simon! —volví a gritar. Y desperté de inmediato, con los brazos sobre la cabeza y las manos aferradas con fuerza al cabecero de la cama.
Cerré los ojos por un momento y forcé a mis dedos a estirarse. Cuando volví a mirar, vi que tenía las manos marcadas de agarrarme con tanta fuerza.
Me incorporé a duras penas. Estaba cubierta de sudor y jadeaba. Jadeaba de verdad. Encontré las sábanas hechas una bola al pie de la cama y a Clive enterrado debajo; solo asomaba su hocico.
—Oh, Clive, ¿te has escondido?
—¡Miau! —fue su enojada respuesta, y una cara diminuta apareció tras su hocico gatuno.
—Puedes salir, tonto. Mamá ha acabado de gritar. Creo —dije, riéndome por lo bajo y pasándome una mano por el pelo mojado.
Había empapado el pijama de sudor descaradamente, así que me levanté para situarme sobre el aparato de aire acondicionado, refrescándome y empezando a calmarme.
—Ha faltado poco, ¿no es así, O? —pregunté con una mueca, apretando las piernas y sintiendo entre los muslos una desazón nada desagradable.
Desde la noche en que Simon y yo nos «conocimos» en el rellano, no podía dejar de soñar con él. Yo no quería, realmente no quería, pero mi mente inconsciente había tomado el control y se salía con la suya por las noches. Mi cuerpo y mi cerebro discrepaban sobre el tema: Cerebro sabía lo que me convenía; Caroline Inferior no estaba tan segura…
Clive pasó por mi lado y entró corriendo en la cocina para interpretar su bailecito junto a su escudilla.
—Sí, sí, sí, cálmate —mascullé mientras él entraba y salía entre mis tobillos. Eché una medida de pienso en su escudilla y me puse a preparar el café. Me apoyé contra la encimera y traté de concentrarme. Todavía jadeaba un poco.
Aquel sueño había sido… bueno, había sido intenso. Recordé su cuerpo alzado sobre el mío, la gota de sudor que había caído rodando de su nariz y había aterrizado sobre el pecho. Simon había bajado y había arrastrado la lengua por mi estómago, hacia mis pechos, y luego…
¡Ping! ¡Ping!
El señor Café me sacó de mis pensamientos subidos de tono, y me alegré. Notaba que volvía a excitarme. «¿Va a suponer esto un problema?»
Me serví una taza de café, pelé un plátano y miré por la ventana. Ignoré mi impulso de masajear el plátano y metérmelo en la boca de un empujón. ¡Jesús, los empujones! Aquello avanzaba rápido hacia el sur. Y al decir «sur» me refiero a…
Me di una bofetada y obligué a mi mente a pensar en algo que no fuese el putón con el que compartía pared. En cosas estúpidas. En cosas inocuas.
Perritos… estilo perro.
Cucuruchos de helado… lamer su cucurucho y dos bolas.
Juegos infantiles… ¡Jolines! ¿Quería hacer lo que Simón dijese?… ¡Se acabó! «Ni siquiera lo estás intentando.»
En la ducha me puse a cantar «Barras y estrellas» una y otra vez para impedir que mis manos se dedicasen a algo que no fuese lavarme. Debía pensar en lo capullo que era Simon, no en el aspecto que tenía vestido con solo una sábana y una sonrisa. Cerré los ojos bajo el agua, recordando una vez más aquella noche. Tras detenerme a mirar su, bueno, lo que había debajo de la sábana, abrí la boca para hablar:
—Oye, tío, ¿tienes idea de lo escandaloso que eres? ¡Necesito dormir! ¡Si tengo que escucharos una noche más, qué digo, un minuto más, a ti y a tu harén aporreando mi pared me volveré tarumba!
Vociferé para desatar toda la tensión que ya tenía que haber liberado gracias a Clooney.
—Cálmate. No puede ser tan horrible. Estas paredes son bastante gruesas.
Sonrió de oreja a oreja, dando golpecitos con el puño contra el marco de la puerta y tratando de desprender un poco de encanto. Era evidente que estaba acostumbrado a conseguir lo que quería. Con unos abdominales así, entendía por qué.
Sacudí la cabeza para concentrarme.
—¿Estás loco? Las paredes no son ni de lejos tan gruesas como tu cabeza. ¡Lo oigo todo! ¡Cada azote, cada maullido, cada risita! ¡Y estoy hasta las narices! ¡Deja de tocarme los huevos! —chillé, notando cómo me ardía la cara de furia. Hasta había utilizado el gesto de las comillas para recalcar las palabras «azote», «maullido» y «risita».
Cuando hablé de su harén, empezó a pasar del encanto al cabreo.
—¡Eh, ya está bien! —replicó—. ¡Lo que yo haga en mi casa es asunto mío! ¡Lo siento si te he molestado, pero no puedes presentarte aquí en plena noche e imponerme lo que puedo y no puedo hacer! Yo no cruzo el rellano y aporreo tu puerta.
—¡No, solo aporreas la puta pared! Compartimos la pared del dormitorio. Cuando trato de dormir, tú estás haciendo ruido justo al otro lado. Sé un poco amable.
—Bueno, ¿y cómo es que tú me oyes a mí y yo no te oigo a ti? Espera, espera, no hay nadie que aporree tus paredes, ¿verdad?
Me dedicó una sonrisa satisfecha y sentí que el color desaparecía de mi rostro. Crucé los brazos con fuerza sobre el pecho y, al bajar la mirada, recordé lo que llevaba puesto.
Un picardías rosa. Menuda forma de demostrar credibilidad.
Mientras yo echaba humo, sus ojos se deslizaron por mi cuerpo, observando con descaro el rosa, el encaje y la forma en que sobresalía mi cadera mientras daba golpecitos con el pie contra el suelo, irritada.
Su mirada volvió a ascender por fin y clavó sus ojos en los míos, sin echarse atrás. Luego, con un destello en aquellos luceros azules, me hizo un guiño.
Me puse hecha una furia.
—¡Oooohhh! —grité y, tras volver a mi apartamento, cerré de un portazo.
Mortificada ahora, dejé que el agua arrastrase mi frustración. No le había visto desde entonces, pero ¿y si me lo encontraba? Me golpeé la cabeza contra los azulejos.
Tres cuartos de hora más tarde, al abrir la puerta de la calle, le dije adiós a Clive por encima del hombro y rogué en silencio que no hubiese ninguna concubina en el rellano. Todo despejado.
Me puse las gafas de sol al salir por la puerta del edificio, sin fijarme apenas en su todoterreno. Y al decir «apenas», quiero decir que apenas me fijé en que «terreno» rimaba con «seno».
«¡Caroline!»
Quizá tenga un problema.
Esa tarde, Jillian metió la cabeza en mi despacho.
—Toc, toc —dijo, sonriente.
—¡Hola! ¿Qué pasa? —la saludé, arrellanándome en mi sillón.
—Pregúntame por la casa de Sausalito.
—Hola, Jillian. ¿Cómo va la casa de Sausalito? —pregunté, alzando los ojos al techo.
—Acabada —susurró, y levantó los brazos.
—¡Qué dices! —susurré a mi vez.
—¡Total, completa y absolutamente acabada! —chilló, y se sentó frente a mí.
Entrechocamos los nudillos a través de la mesa.
—Esa es una buena noticia. Tenemos que celebrarlo.
Metí la mano en un cajón.
—Caroline, si sacas una botella de whisky escocés, voy a tener que hablar con recursos humanos —me advirtió, reprimiendo una sonrisa.
—En primer lugar, tú eres recursos humanos. Y en segundo lugar, ¡como si fuese a guardar whisky escocés en mi despacho! Resulta obvio que lo llevo en una petaca sujeta al muslo.
Saqué un pirulí relleno de chicle, riéndome tontamente.
—¡Genial! ¡Y es de sandía, mi sabor favorito! —dijo mientras lo desenvolvía y empezaba a chupar.
—Bueno, explícamelo todo —la insté.
Había ayudado a Jillian a decidir los últimos detalles de la casa que Benjamin y ella habían reformado. Era la clase de casa con la que yo siempre había soñado. Como Jillian, resultaría cálida, acogedora, elegante y llena de luz.
Hablamos del curro durante un rato y luego me dejó volver al trabajo.
—Por cierto, la fiesta de inauguración es el próximo fin de semana. Tú y tu cuadrilla estáis invitadas —dijo de camino hacia la puerta.
—¿Acabas de decir «cuadrilla»? —pregunté.
—Puede. ¿Vendréis?
—Suena genial. ¿Podemos llevar algo, y podemos quedarnos mirando a tu prometido?
—No os atreváis, y no esperaría menos de vosotras —replicó.
Sonreí mientras volvía al trabajo. ¿Una fiesta en Sausalito? La cosa prometía.
—No estarás colada por él, ¿verdad? ¿Cuántos sueños de esos has tenido hasta el momento? —preguntó Mimi, y bebió con la pajita.
—¿Colada? ¡No, es un capullo! ¿Por qué iba a…?
—Claro que no está colada por él. Vete tú a saber dónde habrá estado esa pilila. Caroline pasa de él —contestó Sophia por mí, echándose el cabello sobre el hombro y dejando atontada a toda una mesa de hombres de negocios que no le quitaban el ojo de encima desde que había entrado en aquel pequeño local. Nos habíamos reunido para almorzar en nuestro restaurante preferido de North Beach.
Mimi se arrellanó en su silla y se rio tontamente, dándome una patada por debajo de la mesa.
—Vete al carajo, peque —dije, mirándola con dureza y ruborizándome furiosamente.
—¡Eso mismo! ¡Vete al carajo, peque! A Caroline no se le pasaría por la cabeza… —Sophia se echó a reír y luego se interrumpió, quitándose las gafas de sol y centrando su mirada en mí.
La violonchelista y la peque observaron cómo me removía sin saber qué hacer. Una sonrió y la otra se enfadó:
—Ostras, Caroline, no me digas que estás colada por ese tío. ¡Oh, no! Lo estás, ¿verdad? —refunfuñó Sophia mientras el camarero dejaba sobre la mesa una botella de S. Pellegrino.
El hombre se quedó mirando cómo se pasaba los dedos por el pelo, y ella se lo quitó de encima con un guiño bien dirigido. Sabía cómo la miraban los hombres, y era divertido ver el modo en que los intimidaba.
Mimi era diferente. Era tan menuda y mona que al principio los hombres se sentían atraídos por su encanto innato. Luego la miraban bien y se daban cuenta de que era preciosa. Tenía algo que a los hombres les infundía deseos de cuidarla y protegerla… hasta que se la llevaban al dormitorio. O eso me han contado. Qué locura…
A mí me decían que era bonita, y algunos días me lo creía. En un día bueno era muy capaz de lucirme. Nunca me sentí tan atractiva como Sophia ni tan elegante como Mimi, pero no me iba nada mal. Cuando las tres salíamos de marcha llamábamos la atención, y hasta hacía poco habíamos explotado nuestras posibilidades al máximo.
Las tres teníamos gustos muy distintos, cosa que resultaba muy positiva. Pocas veces nos gustaba el mismo tío.
Sophia era muy exigente. Le gustaba que sus hombres fuesen delgados y guapos. No le gustaban demasiado altos, pero sí más que ella. Quería que sus hombres fuesen educados e inteligentes, y a ser posible rubios. El pelo rubio era su debilidad. También le chiflaba el acento del sur. En serio, si un tío la llamaba «cielito», se abalanzaba primero y se presentaba después. Yo lo sabía por experiencia, porque una noche en que mi amiga estaba como una cuba tonteé con ella utilizando mi mejor acento de Oklahoma. Tuve que pasarme el resto de la velada dándole calabazas. Decía que estábamos en la universidad y que quería experimentar.
Mimi, por su parte, era exigente, pero no en cuanto a una apariencia específica. Lo suyo era el tamaño en general. Le gustaba que sus hombres fuesen grandes, enormes, altos y fuertes. Le encantaba que tuviesen que cogerla en brazos para besarla o subirla a un taburete para no sufrir calambres en el cuello. Le gustaba que sus hombres fuesen un tanto sarcásticos y no soportaba que fueran altivos. Como era bajita, tendía a atraer a tipos con ganas de «proteger». Pero mi amiga tomaba clases de kárate desde que era una cría, y no necesitaba la protección de nadie. Era una chica dura con falda retro.
Yo era más difícil de definir, pero sabía reconocer a mi hombre en cuanto le veía. Como le ocurría al Tribunal Supremo con la pornografía, le identificaba. Tenía cierta debilidad por los tíos que hacían vida al aire libre, como salvavidas, submarinistas y escaladores. Me gustaban sanos y un poco peludos, caballerosos con un toque de chico malo, y que ganasen suficiente dinero para no tener que hacerles de mamá. Una vez pasé un verano con un surfista que estaba como un tren pero no podía pagarse su propia manteca de cacahuete. Ni siquiera los orgasmos continuos que me proporcionaba pudieron salvar a Micah cuando me enteré de que había estado utilizando mi American Express para pagar la cera de su tabla de surf. Y la factura del teléfono móvil. Y su viaje a Fiyi, al que ni siquiera me invitó. A la porra, surfista. A la porra.
De todos modos, podría haberme guardado alguno más para el camino. ¡Ah, los días anteriores a la marcha de O! Orgasmos continuos. Suspiro.
—Espera un momento. Entonces, ¿le has visto después del encuentro en el rellano? —preguntó Sophia después de que pidiéramos la comida y me asaltase el recuerdo del surfista.
—No —rezongué.
Mimi me dio unas palmaditas tranquilizadoras en el hombro.
—Es mono, ¿verdad?
—¡Sí, maldita sea! Demasiado mono. ¡Qué capullo es!
Di una palmada tan fuerte en la mesa que los cubiertos dieron un bote. Sophia y Mimi cambiaron una mirada, y yo les mostré el dedo corazón.
—¡Y esa mañana estaba en el recibidor con Purina, dándole besos! Es como si allí se celebrase una fiesta de orgasmos retorcida y enfermiza, ¡y yo no quiero tener nada que ver! —dije, masticando furiosa mi lechuga después de contarles la historia por tercera vez.
—No puedo creer que Jillian no te advirtiese acerca de ese tipo —caviló Sophia, repartiendo sus picatostes por todo el borde del plato. Volvía a prescindir del pan, aterrada por los dos kilos que afirmaba haber ganado en el último año. Era una chorrada, pero no valía la pena discutir con Sophia cuando algo se le metía en la cabeza.
—No, no, dice que no conoce a ese tipo —les hice saber—. Debe de haberse mudado allí desde la última vez que estuvo ella. Lo cierto es que Jillian apenas iba a ese piso. Lo conservaban para disponer siempre de un sitio en el que alojarse en la ciudad. Según los vecinos, él solo lleva en el edificio un año, más o menos. Y no para de viajar.
Mientras hablaba, caí en la cuenta de que había reunido todo un expediente acerca de aquel tipo.
—¿Ha estado aporreando la pared esta semana? —preguntó Sophia.
—La verdad es que todo ha estado relativamente tranquilo. O bien me escuchó de verdad y se comporta como un buen vecino, o bien se le ha roto por fin la salchicha dentro de una de las chicas y ha tenido que ir al hospital —dije en voz demasiado alta.
Los hombres de negocios debían estar escuchándonos con mucha atención, pues todos se atragantaron un poco justo en ese momento y se removieron en el asiento, tal vez cruzando las piernas en solidaridad involuntaria. Soltamos unas risitas y continuamos comiendo.
—Hablando de Jillian, estáis invitadas a la casa de Sausalito el fin de semana que viene para la fiesta de inauguración —les informé.
Ambas se abanicaron de inmediato. Benjamin era el único tipo sobre el que coincidíamos las tres. Cada vez que conseguíamos darle el alcohol suficiente a Jillian, le confesábamos nuestro enamoramiento y la obligábamos a contarnos anécdotas acerca de él. Si estábamos de suerte y conseguíamos hacerle beber un martini de más… bueno, digamos solo que era agradable saber que el sexo continuaba valiendo la pena aunque tu hombre hubiese dejado muy atrás los cuarenta años. Una vez nos contó una anécdota sobre Benjamin y la habitación Tonga del hotel Fairmont. Uau. Jillian era una mujer afortunada.
—Será genial. ¿Por qué no vamos a tu casa y nos arreglamos allí, como en los viejos tiempos? —chilló Mimi mientras Sophia y yo nos tapábamos las orejas.
—Sí, sí, eso está muy bien, pero para de chillar o te dejamos aquí plantada con la cuenta —riñó Sophia a Mimi, que se arrellanó en su asiento con los ojos brillantes.
Después de comer, Mimi se fue caminando a casa de unos clientes, a la vuelta de la esquina, y Sophia y yo compartimos un taxi.
—Así que tienes sueños picantes con tu vecino. Cuéntamelo —empezó ella, para gran deleite del taxista.
—Los ojos en la calzada, señor —le ordené al sorprenderle mirándonos por el retrovisor.
Dejé que mis pensamientos derivasen hacia los sueños, que habían acudido corriendo a su cita cada noche de la última semana. Yo, por otra parte, no me había corrido ni una sola vez, lo cual había incrementado mi frustración sexual hasta un punto crítico. Cuando podía ignorar a O, la cosa era llevadera. Ahora que soñaba con Simon cada noche, la ausencia de O resultaba aún más pronunciada. Clive había tomado la costumbre de dormir encima de la cómoda, más segura que mis descontroladas piernas.
—Los sueños están bien, ¡pero él es un capullo! —exclamé, dándole un puñetazo a la puerta.
—Ya lo sé. No paras de decirlo —añadió, mirándome con atención.
—¿Qué? ¿Por qué me miras así?
—Por nada. Te miro y ya está, pero me parece que te alteras demasiado por alguien que es un capullo —dijo.
—Ya lo sé —suspiré, mirando por la ventanilla.
—Me estás pinchando.
—No es verdad.
—¿Qué puñeta llevas en el bolsillo, Mimi? ¿Un arma? —exclamó Sophia, apartando la cabeza de Mimi, que le pasaba la plancha rizadora.
Sonreí desde el lugar que ocupaba en mi cama mientras me ataba los cordones de las sandalias. Me había puesto unos rulos antes de que llegasen las chicas, así que me había ahorrado todo el tratamiento. Mimi se consideraba una especie de peluquera frustrada, y si hubiese podido abrir un salón en su dormitorio se lo habría planteado muy seriamente.
Mimi se sacó del bolsillo un cepillo y se lo enseñó a Sophia antes de empezar a tomarle el pelo. Bueno, a cardárselo.
Estábamos preparándonos para la fiesta tal como hacíamos en Berkeley, sin olvidar los daiquiris helados. Aunque habíamos pasado a utilizar alcohol de calidad y zumo de lima recién exprimido, seguíamos sintiéndonos un poco aceleradas y alegres.
—Vamos, vamos. ¡No sabes a quién podrías conocer esta noche! No querrás conocer a tu príncipe azul con el pelo plano, ¿verdad? —razonó Mimi mientras obligaba a Sophia a bajar la cabeza para «tener volumen en la coronilla». De nada servía discutir con ella. Lo mejor era dejarle hacer.
—Yo no estoy plana de ningún sitio. Si mis domingas están a la vista, ese príncipe azul no se dará cuenta siquiera de que tengo pelo —murmuró Sophia, y a mí me entró una vez más la risa tonta.
Entonces, por encima de nuestras carcajadas, oí voces procedentes del apartamento contiguo. Me levanté de la cama y me acerqué a la pared para oír mejor. Esta vez, además de la voz de Simon, se percibían otras dos voces masculinas. No pude entender lo que decían, pero de pronto la música de Guns N’Roses atravesó las paredes a un volumen tan alto que Sophia y Mimi dejaron lo que estaban haciendo.
—¿Qué demonios es eso? —me espetó Sophia, mirando hacia todas partes.
—Supongo que Simon debe ser fan de Guns N’Roses —contesté, encogiéndome de hombros y disfrutando en secreto de ser bienvenida a la jungla. Me puse una cinta en la parte baja de la frente y me dediqué a practicar el baile del cangrejo de Axl, adelante y atrás, suscitando la alegría de Mimi y el desdén de Sophia.
—No, no, no. ¡No es así, boba! —me riñó Sophia por encima de la música, cogiendo otra cinta.
Mimi se rio a carcajadas mientras Sophia y yo competíamos por parecernos lo más posible a Axl. Hasta que, como era de esperar, Sophia empezó a enredarse el pelo. Entonces Mimi se le echó encima. Sophia se lanzó sobre la cama para apartarse y yo me uní a ella. Saltamos arriba y abajo, cantando a voz en cuello y bailando enloquecidas. Mimi acabó rindiéndose, y las tres nos pusimos a bailar como taradas. Empecé a notar que la cama se movía, y me percaté de que aporreaba alegremente la pared; la pared de Simon.
—¡Chúpate esa! ¡Y esa! ¡Y esa… también! Nadie aporrea mis paredes, ¿eh? ¡Jajajajajá! —chillé como una loca ante la mirada atónita de Mimi y Sophia. Esta se bajó de la cama y se agarró a Mimi. Mis amigas se pusieron a reír y a dar golpes. Me balanceé adelante y atrás como si estuviese haciendo surf, estrellando el cabecero contra la pared una y otra vez.
La música se interrumpió de pronto, y me dejé caer como si me hubiesen pegado un tiro. Mimi y Sophia se taparon la boca una a otra mientras yo yacía tumbada en la cama, mordiéndome los nudillos para no reír. El frenesí que invadía la habitación se parecía a lo que sentías cuando te pillaban cubriendo de papel higiénico la casa de alguien o riéndote al fondo de la iglesia. No podías parar, y no podías no parar.
Pam, pam, pam.
No fastidies. ¿Estaba aporreando mi pared?
Pam, pam, pam.
Estaba aporreando mi pared…
¡Pam, pam, pam! Correspondí lo mejor que supe. No podía creerme que tuviese los santos huevos de intentar hacerme callar. Oí unas voces masculinas que se reían por lo bajo.
Pam, pam, pam una vez más, y estalló mi mal genio.
Oh, realmente era un capullo…
Miré a las chicas, incrédula, y ellas saltaron de nuevo a la cama conmigo. Nos pusimos a dar golpes.
Pam, pam, pam, pam. Seis puños furiosos arreándole al yeso.
Nos devolvieron el ataque.
Pam, pam, pam, pam. Esta vez mucho, mucho más fuerte. Los chicos de Simon debían haberse sumado a la acción.
—¡Ríndete, tío! ¡No hay sexo para ti! —vociferé hacia la pared mientras mis chicas se carcajeaban desquiciadas.
—Toneladas de sexo para mí, tía. ¡Nada para ti! —vociferó él con toda claridad a través de la pared.
Levanté los puños para aporrear una vez más. Pam, pam, pam, pam.
¡Pam, pam! Respondió un solo puño, y a continuación todo quedó en silencio.
—¡Oooohhhhh! —grité hacia la pared, y oí que Simon y sus chicos se reían.
Mimi, Sophia y yo nos miramos con los ojos como platos, hasta que oímos un minúsculo suspiro a nuestras espaldas.
Al volvernos, vimos a Clive sentado en la cómoda. Nos devolvió la mirada, volvió a suspirar y se puso a lamerse el trasero.
—¡Qué cara más dura la de ese tío! ¡La madre que lo parió! ¿Cómo puede tener los santos huevos de aporrear mi pared? ¡Mi pared! ¡Dios, menudo…!
—Capullo. Ya lo sabemos —dijeron Mimi y Sophia al unísono.
—¡Sí, menudo capullo! —continué, todavía alterada. Estábamos en el coche, de camino a la fiesta de Jillian. El automóvil había llegado a las ocho y media, tal como estaba previsto, y no tardamos en cruzar el puente.
Mientras contemplaba las luces parpadeantes de Sausalito empecé a calmarme un poco. Me negaba a dejar que aquel tío me pusiera de mal humor. Había salido con mis dos mejores amigas y me disponía a asistir a una fantástica fiesta de inauguración organizada por la mejor jefa del mundo. Y, si estábamos de suerte, su prometido nos enseñaría fotos de cuando practicaba la natación en la universidad, en una época en que los nadadores solo llevaban diminutos Speedo. Suspiraríamos sin cansarnos de mirarlas hasta que Jillian nos obligase a recogerlas. Y luego, por lo general, recogería también a Benjamin hasta la mañana siguiente.
—Os diré una cosa: tengo un buen presentimiento acerca de esta noche. Me da la impresión de que va a ocurrir algo —caviló Mimi, mirando por la ventanilla en actitud reflexiva.
—Claro que va a ocurrir algo. Nos lo pasaremos genial, beberemos más de la cuenta y probablemente trataré de meterle mano a Caroline en el coche mientras volvemos a casa —dijo Sophia, guiñándome el ojo.
—Mmm, cielito —bromeé, y ella me lanzó un beso.
—¡Oh! ¿Queréis olvidaros de vuestro romance seudolesbiano? Hablo en serio —continuó Mimi, suspirando con esa voz de novelita rosa que empleaba a veces.
—¿Quién sabe? No estoy segura de que me pase a mí, pero quizá tú conozcas a tu príncipe azul esta noche —susurré, sonriéndole a su rostro esperanzado. Mimi era sin duda la más romántica de las tres. Creía firmemente que todo el mundo tenía un alma gemela.
Eh… Yo me habría conformado con mi O gemelo.
Cuando paramos ante la casa de Benjamin y Jillian vimos que la sinuosa calle estaba llena de coches aparcados. Faroles japoneses y luminarias alumbraban la finca. Como ocurría con la mayoría de las casas integradas en el accidentado paisaje, desde la calle no había nada que mirar. Nos entró la risa tonta al cruzar la puerta exterior, y sonreí cuando las chicas se quedaron mirando el artilugio que se hallaba ante nosotras. Yo había visto los planos de aquello, pero aún no me había subido.
—¿Qué mierda de cachivache es este? —soltó Sophia, y no pude contener la risa.
Jillian y Benjamin habían diseñado e instalado una especie de ascensor que subía y bajaba por la colina, una idea muy práctica si se tenía en cuenta la cantidad de peldaños que había que subir para llegar a la casa. El jardín delantero, situado en la ladera de una colina, estaba cubierto de vegetación a diferentes niveles, bancos y diversos escenarios, todo ello hábilmente dispuesto en torno a unos senderos enlosados e iluminados por antorchas tiki que conducían colina abajo hasta la casa. Sin embargo, para la compra de comestibles y otros usos cotidianos, el ascensor facilitaba mucho el trayecto.
—Señoritas, ¿prefieren ustedes utilizar el ascensor o bajar por el sendero? —inquirió un empleado, tras aparecer al otro lado de la cabina.
—¿De verdad se puede ir en esa cosa? —chilló Mimi.
—Claro, para eso está. Vamos —las animé, entrando por la portezuela que el hombre había abierto por un lado. Parecía un telearrastre, salvo que bajaba por una colina en lugar de ascender por el aire.
—Sí, vale, subamos —dijo Sophia, entrando detrás de mí y dejándose caer en el asiento. Mimi se encogió de hombros y nos siguió.
—Las esperan abajo. Que disfruten de la fiesta, señoritas —nos deseó el hombre con una sonrisa, y el ascensor se puso en marcha.
Mientras descendíamos por la colina, la casa acudía a nuestro encuentro. Jillian había creado allí un mundo puramente mágico y, como había enormes ventanas por toda la casa, podíamos ver la fiesta a medida que nos acercábamos.
—¡Vaya, aquí hay mucha gente! —observó Mimi, abriendo los ojos como platos. Llegaron a nuestros oídos los sonidos tintineantes de un grupo de jazz desde uno de los numerosos patios.
Noté una suave agitación en la barriga cuando se detuvo la cabina y otro empleado vino a abrir la puerta. Salimos en fila india, y nuestros pasos resonaron contra las losas con el clic-clac de los tacones. En ese momento oí la voz de Jillian procedente del interior de la casa y sonreí al instante.
—¡Chicas! ¡Habéis venido! —exclamó al vernos entrar.
Di una vuelta sobre mí misma para verlo todo. La casa, casi triangular, estaba encajada en la ladera de la colina y se extendía hacia fuera. El suelo de caoba creaba un hermoso contraste con las líneas limpias de las paredes. A Jillian le gustaban los ambientes confortables y modernos, y los colores de la casa reflejaban los del entorno: verdes cálidos, marrones intensos, suaves tonos crema y pinceladas de azul marino.
La casa, de dos plantas, tenía casi toda la parte trasera de cristal, aprovechando las espectaculares vistas. La luz de la luna danzaba sobre el agua de la bahía, y a lo lejos se veían las luces de San Francisco.
Las lágrimas asomaron a mis ojos al ver el hogar que Benjamin y ella habían creado, y al volverme hacia ella vi la ilusión en su mirada.
—Es perfecta —susurré, y Jillian me abrazó con fuerza.
Sophia y Mimi se deshicieron en halagos, y un camarero nos trajo una copa de champán a cada una. Cuando Jillian se marchó para atender a los demás invitados, las tres salimos a una de las numerosas terrazas para curiosear. Los camareros pasaban cargados de bandejas y, mientras degustábamos langostinos asados y bebíamos champán, observábamos a la multitud en busca de algún conocido. Muchos de los clientes de Jillian estaban allí, por supuesto, y comprendí que esa noche tendría que compaginar la diversión con algo de trabajo, pero en ese momento me sentía satisfecha comiendo sofisticadas gambas y escuchando cómo Sophia y Mimi calibraban a los hombres.
—¡Oooh, Sophia! Estoy viendo a un vaquero de esos que te gustan. No, no, espera. Ya está cogido, por otro vaquero. Pasemos a otra cosa.
Mimi suspiró mientras continuaba su búsqueda.
—¡Lo encontré! ¡Ya tengo a tu chico para esta noche, Mimi! —chilló Sophia en un susurro.
—¿Dónde, dónde? —preguntó Mimi, tapándose la boca con una gamba.
Puse los ojos en blanco y cogí otra copa de champán, aprovechando que pasaba el camarero.
—Dentro. ¿Lo ves? Ahí mismo, junto a la isla de la cocina, con jersey negro y pantalones rectos sin pinzas. Dios, es guapísimo y muy alto… Mmm, y además tiene el pelo bonito —caviló Sophia, entornando los ojos.
—¿Te refieres al del pelo castaño y rizado? Sí, desde luego está muy bien —dijo Mimi, que ya tenía un objetivo—. Qué alto es. ¿Quién es el tío bueno con el que hablan? A ver si se quita de en medio esa petarda —susurró Mimi, levantando una ceja hasta que la presunta petarda se movió por fin, permitiéndonos ver con más claridad al hombre en cuestión.
Yo también miré. En ese momento se abrió un hueco entre la gente y pudimos ver a los dos hombres que charlaban entre sí. El grandullón era, bueno, grande. Alto y corpulento, con hombros de jugador de fútbol americano. Llenaba su jersey de manera perfecta, y al reírse se le iluminó la cara. Sí, era justo el tipo de Mimi.
El otro caballero tenía un pelo rubio y ondulado que no paraba de meterse detrás de las orejas. Llevaba gafas de intelectual, y le quedaban muy bien. Era alto, delgado y de aspecto serio, con una belleza casi clásica. Que quede bien claro: aquel tipo con cara de empollón era muy guapo, y Sophia tomó aire de golpe al verle.
Mientras contemplábamos la escena se les añadió un tercer hombre, y todas sonreímos. Benjamin.
Nos dirigimos de inmediato a la cocina para saludar a nuestro hombre favorito. Sin duda, Sophia y Mimi debían estar encantadas de poder contar con Benjamin para que hiciese las presentaciones. Les eché un vistazo mientras se componían de forma simultánea. Mimi se pellizcó subrepticiamente las mejillas al estilo de Escarlata O’Hara, y vi que Sophia se colocaba las tetas en su sitio con disimulo. Aquellos pobres tíos no tenían escapatoria.
Benjamin nos vio mientras nos acercábamos a él y sonrió. Los tipos abrieron el círculo para dejarnos entrar, y Benjamin nos envolvió a las tres en un gigantesco abrazo.
—¡Mis tres chicas favoritas! Me preguntaba cuándo apareceríais por aquí. Elegantemente tarde, como siempre —bromeó, y a todas nos entró la risa tonta. Benjamin nos convertía siempre en colegialas embobadas.
—Hola, Benjamin —dijimos al unísono, y me sorprendió que nos pareciéramos tanto a los Ángeles de Benjamin.
Grandullón y Gafitas sonrieron también, esperando tal vez una presentación mientras las tres nos limitábamos a mirar a Benjamin. La edad le sentaba a la perfección: su pelo castaño y ondulado empezaba apenas a encanecer en las sienes. Llevaba vaqueros, una camisa azul marino y un par de viejas botas de vaquero. Podría haber salido directamente de un desfile de Ralph Lauren.
—Permitidme que haga las presentaciones. Caroline trabaja con Jillian, y Mimi y Sophia son sus, oh, ¿cómo lo llamáis? ¿Amigas del alma? —dijo Benjamin, sonriendo e indicándome con un gesto.
—¡Uau! ¿Amigas del alma? —Me eché a reír y le tendí la mano al grandullón—. Hola. Me llamo Caroline. Encantada de conocerte.
Mi mano quedó enterrada dentro de su garra. Era realmente como una garra. Mimi iba a perder la cabeza por aquel chico, que me sonreía con ojos divertidos.
—Hola, Caroline. Me llamo Neil, y este cretino de aquí es Ryan —dijo, indicando a Gafitas con un gesto de la cabeza.
—Gracias, recuérdamelo la próxima vez que olvides tu contraseña de correo electrónico —dijo Ryan, riéndose de buena gana y tendiéndome la mano. Se la estreché, fijándome en el ardiente verde de sus ojos. Si Sophia tenía hijos con aquel tipo, serían ilegalmente guapos.
Me aseguré de seguir con las presentaciones mientras Benjamin se apartaba. Empezamos a charlar, y me reí para mis adentros al ver que los cuatro iniciaban el típico ritual para conocerse. Neil vio a un conocido suyo detrás de mí y gritó:
—Hola, Parker, mueve ese culo bonito hasta aquí para que te presentemos a nuestras nuevas amigas.
—Ya voy, ya voy —oí que decía una voz a mis espaldas, y me volví para ver quién se añadía a nuestro grupo.
Lo primero que vi fue azul. Jersey azul, ojos azules. Azul. Precioso azul. A continuación reconocí al propietario de tanto azul y lo vi todo rojo.
—Seductor de las narices —siseé, paralizada.
Su sonrisa se esfumó también mientras fingía rumiar de qué me conocía.
—Picardías Rosa de las narices —concluyó finalmente, e hizo una mueca.
Nos miramos fijamente, a punto de estallar mientras el aire se volvía eléctrico entre nosotros, restallando y crepitando.
A nuestras espaldas, los otros cuatro se habían callado para escuchar nuestro pequeño intercambio. De pronto cayeron en la cuenta.
—¿Este es el Seductor? —chilló Sophia.
—Espera un momento. ¿Esta es Picardías Rosa? —preguntó Neil con una carcajada, y Mimi y Ryan soltaron una risita.
Se me puso la cara como un tomate mientras asimilaba esa información, y la mueca desdeñosa de Simon se convirtió en aquella dichosa sonrisa satisfecha que exhibía en el rellano la noche en que aporreé su puerta entre gritos, obligándole a dejar de cepillarse a Risitas. Aquella noche en que llevaba puesto…
—Picardías Rosa. ¡Picardías Rosa! —grité con voz ahogada, más que cabreada. Más que enfadada. Completamente furiosa. Me quedé mirándole, vertiendo toda mi tensión en esa mirada. Todas las noches insomnes, los Oes perdidos, las duchas frías, los plátanos en la boca y los despiadados sueños húmedos entraron en esa mirada.
Quise amedrentarle con los ojos, obligarle a implorar clemencia. Pero no hubo manera… Él era Simon, director de la central internacional de orgasmos.
Simon.
Seguía.
Sonriendo.