7

 

 

Toque.

—Grrr.

Toque. Restregón, restregón. Toque.

—Ya basta.

Restregón, restregón, restregón. Cabezazo.

—Comprendo que no sepas interpretar un calendario, pero deberías saber cuándo es domingo. En serio, Clive.

Cabezazo fuerte.

Me di la vuelta para alejarme de los cabezazos y los persistentes toques de Clive y me tapé la cabeza con las sábanas. No dejaban de surgir en mi mente breves imágenes de la noche anterior. Simon en la cocina de Jillian, y las presentaciones ante todo el mundo. Sus amigos llamándome Picardías Rosa. Benjamin sumando dos y dos al saber que Picardías Rosa era yo. Besar a Simon. Mmm, besar a Simon…

¡No, no besar a Simon! Me acurruqué mejor bajo las sábanas.

«Dulces sueños y paredes delgadas…» Al recordar sus palabras de despedida me invadió una mortificación extrema. Me hice un ovillo bajo las sábanas. Mi corazón latió más deprisa, pensando en la vergüenza que había pasado. Corazón, haz caso omiso de esa chica que está bajo las sábanas.

Esa noche no había soñado, pero para asegurarme de que nadie (Simon) pudiese oírme gritar de pasión había dormido con la tele encendida. La revelación de que Simon me había oído soñar con él me había desquiciado tanto que me dediqué a cambiar de canal constantemente, intentando hallar algo que no sonase como si fuera yo en pleno sueño húmedo. Acabé en el canal de teletienda, cosa que, por supuesto, me tuvo despierta hasta más tarde de lo que había previsto. Todo lo que vendían resultaba fascinante. Tuve que arrancarme el teléfono móvil de mi propia mano a las tres y media de la madrugada, cuando estaba a punto de encargar la picadora manual, por no hablar de la media hora que nunca recuperaré y que pasé viendo cómo intentaban venderme la colección Time Life de canciones de los cincuenta.

Todo eso mientras escuchaba la música de Tommy Dorsey que atravesaba la pared. Me hizo sonreír. No puedo mentir.

Me estiré perezosamente bajo la sábana, conteniendo una risita mientras contemplaba la sombra de Clive, que me vigilaba de forma obsesiva e intentaba encontrar el modo de entrar. Él iba probando un ángulo tras otro y yo me dedicaba a frustrar sus intentos. Al final volvió a los toques y restregones, y yo levanté la cabeza para reírme de él.

Podía manejar la situación con Simon. No tenía por qué pasar tanta vergüenza. Vale, mi O se había marchado, quizá para siempre. Vale, había tenido sueños sexuales protagonizados por mi superatractivo vecino, tan seguro de sí mismo. Y, vale, dicho vecino había oído esos sueños y había hecho un comentario sobre ellos, diciendo la última palabra en una velada ya muy surrealista.

Pero yo podía manejar la situación. Por supuesto que podía. Me limitaría a reconocer los hechos antes de que él pudiese… Le bajaría la moral, por así decirlo. Él no siempre tenía que decir la última palabra. Podía recuperarme de aquella humillación y mantener nuestra ridícula tregua.

«La he fastidiado bien.»

Justo entonces oí saltar la alarma del despertador en el apartamento contiguo y me quedé paralizada. Luego me recuperé y volví a deslizarme bajo las sábanas, asomando solo los ojos.

Un momento, ¿por qué me escondía? Él no podía verme.

Oí que Simon apagaba de un manotazo el despertador y que sus pies tocaban el suelo. ¿Por qué se levantaba tan temprano? Cuando el edificio estaba en silencio, se oía todo a través de esas paredes. ¿Cómo demonios no había caído antes en la cuenta de que, si yo podía oírle, era evidente que él podía oírme a mí? Noté que me ponía colorada al pensar otra vez en mis sueños, pero enseguida me controlé. Para ello conté con la ayuda de la cabeza de Clive, que se puso a dar embestidas contra mis riñones en un intento de sacarme de la cama para que le diese el desayuno.

—Vale, vale, ya nos levantamos. A veces pareces tonto, Clive.

Me lanzó una respuesta por encima de su hombro gatuno mientras echaba a andar airadamente hacia la cocina.

Después de alimentar al señor Clive y pasar por la ducha, salí de casa. Había quedado con las chicas para el brunch. Salía del edificio mirando el móvil, contestando a un mensaje de Mimi, cuando choqué contra una pared húmeda y caliente: Simon.

—¡Quieto! —grité mientras retrocedía tambaleándome.

Su brazo me atrapó justo antes de que pasase de estar nerviosa a encontrarme fatal y en el suelo.

—¿Adónde vas esta mañana, corriendo de esa manera? —preguntó mientras yo le repasaba de arriba abajo. Camiseta blanca y sudada, pantalones de correr negros, pelo húmedo y rizado, iPod y una sonrisa.

—Estás sudoroso —le dije en tono acusador.

—Sí que lo estoy. A veces sudo —añadió, pasándose el dorso de la mano por la frente y poniéndose el pelo de punta. Tuve que bloquear físicamente las neuronas de mi cerebro, que trataban de ordenarles a mis dedos subir y acurrucarse en su pelo. Subir y acurrucarse.

Se me quedó mirando; le brillaban los ojos azules. La situación se volvería penosa si no me animaba a sacar a colación aquel gigantesco tema tabú sexual.

—Escucha, sobre lo de anoche… —empecé.

—¿A qué te refieres? ¿A la parte en que me reñiste por mi vida sexual, o a la parte en que les contaste mi vida sexual a tus amigas? —preguntó, arqueando una ceja y levantándose la camiseta para secarse la cara.

Tomé aire de golpe haciendo el ruido de un túnel de viento y me quedé mirando embobada unos abdominales que casi podían ser badenes reductores de velocidad. ¿Por qué no podía ser un vecino gordo y fofo?

—No, hablo del chiste que hiciste sobre los dulces sueños. Y las… en fin… las paredes delgadas —balbuceé, evitando mirarle a los ojos. De pronto me sentí fascinada por mi nuevo tono de laca para las uñas de los pies. Era precioso…

—Ah, sí, las paredes delgadas. Bueno, funcionan en ambos sentidos, ¿sabes? Y si alguien tuviese, digamos, un sueño muy interesante alguna noche, bueno, digamos solo que sería muy entretenido —susurró.

Me flaquearon las piernas. Maldito Simon y su embrujo… Tenía que recuperar el control. Di un paso atrás.

—Sí, puede que escuchases algo que yo hubiese preferido que no oyeses, pero las cosas no salen siempre como uno quiere. Así que me pillaste. Pero nunca me tendrás realmente, así que pasemos a otra cosa. ¿Lo entiendes? Y, por cierto, brunch —acabé, concluyendo mi diatriba.

Pareció confuso y divertido al mismo tiempo.

—¿Por cierto, brunch?

—Brunch. Me has preguntado adónde iba esta mañana, y mi respuesta es brunch.

—Ah, ya lo entiendo. ¿Y vas a ver a tus chicas, las que salieron con mis amigos anoche?

—Así es, y estaré encantada de compartir la primicia contigo si es buena.

Me eché a reír, enroscándome un mechón de pelo alrededor del dedo. «Genial. Estoy coqueteando. ¡Qué demonios!»

—Oh, seguro que la primicia es buena. Esas dos parecen unas devoradoras de hombres —dijo él, balanceándose sobre los talones mientras empezaba a hacer estiramientos.

—¿Como Hannibal Lecter?

—No, más bien como la protagonista de la canción «Maneater».

Se echó a reír, mirándome mientras estiraba los tendones de las corvas.

«Ostras, qué corvas.»

—Sí, bueno, son muy capaces de conquistar a todo el mundo cuando hace falta —dije en tono reflexivo, empezando a retroceder otra vez.

—¿Y tú? —preguntó, enderezándose.

—¿Yo qué?

—Bueno, estoy convencido de que Picardías Rosa es muy capaz de conquistar a quien ella quiera —comentó, riéndose entre dientes con los ojos chispeantes.

—Puedes estar seguro de ello —repliqué, y me marché contoneando las caderas.

—¡Qué bien! —añadió él cuando le lancé una mirada por encima del hombro.

—¡Oh, por favor, como si no estuvieras intrigado! —le dije cuando ya estaba a unos tres metros.

—¡Oh, estoy intrigado! —gritó mientras yo caminaba hacia atrás, sacudiendo las caderas y forzándole a aplaudir.

—¡Es una pena que no se me den bien las colaboraciones! ¡No soy una chica de harén! —chillé, prácticamente en la esquina.

—¿Sigue en pie la tregua? —vociferó.

—No lo sé, ¿qué dice Simón?

—Oh, Simón dice: «Pues claro». ¡Sigue en pie! —gritó a su vez mientras yo doblaba la esquina.

Di una vuelta sobre mí misma y hasta hice una pequeña pirueta. En mis labios se dibujó una enorme sonrisa mientras caminaba dando saltitos y pensando que una tregua era algo muy positivo.

 

 

—Tortilla de claras con tomates, champiñones, espinacas y cebollas.

—Cuatro pilas de tortitas, con acompañamiento de beicon. Y quiero el beicon muy crujiente, por favor, pero no quemado.

—Dos huevos fritos, tostada de pan de centeno con mantequilla para acompañar, y la macedonia de frutas.

Después de pedir, nos dispusimos a disfrutar de una mañana de café y cotilleos.

—Vale, cuéntame qué pasó cuando nos marchamos anoche —dijo Mimi, apoyando la barbilla en las manos y parpadeando con coquetería.

—¿Cuando os marchasteis? ¿Te refieres a cuando me dejasteis con el imbécil de mi vecino para que me acompañase a casa? ¿En qué estabais pensando? ¡Y le contasteis a todo el mundo la anécdota de que aún estaba empalmado! Ahora en serio, pienso desheredaros a las dos —salté, y di un trago de un café demasiado caliente, abrasándome un tercio de las papilas gustativas. Saqué la lengua para que se enfriase.

—En primer lugar, contamos esa anécdota porque es divertida, y divertirse es bueno —empezó Sophia, sacando un trozo de hielo de su vaso de agua y poniéndomelo en la mano.

—Raciasss —conseguí decir, aceptando el cubito.

Ella asintió con la cabeza.

—Segundo, de todos modos no tienes nada que dejarme en herencia, puesto que ya tengo toda la serie de libros de cocina de Barefoot Contessa, que tú misma me compraste. Así que desherédame. Y en tercer lugar, estabais en un plan tan deprimente que de ningún modo íbamos a llevaros con nuestros nuevos chicos —acabó Sophia, con una sonrisa maliciosa.

—¡Me encantan los nuevos chicos! —exclamó Mimi; parecía un personaje de Disney.

—¿Cómo fue la vuelta a casa? —preguntó Sophia.

—La vuelta a casa. Bueno, fue interesante —dije con un suspiro, chupando el cubito con desenfreno.

—¿Interesante en el buen sentido? —chilló Mimi.

—Si consideras que tirarse a alguien en el puente del Golden Gate es interesante, pues sí —respondí, tamborileando tranquilamente con los dedos sobre la mesa.

A Mimi se le empezaba a caer la boca al suelo cuando Sophia puso su mano derecha sobre la izquierda de ella, que de tanto apretar el tenedor estaba a punto de convertirlo en un objeto irreconocible.

—Cariño, nos está gastando una broma. Si se hubiesen tirado a Caroline anoche, lo sabríamos. Tendría mejor tono de piel —la tranquilizó Sophia.

Mimi asintió rápidamente con la cabeza y soltó el tenedor. Me compadecí de cualquier tío que la cabrease en el transcurso de una paja.

—Así pues, ¿no piensas contarnos nada? —preguntó Sophia.

—Oye, ya conoces las normas. Si tú cuentas, yo cuento —respondí, con los ojos como platos cuando nos sirvieron el desayuno.

Nos pusimos a comer y Mimi realizó el primer disparo:

—¿Sabíais que Neil jugó al fútbol americano en el equipo de Stanford y que siempre quiso dedicarse al periodismo deportivo? —comentó, separando metódicamente el melón de las moras.

—Bueno es saberlo, bueno es saberlo. ¿Sabíais que Ryan le vendió alguna clase de programa informático increíble a Hewlett-Packard cuando solo tenía veintitrés años, y que metió todo el dinero en el banco, dejó su empleo y se pasó dos años enseñando inglés a los niños en Tailandia? —nos informó Sophia a continuación.

—También es muy bueno saber eso. ¿Sabíais que Simon no considera a sus amigas un «harén» y que Jillian le habló de mí en algún momento como una posible candidata para salir con él?

Todas hicimos «mmm» y masticamos. Entonces empezó la segunda ronda.

—¿Sabíais que a Neil le encanta el windsurf y que tiene entradas para los conciertos benéficos de la semana que viene? Cuando supo que ya pensaba ir contigo, Sophia, sugirió que fuésemos dos veces.

—Mmm, eso suena divertido —opinó Sophia—. Estaba pensando en invitar a Ryan. A quien, por cierto, también adora el windsurf. A todos les encanta; lo practican en la bahía siempre que pueden. Y también puedo informaros de que ahora dirige una entidad benéfica que proporciona ordenadores y material educativo a escuelas de barrios deprimidos de toda California. Se llama…

—¿No Line for Online? —se apresuró a terminar Mimi.

Sophia asintió con la cabeza.

—¡Me encanta esa organización! Cada año le hago un donativo. ¿Y Ryan es el que la dirige? Vaya… El mundo es un pañuelo —caviló Mimi, empezando a cortar los huevos.

Se hizo un silencio mientras masticábamos de nuevo, y traté de pensar en algo más que pudiese decir acerca de Simon y que no tuviese nada que ver con su beso, con mi beso ni con su conocimiento de mis poluciones nocturnas verbales.

—Esto… Simon lleva a Too Short en su iPod —mascullé.

Aunque mi frase fue acogida con sendos «mmm», yo sabía que mi cotilleo no era tan bueno.

—La música es importante. ¿Cómo se llamaba ese noviete tuyo que publicó su propio álbum? —preguntó Mimi.

—No, no. No publicó un álbum. Trataba de vender sus propios CD desde la parte trasera de su coche. No es lo mismo —aclaré con una carcajada.

—También saliste con un cantante, Coffee House Joe. ¿Te acuerdas de él? —preguntó Sophia, resoplando.

—Sí, llegó quince años tarde para el grunge y sus camisas de franela, aunque, eso sí, se llevaba la palma en cuanto a angustia. Y era bastante bueno en la cama —dije, recordando con un suspiro.

—¿Cuándo tocará a su fin ese dique seco de citas que te has impuesto a ti misma? —preguntó Mimi.

—No estoy segura. No me apetece salir con nadie.

—Por favor, ¿a quién pretendes engañar? —preguntó Sophia, resoplando de nuevo.

—¿Necesitas un pañuelo de papel, Señorita Peggy? En serio, ha habido demasiados Coffee House Joe y Cory ametralladora. Ya no me interesa salir por salir. Es demasiado jaleo. No pienso invertir más tiempo ni esfuerzo hasta que sepa que la cosa va a alguna parte. Y además, O está fuera, en tierra de nadie. Podría irme con él —añadí, probando el café otra vez y evitando los ojos de mis amigas.

Ellas tenían su O y ahora, además, a unos nuevos chicos. No esperaba que nadie se uniese a mí en mi período sabático. Pero sus caras parecían tan tristes… Tenía que darle un giro a la conversación.

—Así que lo de anoche estuvo bien, ¿eh? ¿Hubo besos en la puerta? ¿Intercambio de salivas? —pregunté, sonriendo alegremente.

—¡Sí! O sea, Neil me besó —dijo Mimi con un suspiro.

—Oooh, seguro que besa muy bien. ¿Te abrazó fuerte y te pasó las manos por la espalda? Tiene unas manos fantásticas. ¿Te fijaste en sus manos? Unas manos preciosas de verdad —divagó Sophia, con la cara metida en su pila de tortitas.

Mimi y yo intercambiamos una mirada y esperamos a que saliese a coger aire. Al ver que la observábamos se ruborizó un poco.

—¿Qué? ¿Que me fijé en sus manos? Son enormes. ¿Cómo no iba a hacerlo? —farfulló, y se llenó la boca de comida para que pasáramos a otro tema.

Me reí tontamente y centré mi atención en Mimi.

—Entonces, ¿el señor Manos Grandes utilizó sus manos grandes?

Esta vez le tocó ruborizarse a Mimi.

—La verdad es que fue muy majo. Solo un piquito en los labios y un buen abrazo en mi puerta —contestó con una sonrisa gigantesca.

—¿Y tú, Doña Creída? ¿Se mostró benéfico el genio informático con su beso de buenas noches? —pregunté, riéndome tontamente.

—Mmm… sí que lo fue. Me dio un genial beso de despedida —contestó, lamiéndose el sirope del dorso de la mano.

No pareció darse cuenta de que los ojos de Mimi ardieron un poco cuando mencionó la despedida que había recibido, pero yo sí.

—¿Debo entender entonces que anoche saliste ilesa? —me preguntó Mimi, dando sorbitos de café. Me seguía doliendo la lengua, así que opté por limitarme al zumo.

—Pues sí. Firmamos una tregua y trataremos de comportarnos como buenos vecinos.

—¿Qué significa eso exactamente? —preguntó.

—Eso significa que él intentará restringir sus actividades a las primeras horas de la noche y yo trataré de ser más comprensiva con su vida sexual, por muy agitada que sea —respondí, buscando dinero en mi monedero.

—Una semana —murmuró Sophia.

—¿Cómo dices?

—Ya te gustaría. Una semana. Ese es el plazo que le doy a esa tregua. Tú eres incapaz de guardarte tus opiniones, y él es incapaz de mantener callada a esa Risitas. Una semana —volvió a decir mientras Mimi se limitaba a sonreír.

¡Ja! Ya veremos…

 

 

El lunes, a primera hora de la mañana, Jillian entró en mi despacho como si tal cosa.

—¡Toc, toc! —exclamó.

Era la viva imagen del casual chic: cabello recogido en un moño flojo, vestidito negro sobre el cuerpecito bronceado, piernas que se extendían a lo largo de kilómetros y que acababan en unos zapatos de salón rojos. Unos zapatos que probablemente debían de costar una semana de mi sueldo. Ella era mi modelo de vida en todos los aspectos, y me recordé que algún día debía asegurarme de alcanzar la serena confianza que ella poseía.

Sonrió al ver las flores nuevas en el jarrón de mi escritorio. Esa semana había elegido tulipanes de color naranja, tres docenas.

—¡Buenos días! ¿Has visto que los Nicholson han añadido un cine doméstico? Sabía que terminarían aceptando —dije con una sonrisa, arrellanándome en mi sillón.

Jillian se instaló en el sillón frente a mí y me devolvió la sonrisa.

—Ah, y Mimi viene a cenar esta noche. Esperamos ultimar los planos para el nuevo sistema de armarios que está diseñando. Ahora quiere añadir moqueta.

Sacudí la cabeza y di un sorbo de café de la taza que descansaba sobre mi escritorio. Ya casi se me había curado la lengua.

Jillian continuaba sonriendo. Empecé a preguntarme si llevaría un trozo de cereal pegado en la cara. Decidí seguir:

—¿Te conté que conseguí de la empresa de cristal de Murano un descuento en las piezas que encargué para la araña del cuarto de baño? Quedará preciosa. Creo que recurriremos a ellos otras veces —añadí, sonriendo esperanzada.

Finalmente suspiró y se inclinó hacia delante con una sonrisa como la de un gato que se ha comido al canario y ha vuelto a por las plumas.

—Jillian, ¿has ido al dentista esta mañana? ¿Tratas de enseñarme tu nueva dentadura postiza? —pregunté, y ella acabó dando un respingo.

—Como si yo fuese a necesitar una dentadura. ¡Uff! No, estoy esperando a que me hables de tu vecino, el señor Parker. ¿O debería decir Simon el Seductor? —dijo con una carcajada, arrellanándose por fin en su sillón y dedicándome una mirada que expresaba muy a las claras que no me permitiría abandonar mi despacho hasta que le contase todo lo que ella quería saber.

—Mmm, el Seductor… ¿Por dónde empiezo? En primer lugar, no puedes decirme que no sabías que vivía en el apartamento contiguo. ¿Cómo demonios habrías podido vivir allí todo ese tiempo y no saber que era él quien daba golpes cada noche? —inquirí, mirándola con mi mejor mueca desdeñosa de detective.

—Oye, la verdad es que apenas me he alojado allí, sobre todo en los últimos años. Sabía que él vivía en el barrio, ¡pero no tenía ni idea de que ocupase el apartamento contiguo al que yo realquilaba! Cuando le veo, siempre es con Benjamin, y solemos salir a tomar algo o invitarle a casa. De todos modos, es el comienzo de una gran historia, ¿no te parece? —me tentó, sonriendo de nuevo.

—¡Oh, tú y tus manías de casamentera! Simon me dijo que le habías hablado de mí. ¡Cómo te pasas!

Levantó las manos ante sí.

—Espera, espera, espera. No tenía la menor idea de que fuese, bueno, tan activo. De haber sabido que tenía tantas novias, nunca me habría ofrecido a presentaros. Benjamin debía de saberlo… pero supongo que piensa que son cosas de tíos —respondió.

Ahora fui yo la que se inclinó hacia delante.

—Y, dime, ¿de qué conoce él a Benjamin?

—Bueno, Simon no es de California. Creció en Filadelfia y no se trasladó aquí hasta que empezó a estudiar en Stanford. Benjamin conoce a Simon desde que era niño; era muy amigo de su padre. En cierto modo, Benjamin cuidaba de Simon como si fuese un tío favorito, un hermano mayor o un padre postizo. En fin, esa clase de cosas —dijo, y su expresión se suavizó.

—¿Has dicho que era muy amigo de su padre? ¿Es que riñeron o algo así? —pregunté.

—Oh, no, no, Benjamin siempre fue un gran amigo del padre de Simon. Fue este quien le apadrinó al principio de su carrera profesional. Benjamin tenía muy buena relación con toda la familia —dijo, y sus ojos se entristecieron.

—¿Y ahora? —insistí.

—Los padres de Simon murieron cuando él cursaba el último año en el instituto —dijo ella en voz baja.

Me llevé la mano a la boca.

—¡Oh, no! —susurré, con el corazón lleno de compasión por alguien a quien apenas conocía.

—Sufrieron un accidente de tráfico. Benjamin dice que murieron muy deprisa, casi al instante —respondió ella.

Guardamos silencio unos instantes, perdidas en nuestros propios pensamientos. Yo ni siquiera podía asimilar lo que aquello debía haber supuesto para Simon.

—Después del entierro, Benjamin se quedó en Filadelfia algún tiempo, y Simon y él empezaron a hablar de la posibilidad de que estudiase en Stanford —continuó al cabo de un momento.

Sonreí al imaginar a Benjamin haciendo todo lo posible para ayudar.

—Supongo que fue una buena idea que se alejase de todo —dije, preguntándome cómo afrontaría yo algo semejante.

—Ajá —convino Jillian—. Me parece que Simon vio la oportunidad y la aprovechó. Y creo que saber que Benjamin estaba cerca por si necesitaba algo lo hizo más fácil —añadió.

—¿Cuándo conociste tú a Simon? —pregunté.

—Durante su último curso en la universidad. Había pasado algún tiempo en España el verano anterior, y cuando volvió ese mes de agosto se acercó a la ciudad para cenar con nosotros. Benjamin y yo llevábamos algún tiempo saliendo juntos, así que estaba enterado de mi existencia, pero aún no me conocía —dijo.

Uau, Simon conoce España. Esas pobres bailarinas de flamenco no tenían ninguna posibilidad.

—Salimos a cenar, y sedujo a la camarera pidiendo en español. Luego le dijo a Benjamin que, si alguna vez era lo bastante estúpido para dejarme, él estaría encantado de… ¿Qué fue lo que dijo?… Ah, sí, que estaría encantado de calentarme la cama —me contó entre risitas, poniéndose colorada.

Puse los ojos en blanco. Aquello coincidía con lo que ya sabía de él. Aunque, pese al desparpajo que mostrábamos mis chicas y yo al coquetear con Benjamin, mira quién fue a hablar.

—Y así fue como conocí a Simon —acabó, con la mirada perdida—. La verdad es que es genial, Caroline, aparte de los porrazos en la pared.

—Sí, aparte de eso —cavilé, pasando las puntas de los dedos por los pétalos de las flores.

—Espero que le conozcas un poco mejor —dijo con una sonrisa, una vez más casamentera.

—Tranquila. Hemos firmado una tregua, pero eso es todo —dije con una carcajada, agitando el dedo índice.

Se levantó y echó a andar hacia la puerta.

—Eres muy impertinente para ser alguien que supuestamente trabaja para mí —dijo, tratando de parecer severa.

—¡Bueno, trabajaría mucho más si me lo permitieses y dejases de decir tonterías! —dije yo, mirándola también con severidad.

Ella se echó a reír y miró hacia recepción.

—¡Oye, Ashley! ¿Cuándo perdí el control de esta oficina? —preguntó.

—¡Nunca llegaste a tenerlo, Jillian! —exclamó Ashley en respuesta.

—¡Oh, vete a preparar café! Y tú —dijo, volviéndose hacia mí y señalándome—. Diseña algo brillante para el sótano de los Nicholson.

—Una vez más, podría haber estado haciéndolo mientras tú cascabas aquí dentro… —murmuré, dando unos golpecitos con el lápiz en el reloj de pulsera.

Ella suspiró.

—En serio, Caroline, ese chico es un encanto. Creo que podríais ser grandes amigos —dijo, apoyándose en el marco de la puerta.

«¿Por qué le ha dado últimamente a todo el mundo por apoyarse en los marcos de las puertas?»

—Bueno, siempre me vendrá bien otro amigo, ¿verdad? —dije, despidiéndome de ella con la mano antes de que desapareciese.

Amigos. Amigos que firmaban una tregua.

 

 

—Vale, sabemos que van a aprovechar el suelo de madera del dormitorio, pero ¿seguro que quieres moqueta en el vestidor? —pregunté, instalándome en el sofá junto a Mimi y empezando a tomarme mi segundo bloody mary.

Llevábamos casi una hora repasando el proyecto de Mimi y yo trataba de hacerle ver que yo no era la única que debía ceder en sus diseños, y que ella también tendría que hacerlo. Desde que éramos amigas, Mimi siempre había creído ganar cada discusión. Ella se consideraba a sí misma una tía dura capaz de obligar por la fuerza a cualquiera a hacer cualquier cosa. Poco se imaginaba que Sophia y yo nos limitábamos a hacerle creer que se salía con la suya, lo cual la volvía mucho más soportable.

La verdad, yo también quería moqueta en aquel vestidor, aunque no por las mismas razones que ella.

—¡Sí, sí! ¡Ha de ser moqueta, gruesa y lujosa! ¡Dará una sensación muy agradable bajo los pies fríos por las mañanas! —gritó, casi temblando de emoción.

Confié en que Neil estuviese el tiempo suficiente con ella para galantearla debidamente. Aquella chica necesitaba liberar parte de aquel exceso de energía.

—Vale, Mimi, creo que tienes razón. Moqueta en el vestidor. Sin embargo, a cambio tienes que devolverme ese medio metro que querías del cuarto de baño para el zapatero giratorio que yo veté —dije con cuidado, preguntándome si aceptaría.

Reflexionó unos momentos, volvió a mirar sus planos, dio un trago largo de su cóctel y asintió con la cabeza:

—Sí, quédate con el medio metro. Tengo mi moqueta y eso no es problema —dijo, suspirando y tendiéndome la mano.

Se la estreché con un gesto solemne y le ofrecí mi tallo de apio. Clive entró como si nada y empezó a andar de un lado a otro por delante de la puerta de la calle, metiendo la pata por debajo.

—Apuesto a que nuestra comida tailandesa está a punto de llegar. Iré a buscar el dinero —dije, señalando hacia la puerta y yendo a buscar mi bolso, que estaba sobre la encimera de la cocina. Justo mientras hablaba, oí unos pasos en el rellano.

—Mimi, abre la puerta. Será el repartidor —le pedí, rebuscando en el monedero.

—¡Ya voy! —vociferó mi amiga y oí cómo abría la puerta—. ¡Eh! ¡Hola, Simón —saludó, y a continuación oí un sonido muy extraño.

Juraría sobre una pila de Biblias en un auténtico tribunal de justicia que oí hablar a mi gato.

—Purrrrriiiinnnnnna —dijo Clive, y me volví rápidamente.

En solo cinco segundos sucedieron mil cosas: vi a Simon y a Purina en el recibidor, con bolsas de compra en las manos y la llave en la puerta. Vi a Mimi en mi propia puerta, descalza y apoyada (¡dichosa manía!) en el marco. Vi que Clive se alzaba sobre las patas traseras preparándose para saltar como solo le había visto hacer una vez que escondí su pienso encima de la nevera. Nacieron bebés, murieron ancianos, se cotizaron acciones y alguien fingió un orgasmo. Todo en esos cinco segundos.

Me abalancé hacia la puerta corriendo a cámara lenta, evocando toda película de acción jamás rodada.

—¡Nooooooooo! —grité al ver la expresión de pánico de Purina y la de pura lujuria de Clive mientras se disponía a cortejar a la chica.

Si yo hubiese echado a correr hacia la puerta antes, quizá un solo segundo antes, podría haber evitado el caos que se produjo a continuación.

Simon abrió su puerta y sonrió confuso al verme. Sin duda, debía preguntarse por qué cargaba contra la puerta y chillaba «nooooooooo». En ese preciso momento Clive saltó. Botó. Cargó. Purina vio a Clive saltar directamente hacia ella e hizo lo peor que podría haber hecho. Corrió. Entró corriendo en el apartamento de Simon. Por supuesto, a la chica que maúlla cuando tiene un orgasmo le dan miedo los gatos.

Clive salió en su persecución. Desde el rellano, Simon, Mimi y yo oímos chillidos y maullidos que resonaban hasta nosotros. Aquello me resultó extrañamente familiar; me recordó a Simon a punto de correrse. Sacudí la cabeza y tomé el control de la situación.

—Caroline, ¿qué demonios era eso? Tu gato acaba de… —decía Simon, y le tapé la boca con la mano antes de echar a correr.

—¡No tenemos tiempo, Simon! ¡Debemos atrapar a Clive!

Mimi me siguió al interior de su apartamento, prestándome su apoyo. Seguí la pista de chillidos y maullidos hasta el fondo del apartamento, observando que el piso de Simon era un reflejo exacto del mío. Era una típica vivienda de soltero, con su tele de pantalla plana y su asombroso equipo de sonido. No tuve tiempo de practicar un registro en condiciones, pero sí que me fijé en la bicicleta de montaña del comedor, así como en las hermosas fotografías enmarcadas que cubrían las paredes, iluminadas mediante apliques de estilo retro. No pude admirarlas mucho, pues oí que Clive maullaba frenético en el dormitorio.

Me detuve junto a la puerta, escuchando los gritos de Purina. Me volví hacia Simon y Mimi, que tenían idéntica expresión de miedo y confusión, aunque mi amiga también mostraba no poca diversión en su rostro.

—Voy a entrar —dije con voz grave y valiente.

Inspiré hondo, empujé la puerta y vi por primera vez el dormitorio del pecado. Escritorio en un rincón. Cómoda contra una pared, con la parte superior cubierta de monedas sueltas. Más fotografías en la pared, en blanco y negro. Y allí estaba: su cama.

Entran trompetas.

Contra la pared, mi pared, había una cama gigantesca con su cabecero acolchado de piel. Acolchado. Tenía que estarlo, ¿verdad? La cama era inmensa. ¿Y Simon tenía la capacidad de mover aquella cosa solo con sus caderas? Una vez más, Caroline Inferior se incorporó y tomó nota.

Me concentré y aparté los ojos de la central internacional de orgasmos. Eché una ojeada a mi alrededor y localicé el objetivo: allí, en la butaca de piel situada delante de la ventana. Purina se había subido al respaldo con las manos en el pelo, gimiendo y lloriqueando. Tenía la falda hecha trizas, y había minúsculas marcas de garras en sus medias. La chica intentaba con cada fibra de su ser apartarse del gato que estaba en el suelo, delante de ella.

¿Y Clive?

Clive se pavoneaba. Se pavoneaba de aquí para allá delante de ella, dándolo todo. Se volvía como si participase en un desfile, avanzando en línea recta por el suelo y mirándola con indiferencia.

Si Clive pudiese llevar un blazer se lo habría quitado, se lo habría echado al hombro con gesto informal y la habría señalado. Tuve que hacer un esfuerzo para no caerme de risa. Di un paso hacia él, y Purina me gritó algo en ruso. La ignoré y centré toda mi atención en mi gato.

—Hola, Clive, hola. ¿Dónde está mi chavalote? —canturreé, y él se volvió. Me lanzó una ojeada y señaló a Purina con un gesto de la cabeza como si estuviese haciendo la primera ronda de presentaciones—. ¿Quién es tu nueva amiguita? —canturreé de nuevo. Purina intentó decir algo y negué con la cabeza, poniéndome el dedo delante de los labios. Aquella situación requería mucha mano izquierda.

—¡Clive, ven aquí! —vociferó Mimi, precipitándose dentro de la habitación. Siempre le costaba contener la excitación.

Clive se dirigió hacia la puerta mientras Mimi se dirigía hacia el gato. Purina se dirigió hacia la cama mientras yo corría detrás de Mimi, que chocó contra Simon al otro lado de la puerta del dormitorio, quien seguía sujetando sus puñeteras bolsas de la compra. Productos ecológicos y sostenibles, cuidadosamente escogidos, llovieron sobre ambos cuando pasé junto a ellos apartándoles de un empujón, saltando sobre sus brazos y piernas y un queso brie de camino hacia la puerta de la calle. Atrapé a Clive en el momento preciso en que se abalanzaba hacia las escaleras y le sujeté contra mi cuerpo.

—Clive, no es propio de ti escapar de tu mami —le reprendí, justo cuando Simon y Mimi llegaban por fin a nuestro lado.

—¿Qué demonios estás haciendo, aguafiestas? ¿Estás tratando de matarme? —gritó Simon.

Mimi se revolvió contra él:

—No la llames así… ¡Seductor! —replicó, dándole un puñetazo en el pecho.

—¡Oh, callaos! —vociferé.

Purina apareció por el pasillo, caminando hacia nosotros. Llevaba un solo zapato y una mirada furiosa. Empezó a gritar en ruso.

Mimi y Simon continuaban vociferando, Purina gritaba, Clive luchaba por soltarse y reunirse con su verdadero amor, y yo me hallaba en mitad del caos intentando entender qué demonios había ocurrido en los últimos dos minutos.

—¡Tienes que controlar a tu maldito gato! —chilló Simon mientras Clive trataba de liberarse de un brinco.

—¡No le chilles a Caroline! —gritó Mimi, dándole otro puñetazo.

—¡Mira mi falda! —gritó Purina.

—¿Alguien ha encargado pad thai? —oí por encima del caos. Miré hacia la escalera y vi a un repartidor petrificado en el último peldaño, reacio a seguir avanzando.

Todo el mundo se detuvo.

—Increíble —murmuró Mimi y entró en mi apartamento, indicándole con un gesto al recadero que la siguiese.

Dejé a Clive nada más entrar y cerré la puerta, aislando sus gritos. Simon hizo pasar a Purina al interior de su piso, diciéndole en voz baja que buscase algo que ponerse en su habitación.

—Ahora voy —dijo, y volvió a indicarle que entrase con un gesto de la cabeza.

La chica me fulminó con la mirada una vez más, se dio la vuelta enfurruñada y cerró la puerta de un portazo.

Él se volvió de nuevo hacia mí y nos miramos fijamente; ambos empezamos a reír al mismo tiempo.

—¿De verdad acaba de pasar todo eso? —preguntó él, riéndose entre dientes.

—Eso me temo. Por favor, dile a Purina que lo siento mucho —contesté, enjugándome las lágrimas.

—Lo haré, pero antes tiene que calmarse durante un rato. Espera, ¿cómo acabas de llamarla? —preguntó.

—Mmm, ¿Purina? —respondí, sin dejar de reírme con placer.

—¿Por qué la llamas así? —preguntó; ya no se reía.

—¿En serio? Venga ya, ¿no te lo imaginas? —dije.

—No, dímelo tú —dijo, pasándose las manos por el pelo.

—Oh, tío, ¿vas a obligarme a decirlo? La llamo Purina… porque, Dios, ¡porque maúlla! —solté, riéndome de nuevo.

Se puso como un tomate y asintió con la cabeza.

—Vale, vale. La has oído, cómo no. —Se echó a reír—. Purina —dijo en voz baja, y sonrió.

Oí a Mimi discutiendo con el repartidor en mi apartamento, algo acerca de unos rollitos de primavera que faltaban.

—Tu amiga da un poco de miedo, ¿sabes? —dijo Simon, indicando mi puerta con un gesto.

—No tienes ni idea —dije.

Aún oía a Clive gemir detrás de la puerta. Apoyé la cara en el borde y la abrí solo un par de centímetros.

—Cállate, Clive —siseé.

Una garra salió por la rendija, y juro que me enseñó el dedo corazón.

—No sé mucho sobre gatos, pero ¿es ese un comportamiento felino normal? —preguntó Simon.

—Le tiene un apego bastante raro a tu chica, desde la segunda noche que pasé aquí. Creo que está enamorado.

—Ya entiendo. Bueno, pues me aseguraré de transmitirle sus sentimientos a Nadia —dijo—. En el momento adecuado, por supuesto.

Se rio entre dientes y se dispuso a volver dentro.

—Más te vale no hacer mucho ruido esta noche, o te envío a Clive otra vez —le advertí.

—No, por favor —dijo.

—Bueno, pues pon música. Tienes que hacer algo —supliqué—, o volverá a subirse por las paredes.

—Lo de la música puede arreglarse. ¿Alguna preferencia? —preguntó, volviéndose hacia mí desde su recibidor.

Retrocedí hasta el mío y apoyé la mano en la puerta.

—Lo que sea menos big bands, ¿vale? —contesté con voz suave. Corazón bajó por mi tripa, revoloteando.

En su rostro se dibujó una expresión de decepción.

—¿No te gustan las big bands? —inquirió en voz baja.

Me llevé los dedos a la clavícula y noté mi piel cálida bajo su mirada. Vi que sus ojos seguían mi mano con intensidad, calentándome aún más.

—Me encantan —susurré, y sus ojos saltaron de nuevo hasta los míos en un gesto de sorpresa. Le dediqué una sonrisa tímida y desaparecí dentro de mi apartamento, dejándole con la sonrisa en la boca.

Mimi seguía chillándole al repartidor. Me puse a decirle a Clive cuatro cosas mientras ambos sonreíamos con afectación. Cinco minutos después, con la boca llena de fideos, oí a Purina en el rellano vociferando algo en un ruso indescifrable, y luego la puerta de Simon se cerró de un portazo. Traté de disimular mi sonrisa, pero solo conseguí hacerla pasar por un bocado particularmente picante. Di por supuesto que esa noche no habría porrazos en la pared… Clive se sentiría deprimido.

Esa noche, más o menos a las once y media, cuando me estaba metiendo en la cama, Simon me puso música a través de nuestra pared compartida. No era big band, pero era bastante buena. Prince. «Pussy Control».

Sonreí a regañadientes, encantada con su pícaro sentido del humor.

¿Amigos? Sin duda. Quizá. Tal vez.

«Pussy Control». Volví a pensar en aquello y solté un bufido.

Muy bueno, Simon. Muy bueno.