6
Nos miramos. Oleadas de ira y mal humor iban y venían entre nosotros. Nos fulminamos con la mirada, él con su sonrisa satisfecha y yo con mi mueca desdeñosa, hasta que me di cuenta de que nuestro propio gallinero había vuelto a callarse junto con todos y cada uno de los invitados que se encontraban en la cocina. Miré, detrás de mi vecino, a Jillian, que estaba junto a Benjamin y me dedicaba una mirada inquisitiva, preguntándose sin duda a qué se debía la cara de malas pulgas que mostraba su protegida en su fiesta de inauguración.
Un momento: ¿cómo demonios conocía ella a Simon? ¿Por qué estaba siquiera allí?
Noté una mano minúscula en el hombro y me volví rápidamente. Era Mimi.
—Tranquila, fiera. No hace falta que emplees armamento nuclear en casa de Jillian, ¿vale? —susurró, sonriéndole tímidamente a Simon.
Le lancé una mirada a mi amiga y me volví de nuevo hacia Simon, a quien encontré acompañado por nuestros anfitriones.
—Caroline, ignoraba que conocieses a Simon. Desde luego, ¡el mundo es un pañuelo! —exclamó Jillian, dando una palmada.
—No puedo decir que le conozca, aunque sí que estoy familiarizada con su trabajo —contesté con los dientes apretados.
Mimi bailó en círculo a nuestro alrededor como una cría con un secreto.
—Jillian, no vas a creértelo, pero… —empezó, y su voz rebosaba regocijo mal disimulado.
—Mmm… —le advertí.
—¡Este Simon es el Simon del apartamento contiguo! ¡Simon el Seductor! —gritó Sophia, agarrando a Benjamin por el brazo. Estoy segura de que solo lo hizo para poder tocarle.
—¡Maldita sea! —susurré mientras Jillian asimilaba esa información.
—¡No puede ser, joder! —murmuró ella, y se tapó la boca con la mano tras soltar la palabrota. Jillian siempre trataba de comportarse como una dama. Benjamin parecía confuso, y Simon tuvo la decencia de ruborizarse un poco.
«Capullo», dije moviendo solo los labios.
«Aguafiestas», respondió él de la misma manera mientras la sonrisa satisfecha regresaba con toda su fuerza.
Emití un grito ahogado y apreté los puños. Me disponía a decirle exactamente lo que podía hacer con su fiesta aguada cuando me interrumpió Neil:
—¡Benjamin, no te lo pierdas! ¡Esta tía buena de aquí es Picardías Rosa! ¿Puedes creértelo?
Se echó a reír mientras Ryan se esforzaba por mantener la compostura. Benjamin abrió los ojos como platos y me miró levantando una ceja. Simon contuvo una carcajada.
—¿Picardías Rosa? —preguntó Jillian, y oí que Benjamin se le acercaba y le prometía explicárselo más tarde.
—¡Vale! ¡Ya está bien! —grité, y señalé a Simon—. Tú. Puedo hablar contigo, ¿por favor? —vociferé, agarrándole por el brazo.
Tiré de él hasta sacarle de allí y llevármelo a uno de los senderos que se alejaban de la casa. Me siguió como pudo. Mis tacones chirriaban furiosos contra las losas.
—Dios, frena un poco, ¿quieres?
En respuesta, le clavé las uñas en el brazo, cosa que le hizo chillar. Bien.
Llegamos a una pequeña zona apartada de la casa y la fiesta; lo bastante apartada para que nadie le oyese gritar cuando yo le arrancase los huevos del cuerpo. Le solté el brazo y me revolví contra él, señalando con un dedo su cara sorprendida.
—¡Pero qué cara más dura tienes, capullo! ¿Cómo te atreves a hablarle de mí a todo el mundo? ¡Qué demonios! ¿Picardías Rosa? ¿Te estás quedando conmigo? —grité en susurros.
—¡Oye, que yo podría hacerte la misma pregunta! ¿Por qué me llaman el Seductor esas chicas de ahí, eh? A ver quién es ahora la que ha hablado más de la cuenta —contestó en el mismo tono.
—¿Me tomas el pelo? ¿Aguafiestas? ¡Que me negase a pasar otra noche escuchándote a ti y a tu harén no me convierte en una aguafiestas! —siseé.
—Teniendo en cuenta que al aporrear mi puerta me aguaste la fiesta, estoy en mi derecho de llamarte aguafiestas. ¡Aguafiestas! —siseó él a su vez.
Aquella conversación empezaba a sonar propia de cuarto curso de primaria, salvo por lo del picardías y el tipo de fiesta.
—Escúchame bien, tío —dije, intentando hablar en un tono más propio de adultos—. ¡No pienso pasarme cada noche oyendo cómo tratas de atravesar mi pared con la cabeza de tu chica, haciendo fuerza solo con la polla! Ni hablar, colega.
Le señalé con un dedo. Él me lo agarró.
—Lo que yo haga en mi lado de esa pared es asunto mío; dejémoslo claro de una vez por todas. De todas formas, ¿por qué te preocupamos tanto mi polla y yo? —preguntó, de nuevo con esa sonrisa satisfecha.
Fue la sonrisa, esa maldita sonrisa, la que me puso hecha una furia. Eso, y que siguiera sujetándome el dedo.
—¡Sí que es asunto mío que tú y tu tren sexual vengáis a estrellaros cada noche contra mi pared!
—Estás realmente obsesionada con eso, ¿verdad? ¿Te gustaría estar al otro lado de esa pared? ¿Quieres subirte a ese tren sexual, Picardías Rosa?
Se rio entre dientes, agitando su dedo en mi cara.
—Vale. Ya está bien —mascullé.
Le agarré el dedo para defenderme, lo cual nos dejó unidos al instante. Debíamos parecer dos leñadores tratando de talar un árbol. Forcejeamos hacia delante y hacia atrás, más allá del ridículo. Ambos resoplamos, cada uno tratando de imponerse a su adversario, cada uno negándose a ceder.
—¿Por qué tienes que ser tan putón y tan gilipollas? —pregunté, con la cara a escasos centímetros de la suya.
—¿Por qué tienes que ser tan aguafiestas y tan remilgada? —preguntó él, y cuando abrí la boca para decirle exactamente lo que pensaba, el muy cabrón me besó.
Me besó.
Apoyó sus labios en los míos y me besó. Bajo la luna y las estrellas, con el sonido de las olas rompiendo y el canto de los grillos. Mis ojos seguían abiertos, furiosamente clavados en los suyos. Eran tan azules que parecía que estuviera mirando dos océanos rabiosos.
Se apartó. Nuestros dedos seguían agarrados como alicates. Le solté la mano y le di una bofetada. Pareció conmocionado, sobre todo cuando le agarré del jersey y tiré de él. Le besé, cerrando los ojos y dejando que mis manos se llenasen de lana y mi nariz se llenase de aquel cálido olor masculino.
Puñetas, qué bien olía.
Sus manos se apoyaron en mis riñones. Tan pronto como me tocó, caí en la cuenta de dónde estaba y de lo que estaba haciendo.
—¡Maldita sea! —dije, y me aparté.
Nos miramos y me sequé los labios. Empecé a alejarme y luego me apresuré a volver atrás.
—Esto nunca ha ocurrido, ¿vale? —dije, volviendo a señalarle.
—Lo que tú digas —replicó con su sonrisa satisfecha, y sentí que estallaba mi mal genio.
—Y deja de llamarme Picardías Rosa, ¿de acuerdo? —grité en susurros, y me volví para echar a andar por el sendero.
—Hasta que vea tus otros picardías, así es como pienso llamarte —replicó.
Tropecé y casi me caigo. Me alisé el vestido y regresé a la fiesta.
Increíble.
—Así que le dije al tipo: «No voy a organizar tu “cuarto de juegos”. ¡Puedes ordenar tus propias fustas de montar!» —chilló Mimi, y todos nos reímos.
Mimi sabe contar anécdotas como nadie. Se le da muy bien unir a grupos, sobre todo cuando sus miembros se acaban de conocer.
Mientras la fiesta empezaba a decaer, mis chicas y los amigos de Simon permanecían reunidos alrededor de una fogata encendida en una de las terrazas. El foso, rodeado de bancos, era profundo y estaba revestido de losas. Junto al alegre crepitar del fuego, reímos, bebimos y contamos anécdotas. Y me refiero a que Mimi, Sophia, Neil y Ryan contaron anécdotas mientras Simon y yo nos fulminábamos con la mirada por encima de las llamas. Con las chispas volando, si entornaba un poco los ojos podía imaginarle abrasándose en los fuegos del infierno.
—Bueno, ¿vamos a abordar el tema tabú o qué? —preguntó Ryan, levantando las rodillas y colocando su cerveza sobre el banco, a su lado.
—¿De qué tema tabú estás hablando? —pregunté dulcemente, después de beber un sorbito de vino.
—¡Oh, por favor! ¡De que el tío que da golpes en el cabecero de tu cama es el bombón que está sentado ahí enfrente, chica! —chilló Mimi, a punto de arrojar su bebida contra la cara de Neil. Este se rio con ella, pero le quitó la copa de la mano antes de que pudiese causar algún perjuicio grave.
—La verdad es que no hay nada que contar —dijo Simon—. Tengo una vecina nueva. Se llama Caroline. Eso es todo.
Asintió con la cabeza y me observó a través del fuego. Levanté las cejas y bebí un sorbo de vino.
—Sí, es agradable saber que Picardías Rosa tiene nombre. Tal como te describió… ¡vaya! Yo no estaba seguro de que fueses real, ¡pero estás tan buena como él nos dijo! —me chilló Neil en tono de aprobación, y por un momento intentó entrechocar el puño con Simon a través de las llamas antes de darse cuenta de lo calientes que estaban.
Clavé los ojos en Simon, que hizo una mueca al oír la descripción. «Interesante…»
—Entonces, ¿erais vosotros los tíos que daban golpes en la pared hace un rato, los que escuchaban a Guns N’Roses? —preguntó Sophia, dándole un codazo a Ryan.
—Y supongo que vosotras debíais ser las chicas que cantaban a coro, ¿no? —replicó este, devolviéndole el codazo con una sonrisa.
—El mundo es un pañuelo, ¿verdad? —dijo Mimi con un suspiro, contemplando a Neil.
Este le guiñó el ojo, y vi enseguida adónde iría a parar aquello. Ella tenía a su gigante, Sophia tenía a su empollón buenorro, y yo tenía mi vino. El cual estaba desapareciendo a una velocidad de vértigo.
—Disculpad —murmuré, y me levanté para ir en busca de un camarero.
Me abrí paso a través de la multitud decreciente en el interior de la casa, saludando con la cabeza a unas cuantas caras conocidas. Acepté una copa de vino más y volví a salir. Me dirigía hacia la fogata cuando oí que Mimi decía:
—Deberíais haber oído a Caroline cuando nos contó lo de la noche en que aporreó su puerta.
Sophia y Mimi se juntaron y dijeron sin aliento:
—Simon… seguía… ¡empalmado!
Todos se partieron de risa. Tenía que acordarme de matar a aquellas chicas al día siguiente, y de forma dolorosa.
Lancé un gemido ante mi humillación pública y me di la vuelta para caminar entre los jardines dando fuertes pisotones cuando vi a Simon entre las sombras. Traté de retroceder antes de que me viese, pero me saludó con la mano.
—Acércate, que no muerdo —dijo en tono de burla.
—Sí, claro, ya lo supongo —contesté, caminando hacia él.
Nos quedamos sin decir nada. Contemplé la bahía, disfrutando del silencio de la noche. Al cabo de unos instantes, Simon habló por fin:
—Estaba pensando que, ya que somos vecinos… —empezó.
Me volví a mirarle. Me estaba dedicando una sonrisita sexy, y supe que era eso lo que usaba para hacer que las bragas bajasen. ¡Ja! El pobre no sabía que no llevaba bragas.
—¿Qué estabas pensando? ¿Que a lo mejor querría ir a visitarte alguna noche para ver a qué viene tanto escándalo y subir al vagón de bienvenida? No tengo ningún interés en convertirme en una de tus chicas, guapo —contesté, mirándole con furia.
Él no dijo nada.
—¿Y bien? —pregunté, dando golpecitos con el pie contra el suelo, irritada. Menuda cara tenía ese tipo…
—En realidad iba a decir que, ya que somos vecinos, quizá podríamos firmar una tregua —dijo en voz baja, mirándome con mucha irritación.
—Oh —dije, sin saber cómo continuar.
—O quizá no —acabó, y empezó a alejarse.
—Espera, espera, espera, Simon —gemí, agarrándole por la muñeca cuando pasó por mi lado.
Se quedó allí, lanzándome una mirada de furia.
—Sí. Muy bien. Podemos firmar una tregua, pero tiene que haber algunas normas básicas —respondí, volviéndome hacia él.
Simon cruzó los brazos sobre el pecho.
—He de advertirte que no me gusta que las mujeres me digan lo que debo hacer —contestó en tono sombrío.
—Pues no es eso lo que tengo entendido —dije en voz baja, aunque él lo oyó de todos modos.
—Eso es distinto —dijo él, y reapareció la chulería.
—Vale, la cuestión es esta: pásatelo bien, haz tus cosas, cuélgate de los ventiladores del techo; me da igual. Pero ¿puedes intentar no hacer tanto ruido a altas horas de la noche? ¿Por favor? Tengo que dormir.
Él reflexionó unos momentos.
—Sí, ya veo que eso puede ser un problema. Pero ¿sabes? En realidad no me conoces en lo más mínimo, y desde luego no sabes nada de mi «harén», como tú lo llamas. No tengo que justificar ante ti ni mi vida, ni a las mujeres que hay en ella. Así que se acabaron los juicios negativos, ¿de acuerdo?
Reflexioné.
—De acuerdo. Por cierto, he agradecido mucho el silencio de esta semana. ¿Pasa algo?
—¿Que si pasa algo? ¿A qué te refieres? —preguntó mientras volvíamos con el grupo.
—Pensaba que quizá habías resultado herido en el ejercicio de tu deber, que se te había roto la salchicha o algo así —bromeé, orgullosa de utilizar otra vez mi comentario sarcástico.
—Increíble. Eso es lo único que crees que soy, ¿no? —replicó, recuperando su expresión de enfado.
—¿Una salchicha? La verdad, sí —salté.
—Oye… —empezó, y Neil apareció de la nada.
—Resulta agradable comprobar que os habéis dado un besito y habéis hecho las paces —nos riñó, fingiendo contener a Simon.
—Cállate la boca, locutor —murmuró este mientras reaparecía el resto de los recién emparejados.
—Deja de llamarme locutor, ¿eh? —dijo Neil, y Sophia se volvió rápidamente hacia él.
—¿Locutor? Espera un momento. Eres el presentador local de deportes de la NBC, ¿verdad? ¿A que sí? —preguntó.
Vi que a Sophia se le iluminaban los ojos. Mi amiga podía ser una intérprete de música clásica, pero también era una gran hincha de los 49ers. Yo solo sabía que los 49ers eran un equipo de fútbol americano.
—Sí, soy yo. ¿Sigues mucho los deportes? —preguntó, inclinándose hacia ella y llevándose consigo a Mimi. Dada la forma en que esta se agarraba a su brazo, era inevitable. Mi pequeña amiga trastabilló, y Ryan se lanzó en picado para sujetarla. Se sonrieron mientras Sophia y Neil continuaban hablando de fútbol americano. Tosí un par de veces, recordándoles que, de hecho, yo seguía allí.
—¡Nos marchamos, Caroline! —exclamó Sophia entre risas, apoyada en el brazo de Ryan.
Fulminé a Simon con la mirada una vez más y eché a andar enfadada hacia las chicas.
—Muy bien. Ya me he divertido lo suficiente esta noche. Llamaré para que vengan a buscarnos y podemos salir en pocos minutos —respondí, buscando mi móvil en el bolso.
—La verdad es que Neil nos hablaba de un bar fantástico y pensábamos ir allí. ¿Queréis venir? —me interrumpió Mimi, sujetándome la mano. Me la apretó y vi que negaba con la cabeza de forma casi imperceptible.
—¿No? —pregunté, levantando las cejas.
—¡Fantástico! El bueno del Seductor se encargará de acompañarte a tu casa —sugirió Neil, y acto seguido le dio a Simon una brusca palmada en la espalda.
—Sí, claro —contestó este con los dientes apretados.
Sin darme tiempo ni a parpadear, los cuatro se dirigieron hacia el ascensor, despidiéndose achispados de Benjamin y Jillian, quienes se limitaron a reír y a felicitarse con una palmada en el aire.
El Seductor y yo nos miramos. De repente sentí que me abandonaban las fuerzas.
—¿Tregua? —sugerí en tono cansado.
—Tregua —dijo él, asintiendo con la cabeza.
Abandonamos juntos la fiesta. Cruzamos el puente en su coche, envueltos en el silencio y la niebla de la madrugada. Simon me había abierto la puerta cuando nos acercamos al Rover, probablemente una arraigada lección de su madre. Mientras yo subía, me había apoyado la mano en los riñones, y luego desapareció y dio la vuelta hasta su lado antes de que tuviese siquiera la oportunidad de hacer un comentario mordaz. Quizá fuese mejor así: habíamos firmado una tregua. La segunda en pocos minutos. Yo sabía que aquello iba a acabar mal. Aun así, lo intentaría. Podíamos comportarnos como buenos vecinos, ¿no?
Buenos vecinos. ¡Ja! Aquel beso no era exactamente propio de unos buenos vecinos. Me esforzaba por no pensar en él, pero no dejaba de acudir a mi mente. Me llevé los dedos a los labios sin darme cuenta siquiera, recordando la sensación de su boca sobre la mía. Su beso era casi un desafío, como si me retase a cumplir mis amenazas; era una promesa de lo que vendría a continuación si yo lo permitía.
¿Y mi beso? Un instinto puro y duro que, francamente, me sorprendió. ¿Por qué le había besado? No tenía la menor idea, pero lo había hecho. Había quedado en ridículo. Le había abofeteado y luego le había besado como en una escena de una película de Cary Grant. Me había lanzado a aquel beso con todo el cuerpo, dejando que mis zonas blandas se curvasen contra las partes fuertes de él. Mi boca había buscado la suya, y su beso se había vuelto tan ávido como el mío. No había sonado música de cuento de hadas, pero hubo algo. Y se había endurecido enseguida contra mi muslo…
Al enredar con la radio, Simon me devolvió al presente. Parecía muy concentrado en la música mientras cruzábamos el puente, lo cual me puso bastante nerviosa.
—¿Puedo ayudarte con eso, por favor? —pregunté, mirando inquieta el agua que corría bajo nuestros pies.
—No, gracias, lo tengo controlado —dijo, lanzándome una ojeada. Debió de fijarse en cómo atisbaba por encima del lateral del puente y se rio entre dientes—. Pues claro, adelante. Al fin y al cabo, te sabías de pe a pa «Welcome to the Jungle», así que puede que elijas algo bueno —me desafió.
Volvió a poner los ojos en la carretera, pero desde donde yo estaba pude ver la sonrisa de aprobación. La cual, aunque me reventaba tener que reconocerlo, le daba a su mandíbula la apariencia de haber sido tallada en la pieza de granito más sexy jamás extraída de la tierra.
—Seguro que puedo encontrar algo —dije en tono impertinente, estirándome hacia la radio en el instante preciso en que él apartaba el brazo. Su mano me rozó un lado del pecho y los dos dimos un respingo—. ¿Qué? ¿Intentas meterme mano? —salté, seleccionando una canción.
—¿Es que acaso no has puesto las tetas en el camino de mi mano? —me replicó.
—Creo que tu mano se ha movido delante de la trayectoria de mis domingas, pero no te agobies. No eres el primero al que estas celestiales criaturas atraen a su órbita —dije con un suspiro teatral, mirándole de reojo para ver si se daba cuenta de que hablaba en broma. La comisura se levantó de su boca, y yo también me permití una leve sonrisa.
—Sí, celestiales. Esa es la palabra que yo iba a utilizar, como para indicar que no son de este mundo. Como para indicar que están suspendidas en los cielos. Como para indicar que son cortesía de Victoria’s Secret —dijo sonriendo de oreja a oreja, y yo fingí escandalizarme.
—¡Madre mía! ¿Estás enterado del Secreto? Tonta de mí, yo que creía que las chicas os teníamos bien engañados.
Me eché a reír y me arrellané en mi asiento. Habíamos cruzado el puente y ahora regresábamos a la ciudad.
—No es fácil engañarme, y menos en materia de mujeres —respondió mientras sonaba la música. Asintió en señal de aprobación—. ¿Too Short? Interesante selección. Pocas mujeres lo elegirían —caviló.
—¿Qué puedo decir? Esta noche me siento muy rapera. Y he de advertirte que yo no soy como la mayoría de las mujeres —añadí, notando que otra sonrisa se dibujaba en mis labios.
—Empiezo a darme cuenta —dijo él.
Guardamos silencio durante unos minutos, y luego, de pronto, ambos comenzamos a hablar a la vez:
—¿Qué te parece…? —empecé.
—¿Puedes creerte que todos…? —dijo él.
—Adelante —le animé, riéndome entre dientes.
—No, ¿qué ibas a decir?
—Iba a preguntarte qué te parece lo que nuestros amigos han hecho esta noche.
—Eso mismo iba a decir yo. ¡No puedo creerme que nos hayan dejado tirados!
Se echó a reír, y no pude evitar reírme con él. Tenía una risa fantástica.
—Lo sé, pero mis chicas saben lo que quieren. Yo no habría podido pintar a dos tíos mejores para ellas. Son exactamente lo que ellas buscan —le confié, apoyándome contra la ventanilla para poder observarle mientras circulábamos por las empinadas calles.
—Sí, Neil siente debilidad por las chicas asiáticas… y te juro que lo que acabo de decir sonaba menos pervertido en mi cabeza. Y a Ryan, por su parte, le encantan las pelirrojas de piernas largas.
Volvió a reírse y me echó un vistazo para averiguar si me había molestado su último comentario.
No lo había hecho en absoluto. Sophia era pelirroja y tenía unas piernas larguísimas.
—Bueno, seguro que mañana sabré con todo detalle qué clase de impresión les causaron a mis señoritas. Me darán el informe completo, eso seguro —dije con un suspiro. Mi teléfono sonaría como un loco.
El silencio volvió a instalarse entre nosotros y me pregunté qué podía decir a continuación.
—¿De qué conoces a Benjamin y Jillian? —preguntó, ahorrándome la charla insustancial.
—Trabajo en la empresa de Jillian. Soy diseñadora de interiores.
—Espera. Un momento, ¿eres esa Caroline? —preguntó.
—No tengo ni idea de lo que significa eso —contesté, preguntándome por qué me miraba fijamente.
—¡Diablos, es verdad que el mundo es un pañuelo! —exclamó Simon, sacudiendo la cabeza de un lado a otro como para tratar de despejarse.
Guardó silencio. Yo me había perdido.
—Oye, ¿te importa aclararme eso? ¿A qué te refieres cuando dices «esa» Caroline? —inquirí por fin, dándole una palmada en el hombro.
—Es solo que… bueno… eh… Jillian te ha mencionado alguna que otra vez. Vamos a dejarlo aquí —dijo.
—¡Pues no, no vamos a dejarlo aquí! ¿Qué te ha dicho? —insistí, dándole otra palmada en el hombro.
—¿Quieres parar de una vez? Eres muy bruta, ¿sabes? —dijo.
Podía interpretar ese comentario de muchas maneras distintas, así que tuve la sensatez de no abrir la boca.
—¿Qué dijo de mí? —pregunté en voz baja, preocupada por la posibilidad de que hubiese dicho algo acerca de mi trabajo. Ya tenía los nervios destrozados, y ahora se me estaban crispando.
Me miró y se apresuró a decir:
—No, no, no es nada de eso. No se trata de nada malo. Es solo que, bueno, Jillian te adora. Y, por supuesto, me adora a mí, ¿vale?
Puse los ojos en blanco, pero le seguí la corriente.
—Y, bueno, puede que haya… mencionado varias veces… que pensaba que yo debería conocerte —dijo, alargando la explicación.
Le miré a los ojos y me hizo un guiño.
—Oh. Ohhhh —susurré al comprender a qué se refería. Me ruboricé. Jillian, esa pelma casamentera—. ¿Sabe lo de tu harén? —pregunté.
—¿Quieres dejarlo ya? No las llames «el harén». Tal como lo dices, haces que parezca algo sucio. ¿Y si te dijese que esas tres mujeres son tremendamente importantes para mí, que les tengo mucho cariño, que la relación que mantengo con ellas ya nos está bien y que nadie más tiene por qué entenderla? ¿Lo pillas? —dijo, frenando el Rover de golpe delante de nuestro edificio.
Guardé silencio mientras me observaba las manos con detenimiento y le miraba pasarse las suyas por el pelo ya alborotado.
—Oye, ¿sabes qué? Tienes razón. ¿Quién soy yo para decir lo que está bien o mal a otra persona? Si a ti ya te está bien, fantástico. Adelante. Buena suerte. Solo me sorprende que Jillian quisiera emparejarte conmigo. Ella sabe que soy una chica bastante tradicional —expliqué.
Exhibió una gran sonrisa y centró en mí la fuerza de sus ojos azules.
—Resulta que no lo sabe todo sobre mí. Soy muy reservado con mi vida privada, aunque hago una excepción con mi vecina de paredes delgadas y arrolladora lencería —dijo, en una voz baja capaz de derretir cualquier cosa.
Desde luego, mi cerebro se incluía entre esas cosas, puesto que de pronto noté que se me salía por las orejas y me chorreaba por el cuello.
—Una excepción —murmuré, muy perturbada.
Soltó una siniestra carcajada y abrió su puerta. Me estuvo mirando a los ojos mientras rodeaba el coche a zancadas y me abría la puerta.
Bajé del coche, cogiendo la mano que él me ofrecía, y casi sin darme cuenta de que dibujaba un minúsculo círculo en la palma de mi mano izquierda con su pulgar derecho. «Casi sin darme cuenta, ¡y un huevo!» Se me puso la piel de gallina y Caroline Inferior se incorporó. ¿Nervios? Elevándose como fuegos artificiales por todas partes.
Entramos en el edificio, y una vez más me abrió la puerta. Era realmente encantador, tenía que reconocerlo.
—¿Y de qué conoces tú a Benjamin y Jillian? —pregunté, subiendo las escaleras delante de él.
Sabía con certeza que me estaría mirando las piernas. ¿Y por qué no iba a hacerlo? Yo tenía unas piernas fantásticas, resaltadas en ese momento por el vestidito de volantes.
—Benjamin es amigo de mi familia desde hace años. Le conozco prácticamente desde que nací. Además, administra mis inversiones —contestó mientras recorríamos el primer rellano y empezábamos a subir al segundo piso.
Me volví y comprobé que me miraba las piernas. ¡Ja! Le pillé.
—Oooh, tus inversiones. ¿Tienes unos cuantos bonos de ahorro sobrantes de tus cumpleaños, tío Gilito? —bromeé.
Se rio entre dientes.
—Sí, algo parecido.
Continuamos escaleras arriba.
—Es curioso, ¿no crees? —comenté.
—¿Curioso? —preguntó, y su voz resbaló sobre mí como miel tibia.
—Bueno, me refiero al hecho de que Benjamin y Jillian nos conociesen a los dos, a que nos hayamos encontrado en esa fiesta y a que seas tú el que me ha tenido entretenida por las noches durante todas estas semanas. Supongo que el mundo es un pañuelo.
Llegamos al rellano superior y saqué mis llaves.
—Aunque San Francisco es una gran ciudad, en ciertos aspectos puede parecer un pueblo pequeño —comentó él—. Pero sí, es curioso. Intrigante, incluso. ¿Quién iba a imaginarse que la agradable diseñadora con la que pretendía emparejarme Jillian era en realidad Picardías Rosa? De haberlo sabido, habría aceptado —respondió, de nuevo con esa dichosa sonrisa en su atractivo rostro.
Maldita sea, ¿por qué no podía seguir comportándose como un capullo?
—Sí, pero esta Picardías Rosa habría dicho que no. Al fin y al cabo, con unas paredes tan delgadas…
Le guiñé un ojo y di un puñetazo en la pared, junto a mi puerta. Oí a Clive parloteando en mi apartamento. Tenía que entrar antes de que comenzase a aullar.
—Ah, sí, paredes delgadas. Mmm… En fin, buenas noches, Caroline. La tregua sigue en pie, ¿no? —preguntó, volviéndose hacia su puerta.
—La tregua sigue en pie, siempre que no hagas nada que me enfurezca otra vez —dije entre risas, apoyándome en el marco.
—Oh, puedes contar con ello. Por cierto, Caroline, hablando de paredes delgadas… —dijo, abriendo su puerta y volviéndose a mirarme. Se apoyó en su propio marco y dio un puñetazo en la pared.
—¿Sí? —pregunté, en un tono más soñador de lo que me convenía.
Simon recuperó la sonrisa satisfecha y dijo:
—Que tengas dulces sueños.
Golpeó la pared una vez más, me guiñó el ojo y entró.
Dulces sueños y paredes delgadas. Dulces sueños y paredes delgadas…
¡La madre que me parió! Simon me había oído.