13

 

 

Se abrió el cielo, lanzándonos una lluvia helada que se mezcló con el calor que nos rodeaba y que crecía entre nosotros. Miré a Simon, cálido y húmedo bajo mi cuerpo, y no hubo nada en el mundo que deseara más que sus labios contra los míos. Así que, aunque todas y cada una de las alarmas se habían disparado en mi cabeza, me concentré, le apreté la cintura con las piernas y le miré directamente a los ojos.

—Mmm, Caroline, ¿qué pretendes?

Sonrió y noté en la cintura sus fuertes manos, cuyos dedos se me clavaban en la piel. Su piel resbalaba contra la mía de un modo que me hacía perder la cordura, y sentí, sentí de forma literal, sus abdominales contra mi tripa. Era tan fuerte, tan intensamente poderoso, que Cerebro empezó a fundirse, y otros órganos empezaron a tomar todas mis decisiones.

Creo que incluso O asomó la cabeza un momento, como una marmota. Echó un rápido vistazo a su alrededor y declaró que la primavera estaba mucho más cerca de lo que había estado en meses.

Me humedecí los labios y él me imitó. Apenas podía verle a través de la nube de vapor procedente del jacuzzi y del deseo que en ese momento se fraguaba en aquel pequeño caldero de química clorada.

—No pretendo nada bueno, eso seguro —susurré, subiendo un poco.

La sensación de mis pechos aplastados contra su piel era inimaginable. Al volver a instalarme sobre sus rodillas noté su reacción de una forma muy tangible, y ambos gemimos por el contacto.

—No pretendes nada bueno, ¿eh? —dijo, y sentí su voz áspera y confusa como jarabe de arce cayendo sobre mí.

—Nada bueno —le susurré al oído mientras apoyaba su boca en mi cuello—. ¿Quieres ser malo conmigo?

—¿Estás segura? —gimió, aferrando mi espalda con delicioso abandono.

—Vamos, Simon, aporreemos unas paredes —contesté, asomando la lengua entre los labios y apoyándola en la piel situada justo debajo de su mandíbula. La pelusilla me rascó, dándome una idea de la sensación que me produciría en otras zonas suaves del cuerpo.

En ese momento O asomó la cabeza un poco más y se fue derechita a Cerebro, que a su vez se dirigió a mis manos.

Me agarré con firmeza a la base del cuello de Simon y le situé directamente delante de mí; sus ojos llameaban muy abiertos, convertidos en diminutos hipnotizadores.

Su sonrisa resultaba dura, y él también lo estaba.

Me incliné y le chupé el labio inferior, mordisqueándolo ligeramente antes de aumentar la fuerza y atraerle hacia mí. Él vino de buen grado, cediendo el control mientras mis dedos tiraban de su pelo y mi lengua se introducía en su boca obligándole a gemir. Ahora todo mi mundo se reducía a las sensaciones que me producía aquel hombre, aquel hombre maravilloso metido entre mis brazos y entre mis piernas, y le besé como si el mundo estuviese a punto de acabarse.

No fue un beso dulce y tímido, fue pura frustración carnal aderezada con un deseo incomprensible y convertida en una bola gigantesca que decía «por favor, Señor, déjame vivir en la boca de este hombre hasta nueva orden». Mi boca llevaba a la suya en una danza tan vieja como las montañas que nos contemplaban con aprobación; nuestras lenguas, dientes y labios se estrellaban, crujían y cedían a la dulce tensión que había estado creciendo entre nosotros desde que me presenté en su puerta vestida con la prenda que inspiró mi mote.

Me estremecí al notar que sus manos descendían aún más hasta agarrarme el trasero y atraerme todavía más hacia él. Mis piernas se movieron con dificultad mientras jadeaba, sudando. Me moría de ganas de entregarme a Simon.

Tenía los ojos cerrados y las piernas abiertas, y gemía en su boca como una perra en celo. Era innegable que un beso, un simple beso, me había transformado en una enorme esfera de deseo, y supe que si Simon continuaba provocándome aquellas sensaciones iba a invitarle a entrar en mi Tahoe. «Una idea genial.»

—Entra en mi Tahoe, Simon —farfullé de forma incoherente en su boca.

Él permaneció en silencio unos instantes.

—¿Dónde has dicho que entre, Caroline? ¡Oh, Dios! —logró decir.

Se separó de la pared del jacuzzi llevándome consigo y surcamos las aguas, vaciando la mitad del contenido en la terraza mientras la otra mitad se agitaba a nuestro alrededor como si fuese marea alta. Me empotró contra la pared de enfrente, me empujó contra el banco y volvió a envolverse la cintura con mis piernas mientras yo apoyaba de nuevo mi boca en la suya, nada dispuesta a soltarle. Hubo un momento en que le besaba con tanta fuerza que tuvo que apartarme de un empujón para poder recuperar el aliento.

—Respira, Simon, respira —dije, riéndome tontamente y acariciándole la cara mientras jadeaba ante mí.

—Eres… una… loca —declaró con voz entrecortada.

Sus manos se introdujeron debajo de mis brazos y se curvaron en torno a mis hombros, sujetándome con firmeza contra la pared mientras yo le clavaba los talones en el trasero, llevándole hasta el punto exacto en el que le necesitaba. Cerró los ojos y se mordió el labio inferior; un gruñido de animal sonó en su garganta cuando lancé la segunda oleada de mi ataque mandado por Caroline Inferior.

—¡Tocarte es increíble! —gemí.

Empecé a besarle de nuevo, inundándole de besos la boca, las mejillas y la mandíbula antes de bajar para lamerle y morderle el cuello mientras Simon echaba la cabeza hacia atrás a fin de permitir mi asalto. Sus manos, ásperas sobre mi cuerpo, bajaron por mi espalda, atraparon las cintas de mi biquini y desataron los laterales. La idea de mis pechos desnudos contra su piel me volvió loca de deseo, y retiré las manos de su pobre pelo para acudir a mi nuca y soltar el nudo. Al hacer la maniobra choqué contra una de las botellas vacías de cava, iniciando un efecto dominó de botellas que se estrellaron contra el suelo. Me reí tontamente cuando él se echó hacia atrás, sobresaltado por el sonido.

Tenía los ojos de un azul ahumado, repletos de deseo, pero al enfocarse en mí empezaron a cristalizar. Por fin conseguí desatar el nudo y sentí que el agua se arremolinaba contra mi piel desnuda. Empezaba a dejar caer las cintas cuando Simon las agarró con fuerza. Sacudió la cabeza como para despejarse y cerró los ojos con firmeza, interrumpiendo nuestra conexión.

—¡Eh! ¡Eh! ¡Oye! —le pinché, forzándole a abrir los ojos y obligándole a mirarme—. ¿Adónde te has ido? —susurré.

Sin soltar las cintas, llevó sus manos a mi nuca. Poco a poco empezó a atarme el biquini, y noté que se me encendían las mejillas; toda la sangre de mi cuerpo me delató en ese instante.

—Caroline —empezó, respirando con dificultad pero mirándome con atención.

—¿Qué pasa? —le interrumpí.

Sus manos se apoyaron en mis hombros, y me pareció que mantenía una distancia específica entre nosotros.

—Caroline, eres fantástica, pero… no puedo —empezó.

Ahora fui yo quien cerró los ojos. Las emociones se arremolinaban tras mis párpados, y la principal era la vergüenza. Corazón cayó en picado. Noté sus ojos sobre mí, deseando que abriese los míos.

—No puedes —repetí.

Abrí los ojos y evité mirarle.

—No, quiero decir que yo… —balbuceó, claramente incómodo mientras se apartaba de mí.

Empecé a temblar.

—¿No… puedes? —pregunté, notando de pronto un frío glacial pese a estar dentro del agua.

Retiré las piernas de su cuerpo, ofreciéndole el espacio que necesitaba para alejarse.

—No, Caroline, tú no. No como…

—Vaya, me siento como una imbécil de mierda —logré decir.

Solté una breve carcajada y me aupé hasta salir del agua y situarme a un lado del jacuzzi.

—¿Qué? No, no lo entiendes. Es que no puedo…

Quiso acercarse a mí y extendí una pierna; le apoyé el pie en pleno centro del pecho para impedírselo.

—Oye, Simon, ya lo pillo. No puedes. Muy bien. Uau, vaya noche loca, ¿eh?

Volví a reírme, me eché a un lado y me puse a andar hacia la casa, queriendo irme antes de que Simon pudiese ver las lágrimas que yo sabía que estaban de camino. Como era de esperar, al subir los peldaños resbalé en una zona húmeda y me caí de forma aparatosa. Me empezaron a escocer los ojos mientras ascendía con dificultad, aunque lo más rápido posible, temerosa de llorar antes de llegar a entrar en la casa. Ahora que me movía, podía notar los efectos de todo el alcohol que había consumido y los inicios de un fuerte dolor de cabeza.

—¡Caroline! ¿Estás bien? —exclamó Simon, empezando a salir de jacuzzi.

—Estoy estupendamente. Es que… —conseguí decir, y mi garganta comenzó a cerrarse mientras contenía un sollozo. Extendí la mano a mis espaldas, queriendo que entendiese que no necesitaba su ayuda—. Estoy bien, Simon.

No fui capaz de volverme y mirarle. Me limité a continuar alejándome. La maldita música de big band seguía sonando en el tocadiscos, pero aún le oí pronunciar mi nombre una vez más. Ignorándolo, llegué a la puerta, sintiéndome como una idiota con mi biquini chiquitín, que evidentemente no resultaba tan tentador como yo creía.

Ni siquiera me molesté en coger una toalla. En vez de eso, abrí de golpe la puerta de cristal y la oí cerrarse de un portazo a mis espaldas mientras prácticamente corría hacia mi habitación. Dejé pequeños charcos en el suelo de pizarra del pasillo e intenté ignorar las risitas procedentes del cuarto de Sophia. Mientras las lágrimas corrían por fin por mis mejillas, cerré la puerta y me despojé de mi traje de baño. Entré trastabillando en el lavabo, encendí la luz y allí estaba yo, reflejada en el espejo. Desnuda, con el pelo chorreándome espalda abajo, un cardenal que empezaba a formárseme en el muslo por mi caída de borracha… y unos labios hinchados por los besos.

Me envolví el pelo en una toalla y luego me apoyé en la encimera, situando la cara a pocos centímetros del espejo.

—Caroline, querida, acabas de ser rechazada por un hombre que una vez hizo maullar a una mujer durante media hora seguida. ¿Cómo te sientes? —me preguntó la mujer desnuda del espejo, haciendo de su pulgar un pequeño micrófono.

Hizo un gesto hacia mí, tendiéndome el pulgar.

—Bueno, he bebido vino suficiente para mantener a un pueblo pequeño en España, hace mil años que no tengo un orgasmo y seguramente moriré vieja y sola en un apartamento bien diseñado con todos los hijos ilegítimos de Clive arremolinados a mi alrededor… ¿Cómo crees que me siento? —pregunté a mi vez, devolviéndole el pulgar a la Caroline del espejo.

—Caroline, tonta, llevaste a Clive a castrar —contestó la Caroline del espejo, sacudiendo la cabeza.

—Jódete, Caroline del espejo, cosa que no puedo hacer yo —acabé, poniendo fin a la entrevista para volver al dormitorio.

Me puse una camiseta y caí en la cama. Mi borracho ser estaba agotado de la excursión, la cena, el vino, la música y la mejor sesión de darse el lote en la que había participado jamás. Pensar en ello hizo que se me volvieran a saltar las lágrimas, y me di la vuelta para coger unos pañuelos de papel. Me encontré la caja vacía, lo cual me hizo llorar aún más.

Estúpido embrujo del Seductor.

¿Podían empeorar las cosas?

Entonces sonó mi teléfono.

 

 

—¿Quieres tortitas, cari?

—Me encantaría comer unas cuantas. Gracias, nena.

«Dios.»

—¿Queda leche para el café?

—Tengo tu leche aquí mismo, churri.

«Santo Dios.»

Escuchar a una nueva pareja, y mucho más a dos nuevas parejas, resultaba a veces vomitivo. Añádase a eso una resaca, y aquella iba a ser una mañana larga.

Tras hablar con James por teléfono la noche anterior, había caído en un sueño profundo, ayudada sin duda por todo el vino que había tomado. Desperté con la lengua pastosa, un dolor de cabeza atroz y el estómago revuelto, aún más al saber que tendría que ver a Simon esa mañana y hablar con él sobre que la noche anterior nos habíamos dado el lote.

De todas formas, hablar con James había hecho que me sintiera mejor. Me había hecho reír, y recordé lo bien que cuidaba de mí años atrás. Fue un recuerdo agradable y una sensación más agradable todavía. Me había telefoneado con el pretexto de comentar el color de una pintura, cosa que me apresuré a tachar de excusa barata. Luego reconoció que solo quería hablar conmigo y, dado que acababa de recibir el gran rechazo del jacuzzi, me alegré de hablar con alguien que sabía que quería mi atención. «Maldito seas, Simon.» Cuando James me invitó a cenar el fin de semana siguiente, accedí de inmediato. Lo habíamos pasado muy bien… y dado que mi O había vuelto a su escondite más me valía disfrutar de una noche en la ciudad.

Ahora me hallaba sentada a la mesa del desayuno, en compañía de dos nuevas parejas que estaban llenando la cocina de suficiente satisfacción sexual para hacerme gritar. De todos modos, no lo hice. Me guardé las ganas de hacerlo mientras Mimi se sentaba alegremente sobre las rodillas de Ryan y Neil le daba de comer a Sophia bolitas de melón como si hubiese venido al mundo con esa única finalidad.

—¿Qué tal le fue el resto de la noche, señorita Caroline? —gorjeó Mimi, haciéndose la lista.

Le clavé los dientes de mi tenedor en la mano y le dije que cerrase el pico.

—¡Uau, qué gruñona! Alguien que yo conozco debe de haber pasado la noche sola —le dijo Sophia a Neil en un murmullo.

La miré sorprendida. La informalidad con la que trataban el tema empezaba a molestarme.

—Pues claro que he pasado la noche sola. ¿Con quién demonios crees que he pasado la noche? ¿Eh? —pregunté, levantándome de la mesa con un movimiento brusco y volcando mi vaso de zumo de naranja—. ¡A la mierda todo! —murmuré, y me dirigí hacia el patio dando fuertes pisotones, con las lágrimas amenazando con brotar por segunda vez en menos de doce horas.

Me senté en una de las butacas de madera orientadas hacia el lago y el frescor de la mañana alivió mi rostro acalorado. Me enjugué con torpeza las lágrimas al oír las pisadas de las chicas, que me seguían al exterior.

—No quiero hablar de ello, ¿vale? —les indiqué mientras se sentaban frente a mí.

—Vale… pero tienes que decirnos algo. O sea, di por seguro que cuando nos fuimos anoche, bueno… Simon y tú estáis… —empezó Mimi, y la detuve.

—Simon y yo nada. No hay Simon y yo. ¿Qué? ¿Creísteis que nos emparejaríamos solo porque vosotros cuatro os aclarasteis de una puñetera vez? Por cierto, de nada —les espeté, calándome la gorra sobre la cara para ocultarles mis lágrimas a mis mejores amigas.

—Caroline, solo creímos que… —comenzó Sophia, y también la corté.

—¿Creísteis que como éramos los que quedaban nos convertiríamos mágicamente en una pareja? Qué novelero, tres parejitas perfectas, ¿verdad? Como si eso sucediese alguna vez. Esto no es una novela romántica.

—Oh, vamos, vosotros dos sois perfectos el uno para el otro. ¿Nos llamaste ciegos a nosotros anoche? Pues mira quién fue a hablar —me espetó Sophia a su vez.

—Oye, chica, dispones de medio minuto antes de que te dé una patada en el culo. No pasó nada. No va a pasar nada. Por si se os ha olvidado, tiene un harén, señoritas. ¡Un harén! Y no pienso convertirme en su tercera golfa. Así que os podéis olvidar, ¿vale? —vociferé, levantándome de la silla, volviéndome hacia la casa y tropezando al instante con un Simon callado.

—¡Genial! ¡Tú también estás aquí! ¡Y os veo a vosotros dos atisbando a través de las persianas, idiotas! —grité.

Neil y Ryan se apartaron de la ventana.

—Caroline, ¿podemos hablar, por favor? —preguntó Simon, agarrándome de los brazos y volviéndome bruscamente hacia él.

—Claro, ¿por qué no? Completemos la situación de incomodidad. Como sé que todos os morís de ganas de saberlo, anoche prácticamente me eché en los brazos de este tío, que me rechazó. Vale, ya sabéis el secreto. ¿Podemos ahora dejarlo correr, por favor?

Me liberé de un tirón y eché a andar hacia el sendero que iba al lago. Al no oír nada a mis espaldas, me volví y les vi a los cinco abriendo los ojos como platos y sin saber qué hacer.

—¡Eh! ¡Ven, Simon! Vamos —dije chasqueando los dedos. Él me siguió un tanto asustado.

Empecé a caminar por el sendero y traté de respirar más despacio. Tenía el corazón desbocado y no quería hablar estando tan alterada. Eso no traería nada bueno. Mientras inspiraba y espiraba, contemplé la bonita mañana que me rodeaba y traté de dejar que esa visión aliviara un poco mi corazón. ¿Necesitaba aumentar aún más lo incómodo de la situación? No. Era yo quien tenía el control, pese a lo ocurrido la noche anterior. Podía hacer como si la noche anterior no hubiese sucedido, o desde luego podía intentarlo.

Volví a respirar, sintiendo que parte de la tensión abandonaba mi cuerpo. A pesar de todo lo que había pasado, disfrutaba de la compañía de Simon y le consideraba ya mi amigo. Seguía dando pisotones por el camino, pero al final me moderé y cambié a un paseo moderadamente cabreado.

Dejé atrás los árboles y no paré hasta llegar al final del muelle. El sol asomó entre las nubes después de la tormenta de la noche anterior, proyectando una luz plateada sobre el agua.

Le oí aproximarse y detenerse justo detrás de mí. Inspiré hondo una vez más. Él no decía nada.

—No vas a empujarme al lago, ¿verdad? Eso estaría muy mal, Simon.

Soltó una carcajada y yo sonreí un poco, sin querer hacerlo ni poder evitarlo.

—Caroline, ¿puedo explicarte lo de anoche? Quiero que sepas que…

—No digas nada, ¿vale? ¿No podemos atribuirlo al vino? —pregunté, volviéndome rápidamente hacia él y tratando de anticiparme.

Me miró con una expresión muy extraña. Parecía haberse vestido a toda prisa: polar blanco, vaqueros gastados y botas de montaña con los cordones desatados, mojados y fangosos por culpa del paseo por el bosque. Aun así, estaba imponente. El sol de la mañana iluminaba los planos fuertes de su rostro y aquella barba que resultaba tan deliciosa.

—Ojalá pudiese, Caroline, pero… —volvió a empezar.

Sacudí la cabeza.

—En serio, Simon, solo… —comencé a decir, pero me detuve cuando me apoyó los dedos en la boca.

—Tienes que callarte, ¿vale? Si no dejas de interrumpirme, voy y te tiro al lago —me avisó, con ese destello en los ojos al que ya me tenía acostumbrada.

Asentí con la cabeza y retiró la mano. Traté de ignorar las llamas que lamían mis labios, atraídas a la superficie por ese simple contacto.

—Anoche estuvimos muy cerca de cometer un enorme error —dijo, y cuando vio que empezaba a abrir la boca me advirtió con el dedo.

Hice el gesto de cerrarme los labios con una llave y de arrojarla al agua. Sonrió tristemente y continuó:

—Es evidente que me siento atraído por ti. ¿Cómo podría ser de otro modo? Eres increíble. Pero estabas borracha, y yo también, y, por fantástico que hubiese sido, eso habría… ah, habría cambiado las cosas, ¿sabes? Y no puedo, Caroline. No puedo permitirme… Es que…

Le costaba encontrar las palabras adecuadas y se pasó las manos por el pelo en su típico gesto de frustración. Se me quedó mirando, deseoso de que le entendiese y le dijese que no estaba enfadada.

¿Quería perder a un amigo por aquella tontería? Ni hablar.

—Oye, tal como te he dicho, está bien, nos pasamos con el vino. Además, sé que tienes un apaño, y yo no puedo… Anoche perdí los papeles —le expliqué, tratando de venderle el cuento.

Abrió la boca para hacer algún comentario, pero al cabo de un momento asintió con la cabeza y exhaló un gran suspiro.

—¿Seguimos siendo amigos? No quiero que la relación entre nosotros se vuelva extraña. Me caes muy bien, Caroline —dijo, y parecía que su mundo fuese a acabarse.

—Por supuesto, amigos. ¿Qué otra cosa podríamos ser?

Tragué saliva y me obligué a sonreír. Él también sonrió y empezamos a regresar por el sendero. Vale, no estaba mal. Quizá pudiese funcionar. Se detuvo a recoger un puñado de arena de la playa y lo metió en una bolsita de plástico.

—¿Botellas?

—Botellas —confirmó con un gesto de la cabeza, y continuamos andando.

—Parece que nuestro plan funcionó —empecé, buscando conversación.

—¿Con esos de ahí? Oh, sí, creo que funcionó bien. Parecen haber encontrado lo que necesitaban.

—Eso es lo que intenta hacer todo el mundo, ¿no?

Solté una carcajada mientras cruzábamos el patio en dirección a la cocina. Cuatro cabezas desaparecieron de la ventana y empezaron a adoptar posiciones despreocupadas en torno a la mesa. Me reí por lo bajo.

—Siempre es bueno que lo que necesitas y lo que quieres sean las mismas cosas —dijo Simon, aguantándome la puerta para dejarme pasar.

—¡Menudo trabalenguas, chico!

Volvió a asaltarme una punzada de tristeza, pero no tuve que forzar la sonrisa una vez que vi lo contentas que estaban mis amigas.

—¿Quieres desayunar? Me parece que todavía quedan unas cuantas pastas de canela —ofreció Simon, acercándose a la encimera.

—Esto… no. Creo que voy a hacer la maleta y recoger mis cosas —dije, y observé que un destello de decepción atravesaba su rostro. Luego sonrió valientemente.

Vale, la situación no era ninguna maravilla. Es lo que pasa con los amigos que se besan: las cosas nunca vuelven a ser las mismas. Saludé a mis chicas con un gesto de la cabeza y me dirigí a mi habitación.

 

 

Espoleados por mi insistencia en volver a la ciudad, dos horas más tarde todos teníamos hechas las maletas y estábamos decidiendo quién iba a ir con quién. Yo no quería ir sola con Simon, así que me llevé aparte a Mimi y le di instrucciones de traer a Ryan y regresar con nosotros. Ahora todos estábamos fuera colocando las bolsas. Mientras Simon lo apilaba todo en el Land Rover me estremecí un poco, dándome cuenta demasiado tarde de que había metido mi forro polar en mi bolsa, que ahora estaba enterrada. Al volverse hacia mí, se dio cuenta de ello.

—¿Tienes frío?

—Un poco, pero no pasa nada. Mi bolsa está debajo de todas las demás, y no quiero que tengas que volver a colocarlo todo —contesté, pateando para entrar en calor.

—¡Oh! ¡Eso me recuerda que tengo una cosa para ti! —exclamó rebuscando dentro de su bolsa, que estaba encima de las demás.

Me entregó un paquete lleno de bultos envuelto en papel marrón.

—¿Qué es esto? —pregunté.

Se ruborizó intensamente. ¿Simon se ruborizaba? No conocía esa faceta suya…

—No pensarías que se me había olvidado, ¿verdad? —respondió, y el pelo le cayó un poco sobre los ojos mientras esbozaba una sonrisa infantil—. Iba a dártelo anoche, pero luego…

—¡Eh, Parker! ¡Nos vendría bien un poco de ayuda! —le llamó Neil, que hacía esfuerzos por cargar todo el equipaje de Sophia.

El día anterior Ryan se habría encargado de esa tarea. Ahora lo hacía Neil. Cómo había cambiado el mundo en un solo día.

Simon se alejó de mí mientras Mimi y Ryan se instalaban en el asiento trasero.

Al abrir el paquete encontré un jersey irlandés muy grueso y suave. Lo desenvolví, sintiendo el peso y la textura del tejido. Me lo apreté contra la nariz e inhalé el aroma de lana e inconfundible de Simon que desprendía. Sonreí contra el jersey y luego me apresuré a deslizármelo sobre la camiseta, admirando su caída holgada y baja y la sensación reconfortante que me producía. Me volví y vi a Simon, que me observaba desde la camioneta de Neil. Di una vuelta para que me viese bien y sonrió.

«Gracias», dije moviendo solo los labios.

«De nada», respondió él de la misma manera.

Olí mi jersey de forma prolongada y profunda, esperando que nadie se diese cuenta.